Czytaj książkę: «Educar para la pluralidad»
IVÁN LÓPEZ CASANOVA
EDUCAR PARA LA PLURALIDAD
Por qué puede fracasar la educación familiar en la adolescencia
EDICIONES RIALP
MADRID
© 2021 by IVÁN LÓPEZ CASANOVA
© 2021 by EDICIONES RIALP S. A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 MADRID
(www.rialp.com)
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-5350-1
ISBN (edición digital): 978-84-321-5351-8
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EN LA BELLEZA AJENA
Solo en la belleza ajena
hay consuelo, en la música
ajena y en los poemas ajenos.
Solo en los otros hay salvación,
aunque la soledad sepa como
el opio. No son el infierno los otros,
si se los ve por la mañana, cuando
limpia tienen la frente, lavada por los sueños.
Por eso pienso mucho qué
palabra emplear, «él» o «tú». Cada «él»
es una traición a cierto «tú», mas,
a cambio, en un poema ajeno fiel
aguarda un sereno diálogo.
Temblor, 1985. Adam Zagajewski.
(Traducción de Ángel Enríquez Díaz-Pintado)
A mi familia querida, amplia, plural y preciosa:
Rafael, Chonín, Rafa, Juana, Carlos, Begoña, Iris, Reinaldo y Kity
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
CITA
DEDICATORIA
I. PRÓLOGO
II. ¿QUÉ ES EDUCAR PARA LA PLURALIDAD?
1. LA EDAD DEL CAMALEÓN Y DEL PÁNICO AL RIDÍCULO
A. Unas gotas de filosofía
B. Aplicaciones para la educación familiar para la pluralidad
C. Desafiando el ridículo: la belleza de ser alguien
2. EL ADELANTAMIENTO DE LA EDAD DEL PAVO
A. La tercera infancia
B. La preadolescencia
C. La adolescencia
3. LA EDAD DEL SÍ Y DE LA ESPERANZA
A. La persona como alguien pasivo
B. La comunicación: la familia como sistema abierto
C. El papel de la afectividad
III. ¿CÓMO EDUCAR PARA LA PLURALIDAD?
4. EDUCAR PARA LA BELLEZA
5. EDUCAR LA ATENCIÓN
6. LA EDUCACIÓN ESPIRITUAL
7. EDUCAR LA HERIDA NARCISISTA
8. LA EDUCACIÓN PARA EL AMOR
A. Educar para la entrega
B. Dos antropologías en colisión
C. Aprender a amar con el cuerpo
D. El camino del desamor
E. Educar para la complementariedad
9. EDUCAR LA INTELIGENCIA
A. ¿Somos cultura o tenemos cultura?
B. La ética como el arte del amor
10. EDUCAR LA VOLUNTAD
A. Neurobiología de las adicciones
B. La enseñanza ante el dolor
C. La enseñanza ante el fin
11. EDUCAR LA AFECTIVIDAD
IV. EPÍLOGO. EDUCAR PARA LA PLURALIDAD ES TRANSMITIR UNA IDENTIDAD FAMILIAR FUERTE
AUTOR
I. PRÓLOGO
LA EDAD DE LA SOLEDAD
Luego me dijo que bien mirado no hay gente mala;
nos parecen malos, pero lo que pasa es que están solos
y para gustar a los demás incluso hacen el mal.
Olga. Chiara Zocchi.
Amsterdam es muy bonita, la estoy descubriendo ahora que la veo con otros ojos, además de verla los viernes por la noche cuando salgo con mis amigos a hacer cosas que “antes no hacía”. Me he sacado una novia que vivía en La Haya y viene algunos findes por aquí, pero al final lo hemos dejado ya que era muy difícil continuar, ella en La Haya y yo en Bruselas. Me estoy buscando otra para no comerme el coco…, aventurillas pasajeras. Juego mucho al fútbol: ya estoy en un equipo. Estoy tocando la guitarra, aprendiendo canciones de los Red Hot Chili Peppers muy bonitas, etc. A los porros todavía no he llegado. Ya sabes que aquí es la leche: fin de semana, fiesta en casa de alguien (los padres de vacaciones), bebidas, porros, tías de una noche, comas, ambulancias y hasta el fin de semana que viene… “Pas mal!” (traducción: ¡no está mal!) Pues a ese estado no he llegado todavía. ¿Llegaré algún día? Por eso busco una novia (aventurilla) para que no se me ocurra hacer esas cosas que me atraen un montón…
¿Cómo podemos prevenir el fracaso de la educación familiar en la adolescencia? Transcribo un párrafo de una carta real que retrata la crisis vital de un adolescente —con algún dato modificado, nada más−. Años atrás, esto podía suceder al mudarse a un país diferente. Ahora ocurre siempre en alguna medida al transitar durante la adolescencia desde el cálido ámbito familiar hasta la compleja y heterogénea sociedad.
Me interesa la soledad del adolescente. Y escribo para que su padre y su madre aprendan a acompañarlo, acrecentando la comunicación y la proximidad familiar. Porque si no se sabe cómo abordar esa cercanía desde el punto de vista educativo, la formación familiar se resquebrajará al aproximarse la adolescencia, y los hijos cambiarán el nosotros de la familia por el nosotros de las vigencias juveniles impuestas social y comercialmente.
Me importa el abordaje educativo de algo a lo que todas las familias sin excepción asisten hoy al llegar sus hijos a la adolescencia: el contraste entre los valores del hogar y los valores sociales dominantes. Esto es lo que ocurre precisamente durante ese tiempo y contribuye, precisamente, a la soledad de los hijos educados en valores. Y, aunque parezca mentira, sobre estas cuestiones educativas, tal vez las más decisivas para que culmine la formación familiar, no he encontrado casi nada escrito con la atención que merecen.
Este trabajo se dirige a las familias normales con hijas e hijos normales, sin patologías especiales, pero chicos con dificultades, con adelantos y retrocesos. Porque me parece importante recuperar «el concepto de normalidad del desarrollo»[1], como propone la neuropsiquiatra infantil italiana Ceriotti Migliarese para diferenciar las enfermedades psicológicas de los normales avatares de los hijos, con sus avances y caídas, con sus éxitos y frustraciones, con sus aciertos e imperfecciones.
Sorprendentemente, abundan los bienintencionados libros para educar mejor, pero muchos se centran en exceso en lo patológico, y olvidan que buena parte de la eficacia educativa depende de ser capaces de formar para amar y comprender la pluralidad del mundo social y cultural. De hecho, en la mayoría de estos trabajos ni siquiera aparece referida esta circunstancia fundamental. Pero insisto, los hijos necesitan una formación familiar para que solidifique y complete su edificio educativo cuando aterricen durante la adolescencia en un complejísimo mundo social.
Porque es en ese mundo plural donde ellos construirán el grupo de amigos, así como el nido de relaciones que les permitirá abandonar la infancia. Y será en ese universo difícil y heterogéneo donde cuajará o se agrietará la formación familiar. Todo esto hace necesario enfocar la educación familiar, desde que los hijos son muy pequeños, hacia el objetivo fundamental de que cristalice adecuadamente en la adolescencia: ¿para qué una formación si, en un alto porcentaje, fracasa a los trece o catorce años?
Las preguntas que nos planteamos, por ello, son las siguientes: ¿no habría que añadir la explicación de la pluralidad social y cultural como un eje formativo fundamental? ¿No debería explicarse a los hijos el mundo cultural que habitarán como objetivo primario y necesario del discurso educativo familiar?
Este libro pretende ofrecer una contribución para paliar las carencias respecto de estas cuestiones en la literatura sobre educación, y aportar una respuesta para la formación familiar.
Educar para la pluralidad designa la gestión educativa en las familias que tratan de formar a sus hijos en unos valores firmes, para vivir en la preciosa sociedad plural en la que han nacido sin renunciar a sus ideas, pero enseñándoles también a cohabitar con otras distintas. Se aprende así a distinguir la libertad y el relativismo, el perfil bello de una sociedad democrática y las manifestaciones de mediocre vulgaridad que se entremezclan en esas mismas colectividades.
Lo real es que nuestros hijos van a convivir con amigos de su misma edad que han crecido en un universo moral muy diferente al que les hemos enseñado en casa; es más, con alguna frecuencia tendrán compañeros que ridiculizarán el mundo ético que ha constituido el suelo educativo de su infancia. De igual modo, resulta muy realista lo que dibuja Antonio Milán: «Los niños y adolescentes se conectan constantemente a las redes sociales: en la parada del autobús, en el metro, andando por la calle, en el colegio, en una fiesta, en un concierto, a la salida de clase, en el parque, en una celebración familiar… Llevan el móvil a todas partes y a todas horas. No pueden dejar pasar un minuto sin entrar en Instagram, Facebook, responder a un WhatsApp…»[2]. Estas son, por tanto, las coordenadas ambientales de los jóvenes. Y a estas situaciones heterogéneas, entretejidas de múltiples influencias educativas y vitales, positivas y negativas, hemos de responder con nuevas perspectivas educativas que incluyan esas complejidades al cien por cien.
Por ello, educar para amar la pluralidad supone un proyecto educativo para que los hijos entiendan y respeten otras formas de pensar distintas a la recibida en familia, pero que exijan, a la vez, el mismo respeto hacia la propia. ¡Se pueden tener muchos amigos que no piensen como nosotros en este mundo plural! Precisamente, la belleza de las sociedades pluralistas nos permitirá sentirnos a gusto en su interior y nos hará detestar, además, las sociedades homogéneas y uniformadas.
Me gustaría sugerir el símil del lenguaje. Educar sin los contenidos de la pluralidad se asemejaría al intento ridículo de formar a un niño enseñándole un idioma −moral−, y que, al salir a construir su grupo de amigos, cumpliendo con la tarea específica de la adolescencia, el chico comprobara que la mayoría habla en otras lenguas que no entiende: enseguida abandonaría el lenguaje aprendido para adquirir uno que le permita relacionarse. Así podemos ver qué importante resulta explicar desde la infancia que no solo se hablan otros lenguajes, sino también por qué hay que respetarlos; y, de igual modo, por qué el nuestro nos parece el mejor. Esto les hará ser muy agradecidos y les llevará a tratar de compartirlo con otras personas. Porque no todos los idiomas vitales son iguales: muchos de ellos incomunican a sus interlocutores y resultan pésimos de cara a la construcción de una vida feliz, aunque al principio no parezca tan evidente.
Esta nueva perspectiva de la pluralidad implica revisar los temas clásicos de la educación familiar. Habrá que explicar bien los puntos de vista propios, pero también incluir, sin simplificaciones ni deformaciones, las exposiciones de los planteamientos ajenos. Es decir, poner el foco educativo en ambas cosmovisiones, para que los adolescentes no se desconcierten al contactar con otros modos de entender el mundo.
De este modo serán capaces de comprender la voz de los demás, su relato; de aceptarlos como iguales; de tener confianza para discrepar y para participar en una comunidad en la que se comparten algunos valores y se disiente de otros. También aprenderán de los demás y asimilarán enfoques nuevos, pues no siempre chocarán con valores esenciales recibidos en casa. De paso, les servirá para paliar la fuerte tentación, tan típica del tiempo de la adolescencia, de mimetizarse con el ambiente para ser aceptados.
Pero todo esto no es solo una reflexión teórica más o menos acertada. Porque estas ideas han nacido tras más de veinte años tratando muy de cerca con grupos de adolescentes. De todos estos años señalaría dos consideraciones importantes. La primera, por curioso que parezca, es que no he conocido a ningún adolescente con mal corazón: la existencia todavía no les ha ofrecido el rostro sucio e inmoral que, con el paso de los años, tal vez quiebre su inocencia. La segunda es que, con tal de no estar solos, los adolescentes son capaces de hacer cualquier locura, llegando incluso a grandes cotas de heroísmo para realizar acciones negativas.
De nuevo, insisto: los adolescentes necesitan sentirse aceptados, ya que ese período de la vida consiste, precisamente, en descubrir un ideal y entrelazarlo con un grupo, para construir un nosotros que los integre y que dote de sentido a sus vidas. Un adolescente que no comprenda por qué los valores recibidos en el ámbito familiar no se cumplen en la vida de sus amigos puede sentir un aislamiento insoportable. Y, más aún, si esos valores se consideran caducados, ridículos o, incluso, negativos.
Igualmente, puede ocurrir que tampoco vean reflejada su formación familiar en lo que les cuentan sus profesores, en internet, en las canciones que empiezan a oír a todas horas, en las series de televisión, etc. Así, poco a poco, se insinúa en su mente la idea de que la educación que han recibido en casa es irreal, falsa, inservible. Y de este modo, si no han sido preparados para manejar este profundo desconcierto, abandonarán la formación de su infancia para ser aceptados por sus compañeros.
Describe Wendy Shalit esta situación de la siguiente manera: «[Si] perciben la posibilidad de ser excluidos, no son capaces de distinguir la felicidad del alivio que experimentan cuando se les admite en un grupo»[3]. Es decir, que identifican la plenitud vital con la aprobación del grupo y, por tanto, con tal de ser aceptados están dispuestos a sacrificar cualquier cosa o valor.
Si se quiere paliar la soledad y la confusión del adolescente cuando comprueba la divergencia de sus valores con los del ambiente dominante, la clave formativa depende de educar para amar, comprender y convivir en el mundo plural. De esta forma, se proveerá a los hijos de la formación necesaria para salvar su desconcierto adolescente; también para impedir que se vuelvan insensibles para lo ajeno o escépticos ante lo verdadero.
En este trabajo se postula, por tanto, una original perspectiva educativa que proyecte toda la formación en la familia −desde el primer biberón− hacia el logro de su manejo adecuado en la adolescencia. Porque de este modo de educar dependerá el logro de una juventud vivida en plenitud; el buen comienzo de los estudios, el establecimiento de sólidas relaciones de amistad y un noviazgo maduro y sano; la solidez del edificio moral y la firmeza de las convicciones sobre las cuestiones últimas. Solo así los adolescentes podrán de verdad plantar la propia vida como un árbol fuerte y vertical para dar, también, sombra y frutos a los demás.
Si durante todo el proceso educativo desde la infancia se nos ha educado para amar la pluralidad; si nos han explicado una y otra y mil veces desde pequeños que «hablando cada cual con el fondo insobornable de sí mismo, es como comprendemos, como entendemos mejor, a los demás»[4], como decía Ortega y Gasset, entonces pisamos un suelo educativo firme.
Por último, conviene apuntar que estas páginas no desean ofrecer recetas para educar, sino reflexiones para su meditación y puesta en práctica. Además, las recetas se olvidan pronto. De forma contraria, lo que se medita queda interiorizado como criterio personal. Por esto, no nos ha importado que algunos conceptos centrales aparezcan repetidos.
Concretamente, en la primera parte del trabajo los temas son más generales, pues resulta esencial manejar con alguna profundidad algunas ideas sobre la propia sociedad plural, sobre pedagogía educativa, comunicación familiar, sobre las diversas cosmovisiones que entrechocan en el entorno social...
De modo distinto, en la segunda parte del libro se aplica la perspectiva de la pluralidad a parcelas educativas concretas, para evitar que nuestros hijos lleguen a la edad del difícil contraste entre los valores familiares y sociales sin preparación. Para ello, se proponen pautas prácticas sobre los temas de educar para la belleza, la formación de la atención, de la espiritualidad, sobre cómo atender el problema creciente del narcisismo, sobre la educación para el amor y para los temas formativos más clásicos —tratados con una perspectiva plural− como la educación de la inteligencia, la voluntad y la afectividad.
El tema es difícil, y tiene algo de incontrolable. O mucho. Y eso es parte del problema: que no hay pastillas milagrosas, que habría que leer más, reunirse con otros padres, seguir dándole vueltas, dialogar, corregir aspectos variados, volver a hablar, cansarse, pasarlo mal, etc. Con todo, se necesita un abordaje radical de este problema educativo afrontándolo antes de que aparezca, para conseguir que la soledad del adolescente sea acompañada y educada adecuadamente en el entorno familiar.
Espero poder ofrecerlo en estas páginas.
[1] Mariolina Cerriotti Migliarese, La familia imperfecta. Cómo convertir los problemas en retos (Madrid, Rialp: 2019), 29.
[2] Antonio Milán, Adolescentes hiperconectados y felices, Madrid, Ediciones Teconté, 2018, 45.
[3] Wendy Shalit, Retorno al pudor, 1999 (Madrid: Rialp, 2012), 316.
[4] José Ortega y Gasset, Meditación del pueblo joven y otros ensayos sobre América, 1916 (Madrid: Revista de Occidente en Alianza editorial, 1981), 13.
II.
¿QUÉ ES EDUCAR PARA LA PLURALIDAD?
1.
LA EDAD DEL CAMALEÓN Y DEL PÁNICO AL RIDÍCULO
Sentimos que no podemos ser felices si en la escuela los demás chicos nos han despreciado un poco. Haríamos cualquier cosa con tal de salvarnos de este desprecio; hacemos cualquier cosa.
Las pequeñas virtudes. Natalia Ginzburg
Durante algunos años organicé una Escuela de fútbol sala. La idea era atender a chicos de entre 9 y 15 años que por alguna razón no participaban en la liga que organizaba la Federación: bien porque no poseían buen nivel futbolístico, bien porque sus padres no los podían acercar a entrenar, tal vez porque realizaban otras actividades por las tardes… Pensé que habría muchos muchachos a los que les encantaría participar en su deporte preferido y que quedaban excluidos. Y resultó un éxito, pues durante sucesivas temporadas participaron más de un centenar de jóvenes futbolistas.
La actividad consistía en dos sesiones semanales. Los viernes por la tarde, asistían a las actividades teóricas: tertulias con futbolistas del equipo de la ciudad que acababa de ascender a la Primera División; también con árbitros o con periodistas; clases teóricas sobre técnica y táctica deportiva… Además, los sábados, entrenamiento y competición: nos habían dejado las instalaciones de un cuartel del Ejército que contaba con una explanada grande para entrenar y con cuatro canchas de fútbol sala para competir.
Al comienzo de una temporada, justo en el regreso del tercer día de competición, uno de los entrenadores me avisó muy alarmado, porque un jugador de su equipo había sustraído del cuartel un objeto sorprendente. En efecto, en la bolsa de deportes de un chico de doce años brillaba una bala de cañón de unos treinta centímetros. La había visto, le había gustado y se la había traído. Ahora, sencillamente, estaba arrepentido de su acción.
Reuní a los monitores para ver cómo resolver el lío. Teníamos un problema, pues aunque no era un misil de última generación, sino una bala de cañón antigua, tal vez usada como decoración en algún sitio del cuartel, ¿cómo explicar que un niño se había llevado un proyectil que pesaba más de 15 o 20 kilos? ¿Cómo reaccionaría el Coronel que con tanta generosidad nos había dejado gratis las instalaciones deportivas? ¿Qué futuro esperaba a nuestra Escuela de fútbol, cuya competición acababa de comenzar?
Entonces apareció el preadolescente en la habitación donde estábamos reunidos y nos dijo: “¡Tranquilos, que es solo una broma! ¡La bala estaba en la sala de estar de mi casa y la he traído para gastar una broma!”.
La adolescencia es el vuelo desde el pulcro nido familiar hacia el universo social roto, desde el cariñoso hogar infantil hasta la complejísima sociedad en la que se tendrán que integrar en un grupo de amigos para llegar a la juventud. Siguiendo la metáfora, se despega desde un reposado universo familiar y se aterriza en un mundo social cansado, en un aeropuerto donde abunda la soledad y el desamor. Y durante ese viaje, un fuerte riesgo de inautenticidad amenaza a esta edad maravillosa, pero vulnerable.
En este trecho de la vida se entrecruzan dos tendencias fundamentales. Por una parte, la imperiosa necesidad de encontrar un valioso ideal de vida auténticamente personal. Por otra, y con el mismo nivel de impetuosidad, la necesidad de realizarlo dentro de un grupo de iguales, de amigas y amigos de la misma edad. La primera directriz se nutrirá, fundamentalmente, de la educación familiar; pero la segunda dependerá sobre todo del ambiente social.
Ahora bien, ¿qué desenlace se vislumbra si no hemos sabido preparar a los hijos para afrontar el contraste entre los valores familiares y sociales al llegar la adolescencia?
Como refleja la anécdota del comienzo del capítulo, a los hijos se los debe formar con profundidad, porque no son idiotas. Es posible que para algunas facetas de la vida sean ingenuos y que, dependiendo de su edad, no puedan comprender algunas ideas demasiado abstractas. Pero en una sociedad compleja, se requiere una educación con profundidad intelectual. Para impartirla, sus padres necesitarán comprender con un cierto rigor los rasgos esenciales de la cultura en la que respiran. Así les ayudarán para luchar contra la tendencia al mimetismo y contra el miedo al ridículo, rasgos que irán creciendo al acercarse la edad adolescente, el tiempo en el que cristaliza o fracasa la educación familiar.
La cuestión no es sencilla. Pero evidencia la necesidad de abordarla con una cierta hondura, adecuada a la edad de cada hijo, para evitar el desconcierto futuro o la resignación. Los jóvenes necesitan una educación fuerte en la que sean tratados como personas que aspiran a un mundo perfecto, a una civilización donde prevalezcan el amor, la justicia y la belleza. Donde experimenten el respeto a la libertad de conciencia, sin relativismo. Porque los chicos pequeños y los adolescentes, aunque posean cierta ingenuidad y aún no hayan llenado su mochila con muchas experiencias, guardan en su interior una capacidad grande para comprender el mundo moral, tal vez mayor que la de muchos adultos.
A. Unas gotas de filosofía
La mejor vacuna contra la superficialidad la proporciona el conocimiento de la aventura del pensamiento, pues evita imitar las modas culturales simplemente porque las sigan las mayorías o porque las aplaudan los medios de comunicación. También, la sabiduría fortalece frente al temor de ir contra corriente y frente a la inseguridad o al disimulo para no parecer atrasados o incultos.
En este sentido, tal vez sorprenda conocer que uno de los primeros impulsores de la pluralidad fue un pensador cristiano y personalista: Jacques Maritain (1882-1973). Este filósofo, en su libro Humanismo integral[1] de 1936, presentaba el pluralismo como un modelo para superar la idea nostálgica de una homogénea sociedad medieval.
Su novedosa obra postulaba el abandono del tradicionalismo y la adopción de una perspectiva política y cultural contemporánea, proponiendo un nuevo humanismo integrador. Entre los aspectos de esa propuesta de nueva sociedad paradigmática, señalaba: «Pluralismo, autonomía de lo temporal, libertad de las personas, unidad de la raza social, obra común»[2]. Es decir, que la pluralidad aparecía como la primera nota positiva a la hora de presentar una propuesta humanista para la organización social de su tiempo.
Por supuesto, Jacques Maritain no era un soñador alejado de la realidad, y era consciente de que el respeto de la libertad se podría utilizar tanto para el bien como para el mal. Concretamente, escribía: «El papel de los instintos, de los sentimientos, de lo irracional es más grande todavía en la vida social que en la vida individual. Se sigue de ello la necesidad de un trabajo de educación que debe ser realizado necesariamente en el cuerpo político»[3]. Como se aprecia, comprendía que la pluralidad también ofrecía un rostro sucio que había que tolerar: la vulgaridad. Pero por encima de esto, valoraba los muchos bienes del pluralismo, y sostenía que el régimen de convivencia democrática constituía el mejor sistema social para el desarrollo de una civilización verdaderamente humana.
El filósofo francés también planteó la complejísima cuestión −que llega hasta nuestros días− de cómo maniobrar en la sociedad plural para no ceder ante el relativismo. O dicho con otras palabras, cómo tratar la apuesta por los valores buenos y conjuntarlos con los que se niegan a aceptarlos y los transgreden. En definitiva, la compleja articulación entre democracia y pluralismo de una parte, y las conductas negativas de otra, tan importante para la educación familiar en el mundo actual.
Ante este problema, el pensador francés proponía una “carta democrática” con contenidos, para esquivar el peligro del escepticismo. También ofrecía lo que denominaba un «credo de la libertad»[4] o base común no religiosa compartida, a la que llamaba «fe temporal o secular»[5]. Constaba de cuestiones prácticas básicas sobre «la verdad y la inteligencia, la dignidad humana, la libertad, el amor fraternal y el valor absoluto del bien moral»[6]. En el fondo, trataba de mantener ese mínimo ético común compartido por todas las tradiciones culturales y religiosas de todos los tiempos.
Con raíces filosóficas muy alejadas a Maritain, otro intelectual merece ser citado para hablar del pluralismo no relativista: Isaiah Berlin (1909-1997). Célebre como pensador liberal por su distinción entre los conceptos de libertad negativa y positiva, aquí lo cito por sus reflexiones sobre la pluralidad. Por ejemplo, con ironía Berlin descalificaba a quien no entendía lo plural: «El enemigo del pluralismo es el monismo (…). Aquellos que conocen las respuestas a algunos de los grandes problemas de la humanidad deben ser obedecidos, porque tan solo ellos saben cómo debe ser organizada la sociedad, cómo se deben vivir las sociedades individuales, cómo debe desarrollarse la cultura»[7].
De igual modo que el autor personalista francés, Berlin también detestaba el relativismo en su apuesta por el pluralismo: «No soy un relativista, no digo: “A mí me gusta el café con leche y a ti sin ella; yo estoy a favor de la bondad y tú prefieres los campos de concentración” (…). Si soy un hombre o una mujer con imaginación suficiente, puedo entrar en un sistema de valores que no es el mío propio; puedo comprender que otros hombres se guían por ese sistema y sigan siendo humanos, sigan siendo criaturas con las que me puedo comunicar, con las que tengo ciertos valores en común —puesto que todos los seres humanos deben tener algunos valores en común, o dejarán de ser humanos—; pero también deben tener otros valores diferentes, o dejarán de diferir, como de hecho ocurre. Esa es la razón por la que el pluralismo no es relativismo»[8].
En resumen, tras la mirada positiva de Jacques Maritain y de Isaiah Berlin se pueden filtrar postulados valiosos para la pluralidad. Esto supone un fundamento sólido para el respeto profundo de «la idea de la santa libertad»[9], y aleja la idea de que cada individuo pueda hacer lo que le venga en gana.
B. Aplicaciones para la educación familiar para la pluralidad
Ahora podemos desarrollar las bases teóricas de una propuesta educativa para abordar el problema del contraste entre los valores educativos familiares y los valores sociales dominantes al llegar la adolescencia de los hijos.
1. La educación para la pluralidad nace del respeto profundo a las personas, no del relativismo
Cada persona posee el derecho intangible a la libertad de conciencia ante el que solo cabe una actitud de respeto. Por ello, cada uno debe forjar su mundo interior y ostenta, por tanto, el derecho a comunicarlo y difundirlo libremente. Así pues, aunque sus ideas sean contrarias a las recibidas en nuestra familia, requiere nuestro respeto −el mismo que exigimos para nuestras convicciones−, porque la libertad es lo que nos hace seres humanos, y lo que posibilita el encuentro con la verdad. Se debe, entonces, tolerar las opiniones que consideremos pobres o equivocadas, no por una postura relativista ni aun por neutralidad, sino por un profundo amor a la libertad. Con otras palabras, esto supone educar en la actitud radicalmente opuesta a la indiferencia o al escepticismo y, a la vez, formar para buscar la verdad en el mundo plural, pero sin tensiones innecesarias.
2. Educar en la idea de mejorar la sociedad y de transformar el mundo con nuestra vida
Precisamente, el respeto a la conciencia de toda persona constituye el trampolín perfecto para educar bien en los ideales propios, los que consideremos adecuados, y para explicar por qué otras formas de entender el mundo nos parecen negativas. Al sortear tanto el relativismo como el dogmatismo, se accede a una educación preñada de amor a los demás y de respeto a sus ideas; y eso va unido a la conciencia fuerte de tarea para acercarlos al bien. Asimismo, esto supone proveer a los adolescentes de la idea de la vida como aventura, de la existencia como una preciosa novela de acción en la que se intenta influir positivamente sobre los demás y mejorar el mundo que habitamos. Porque si la propia familia no ofrece a los hijos de un guion que nutra sus vidas de sentido valioso serán otras instancias quienes lo hagan, ya que el ser humano es alguien llamado a realizar una tarea vocacional. En este sentido, cuando la misión a la que un joven se siente llamado es pobre o, sencillamente, inexistente, tarde o temprano se sentirá defraudado y terminará en desencanto vital, en persona desmotivada y, posiblemente, en el cinismo existencial; aunque eso llegará más tarde, tal vez tras seguir un ideal poco valioso que terminará por defraudarlo.