Czytaj książkę: «Antología de poesía chilena reciente»

Índice
Prólogo
Cecilia Aravena
Alejandra Basualto
Maritza Castro
Cristián Cisternas
Eduardo Contreras
José Ángel Cuevas
Orietta de la Jara
Blanca del Río Vergara
Felipe de la Parra Vial
Martín Faunes
Víctor Lobos
Juan Mihovilovich
Josefina Muñoz Valenzuela
Iván Quezada
Hernán Ramírez
Miguel Ángel Salinas
Roger Texier
Max Valdés
Letras de Chile
Prólogo
Cristián Cisternas Ampuero. Universidad de Chile.
Esta Antología abarca dos generaciones consolidadas de poetas y una que podría considerarse emergente, pero que, dentro de pocos años, alcanzará su plenitud creativa. Las dos primeras se benefician de los descubrimientos de la antipoesía y de los frutos, agridulces, de la poesía lárica. Tanto la segunda como la tercera generación reciben el impacto del cosmopolitismo de 1927 y el refinamiento teórico de la generación de 1960. Al mismo tiempo, se ven impactadas por hitos de carácter histórico, cultural e incluso tecnológico: revoluciones, exilio y retorno. Voces que han dejado profundas huellas en la tradición nacional como Enrique Lihn, Rodrigo Lira, Jaime Huenún, Oscar Hahn (entre muchos otros) son revitalizados en poéticas de emergencia, compromiso y búsqueda existencial.
La poesía contemporánea, a partir de las vanguardias del siglo XX, se construye sobre la desmitificación del arte puro, de la palabra profética y de la ingenuidad psicológica. A partir de la segunda mitad de este siglo, la poesía latinoamericana se abre tanto al compromiso político de Neruda y Ernesto Cardenal como al examen crítico de la subjetividad que encontramos en poetas como Octavio Paz y José Emilio Pacheco. El poeta ya no es un ser solitario, pero sigue siendo de excepción; interviene en los grandes oleajes de la historia, pero también lee, relee y hace una hermenéutica (paródica) de la tradición literaria. La materia literaria se alimenta de mitos grecolatinos, productos de la cultura media y sabiduría popular.1 La imagen de mundo2 que surge de esta poesía representa la decadencia, la desmitificación y la banalización de los ideales de igualdad, solidaridad y fraternidad de la Modernidad. El balance existencial del artista muestra la precaria condición de un presente (insatisfactorio) que convive con el futuro (indeseado, pero triunfante): «Ahora llegó el futuro y nosotros / bizcos y desquiciados» (Roger Texier, «El rock propuso»). Este panorama social y cultural corresponde al período de fin de las utopías que se inicia con la caída del Muro de Berlín. Pese a la desesperanza frente al predominio aparente del neoliberalismo, las y los poetas no abandonan la intención de cantar los hallazgos de belleza y resistencia en medio de este presente decaído.3
Por otra parte, el poeta adquiere conciencia de la naturaleza estético-política de la escritura y lectura. Ambas son procesos semióticos que instalan actos de habla, construyen artificios y generan interrupciones o distorsiones en la comunicación normalizada. La aparición de nuevas tecnologías, anunciada por Alvin Toffler en Future Shock (1970), cambia para siempre la artesanía del verbo, la recepción diferida del lector y el encierro del poeta agónico y modernista. Por su parte, el hallazgo antipoético abre la posibilidad de leer semióticamente el mundo de las cosas y lo cotidiano desde la óptica del individuo «promedio». Un sentido profundo se revela en la observación microscópica de la vida; el descenso a los arquetipos de la inconsciencia y al ejercicio lúdico del signo intertextual concurre desde las Iluminaciones (1886) de Rimbaud al Aullido (1956) de Ginsberg.4 Ello permite levantar mundos auténticos, pero no gratuitos; autónomos, pero no desvinculados de la historia ni de su origen. El valor de estos mundos posibles reside en el testimonio del hombre o la mujer expuestos a los vaivenes de la historia. Casi siempre, el poeta encuentra las fuerzas para resistir en su lugar de origen, la región de la infancia.
A partir de la generación de 1960 (y tal vez desde antes), la infancia, como aetas aurea, es recordada con una nostalgia dulce, pero también lacerante. El sujeto ha perdido la ingenuidad de los primeros años, acaso prematuramente; el deseo de recuperarla se mezcla con el desengaño sobre el momento presente. La ensoñación poética permite recuperar parte de los contenidos arcaicos de la memoria, a partir de metonimias o cenestesias, a la manera de chispazos, sabores, aromas («Mientras camino por el agua», Orietta de la Jara). Como ocurre en parte de la generación de los 60 y del 87, la infancia aparece como un territorio de refugio, pero despojado de inocencia. El ritmo lento del pasado biográfico es reemplazado por la repetición de rituales dolorosos en el presente. Así, en los textos de Max Valdés el retorno obsesivo a la casa materna conlleva angustia: la infancia y la adolescencia siguen allí, asociadas a espacios, objetos y artefactos. El vehículo principal del recuerdo es la corporalidad propia y del otro, la palabra hecha cuerpo y cosa viva. Los cuerpos de la madre y el padre, enfermos o derruidos son los principales signos de referencia del inconsciente poético.
La imagen de la madre, asociada con el origen, la identidad matriarcal y la hermandad, se contrasta con la figura del padre y del amante. En el caso de la poesía masculina, las imágenes maternas dicen relación con la infancia, la seguridad y la protección, pero también con el deseo latente, la atracción y repulsión del cuerpo materno deteriorado (como en la alusión a Yocasta, madre de Edipo, en «La duda» de Víctor Lobos). El cuerpo moderno no es el cuerpo clásico, armonioso y proporcional; está pendiente de la mirada del otro: masculina, femenina, ambigua. Es un cuerpo en tensión, abrumado por artefactos periféricos: cuerpo insatisfecho, incómodo, fragmentado. Para la poesía de perspectiva masculina, el poder de la otredad femenina, exclusiva del sujeto que le rinde homenaje caballeresco, reside en el cuerpo y sus extensiones. El cuerpo femenino se extiende más allá de sus límites físicos hacia la naturaleza y los espacios artificiales. Así, tiene la capacidad de contener a la naturaleza y salvar a la ciudad de un apocalipsis climático (como en «Tormenta», de Eduardo Contreras). Para la perspectiva femenina, el cuerpo viril está fragmentado como el cuerpo del dios Osiris: debe ser buscado y recolectado en espacios de naturaleza extrema: «Por médanos silenciosos / por pantanos, marismas, / por arenales fríos, / por tierras de cementerio, / por cuevas inundadas, / por abismos de fuego, / bajo bosques de robles, / en pozos muertos» («Búsqueda final», Josefina Muñoz): «mis oídos me siguen excitando por el acento viril / de aquella voz silenciada» («Estoy aquí», de Cecilia Aravena).
El lugar de enunciación de la poesía de autores como Alejandra Basualto, Orietta de la Jara y Juan Mihovilovichh reside en la madurez de la medianía vital. Para los ojos de mujer, mientras que la adultez plena trae sabiduría y desengaño, aún persiste un ideal de hombre a quien unirse para recuperar el ansia de vida juvenil. El desmitificado príncipe azul puede volver como síntesis de virilidad, deseo y muerte erótica, reuniendo al adolescente, hombre maduro y hombre mayor: «Me abrazaría entonces al mentado MUERTE convencida / de que es mi último /caballero andante, / el olvidado príncipe azul o un valiente filibustero / que viene a rescatarme / a seducirme» («Si muerte fuera», Alejandra Basualto).
El encuentro entre los amantes (o entre el recuerdo y el deseo sin tiempo), se produce en la noche, espacio de lo sagrado y profano. La otredad, cuando se considera plenamente, adquiere una dimensión panteísta que se inserta en la cotidianeidad, dando vida y sentido a la rutina. La mujer, para el hombre, es punto de contacto con la naturaleza, detención del instante y recuperación por la palabra. Se convoca al arquetipo tónico: la imagen telúrica de la mujer, que es, al mismo tiempo, Ceres, Démeter y Vesta. Desde la óptica de la mujer, el otro masculino aparece representado con símbolos de arraigo y acogida, de consolidación y permanencia en el tiempo: casa, árbol, partes de la casa. Es un refugio frente al paso inexorable del tiempo. La imagen paterna, masculina, surge en un trabajo onírico expreso: escribir es relatar un sueño, descender a lo arcaico, en busca de una figura elemental. El hombre «árbol» se revela en su dimensión atemporal de fuente de vida y consolidación, como el Yggdrasil de la mitología nórdica: «un gran árbol / que subía pretencioso a un costado de tu casa, curvo, sinuoso, / por el muro húmedo ya adornado de musgo» («Sueño», Cecilia Aravena). Pero también es el árbol humilde (el álamo), desafío descriptivo dentro de su sencillez («Retórica del álamo y el viento», Blanca del Río). Para poetizar estas imágenes primordiales, se busca la retórica de la claridad y el despojamiento de los oropeles: una poesía que bebe de los mitos originarios de la especie, distanciada de la autoridad, ansiosa de borrarse a sí misma en el acto de enunciación. A esta retórica de la sencillez se opone el desborde del discurso amoroso de un Yo que busca religarse eróticamente.
La angustia del Yo enamorado y su deseo de fusión es semejante a la angustia del Yo frente a lo oceánico (Freud). Los polos masculino y femenino sólo pueden unirse con el concurso contradictorio de la naturaleza: «comenzamos a bullir, inquietos, / penetrados por savias milenarias / que palpitan con ferocidad» («Las enredaderas», Josefina Muñoz). «Aquellas ramas como cómplices fugitivas de mis deseos» («Sueño», Cecilia Aravena). La mujer renace a través del hombre: «Ayer cuando me susurrabas / Lograbas que naciera una y otra vez / Ya no del vientre materno…» («Distancia», Cecilia Aravena). Cuando se renuncia a la individuación dolorosa y se busca la fusión del doble ser (rebus en el simbolismo alquímico), se alcanzan los límites del decir y su contraparte, el silencio: «Rechazo la unidad / Clamo ser una letra / Un movimiento de tu boca / Una palabra, un susurro / Exijo quedarme en tu voz…» («Distancia», Cecilia Aravena). Cuando la fusión no se produce, la mirada de mujer puede despojar al hombre de su aura o prestigio legendario, representándolo como un mito agresor (el vampiro), el ofensor de la madre, como la contraparte del hombre dominante (el hombre de humo): «yo soy la mujer que grita / y no se guarda» («Voces para un hombre de humo», Alejandra Basualto). La relación del Yo femenino con el origen (la madre) se textualiza a través de la parodia inversa de la oración dirigida al padre. El yo lírico opta por la autenticidad en vez de la sumisión: «Madre nuestra que estás en la tierra / (…) Castigado sea quien te ofenda / como también quien te hiere» («Madre nuestra», Maritza Castro). La experiencia unitiva con la esencia del hombre lleva al yo lírico a un segundo nacimiento de conjugación con la naturaleza y el tiempo. La madurez del yo se manifiesta en la conformidad con el presente, pleno de llagas y heridas, pero también de sabiduría.
Es importante señalar que estos poemas también son ejercicios de memoria, de individuación, de perspectiva obtenida con el paso del tiempo. El poema opera como escenificación de resultados del recordar desde un aquí y ahora. La nostalgia de la conjunción original se invoca desde un «estar aquí» escindido del amado, recordando a los muertos que han quedado en el camino, tratando de decir, por enésima vez, lo inefable de la revelación poética: «Estoy aquí, / con algo de corteza de árbol y portada / con meses fríos de guardarse y prisas» («Estoy aquí», Cecilia Aravena). La paradoja de la escritura es que representa la imposibilidad de escribir un mensaje definitivo, o de enviarlo a otro (a) exitosamente, dada la ambigüedad del signo; el texto mismo es testimonio del fracaso. Ahora bien, la condición contemporánea del signo es precisamente su apertura y ambigüedad. La conciencia escritural se nutre de esta evidencia y llega al desengaño de las verdades y testimonios afirmados dogmáticamente, abrazando la pluralidad de significados. La reivindicación por la palabra, la salvación por el verbo, se dirigen, finalmente, al desengaño de la madurez, pero dejan abierta la posibilidad del nuevo encantamiento. La revelación, de por sí, se resiste a la proposición y deviene en sueño o visión. Y cuando los sueños escapan de la noche y se instalan en la cotidianeidad, devienen en pesadillas.
El ingreso de la vida cotidiana en poesía tiene un impacto semejante al de la rutina burguesa en la novela del siglo XIX. Son los pequeños actos que aluden a nuestra procedencia de clase, nuestros oficios y logros, los que alimentan la materia poética. Es en medio de la rutina que surge la conciencia del absurdo, el choque entre lo que somos y lo que creemos ser. A partir de la rutina cotidiana nos encontramos con el Otro colectivo. El sujeto lírico se sumerge en la cotidianeidad de las masas, nombrando sus interconexiones familiares: «En la coincidencia de dos calles / Se detiene la micro que siempre viene / De la población ex Nueva Esperanza» («Intertanto», Hernán Ramírez). La voz lírica sale a las calles, transmite las voces de otros, los ruidos y conversaciones. La rutina del mundo moderno y las necesidades de la conectividad, se muestran como alienación en un sentido clásico; del presente rutinario, o degradado, de la enunciación se pasa a un pretérito determinado por un cronotopo catastrófico, origen irónico de un futuro que nunca llega, el de la colectivización. Desengaño amoroso e histórico se aproximan al tópico barroco, pero del mismo desengaño surge una lucidez irónica que permite abrigar esperanzas: «Que el milagroso despegue termine en un desplome / … Da igual». («Da igual», Miguel Ángel Salinas).
La variedad de estructuras métricas usadas por los autores de esta antología se extiende desde el uso del soneto endecasílabo hasta el poema largo (o corto) en verso libre. La tradición neoclásica está presente en la escritura chilena en Gabriela Mistral, Manuel Silva Acevedo e incluso Óscar Hahn. La antipoesía, por ejemplo, recupera el octosílabo del cancionero y el endecasílabo de la poesía hispánica. Cuando el verso métrico aparece, cumple con una función a la vez paródica y de homenaje, como en «Sueños no cumplidos» de Orietta de la Jara.5 Incluso el verso libre recupera los ritmos del habla y de la conversación; las rimas internas, los ritmos sugeridos por las pausas versales, convierten al poema en un objeto que adquiere vida propia, y tal vez única, cuando es leído en público y en voz alta. Estamos, pues, frente a una poesía coloquial pero eufónica; transcripción, muchas veces, de los automatismos verbales, que se revelan como hallazgos de ingenio apenas quedan fijados en el poema: «Parece que andamos todos en las mismas» («Un mal síntoma somos de este tiempo», Miguel Ángel Salinas)
Por otro lado, los ritmos de la lengua materna, o la lengua segunda, se suman a la lengua oficial y coexisten con ella, enriqueciéndola o singularizándola. Como en Víctor Lobos:
«Mi niña del viento, estabas tan flaca / Que el Puelche te encumbró como a un volantín / Y de ti no quedó más que un rastro de lluvia» («Niña del viento», Víctor Lobos).
La poesía en mapudungun, las citas en idiomas extranjeros, como «Ogotemmeli, el viejo cazador ciego de Bandiagara» («A ti te hablo, mi poema», Blanca del Río) o en español arcaico, constituyen un acontecimiento disruptivo y, a la vez, carnavalesco. El abandono de la sublimidad retórica abre el camino al habla vernácula, aquella lengua en que el Arcipreste de Hita deseaba hablar a su vecino. Llegamos, así, a las formas vernaculares del español de Chile: idiolectos de estrato y clase social, vulgarismos y coprolalias propios de las situaciones informales.6 Incluyo aquí, también, los lugares comunes o frases hechas con que rellenamos los vacíos del pensamiento: «Que la pierna entera el mohicano o con rebaje» («Da igual», Miguel Ángel Salinas). La acumulación de todos estos efectos retórico-lingüísticos transforma al poema contemporáneo en un discurso híbrido y, por lo tanto, irónico, paródico y forjado.7
No es aventurado afirmar que el gesto creativo predominante, tanto en la poesía como en la narrativa contemporánea, es la parodia. Así lo propone Linda Hutcheon en su ensayo sobre la poética de la parodia postmoderna.8 Si consideramos que toda obra poética contiene en sí su propia parodia, podemos entender, por ejemplo, el verso «Canto general mi canto particular» de Enrique Lihn (El paseo Ahumada) o los versículos apócrifos en Leyendas del Cristo Negro de Mahfud Massis. La parodia no es sólo la inversión o el reverso desmitificador de una escritura en la cual nos apoyamos al mismo tiempo que la arruinamos; es, además, una ocasión de celebrar la continuidad de los procesos creativos que abarcan desde los primeros esfuerzos de la poesía didáctica (épica y ditirámbica) hasta la transformación del poema en una especie de ensayo científico o político-económico, como ocurre en el Cántico Cósmico de Ernesto Cardenal. La parodia necesita un lector que sea capaz de leer en segundo plano, entendiendo la intertextualidad subterránea, la cita y su desmitificación. Por eso el lector de poemas como «Da igual» de Miguel Ángel Salinas, debe ser cómplice, realizador o coproductor del texto poético. En este caso, la parodia recoge la conocida frase de Marshall McLuhan: «The medium is the message», para modificarla morfológicamente («message» / «masaje») e insertarla críticamente en la vida cotidiana chilena. La función, pues, de la parodia, es mantener viva una tradición que tratamos de desarmar, desmitificar o satirizar y que se termina por validar y resignificar. Y hasta se puede, por añadidura, parodiar al Yo poético mismo, además de su lenguaje y producciones.
Tal vez lo más definitivo y característico de la poesía chilena contemporánea, y en general de la poesía contemporánea, es la representación de una estructura subjetiva en proceso de escritura y dilucidación. El poema, lejos de ser un producto acabado de la artesanía, es una muestra del taller de escritura. A menudo, el texto funciona como terapia, confesión, repaso o balance vivencial. Muchas veces, el resultado es la escenificación de un trauma, una herida («Imagina que tienes una herida…»: Manuel Rojas, Hijo de Ladrón), una pérdida. La palabra poética permite la articulación de una narrativa sobre el origen traumático de la identidad, llena de detalles concretos: una forma de vida, un hogar enfermo, un intento de suicidio abortado por la mala suerte. El devenir del sujeto, consciente de su ruina, es circular; regresa a una escena originaria, «la vieja casa / Que nunca cambia» («Cuervos II», Víctor Lobos), evocando el rito de comunión incompleta de la mesa puesta (nuevamente, ecos de Millán). En este sentido, la poesía de Max Valdés es testimonio de un sujeto precario, que aparece como una subjetividad lastimada por la historia, la vida y la existencia misma. Es un Yo que experimenta la soledad, la desconexión existencial, la insatisfacción o incluso la depresión. El balance existencial, la identidad sumida en la melancolía, inducen en el poeta un talante pesimista, un abandono al misterio sin respuesta del absurdo. En este sentido, el poema es el lugar en que se vierte el recuento de una vida en el momento de la conclusión de la experiencia. Entonces, se verifican ganancias y pérdidas y se recogen las partes que permiten construir una identidad. La dimensión de autognosis, de exploración y representación de contenidos inconscientes, recurre a símbolos de ansiedad y encierro, censura y control, pero también de anhelos de cambio y libertad («Pájaros», «El ángel» en Alejandra Basualto, «Rabino» en Josefina Muñoz). En el origen del despertar de la libido hay angustia, expansión de la conciencia y culpa; el poema plantea el conflicto como una pesadilla, de la que no sirve despertarse; los dolores y angustias pertenecen al género, tal vez a la especie y a toda forma de vida: separación, desgarro, pérdida de una inocencia original, en síntesis: caída. A lo cual se suma la derrota histórica, leída en clave de decadencia, incluso de apocalipsis, del cronotopo de 1973 en Chile.
La denuncia, la pasión del sujeto ciudadano (político), en la medida en que se inserta en un cronotopo concreto y expresa su visión de la justicia histórica, se manifiesta en los poemas de manera sincera y directa. Sobre los agentes que promueven los cambios históricos y sustentan las legalidades políticas, se levanta el testimonio existencial. El sujeto examina su condición y se compara con otros arquetipos culturales, en un lamento irónico sobre la pauperización de la sociedad bajo el capitalismo avanzado. Por ejemplo, en el texto «Ahora que los negros», de Miguel Ángel Salinas, la otredad racial enfrenta la segregación de una sociedad que ve la diferencia en base a estereotipos. Por ello, se hace una autocrítica sobre la identidad colectiva, auto-lacerante, del ser chileno: «…nosotros / que por todo nos calentamos la cabeza» (Miguel Ángel Salinas). El poeta realiza un diagnóstico descarnado y lapidario del momento presente como una instancia de degradación de una época mejor, más humana y colectiva. El texto poético posee una dimensión testimonial que apunta a la conexión con la colectividad y que apostrofa, e, incluso, desafía al contrincante político. Este aparece como agente omnipresente y hegemónico, casi imbatible. El rock, la memoria y la utopía resisten desde un futuro que se ha presente; el movimiento continuo, las máquinas y artefactos periféricos (la televisión, el escáner) nos definen y mediatizan. La poesía es herida: testimonia una derrota, un cuerpo lacerado. En el balance de su madurez, las y los poetas rescatan la rebeldía juvenil, la ilusión y el compromiso, y se evoca a los desaparecidos políticos y amorosos. Los textos de José Ángel Cuevas son ejemplos clarísimos en este sentido: el poeta constata la derrota de un proyecto y la victoria de un orden político y económico poderoso. Sin embargo, surge la esperanza de un «despertar», una contraofensiva popular que, a mediano plazo, desbanque al enemigo político: «Los vencidos salen / los vencidos / van a saltar / correr / demoler / el miércoles de cenizas de Chile (…) / se trata de un inconsciente poderoso /el de los vencidos de la clase chilena / (…) Ah, las grandes Maniobras Nacionales / la historia del engaño / sectores completos / de sociedad patriarcal. / Ahí van por los caminos / drogados /bebidos / con su sombrero al viento, / los rotitos» («Los vencidos van»). El Yo escribiente comparte las características de precariedad, pero también de solidaridad y testimonio, que ha alcanzado el sujeto de experiencia. Por otro lado, se considera que la escritura es una forma de justificación, compensación e incluso reivindicación histórica. El sujeto escritor tiene un origen de clase, una conciencia, se diferencia frente a los lectores reales, el pueblo letrado e iletrado: «Los profesores me abrieron las puertas de sus casas / y ocultaron a sus hijas en los sótanos / El pueblo iletrado me regaló libros para que cobrase venganza / en su nombre…» (Iván Quezada). Es en el poema donde se mantiene viva esta profecía: el poema es acto y lugar de resistencia.