Czytaj książkę: «Cristianos sin Cristiandad»

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© Ignacio Walker Prieto, 2020

Cristianos sin Cristiandad (reflexiones de un legislador católico)

Registro de Propiedad Intelectual No 2020-A-2578

ISBN Edición Impresa: 978-956-17-0868-6

ISBN Edición Digital: 978-956-17-0912-6

Derechos Reservados

Tirada: 500 ejemplares

Ediciones Universitarias de Valparaíso

Pontificia Universidad Católica de Valparaíso

Calle Doce de Febrero 21, Valparaíso

Teléfono 32 227 3902

Correo electrónico: euvsa@pucv.cl

www.euv.cl

Diseño: Alejandra Salinas C.

Corrector: Aldo Espina A.

A los Padres Conciliares (del Concilio Vaticano II)

La libertad religiosa

“Los hombres de nuestro tiempo se hacen cada vez más conscientes de la dignidad de la persona humana, y aumenta el número de aquellos que exigen que los hombres en su actuación gocen y usen del propio criterio y libertad responsables, guiados por la conciencia del deber y no movidos por la coacción (…) Confiesa asimismo el santo Concilio que estos deberes afectan y ligan la conciencia de los hombres, y que la verdad no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas”.

(Dignitatis Humanae, 1).

La dignidad de la conciencia moral

“En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que este se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella”.

(Gaudium et Spes, 16).

La justa autonomía de las realidades terrenales

“Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia. Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de sus propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es solo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte (…)”.

(Gaudium et Spes, 36).

La comunidad política y la Iglesia

“La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana. La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre” .

(Gaudium et Spes, 76).

El rol de los laicos

“El carácter secular es propio y peculiar de los laicos (…) A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida (…) a ellos corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor”.

(Lumen Gentium, 31).

El discernimiento ético

“(…) un pastor no puede sentirse satisfecho solo aplicando leyes morales a quienes viven en situaciones «irregulares», como si fueran rocas que se lanzan sobre la vida de las personas (…) La ley natural no debería ser presentada como un conjunto ya constituido de reglas que se imponen a priori al sujeto moral, sino que es más bien una fuente de inspiración objetiva para su proceso, eminentemente personal, de toma de decisión (…) El discernimiento debe ayudar a encontrar los posibles caminos de respuesta a Dios y de crecimiento en medio de los límites”.

(Amoris Laetitia, 305).

* Los subrayados son del autor.

• Abreviaturas •

PA Pastor Aeternus (1870)

RN Rerum Novarum (1891)

QA Quadragesimo Anno (1931)

Solemnita Radiomensaje La Solemnita della Pentecoste (1941)

Benignitas Radiomensaje Benignitas et Humanitas (1944)

MM Mater et Magistra (1961)

PT Pacem in Terris (1963)

LG Lumen Gentium (1964)

DH Dignitatis Humanae (1965)

GS Gaudium et Spes (1965)

PP Populorum Progressio (1967)

OA Octagesima Adveniens (1971)

EN Evangelli Nuntiandi (1975)

RH Redemptor Hominis (1979)

LE Laborem Exercens (1981)

FC Familiaris Consortio (1981)

SRS Sollicitudo Rei Socialis (1987)

CHF Christifideles Laici (1988)

CA Centesimus Annus (1991)

Jornada Mundial Mensaje para la celebración de la “Jornada Mundial de la Paz” (1991)

Catecismo Catecismo de la Iglesia Católica (1992)

VS Veritatis Splendor (1993)

TMA Tertio Millennio Adveniente (1994)

EV Evangelium Vitae (1995)

FR Fides et Ratio (1998)

Motu Propio Motu Propio dado para la proclamación de Santo Tomás Moro como “Patrón de los Go bernantes y Políticos” (2001)

Nota doctrinal Nota doctrinal sobre “Algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política” (2002)

Compendio Compendio de la doctrina social de la Iglesia (2004)

DCE Deus Caritas Est (2005)

SS Spe Salvi (2007)

CV Caritas in Veritate (2009)

LF Lumen Fidei (2013)

EG Evangelli Gaudium (2013)

LS Laudato Si (2015)

AL Amoris Laetitia (2016)

GE Gaudete et Exsultate (2018)

• Índice •

Agradecimientos

Introducción

Capítulo 1. La experiencia (los hechos)

Ley de filiación

Ley de matrimonio civil

Ley sobre píldora del día después

Ley sobre Acuerdo de Unión Civil

Ley contra la discriminación arbitraria

Ley sobre despenalización de la interrupción del embarazo en tres causales

Ley sobre identidad de género

Capítulo 2. La doctrina social de la Iglesia y el impacto del Concilio Vaticano II

Los orígenes de la doctrina social de la Iglesia (DSI)

El impacto del Concilio Vaticano II

El desarrollo posconciliar de la DSI

Los temores de la Iglesia posconciliar

Las virtudes teologales y la “Alegría del Evangelio”

Capítulo 3. La reflexión (la doctrina)

1. La libertad religiosa

2. La dignidad de la conciencia moral

Newman vs. Gladstone (conciencia y autoridad)

Cristianos sin Cristiandad: del Concilio Vaticano I al Concilio Vaticano II

Conciencia, verdad, subjetivismo y relativismo

3. La dignidad de la comunidad política (justa autonomía de las realidades terrenales)

La cuestión de la democracia

4. El rol de los laicos en los asuntos temporales

5. El discernimiento ético

Capítulo 4. La dignidad de la política

Anexo 1

Anexo 2

Anexo 3

• Agradecimientos •

Agradezco la generosa invitación del Kellogg Institute for International Studies de la Universidad de Notre Dame (Estados Unidos) por haberme permitido pasar un semestre (otoño de 2018) en dicha universidad como Hewlett Fellow of Public Policies. Ello me permitió escribir el borrador inicial de una parte de este libro en lo que se refiere a la doctrina católica y las enseñanzas sociales de la Iglesia. Agradezco especialmente los comentarios a la propuesta de investigación de Alasdair MacIntyre, John Finnis, Paolo Carozza, Claudio Lantigua, Ulrich Lehner, Mary Keys, Bill Mattison y John McGreevy, todos ellos de la Universidad de Notre Dame, y de Robert P. George de la Universidad de Princeton.

Un primer esquema de este libro lo presenté para la discusión en el referido Kellogg Institute y en el Lumen Cristi Institute de la Universidad de Chicago, ambos en el otoño de 2018. Agradezco los comentarios de los asistentes que me permitieron darle una orientación más definitiva (y, espero, de mayor consistencia).

Agradezco de manera especial a la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso y a su rector, Claudio Elortegui, por haberme recibido como docente y permitido desarrollar esta investigación en un ambiente académico e intelectual muy estimulante. Agradezco a Ediciones Universitarias de la PUCV por haber permitido, facilitado y hecho posible la publicación de este libro.

Agradezco los muy sugerentes comentarios y reflexiones de los sacerdotes jesuitas Tony Mifsud, Jorge Costadoat, Juan Ochagavía, Eduardo Silva y Fernando Verdugo, del sacerdote Percival Cowley ss.cc. (QEPD), del teólogo Carlos Schickendantz y de la historiadora Sol Serrano a un borrador inicial de este libro. Varios de ellos (y tantos otros sacerdotes y teólogos católicos) me han permitido (y nos han permitido) a lo largo de años de actividad política y legislativa reflexionar y discernir sobre los distintos temas que se abordan en este libro. Agradezco a Daniel Mansuy por sus muy pertinentes comentarios al capítulo final.

Agradezco a la periodista Javiera Andaur por su muy lograda investigación y sistematización de los debates a que dio lugar la tramitación de los siete proyectos de ley que se incluyen en el capítulo primero, especialmente en lo que se refiere a la Iglesia Católica. También a la abogada Constanza González (asesora de la bancada de senadores DC) por su ordenamiento de los principales contenidos jurídicos de esos proyectos de ley.

Las decisiones legislativas que he tomado durante estos años y los contenidos de este libro son de mi exclusiva responsabilidad y no comprometen a ninguna de las personas mencionadas anteriormente.

• Introducción •

¿Cómo vivir la fe cristiana al interior de una democracia pluralista que reconoce la separación entre Iglesia y Estado? Es la pregunta que nos hacemos en este libro. Lo hago desde la perspectiva de un laico, político y legislador católico y demócrata cristiano.

El punto de partida es la realidad (los hechos). De ahí surge la reflexión (la doctrina). La opción metodológica anterior no es arbitraria. Expresa una concepción de la política: la experiencia política precede a la teoría política. Ese fue el legado de los griegos. La doctrina social católica no surge en abstracto sino de la propia realidad, la que tiene un valor teológico.

Durante dieciséis años me desempeñé como legislador, primero como diputado y luego como senador, en la república democrática de Chile. En esa condición nos tocó —a mi y a mis colegas legisladores— enfrentar una serie de temas y de proyectos de ley especialmente sensibles dada la realidad de un país mayoritariamente cristiano y católico.

Me refiero a los llamados temas valóricos.

La base de nuestra reflexión está constituida por la tramitación y discusión de siete proyectos de ley que han sido objeto de encendidos debates al interior del parlamento y, en un sentido más amplio, en la sociedad chilena. En todos ellos hubo pronunciamientos críticos o de franca oposición de parte de la jerarquía de la Iglesia Católica (y de las iglesias cristianas).

Se trata de los proyectos de ley de Filiación, que elimina la distinción entre hijos legítimos e ilegítimos; de Matrimonio Civil, que regula el divorcio vincular; de la píldora del día después, que fija normas sobre información, orientación y prestaciones en materia de regulación de la fertilidad; del Acuerdo de Unión Civil para parejas heterosexuales y homosexuales; del proyecto de ley contra la discriminación arbitraria, incluidos los conceptos de orientación sexual e identidad de género; de despenalización de la interrupción del embarazo en tres causales (riesgo para la vida de la madre, inviabilidad fetal incompatible con la vida extrauterina y violación) y de identidad de género.

Voté a favor de todos esos proyectos de ley al igual que la casi totalidad de los diputados y senadores demócratas cristianos (la mayoría católicos). En todos y cada uno de ellos hubo abiertas diferencias con la jerarquía de la Iglesia Católica.

Pues bien, ¿cómo se enfrentan y se procesan esas diferencias? En un sentido más amplio y más de fondo, ¿cuál es la relación entre fe y política, fe y razón, ética y política, autoridad eclesiástica y autoridad secular, Iglesia y Estado, y entre la Ciudad de Dios y la Ciudad de los Hombres (tomando la distinción de San Agustín)?

Son algunas de las preguntas que nos hacemos en este libro. Ellas han sido objeto de encendidos debates a través de la historia. También lo han sido en la historia más reciente de Chile. Son temas e interrogantes permanentes y de validez universal.

El Partido Demócrata Cristiano al que pertenezco corresponde a una idea, un movimiento y un partido político —es en ese orden que surge y se desarrolla en la historia del último siglo— que procura reconciliar la tradición cristiana con el mundo moderno, democrático y secular.

Ese intento por hacer conversar a la tradición (cristiana) con la modernidad (democracia) fue el resultado, en el plano de las ideas, de los filósofos cristianos de la democracia (como Jacques Maritain y Emmanuel Mounier, entre otros). En el periodo entre guerras, enfrentados al surgimiento del totalitarismo (nacional socialista, fascista y comunista), ellos fueron convergiendo en torno a una concepción pluralista de la democracia basada en el valor universal de los derechos humanos, en oposición al catolicismo integrista de la época.

Muchas de esas ideas encontraron un terreno fértil en el surgimiento y desarrollo del Partido Demócrata Cristiano (PDC) de Chile (entre otros partidos de la misma familia política en Europa y América Latina). Definido como un partido de inspiración humanista y cristiana, de vocación nacional y popular, y de carácter no clerical y no confesional (a diferencia del antiguo Partido Conservador), el PDC ha intentado, en la realidad concreta de Chile, hacer conversar a la tradición con la modernidad, a los principios con la realidad social.

Desde sus inicios ha tenido momentos de convergencia y de divergencia con la jerarquía de la Iglesia Católica (la gran mayoría de sus dirigentes y militantes se definen como católicos). A pesar de que su doctrina está constituida por el humanismo cristiano y por las enseñanzas sociales de la Iglesia (a la época de su nacimiento la principal influencia estuvo dada por las encíclicas Rerum Novarum (1891) y Quadragesimo Anno (1931) en torno a la cuestión social), desde sus orígenes fue signo de contradicción en el mundo católico.

Es así como, en 1934, cuando la juventud del Partido Conservador empezaba a mostrar signos de autonomía y un creciente interés y compromiso con la doctrina social de la Iglesia, el Secretario de Estado, cardenal Giovanni Pacelli (futuro Papa Pío XII) envió una carta, a requerimiento de la jerarquía eclesiástica —que veía con preocupación las tensiones que empezaban a surgir en el mundo político católico— estableciendo la libertad de opción política para los católicos. Junto con afirmar que “la participación en la política es un deber de justicia y de caridad cristiana”, el cardenal Pacelli afirma que ningún partido político “puede arrogarse la representación de todos los fieles” y que “debe dejarse a los fieles la libertad que les compete como ciudadanos de constituir particulares agrupaciones políticas y militar en ellas”1.

En términos concretos, lo anterior significaba que el Partido Conservador ya no podría ser considerado como el único partido para los católicos.

En 1938 la juventud conservadora fue declarada en reorganización al negar su apoyo (en estricto rigor decretó libertad de acción para sus miembros) al candidato apoyado por el Partido Conservador, Gustavo Ross Santa María, representante de un liberalismo extremo (que los falangistas veían como la negación de la doctrina social de la Iglesia que el viejo tronco conservador había adoptado como propia desde comienzos del siglo veinte). Esa actitud fue uno de los factores (uno menor desde el punto de vista electoral pero lleno de significación política) que permitió la elección de Pedro Aguirre Cerda como abanderado del Frente Popular (una coalición compuesta por el Partido Radical, el Partido Comunista y el Partido Socialista).

En los años que siguieron la Falange Nacional colaboró abiertamente con los gobiernos del Frente Popular constituyendo alianzas electorales con algunos de sus partidos (Eduardo Frei Montalva, uno de los principales líderes de la Falange Nacional, llegó a ser ministro de Obras Públicas de Juan Antonio Ríos, sucesor de Aguirre Cerda). Los desencuentros ya no solo con el Partido Conservador sino con la propia jerarquía de la Iglesia Católica se multiplicaron mientras se sucedían las acusaciones contra los falangistas de oportunismo electoral.

Fue así como, el 11 de diciembre de 1947, bajo el gobierno de Gabriel González Videla, el Cardenal Arzobispo de Santiago emite una dura declaración pública en contra de la Falange Nacional reprochándole su apoyo al establecimiento de relaciones con Rusia, su postura frente a la “cuestión española” (a diferencia de la Iglesia Católica la Falange Nacional mantuvo una postura crítica respecto del franquismo) y otras cuestiones dentro del ámbito político; todo ello, en un tono de anticomunismo militante (“la Santa Iglesia no ha podido dejar de ser totalmente anticomunista”, dice, ante declaraciones de los líderes falangistas contrarias tanto al comunismo como al anticomunismo). Finalmente, el cardenal arzobispo de Santiago acusa a la Falange de que “han hecho caso omiso de lo que piensa la jerarquía”2.

En ese mismo año de 1947 el obispo auxiliar de Santiago monseñor Augusto Salinas acusó a los líderes de la Falange Nacional de transformarse en “enemigos de Cristo”, denunciando la política de “mano tendida” hacia el Partido Comunista (los diputados de la Falange Nacional votaron en contra de la Ley de Defensa de la Democracia que dejó fuera de la ley al Partido Comunista). Ante las críticas de importantes sectores de la jerarquía católica los dirigentes de la Falange discutieron incluso la posibilidad de auto disolverse. Fue la oportuna intervención del obispo Manuel Larraín la que permitió que los jóvenes falangistas subsistieran como organización política (recordando el obispo Larraín la carta del cardenal Pacelli de 1934 sobre la libertad que les compete a los fieles de constituir particulares agrupaciones políticas).

Los momentos de convergencia con la jerarquía de la Iglesia Católica vinieron principalmente en el periodo de posguerra. El advenimiento de la Guerra Fría hizo que un partido como la democracia cristiana, basado en la doctrina social de la Iglesia, apareciera como una alternativa frente al capitalismo liberal y el socialismo marxista. La realización del Concilio Vaticano II y el nuevo diálogo y apertura de la Iglesia Católica con el mundo moderno, en plena Guerra Fría, marcó un momento de alta convergencia con la democracia cristiana en distintos países de Europa y América Latina. En el caso de Chile ese acercamiento alcanzó una renovada fuerza bajo el gobierno de la “Revolución en Libertad” encabezado por Eduardo Frei Montalva.

Hay que decir, a estas alturas, que muchas de las ideas que habían sido planteadas por los filósofos cristianos de la democracia (y los neo-tomistas y neo-modernistas, según el lenguaje de la época) en el periodo entre guerras, bajo la Segunda Guerra Mundial y en la década de 1950, encontraron un terreno fértil en la evolución y las definiciones de la Iglesia Católica. Ello se expresó con una singular fuerza en las deliberaciones y los documentos magisteriales del Concilio Vaticano II (el propio Jacques Maritain, quien había tenido una activa participación en las conversaciones y debates que condujeron a la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, participó en el Concilio en su condición de laico).

Sabido es que, en general, y muy en especial a partir de la revolución francesa, la Iglesia Católica había asumido una postura defensiva y de trinchera frente a la amenaza (así era percibida) del mundo moderno, democrático y secular. No escapaba a esa actitud la existencia de expresiones laicistas y militantemente anti-religiosas asociadas a ciertas tendencias de la revolución francesa y sus efectos en la realidad de Europa en el siglo XIX. Todo ello condujo al “catolicismo de fortaleza” de Pío IX (1846-1878), a la denuncia de las “proposiciones erróneas” contenidas en el Syllabus errorum (1864), incluidos el progreso, el liberalismo y la civilización moderna, a una fuerte centralización en torno al Papado y la Iglesia de Roma, que se expresó con particular fuerza en el Concilio Vaticano I (1869-1870), a la dictación de la encíclica Pastor Aeternus (1870) sobre la infalibilidad del Papa, a la condena del “modernismo” por el Papa Pio X (1907) y a otras tendencias y definiciones que subsistieron al menos hasta la muerte del Papa Pío XII en 1958.

Pues bien, muchos de los temores de la Iglesia ultramontana del siglo XIX y de bien avanzado el siglo XX entraron en revisión en el Concilio Vaticano II. Junto con una actitud de apertura y diálogo hacia el mundo moderno y una reafirmación y actualización de la doctrina social de la Iglesia, el Concilio adoptó una serie de definiciones que serán claves y fundamentales al momento de procurar respuestas a las preguntas que nos hemos planteado anteriormente, principalmente sobre la relación entre fe y política y el rol de los laicos en los asuntos temporales.

La libertad religiosa (tema central de la declaración Dignitatis Humanae), la dignidad de la conciencia moral (bajo la afirmación de que “la conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre”), la justa autonomía de las realidades terrenales (uno de los temas centrales de la encíclica Gaudium et Spes, promulgada simultáneamente con la declaración sobre la libertad religiosa el 7 de diciembre de 1965 en la clausura del Concilio) y el rol de los laicos en los asuntos temporales (“el carácter secular es propio y peculiar de los laicos”), son algunos de los conceptos y definiciones que emergen de las deliberaciones y documentos magisteriales del Concilio Vaticano II.

A esos conceptos dedicaremos la parte medular de este libro referida a la doctrina social católica. Junto con la dignidad de la conciencia moral y la dignidad de la persona humana (columna vertebral de toda la doctrina social de la Iglesia), argumentaré que es en torno al concepto de dignidad de la comunidad política (relacionada, a su vez, con la justa autonomía de las realidades terrenales, en el lenguaje de los Padres conciliares) que encontramos una de las pistas para entender y descifrar la compleja relación entre fe y política, y entre autoridad eclesiástica y autoridad secular.

Volviendo a los momentos de convergencia y de divergencia entre la democracia cristiana y la jerarquía de la Iglesia Católica en la realidad concreta de Chile, tengo que decir que, después de un periodo de gran convergencia en torno a la defensa de los derechos humanos bajo la dictadura de Pinochet, desde la recuperación de la democracia, en 1990 las tensiones han vuelto a surgir a propósito de una serie de iniciativas legislativas referidas a los llamados temas valóricos.

Mi propósito es procurar desentrañar el sentido más profundo y los temas más de fondo que están presente en esas tensiones o diferencias entre la autoridad eclesiástica y la autoridad secular a la luz de la doctrina católica, enriquecida y actualizada a partir del Concilio Vaticano II, con el trasfondo de las enseñanzas sociales y morales de la Iglesia Católica.

En el primer capítulo me referiré a los debates y polémicas habidos durante la tramitación de los siete proyectos de ley que he mencionado entre un grupo de legisladores católicos y demócratas cristianos y la jerarquía de la Iglesia Católica (y de las iglesias cristianas). ¿Cuál es el nivel de autonomía —si es que puede hablarse de autonomía— que un laico, político y legislador católico puede reclamar para sí dentro de la esfera de acción que le es propia (los asuntos terrenales o temporales)? Es la pregunta de fondo que exploramos procurando definir los diversos ámbitos de acción de la autoridad eclesiástica y la autoridad secular al interior de una república democrática que reconoce la separación entre Iglesia y Estado.

Durante un cuarto de siglo, en el parlamento y en la sociedad chilena, tuvo lugar un intenso debate en torno a los llamados temas valóricos. Todos y cada uno de ellos fueron objeto de definiciones en términos de una nueva legislación civil.

Es así como, hasta 1998, en Chile existía una clara distinción (discriminación arbitraria en nuestro parecer) entre hijos legítimos e ilegítimos, según hubieren nacido dentro o fuera del matrimonio. Recién en 2004, después de casi una década de debate, se promulgó una nueva ley de matrimonio civil que reemplazó a la de 1884 y que pasó a regular el divorcio vincular. En 2010 se promulgó la ley sobre píldora del día después de años de un intenso debate constitucional. En 2013 se promulgó la ley sobre Acuerdo de Unión Civil para parejas heterosexuales y homosexuales. Un año antes se había promulgado la ley contra la discriminación arbitraria tras un encendido debate referido principalmente a los conceptos de orientación sexual e identidad de género. En 2017 se promulgó la ley sobre despenalización de la interrupción en tres causales y, finalmente, en 2018, se promulgó la ley sobre identidad de género.

En casi todos esos proyectos de ley hubo serias diferencias y una actitud de franca oposición por parte de la jerarquía de la Iglesia Católica. Revisaremos pormenorizadamente los debates en torno a esos proyectos que terminaron por convertirse en ley de la república.

En el segundo capítulo nos referiremos al impacto que tuvo el Concilio Vaticano II en la vida de la Iglesia y su relación con el mundo, con el trasfondo de la doctrina social católica que va desde fines del siglo XIX hasta nuestros días.

Nos concentraremos en la evolución que va desde el Concilio Vaticano I (1869-1870) hasta el Concilio Vaticano II (1962-1965), con una explicitación de los elementos de continuidad y cambio que tienen lugar en el Magisterio de la Iglesia a la luz de la Tradición y la Revelación. El Concilio Vaticano II debe considerarse como un gran momento de apertura al mundo, con sus luces y sus sombras en la perspectiva de los signos de los tiempos.

Las principales definiciones de la doctrina social católica en lo que se refiere al tema que nos ocupa surgirán precisamente de los documentos magisteriales de los Padres conciliares; a saber, la declaración sobre la libertad religiosa, la afirmación sobre la dignidad de la conciencia moral, la justa autonomía de las realidades terrenales y el rol de los laicos en los asuntos temporales (agregaremos el concepto de discernimiento ético).

Junto con las definiciones magisteriales contenidas en el Concilio nos referiremos a los temores de la Iglesia posconciliar en torno a los conceptos de secularismo, subjetivismo y relativismo ético. Esos miedos quedaron particularmente de manifiesto bajo el pontificado del Papa Juan Pablo II y el rol asumido por el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cardenal Joseph Ratzinger (futuro Papa Benedicto XVI). Las definiciones sobre la “cuestión social”, que recorren toda la doctrina social de la Iglesia desde fines del siglo XIX hasta nuestros días, serán complementadas por una marcada preocupación por la “cuestión moral” en torno a lo que se percibe como desviaciones no solo en la cultura contemporánea, sino en diversas escuelas teológicas al interior de la Iglesia. Será un momento de tensiones al interior de la Iglesia con un énfasis en las sombras y no solo en las luces de la realidad contemporánea. El llamado estará dirigido a una reafirmación de la autoridad eclesiástica (sobretodo de los obispos) en defensa de la ortodoxia.

Argumentaremos que muchas de las definiciones adoptadas por la Iglesia bajo el Pontificado de Juan Pablo II, contando con la mirada atenta y vigilante del cardenal Joseph Ratzinger, van planteando una serie de interrogantes e inquietudes en torno a los mismos conceptos que la doctrina social católica había ido definiendo y actualizando, especialmente en torno al Concilio Vaticano II.

Con las encíclicas sobre las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) del Papa Benedicto XVI y los documentos magisteriales del Papa Francisco, la Iglesia vuelve a colocar el énfasis en las luces y no solo en las sombras de la cultura contemporánea. Los temores de la Iglesia posconciliar ceden ante la explicitación de nuevas avenidas y definiciones en torno a lo que el Papa Francisco llamará la “alegría del evangelio” (evangelli gaudium, 2013), en el espíritu del Concilio Vaticano II.

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