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Czytaj książkę: «Dulce y sabrosa», strona 13

Czcionka:

– En resumen; seguro no sabes nada.

– ¡Si quedrá usted que le traigan a la señorita ya mansa y conforme!… ¿Tié usted más que buscar a esos estanqueros, y ponerse al habla con ellos y que desembuchen la verdad?

Don Juan, considerando inútil enterar a Julia de cuanto sabía relativo a los antecedentes de Cristeta y sus tíos, calló; y acordándose de don Quintín, se dijo que podría sacar de él gran partido.

– No andas descaminada: buscaré a los estanqueros.

– Qué icir que si no está casada…; pero lo que yo me digo: si no lo está, si es dueña de hacer de su capa un sayo, ¿por qué llora tanto?

– Muchacha, eres un dije: toma – (la propina fue espléndida) – , y desde mañana vienes aquí, sin falta, todos los días a la misma hora, a recibir órdenes como un corneta.

– Es que la señorita se ha calao que yo salgo por hablar con usted. Si me regaña o me dice cualquier cosa, ¿qué contesto?

– Por ahora… dices que no te dejo a sol ni a sombra; que tú crees que yo ando loco por ella, sobre todo muy triste…

– Pa triste, ella. ¡Si la viera usted de llorar! En fin, Dios nos tenga de su mano. Mire usted que, según me han dicho, ¡el marido es más bruto! Una fiera. Si se plantase aquí de repente, salíamos en los papeles.

El grupo que durante estos diálogos formaba la pareja de señorito y niñera, merecía tomarse como asunto de un buen romance castizo. Ella, traviesa y pícara, rebosándole malicia los ojos y desparpajo los labios, sin pañuelo a la cabeza, y liada en el mantón, dentro del cual removía el airoso cuerpo para sentirse acariciada del calor; él soñoliento, molesto, desasosegado y frío, trayéndose a cada instante sobre el hombro el embozo de la capa; la chica, toda viveza, el hombre, todo impaciencia. En torno, gente que pasaba mirándoles de reojo y barruntando trapicheo; algún chico parado, con los libros sujetos entre las piernas, ocupados dientes y manos en el aceitoso buñuelo; al fondo, los soportales de la Plaza esfumados en la neblina temprana; las mulas del tranvía despidiendo del cuerpo nubes de vaho; la atmósfera húmeda, impregnada del olor al café que un mancebo tostaba ante una tienda; el ambiente sucio, como si en él se condensaran los soeces ternos y tacos de los carreteros; las piedras resbaladizas, y en el centro del jardinillo, descollando sobre un macizo de arbustos amoratados por los hielos, la estatua del pobre Felipe III, con el cetro y los bigotes acaramelados por la escarcha.

Pero lo más notable era la cara que ponía Julia cuando se separaba de Juan. De fijo que no se divirtieron tanto con el inmortal Manchego las doncellas de los Duques, ni la propia Lozana con los clérigos a quienes se vendía por nueva, como ella gozaba en contribuir al rendimiento del Tenorio decadente.

Julia servía con el mayor celo a Cristeta: primero, por obediencia a sus padres y a Inés, que se lo encargaron; segundo, porque don Juan, espléndido y dadivoso, le regalaba continuamente duros y pesetas con novelesca prodigalidad; además, se divertía mucho contribuyendo a traer engañado a un caballero. Acordábase instintivamente de que era mujer y trabajaba en provecho ajeno como si fuera en causa propia. ¿Dónde mayor alegría para una mujer lista que entrar en pacto contra un hombre? Así que, tras cada entrevista con don Juan, refería a su ama cuanto con él hablaba. Aquel día Cristeta la escuchó con vivo interés.

– Todo va bien – dijo después de oírla – ; de modo que…

– Ese señor está perdío por usted: debe de ser…, no se enfade usted…, vamos, ¡un gatera más listo!; pero esta vez…, ya no sabe el hombre lo que se pesca. De fijo que a estas horas anda por esas calles brincando como una cabra en busca de sus tíos de usted. ¿No era eso lo que hacía falta?

– Cabal.

– ¿Y esto, señorita? ¡Mire usted que es mucha plata! – dijo Julia presentando el puñado de pesetas, fruto de la última propina.

– Eso es tuyo. Lo que yo te doy de menos él te lo da de más. Anda, que pronto se te acabará.

– Lo que hace falta es que usted acabe con él…, es decir, que empiece. Cuando la señorita se case me lleva de doncella, y luego, si Dios es servido… de niñera.

– ¡Ave María Purísima!

Las dos sonrieron, pero de distinto modo; la criada con la satisfacción de la codicia lograda; el ama, con la esperanza de la dicha.

Al quedarse sola Cristeta se sentó en una silla baja de hacer labor, y tapándose los ojos para no ver las cosas de este mundo, se puso voluntariamente soñadora, pareciéndole ver a don Juan, también solo en su casa, triste, malhumorado, vuelto hacia ella el pensamiento y sintiendo lo que jamás hasta entonces ninguna otra mujer le hizo sentir.

¿Existirá en el mundo de las pasiones influencia secreta que aproxime y relacione las almas separadas moviéndolas simultáneamente con un mismo afecto, como viento invisible que a un tiempo menea en parajes apartados las ramas de los árboles? ¡Quién sabe! Lo cierto es que, mientras la esperanzada Cristeta veía posible la realización de su ventura, don Juan, puestos en ella los cinco sentidos con amoroso empeño, tomaba la resolución de buscar a don Quintín para que éste le sacase de dudas sobre si era o no verdad lo del casorio, y pensando en él se decía: «Está visto que ese pobre majadero ha nacido en provecho mío.»

Capítulo XVIII

De la importantísima conferencia que celebraron el Tenorio decadente y el estanquero libertino, con otros graves sucesos

Ignorante don Juan de que don Quintín hubiese venido a menos, resolvió visitarle en su estanco, donde hasta entonces, por prudencia, jamás puso los pies. Fue allá, entró, pidió puros, escogiolos despacio mirando hacia la trastienda… y nada. Entonces se atrevió a preguntar al chicuelo mugriento, mofletudo y asabañonado que le despachaba.

– ¿Está el amo?

– El señor Juaneca ha salido.

– No, don Quintín.

– Ese era el de enantes, que vendía pitillos de contrabando y lo quitaron por gandul.

– ¿Y dónde ha ido a parar?

– Le dieron otro estanco, y no sé más. ¡Valientes puercos debían de estar él y toda su casta! ¡Cómo dejaron la casa de telarañas! Nos encontramos esto, mal comparao, lo mesmo que una pocilga, con perdón de usted; menos el cuartito que da al patio, ese estaba limpio.

«¡El cuartito que ella tenía y del cual me habló tantas veces!» – pensó don Juan, y en seguida dijo:

– ¿Conque le dieron otro estanco? ¿dónde?

– En la taberna de al lao ú en ofecinas de estancadas, le darán a usted razón.

Don Juan pagó los Puros, dejando la vuelta como propina, y salió.

Luego, mediante encargo que confió a un diputado amigo suyo, el cual hizo minuciosas gestiones, supo que la nueva madriguera estanqueril de don Quintín estaba en la poco aristocrática calle de la Pingarrona, y allí imaginó ir a buscarle; pero pensándolo mejor, mandó a su ayuda de cámara, el inapreciable y fiel Benigno, que volvió con más noticias que un corresponsal del Times. Primero, pagando tintas al doncel de los sabañones, y después a un vecino pingarronesco, Benigno averiguó cuanto a su amo interesaba, sin omitir los amores de don Quintín con Carola, trapicheo que sólo doña Frasquita ignoraba en el barrio: criadas, vecinos, porteros y parroquianos, todos sabían que el estanquero tenía, como ellos decían, un apaño. De lo que nadie tenía pleno conocimiento era de la precaria situación a que se veía reducido el ex – miliciano mujeriego.

La mudanza de tienda y calle no fue para él venir a menos, sino llegar a casi nada, por lo cual Carola empezó a mostrársele despegada y arisca, tanto como antes fue apasionada y pegajosa. Con la buena parroquia y aquel cajón siempre lleno, que semejaba esportillo del Banco, acabaron los mimos y complacencias de la jamona impúdica. Hízose, sobre todo, pedigüeña en grado inaguantable.

Lo primero que el pobre hombre se vio imposibilitado de comprarle fue un corsé de cuatro duros, lleno de puntillas, lazos, pespuntes y escarolados. La corsetera había dicho a Carola:

– ¡Vaya una prenda pa una señora que la pueda lucir!; – y ella lo deseó como un guerrero desea una buena arma de combate. Pidióselo a su Quintín, y éste, fingiendo bromear, repuso:

– ¿Corsé? A fuerza de aceros y ballenas me vas a estropear ese cuerpecito tan rico. Ya sabes que me da rabia ir a cogerte y encontrarme con esas cosas tan duras.

– En casa no te digo; pero por la calle no he de ir con las carnes colgando como una vaca.

– Para eso no necesitas corsé de cuatro pesos.

– ¡Ah! ¿Es por el dinero, don Roñoso?

– No, palabra; es que estos días… ¿te es igual a fin de mes?

Carola no quiso insistir; pero miró a su amante con profundo desprecio, como las grandes cortesanas de Atenas debían de mirar a los esclavos persas. Luego él faltó algunas noches o acortó las visitas, quejándose de pesadez en el estómago. Para ella subían cena del café; pero ya la ingrata no le daba, como antes, con sus propios dientes, alguna patata frita, ni se dejaba arrancar las pasas de los labios. Interesada y rencorosa, tenía clavadas en el pensamiento todas las ballenas del corsé negado. Transcurridos algunos días, dijo al vejestorio:

– Oye, capitalista, lo del corsé lo mismo me da una semana que otra; pero la cama está hecha peazos, y el herrero pide tres duros por componerla.

– ¿Tres duros?

– ¡Tú sabes cómo está, si parece que dan batallas encima!

– ¿Y ha de ser el herrero? Con un cordel o un alambre la dejo yo más firme que el propio suelo.

– U con saliva de mona – repuso ella muy enojada – : ¿no sabes que la has desatornillao toda a puros brincos? ¿Quién tiene la culpa?

– Déjalo, mujer… por ahora; el mes que viene…

– Estoy viendo que te voy a pedir de comer y me vas a decir que aguarde a otro mes. Pues el casero es como el tren, que no espera por nadie, y ha cumplido ayer; conque venga parné o me busco un señor.

Lívido de angustia y coraje, repuso:

– Yo me veré con el administrador. Es forzoso que tengamos paciencia.

– Vamos, tú estás más arrancao que árbol viejo.

Engañado Quintín por la pausada entonación con que Carola le dijo esto, imaginó que el instante era favorable a un desbordamiento de lealtad, al cual ella forzosamente respondería con una explosión de ternura.

– ¡Carola, Carola mía! – exclamó hiposo y sollozante – ; tengo que decírtelo todo.

– Lo que has de hacer es darme algo.

Entonces, poniendo cara muy compungida, extendió las manos en busca de las de su amada, y dijo:

– ¡Vida mía, todo se arreglará! Ahora no puedo nada, nada; el estanco nuevo es una perdición. Yo te traeré… unos días… ¡demasiado sabes!

– Lo que sé es que ni ropa, ni casa, ni pagar un triste catre, que tú mismo has desfondicao… ni ná.

– Más lo siento yo que tú.

Y quiso prodigarle en besos lo que no podía en pesetas; mas ella se desprendió de sus brazos, diciendo desabridamente:

– Estos marranos de hombres creen que tener querida es tener guitarra, que se deja tocar sin que la den de comer.

– Por Dios, nena; tú no eres mi querida; ¡eres mi alma!

– Yo soy una mujer que tié que gastar en comer, y en vestir, y en zapatos, y cuando un zángano no dispone de posibles… ¿o es que me voy a guisar el aire?

– Cuando he tenido… y en cuanto tenga…

– Pus entonces güelves.

Carola se iba enfurruñando por momentos. Él la escuchaba pasmado, acordándose de las grandes cocottes de París, de quienes en los folletines había leído que despiden como lacayos a los lores ingleses luego que les han arruinado. De pronto, se le acercó humilde y cariacontecido, temblándole los labios, sublime y ridículo de amor, gritando:

– ¡Qué! ¿Vas a dejarme sospechar que me querías por el interés? ¡Permíteme que te bese, o creeré que eres una cualquier cosa!

Adelantó con indecible majestad, como el león hacia su hembra; hubo en su actitud impulso de amante y arrogancia de señorío. Carola, miserablemente asustada con aquello de la traslación de estanco y penuria del nuevo establecimiento, comprendió que el odre estaba seco. Ni corsé, ni cenas, ni recibo de inquilinato… no pudo más. Miró al pobre viejo con expresión de frío desprecio, y plegando en burlona mueca los labios por él tantas y tantas veces besados, le dijo:

– Oiga usted, don Baboso de Singuita, ¿te has figurao que una hembra como yo va a esperar pa dejarse querer a que llueva dinero el mes que viene? Si no me pués mantener con decoro, ¿pá qué te me has arrimao, cara de siglo?

Quiso erguirse altanero y tremendo; pero vencido de la emoción, sintió que flaqueaba todo el edificio de su cuerpo, y lanzando a su cruel señora una mirada lánguida de bestia moribunda, entre súplica y reproche, dejose caer, abatido y lacio, en aquel mismo sillón donde antes los dos solían sentarse para que él la estrechase entre los avarientos brazos, mientras ella, vestida de gran señora y copa en mano, entonaba un vals callejero convertido en brindis orgiástico… El recuerdo de aquellos momentos fue como visión rapidísima que le llenó de amargura el alma. En seguida se quedó absorto, con los ojos asombrados y saltones, y los labios fruncidos por una sonrisa diabólica de ángel caído. Tan feo se puso que Carola soltó la carcajada. Entonces, pasando de la estupidez al furor, sintió que en lo más hondo del pensamiento surgía la idea del crimen, no para cometerlo, sino comprendiendo que en situaciones análogas se den puñaladas y mueran las queridas traidoras a manos de sus amantes. Estaba grandiosamente ridículo. Carola se convenció de que aquel pobre hombre era incapaz de pegarle ni un tirón de orejas; pero vio claro que haría cualquier disparate por seguir poseyéndola o por hacerse la ilusión de que la poseía, y con aviesa intención, para enloquecerle y hechizarle, comenzó a desabrocharse el cuerpo del vestido y luego se alzó ligeramente la falda mientras moviendo en ondulaciones canallescas todo su cuerpo pecador, decía con voz de chula raída y descocada:

– ¿Crees que esta personilla se va a quedar sin corsé, y que estos pies van a salir a ganarlo, y que este cuerpo ha nacío para tumbarse en un catre desvencijao? ¿Crees que voy a domesticar al administraor pagándole en carne? Si no tenías dinero, podías haberte quedao dando cabezás contra el mostrador, ú poniendo bizmas a la vieja, que paece un vencejo atontao.

– ¡Carola! ¡Señora!

– Aquí no hay más señora que una fiera, porque ¿sabes lo que te digo? Que me temo que te lo estés gastando con otras; ¡conque fuera de aquí, a buscar guita! Lo que decía mi pobrecita madre: «sin bolsa llena, ni rubia ni morena».

Empujándole hacia la puerta, le echó del cuarto; pero en el pasillo, a oscuras, varió de súbito el tono de la voz, y ciñéndole al cuello los brazos, le dijo dulzonamente entre dos largos besos:

– Rico del alma, fuera de broma, tráeme unos durillos, que me hacen mucha falta.

Y le plantó en el descansillo de la escalera, dejándole turulato, ya convencido de que, a pesar de aquellos besos, el amor y sus derivados eran para él cosa perdida como no arbitrase recursos.

¿A quién pediría prestado, qué malbarató o empeñó? No se sabe; pero a la tarde siguiente llevó trece duros, mediante los cuales, Carola tuvo corsé y quedó restaurado el catre. Sin embargo, en días posteriores, menudearon las exigencias de la impura. Pidió un boa, jabón de olor, un palanganero, chambras bordadas y una bata. El espíritu de don Quintín se llenó de sombras: parecía que en su pensamiento se habían juntado el furor de los héroes clásicos, la melancolía de los galanes románticos y el escepticismo de los protagonistas de drama moderno, todo lo cual, el pobre hombre, instintivamente, resumía en aquella horrible frase de su querida: «Sin bolsa llena, ni rubia ni morena.»

Tal era su situación de ánimo cuando una mañana se le presentó Benigno en el estanco, y sin ambages ni rodeos, le dio el siguiente recado:

– De parte de mi amo, don Juan de Todellas, que desea hablar con usted, y que le espera mañana a las doce en su casa – (y dio las señas) – para almorzar.

Dicho lo cual se fue.

Acordándose entonces del último diálogo que tuvo con su sobrina cuando ella le mandó llamar después de ver a don Juan en la Moncloa, el estanquero pensó:

«El grandísimo pillo me busca; tenía razón la chica; pues sí que iré, y veremos por dónde respira. ¡Canalla…! ¡A ese sí que no le faltará dinero para tener queridas!»

* * *

Son las once Y media de la mañana. La escena pasa en el gabinete de don Juan.

Las paredes están cubiertas de pinturas, fotografías y grabados que representan retratos de beldades célebres más o menos vestidas, y episodios de amor, donde se ven reproducidas todas las fases de la pasión: mitos sagrados, tradiciones históricas y engendros literarios. Psiquis se quema las alas en la antorcha del divino Eros; la fiel Penélope desteje su labor; el necio Candaules muestra a Gyjes la hermosa desnudez de su esposa Nyssia; Florinda y don Rodrigo, enlazados bajo un naranjo, dan pretexto a la venida del moro; Carlos I y Bárbara de Blomberg se abrazan enamorados y orgullosos, presintiendo que ha de nacer quien venza en Lepanto; la desvergonzada Lozana se deja tentar por un canónigo a quien pide dineros; Felipe II se exalta mirando el ojo sano de la Éboli; el Burlador de Sevilla descansa en brazos de Tisbea; Felipe IV desciñe a la Calderona los cordones de un justillo; Luis XV se divierte en pintar a la Dubarry un lunar junto a la boca; Mirabeau besa el retrato de Sofía; Fernando VII hace cosquillas a Pepa la Naranjera; Rodolfo de Austria expira en brazos de María Véscera, y como síntesis de la dulce locura que a todos agitó, el gran Don Quijote muere resignado sin haber poseído jamás a Dulcinea.

En el centro del cuarto está puesta la mesa; el mantel es adamascado y fino; los cubiertos de plata labrada; la vajilla con cifra de oro; las copas, de tan sutil cristal, que semejan aire cuajado. Sobre un veladorcito hay cuatro botellas; dos de Burdeos que, como buenas girondinas, tienen a modo de gorritos frigios sus cápsulas rojas, una de Champaña con capellina de plata, y otra de Jerez que parece oro líquido.

Don Juan espera impaciente abrochándose el batín oscuro de alamares negros. Cuatro minutos antes de las doce suena un campanillazo. Benigno, servilleta al hombro, se dirige hacia la puerta poniéndose los guantes blancos de algodoncillo.

Don Quintín, de levita, prestada y archicumplida, entra escamado, receloso, pero sonriente y haciendo cortesías. Acude a la cita porque a ello le obliga su situación respecto de Cristeta, que puede contar a Frasquita lo que ésta debe ignorar, y también porque, descubriendo los pensamientos de don Juan, le será más fácil la venganza.

Su antiguo conocido le recibe amabilísimamente.

– ¡Mi señor don Quintín, y cuántos deseos tenía de que honrase usted mi choza! ¿Cómo va ese valor?

– ¿A esto llama usted choza, y están las paredes llenas de santos?

– Vaya, vaya, usted me perdonará el atrevimiento; pero yo necesitaba hablar con usted, y pensé que almorzando se entienden las gentes.

– Tantas gracias.

Se sientan cerca de la chimenea, cuyas llamas se reflejan en los vidrios de los cuadros, y comienza el festín.

Ostras: don Quintín desprende de sus conchas las primeras con el cuchillo, hasta que al ver emplear a don Juan el tenedorcillo ad hoc, le imita torpemente, pensando mientras come: «¿Quién sería el primero que probase esta porquería?»

Benigno presenta una fuente, y al mismo tiempo dice don Juan:

– Huevos al plato.

Don Quintín, sirviéndose, reflexiona: «¿Pues dónde los había de poner?»

Apaciguada la primera furia del hambre, dice el anfitrión:

– Sí, tenemos que hablar largo y tendido.

– Soy todo orejas.

– Pues bien: ha de saber usted que yo presté dinero a un amigo mío empresario del Teatro de las Musas; no ha podido pagarme, y por tratos y combinaciones que hemos hecho, y con los cuales no quiero molestar a usted…, total, que me quedo de empresario. En mi vida las he visto más gordas; pero estoy decidido a defender mi dinero, para lo cual formaré una compañía como en Madrid no se ha oído, y necesito que usted me ayude.

– ¿Yo?

– Usted. Llevo adelantados los trabajos, cuento con artistas…, un coro que… ya verá usted…; pero nada puedo ultimar si usted no me favorece.

– No entiendo.

– Yo no hago nada sin contar con su sobrina Cristeta; y además, necesito una persona de toda confianza para representante de la empresa, y esa persona es usted.

A don Quintín se le atragantó un sorbo de Burdeos, que para él tenía sabor de chacolí detestable. Las palabras que acababa de oír le parecieron el principio de una complicadísima serie de mentiras; pero en seguida se le ocurrió la idea de que si aquello fuese cierto, no habría de faltarle contrato para Carola, es decir, querida por cuenta ajena… y un coro a su disposición. Ocultando la sorpresa, repuso:

– De mí disponga usted; en cuanto a mi sobrina, se ha retirado del teatro.

– Por eso le busco a usted, que es quien ha de convencerla. Yo no me atrevo…, las mujeres… En fin, usted, antes que tío es usted hombre de talento y comprenderá mi situación. Yo me permití galantearla, cortejarla, cuatro bromas: ¡como es tan guapa! No me hizo caso; total, nada, una niñería…, y es posible que ella tenga reparo de tratar conmigo. En suma: yo le ofrezco a usted, como tal representante, cincuenta pesos al mes, y a ella una escritura con mi firma en blanco para que fije el sueldo que quiera. ¡Verá usted qué temporada!

Estaban comiendo solomillo con trufas, que a don Quintín le parecieron patatas de luto; don Juan seguía hablando entre bocado y sorbo.

– Hay que regenerar el gusto del público: nada de revistas ni pantorrillas…, ésas para usted y para mí. Arte serio; ya ve usted que la Moreruela es indispensable.

Don Quintín, rebañando con un migote la rica salsa, guardó silencio unos instantes, cual si dudase de la oportunidad de lo que iba a decir, y, por último, habló resueltamente, aunque sonriendo para disminuir el alcance de sus frases:

– Señor mío; usted sí que tiene remuchísimo talento; y todo eso está muy bien urdido…; pero a perro viejo no hay tus tus.

– ¿Cómo?

– Que no me engaña usted. A usted le tienen sin cuidado el arte, la empresa y hasta las buenas mozas del coro.

– Explíquese usted.

– Lo que a usted le interesa es… la muchacha.

– Ahora sí que tiene usted que explicarse – repuso don Juan desconcertado.

– Sí, mi sobrina: y hablando en plata, lo que usted pretende es que yo le ponga en contacto con ella.

Don Juan se quedó atónito y a dos dedos de contestar ásperamente; mas no podía permitirse frase dura en su propia casa, y el gesto que ponía don Quintín no era de enojo, sino casi de broma.

– Usted ha pensado en mí – prosiguió el estanquero – , para dar más seriedad a su conducta… y, sobre todo, me ha buscado porque no halla medio ni manera de acercarse a la chica, y como no había usted de decirme descaradamente y en seco su propósito, ha inventado usted eso del teatro. Pero usted ignora muchas cosas. Primera: que mi sobrina no es mi sobrina, sino de mi mujer…, es decir, ná. Segunda: que se ha portado cochinamente conmigo y no la veo hace mucho tiempo…, ni ganas. Y, por último, que puede hacer, o ha hecho ya, de su capa un sayo, sin que yo tenga derecho ni voluntad de meterme en sus interioridades. Conque, favor por favor; usted me honra convidándome y ofreciéndome un destino… que buena falta me hace, y yo le declaro a usted que la tal sobrina… puede irse al moro sin que me importe. Vamos, que se ha equivocado usted de medio a medio.

– Yo no he querido lastimar en lo más mínimo…

– Esté usted tranquilo; dos hombres formales no pueden reñir por esa… ingrata. Harto sé yo lo que son mujeres, ¿Le gusta a usted? Bueno…, pues usted ¡a ella! y nosotros tan amigos como antes.

Don Juan, en el colmo del asombro, exclamó:

– ¿Que no le importa a usted?

– Absolutamente nada.

Pausa de unos segundos: el amo hace seña al criado, y éste echa Jerez en la copa grande de don Quintín.

El diálogo continúa del siguiente modo:

– Me deja usted espantado.

– Ni tres cominos, por trastuela, ingrata y mala cabeza.

– ¿Mala cabeza, y se ha casado?

– ¿Está usted seguro de eso? Pues sabe usted más que yo. Desde Santurroriaga me mandó a pedir ciertos papeles: su fe de bautismo, las partidas de muerto de sus padres… qué sé yo, algunos documentos tenía ella…; yo no estuve delante si le dijeron los latines, ni fui padrino; ¡y la grandísima necia descastada, viene luego a Madrid, recoge cuatro trastos de mi casa; y abur! Yo no he de pedirle ni agua, ni quiero meterme en su vida privada.

Sorprendido don Juan por la actitud y palabras de don Quintín, cambió de táctica, y queriendo sacar fruto de su indiferencia, le dijo:

– Vaya, vaya… déjese usted de resentimientos y de delicadezas y piense usted que lo que le propongo, si es beneficioso para ella, no lo es menos para usted. Usted no ha de ir a pedirle nada, sino a ofrecerle una contrata ventajosa.

– Sí; y además a procurar que se vean ustedes.

Don Juan, fingiendo no haber oído, siguió:

– Si no está casada… aceptará, y si lo está, saldremos de dudas.

Don Quintín, puesta de babero la servilleta y empuñando una pata de pollo frío, se balanceó en la silla, riendo como un sátiro viejo.

Entonces, obediente a una seña de su amo, Benigno escanció otro largo chorro de sol embotellado en la copa del estanquero, quien sin perder la serenidad, habló de este modo:

– No quiere usted entenderme… Usted parte un pelo en el aire…; pero yo, aunque no he recibido cierta educación, tampoco soy negao. Me va usted a llamar sinvergüenza; pero, en fin… juguemos a cartas vistas y cada cual atienda a su juego. Lo que usted desea es que yo le saque de dudas sobre lo del casorio, y que le ponga a usted al habla con ella, y lo ha querido usted conseguir sin que yo me diese cuenta. No me ofendo; pero en vez de un memo se encuentra usted con un hombre franco que le dice: mi sobrina nada me importa. ¿Se ha casado? Vaya bendita de Dios. ¿No se ha casado y anda usted tras ella? Me es igual.

Don Juan resolvió jugarse el todo por el todo, a lo menos en lo tocante a valerse de don Quintín, y apoyando los codos en el mantel, dijo:

– Es usted un lince y un hombre… leal. Franqueza por franqueza. Sí, señor, me gusta Cristeta…

– A todos nos gustan las mujeres; ¿cree usted que no tengo yo también lo que necesito?…

– … me gusta Cristeta; pero ¿y si fuera también verdad que deseo meterme a empresario? Como usted ve, mi casa es pequeña, necesito poner un cuarto, una oficina donde ultimar contratos, hacer ajustes, etc., y necesito un representante. ¿Quiere usted serlo? Mil realitos al mes… y luego si usted logra que yo ajuste a esa señorita…

– ¡Ahí le duele!… No andemos con hipocresías. Ya le he dicho a usted que yo también tengo mis debilidades.

– Entonces… entre hombres debemos ayudarnos. El día menos pensado tiene usted una conquista seria, y me dice usted: «Amigo Todellas, présteme usted la llave y váyase usted de paseo»; por un amigo todo se hace.

A don Quintín se le ocurrió una idea portentosa: pareciole que no cabía más en cerebro humano. Aquel hombre que se había burlado de él, le estaba facilitando el camino de la más sabrosa venganza. Otra era la que él tenía pensada; pero, pues las cosas venían rodadas… ¡también aquélla!

Don Juan continuaba diciendo:

– ¿No está usted quejoso de ella, no se ha portado con usted indignamente?

– Tiene usted razón; trato hecho. Yo le llevaré a usted la… tiple.

– Y yo le nombro a usted… eso que he dicho antes.

Don Quintín representaba la comedia por imposición y encargo ajeno; pero al mismo tiempo, le sonreía la perspectiva de aquella venganza que había imaginado; además, si lo de la empresa teatral fuese recurso cierto, ideado por don Juan para entenderse con Cristeta, también de esto sacaría él partido, procurando el ajuste de Carola. En vista de lo cual, aunque desconfiaba de la farsa, fingió aceptarla, considerándola como un modus vivendi necesario para sellar el vergonzoso pacto. El taponazo del Champaña le sacó de sus cavilaciones.

Don Juan, alzando la espumante copa, le dijo, como si fuesen antiguos compañeros de calaveradas:

– Cuando dos caballeros quieren entenderse, no hay quien pueda con ellos. Todavía tiene usted que hacer buenas migas con este cura… ya sé yo los puntos que usted calza. (Pausa larga.) Vaya, el día que se canse usted de Carola, le voy a presentar a usted a una chica de veinte que le vuelve a usted tarumba.

– ¿Pero usted sabía?…

– ¿Lo de Carolina? Todo Madrid lo sabe, y ándese usted con tiento…, es guapa mujer, pero costosa, exigente, acostumbrada a mucho señorío; no le vendrán a usted mal los cincuenta de la representación. Lo grave sería que lo supiese su esposa de usted.

Este momento fue el único en que don Quintín perdió terreno. No era sólo Cristeta quien podía perderle; también aquel hombre conocía su secreto…; pero ¿qué secreto si acababa de oír que Carola era mujer de fama?

– ¿Quedamos – preguntó don Juan – , en que somos buenos amigos?

– Sí, señor. ¡Tiene usted un modo de tratar las cosas!… Vaya, y para que usted no pueda tener queja de mí, le diré a usted una sospecha, no pasa de sospecha, que yo tengo. Usted sabe que Cristeta fue a Santurroriaga hace cerca de tres años. Pues bien; la doncella que la acompañó me ha contado que allí tuvo algo con no sabe quién…, de cierto, nada; pero algún lío debía de traer entre manos, porque, según la chica, en cuanto llegaban por la noche del teatro a la fonda, Cristeta la despedía sin dejar que la desnudase; y otras veces se quedaba escribiendo hasta muy tarde.

Aquí a don Juan se le alegra la mirada de un modo apenas perceptible, y rueda por sus labios una sonrisa.

Prosigue don Quintín:

– En seguida, o poco después, vino lo del casorio con Martínez que, según mis noticias, es un animalote ordinario que se chifló atrozmente por ella.

Don Juan se pone muy serio y escucha con mayor interés.

El estanquero continúa:

– Bueno; pues yo, teniendo en cuenta lo lista que es Cristeta y lo apasionado que llegó a estar Martínez por ella, me hago la siguiente pregunta, y usted dirá si es un disparate: ¿no es posible que el chico sea del otro de quien habla la doncella, suponiendo que sea verdad, y que Cristeta, al casarse con el Martínez, le haya hecho apechugar con el muñeco… ya nacido o en vísperas? Crea usted que una mujer que se ve perdida es capaz de todo, y un hombre enamorado también. He dicho sospecha, nada más que sospecha; pero tiene su poquito de fundamento, porque fíjese usted: primero lo que dice la doncella, y luego el casarse con un tío tan ordinario, sólo puede haberlo hecho por cálculo; ¿y qué mayor provecho que legalizar la situación en que se hallaba?; por último: ¿a qué esconderse de mí y de mi mujer, a quienes debía estar tan agradecida, esquivándonos como lo ha hecho? Vamos, yo veo la cosa turbia.