Czytaj książkę: «La muralla rusa»
HÉLÈNE CARRÈRE D’ENCAUSSE
La muralla rusa
El papel de Francia de Pedro
el Grande a Lenin
EDICIONES RIALP
MADRID
Título original: La Russie et la France
© 2019 by Librairie Arthème Fayard
© 2021 de la versión española realizada por MIGUEL MARTÍN
by EDICIONES RIALP, S. A.,
Manuel Uribe, 13-15, 28033 Madrid
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Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN (versión impresa): 978-84-321-5352-5
ISBN (versión digital): 978-84-321-5353-2
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
PRÓLOGO
1. Pedro el Grande. La ventana abierta a Europa… y Francia
2. Del sueño francés a los reinados alemanes
3. Isabel I. Una elección francesa
4. Pedro III: la fascinación prusiana
5. El siglo de las Luces en Rusia
6. Pablo I: el vals de las alianzas
7. Alejandro y Napoleón: la coexistencia imposible
8. Nicolás I. Europa bajo vigilancia
9. La guerra de Crimea
10. Alejandro II — Napoleón III ¿Rusia y Francia reconciliadas?
11. ¡La alianza por fin!
12. Nicolás II. Los años franceses
13. La alianza ante la prueba de la realidad
14. La carrera al abismo
15. Del apogeo de la alianza al hundimiento
EPÍLOGO
BIBLIOGRAFÍA GENERAL
ORIENTACIÓN BIBLIOGRÁFICA GENERAL
BIBLIOGRAFÍA POR CAPÍTULOS
ÍNDICE DE NOMBRES
COLECCIÓN HISTORIA
AUTOR
PRÓLOGO
¡QUÉ NOVELA ESTA DE LA LARGA RELACIÓN —tres siglos— que tantas veces atrajo, unió, enfrentó y reconcilió a Rusia con Francia!
Aunque todo comenzó bien. En el siglo XI, una bella princesa, Ana de Kiev, vino de esos parajes lejanos para casarse con el rey de Francia Henri I. El padre de esta princesa, Jaroslav el Grande, era un notable soberano que había hecho de su capital, Kiev —famosa por sus cuatrocientas iglesias con frescos suntuosos—, la rival de Constantinopla. La riqueza de sus Estados, su autoridad, su generosidad —acogía a todos los príncipes proscritos que huían de su país—, le habían asegurado un rango glorioso entre los soberanos de su tiempo. Por eso la alianza con su ilustre familia se deseaba en toda Europa, y una vez casada una de sus hijas con el rey de Francia, concedió enseguida la mano de las dos otras, Isabel y Anastasia, al rey de Noruega y al rey de Hungría. Kiev era entonces uno de los faros, una de las ciudades más radiantes del continente, algo que atestiguan las palabras de Ana al llegar a Compiègne, que mencionaba con nostalgia su esplendor y dejaba ver su disgusto ante el carácter todavía rudo de la corte de Francia.
El esplendor de Kiev no duró, sin embargo, más que un tiempo. Apenas Jaroslav expiró, la costumbre de la división patrimonial destruyó su herencia. Durante dos siglos, cerca de doscientos príncipes se disputaron las tierras que Jaroslav había unido; Kiev perdió así su unidad y su brillo. Ciertamente, el desastre no era algo propio solo de las tierras rusas; en la misma época, Europa occidental era también presa de la anarquía feudal. Pero en Kiev y en la Rusia del nordeste, el desastre quedó amplificado por una segunda catástrofe, la invasión mongola que duró dos siglos y medio. Rusia se separó de Europa, de la que había formado parte. Pero mientras ella atraviesa estos siglos aislada, en Europa viene el despertar. En Francia, soberanos destacados —Carlos VII y Luis XI— se dedican a construir un Estado poderoso. La civilización europea que ilustran no solo los soberanos franceses, sino también los Reyes católicos en España, los Tudor en Inglaterra y los reyes de Austria, toma un auge extraordinario.
Rusia sufrió un inmenso retraso respecto a este renacimiento europeo. Es solo a mediados del siglo XV cuando un soberano comienza la obra de reunir de nuevo las tierras y prepara —a término— la expulsión de los tártaros. Iván III es el artífice de esta lenta reconstrucción, que implica ante todo la sumisión a su autoridad de todos los príncipes rebeldes. Iván III casó con Sofía Palologa, la sobrina del último emperador de Bizancio y se reivindica como heredero de los emperadores bizantinos. Además de este argumento de autoridad, su matrimonio tuvo para Rusia una gran ventaja, atrajo a muchos extranjeros, griegos e italianos, sobre todo, arquitectos, ingenieros militares, artilleros que aportarán a Rusia conocimientos que les faltan y les abrirán una puerta al mundo exterior del que lo ignoran todo.
Iván III, cuya obra se ha comparado con frecuencia a la de Luis XI, y su heredero Basilio lograrían así devolver a Rusia una vida independiente, edificar un Estado viable cuyo poder va a crecer rápidamente y, sobre todo, recuperar la identidad perdida durante los siglos tártaros. Esta hazaña hubiese debido asegurar a Rusia el reconocimiento de su existencia y de su regreso a Europa.
Pero este reconocimiento tardó en llegar. Los europeos se preocupaban poco de este país que, para ellos, era terra incognita desde hacía largo tiempo, y los rusos no se atrevían a ir hacia Europa. Los soberanos rusos no autorizaban a sus súbditos a viajar al extranjero y no animaban a los comerciantes extranjeros a venir a Rusia. Ignorancia del lado europeo, desconfianza del lado ruso, ahí están las razones del fallido rencuentro ruso-europeo. Sin embargo, desde el principio de su reinado, en 1505, Basilio, hijo de Iván III, quiso poner fin al aislamiento ruso. Envió embajadas a todos los países de Europa, con la excepción, difícil de explicar, de Francia e Inglaterra. Correspondió a su sucesor, Iván IV —que será conocido con el nombre de Iván el Terrible—, abrir su país, «abrir una ventana a Europa», en particular al mar Báltico, pues era entonces el único mar accesible a Rusia. Él consideraba a Inglaterra el primero de los países que quería atraer a su proyecto, isla poblada por comerciantes y viajeros intrépidos, que se habían ya aventurado en los alrededores de Rusia. Propuso a la reina Isabel dar a los comerciantes ingleses la exclusiva del comercio en su país, a cambio de su apoyo contra dos países vecinos de Rusia, sus enemigos perpetuos: Polonia y Suecia. Esta propuesta no tuvo continuidad. Es con Francia con la que Iván IV consiguió entablar un diálogo que pareció más prometedor. Henri III respondió a los avances rusos con el envío al zar de negociantes franceses, portadores de una carta que los recomendaba a la atención del soberano y confirmaba su deseo de establecer relaciones fructíferas entre los dos países. El resultado final fue menos impresionante que este preámbulo, pero no era indiferente. Los comerciantes franceses quedaron seducidos por Rusia, por las propuestas que recibieron, y decidieron establecerse en Moscú. ¿Comienzo de una presencia francesa en Rusia?
Estos primeros momentos de una relación franco-rusa, si se olvida el matrimonio real, quedaron desgraciadamente sin continuidad, por los disturbios internos que, una vez más, van a asolar a Rusia y llevar al Estado y al país al borde del abismo. Estos disturbios comienzan con la desaparición de Iván el Terrible, que en la segunda parte de su reinado había destruido los progresos anteriores del país y las estructuras del Estado. Hay que añadir al terrible balance de este periodo que él trajo la esclavitud a Rusia, inmenso problema para los tiempos futuros.
Pero el tiempo de los disturbios llegó a su fin por un sobresalto nacional, que restableció la paz interior y llevó a la instauración de una nueva dinastía, los Romanov.
Con la entrada en escena de los Romanov en 1613, Rusia existe de nuevo y su voluntad de abrirse a Occidente se manifiesta enseguida, aunque fuese al principio una apertura prudente. Los Estados occidentales se vuelven también hacia Rusia. La primera en reaccionar, Inglaterra, que pide al soberano disponer de las rutas que conducen a Persia y a la India. El zar Miguel consultó a los comerciantes de Moscú; ellos objetaron que no podrían sostener la competencia con los ingleses si estos obtenían tales privilegios sin pagar derechos. Como los ingleses no querían pagar ningún derecho, se rompieron las negociaciones.
Una vez más, es con Francia con la que se entablaron relaciones y bajo auspicios favorables. En 1615, el zar había enviado un mensajero al rey Luis XIII para anunciarle su advenimiento y pedir su ayuda contra Suecia y Polonia. En 1629, el embajador Duguay-Cormenin llegó a Moscú para negociar el derecho de paso hacia Persia, que se había denegado a los comerciantes ingleses, y mencionó también una alianza política. «Su majestad el zar —dijo— está a la cabeza de los países orientales y de la fe ortodoxa. Luis, rey de Francia, está a la cabeza de los países meridionales. Que el zar contraiga con el rey amistad y alianza, y debilitará a sus enemigos. Puesto que el emperador es uno con el rey de Polonia, es preciso que el zar no sea sino uno con el rey de Francia».
Si se discutió un tratado de comercio, la alianza política, la primera hasta entonces planteada entre Rusia y Francia, no se precisó, y el tratado de comercio quedó también en letra muerta. Sin embargo, Henri IV, antes que Luis XIII, había deseado amarrar una relación con Rusia. Prudente, Sully le había disuadido.
En 1645, el zar Alejandro sucedió a su padre Miguel. Como él, había subido al trono muy joven; como a él, le faltaba experiencia, pero también como él estaba empeñado en la voluntad de abrir su país a Europa. Accediendo al deseo del cosaco Bogdan Khmelnitski de poner a la Pequeña Rusia (Ucrania) bajo la autoridad rusa, el zar había extendido el territorio ruso hacia Europa. Estableció la autoridad de Rusia en Kiev, cuna del cristianismo oriental. El Tratado de Andrúsovo, firmado en 1667 con Polonia, víctima de esta desposesión, colocó a Kiev bajo autoridad rusa durante dos años, pero Moscú no aceptó poner en cuestión esta conquista. En el momento en que la guerra de Polonia había comenzado, guerra provocada por la unión de Ucrania con Rusia, el zar Miguel despachó un enviado al rey de Francia para informarle y requerir su apoyo. En 1668, le sucedió otro intermediario, que fue encargado de proponer a Luis XIV mantener relaciones regulares con Rusia y abrir a los navíos franceses el puerto de Arcángel. Este enviado, Pedro Potemkin, se esforzó en convencer a Colbert del interés de responder a los avances rusos, pero en vano. ¿Habrá que extrañarse de que, decepcionada por la frialdad francesa y por la dejadez de los comerciantes franceses para responder a estas propuestas, la Rusia de Alejandro se dirigiera entonces a los alemanes? El barrio de los alemanes que prosperará en Moscú es testigo de la influencia creciente de Alemania.
Para comprender las vacilaciones de la relación franco-rusa, hay que considerar la visión que cada uno de estos países tenía del otro.
Para Rusia, Francia es el símbolo del poder y de la influencia europea, y esta visión alcanza su apogeo con el reinado de Luis XIV. En cuanto tienen su poder asegurado, todos los soberanos rusos se vuelven hacia Francia, buscan su aprobación, intentando crear una relación con ella. La unión de Henri I y Ana de Kiev les sirve de recomendación y de modelo para un vínculo que intentan restablecer. Pero lo que encuentran, a pesar de las garantías que ofrecen —la vuelta del orden interior, un Estado reconstruido y la independencia rencontrada— es una acogida constantemente distante. Para los franceses, Rusia era extranjera en Europa y su civilización, en el mejor de los casos era exótica, más bien bárbara, como aseguraban los pocos viajeros que se habían aventurado tímidamente en aquellos parajes tan lejanos.
A estas miradas cruzadas tan difíciles de conciliar, se añade un dato muy importante, el de las relaciones de Francia y de Rusia con algunos países europeos. Francia, desde la guerra de los Treinta Años, estaba obsesionada con la potencia creciente de los Habsburgo. Para oponerse a ellos, había concebido un sistema de alianza con tres países, Polonia, Suecia y el Imperio otomano. Estos países eran para Francia la barrera oriental que la protegía de los Habsburgo, y debía desviar su atención de Europa, a fin de que ella tuviese las manos libres.
Pero estos tres países eran vecinos de Rusia, y desde hacía tiempo sus relaciones con ella eran hostiles. Para resumir la situación, la barrera oriental tan apreciada por Francia se componía de países que Rusia consideraba sus enemigos históricos, y constituirá el campo privilegiado de una confrontación franco-rusa.
Albert Vandal, en la obra que ha dedicado a la política extranjera de Luis XV, muestra el dilema al que el rey se enfrentó, el asunto era la relación con Rusia. «Ella parecía —escribe— atraída hacia nosotros por una simpatía innata». Vandal retoma aquí las palabras de Saint-Simon narrando la visita a Versalles de Pedro el Grande «que estaba animado por una pasión extremada de unirse a nosotros». Desde entonces, la elección de Francia era «unirse francamente con Rusia», que hubiese remplazado en su sistema a Suecia, Turquía y Polonia. O bien mantenerse en esas alianzas tradicionales y reforzarlas «para empujar a Rusia a los desiertos y cerrarle el acceso al mundo civilizado». La posición francesa será por largo tiempo la de la indecisión, lo que traducía la perplejidad del rey ante un país tan lejano y siempre percibido como extranjero en Europa. Esta perplejidad, sin embargo, no resistirá al tiempo, como atestigua la percepción que, apenas un siglo después de la visita de Pedro el Grande, tiene Víctor Hugo de Rusia y de su lugar en Europa: «Francia, Inglaterra y Rusia son en nuestros días los tres gigantes de Europa. Después de sus recientes conmociones en Europa, cada uno de estos colosos tiene una actitud particular. Inglaterra se sostiene, Francia vuelve a levantarse, Rusia se levanta. Este último Imperio, joven aún en mitad del viejo continente, crece desde hace un siglo con una rapidez singular. Su porvenir es de un peso inmenso en nuestros destinos. No es imposible que su barbarie venga un día a empapar nuestra civilización».
De Rusia, país bárbaro que habría que «empujar a los desiertos», a este joven Imperio que podría dar aliento a Europa, cuánto camino recorrido. Fue Pedro el Grande quien abrió este camino, en su pasión extremada de unirse a Francia, la que, incluso a veces desanimada, ha contribuido a asegurar a Rusia su identidad europea y su estatuto de potencia de Europa.
1.
Pedro el Grande. La ventana abierta a Europa… y Francia
CON PEDRO EL GRANDE, CUYO REINADO va a cambiar radicalmente la imagen de Rusia en Europa y la relación de este país con la mayor parte de las potencias del continente, comienza otra época, marcada por dos figuras reales excepcionales: Luis XIV en Francia, Pedro el Grande en Rusia. Estos dos personajes van a dominar la escena política europea y, sin embargo, nunca se reunirían.
En 1689, un joven de diecisiete años sube al trono ruso: Pedro Alexeiévich Romanov. El poder no le interesa aún, se apasiona por el arte militar y los barcos. Maneja primero pequeños navíos en los lagos de sus tierras. Pero operar con armas ficticias y navíos en miniatura le cansa rápidamente. Quiere afrontar una verdadera guerra y dos enemigos de su país se le presentan, Suecia y el Imperio otomano. Elige el segundo, el turco, el musulmán aliado de los tártaros que han dominado Rusia y que el primer Romanov, Miguel, había soñado vencer. Con apenas veintidós años, sin otra experiencia que sus juegos de niño, se lanza a la conquista de Azov. Y la consigue. La toma de Azov, en 1696, es el símbolo del renacimiento de Rusia liberada de los tártaros y más aún del porvenir de potencia que se le ofrece por la apertura hacia el mar Negro. Rusia ha estado hasta entonces encerrada en un espacio continental; llegando al mar, tiene la posibilidad de convertirse en una potencia naval. Pedro realizó así el primero de sus sueños.
Pero no se detiene ahí. Apenas vuelve a Moscú, el pueblo ruso conoce el extraordinario proyecto del joven soberano. Envía a Europa una gran embajada, compuesta de doscientas cincuenta personas, para descubrir ese mundo lejano, tan diferente, y para arrancarle los secretos de su potencia y su esplendor. Esta noticia se acompaña de un rumor increíble: el zar tendría la intención de tomar parte en esta gran embajada y lo haría no como soberano ruso, sino con nombre supuesto. ¿Cómo imaginar que este gigante de dos metros de altura pudiese desplazarse de incógnito? ¿Y cómo imaginar que el zar de Rusia, tierra de todos los complots, él mismo ha sido ya víctima de algunos, pueda dejar su país durante un tiempo tan largo, pues se anuncia de dieciocho meses?
Y, sin embargo, tal era el proyecto de Pedro el Grande, que puso en ejecución al día siguiente del triunfo de Azov. Tenía para justificarlo una razón indiscutible. Tras alcanzar la victoria sobre el Imperio otomano, era preciso consolidarla. Rusia necesitaba alianzas contra los turcos. Había que aprender también de Europa las técnicas, las ideas que habían asegurado su progreso. E importar en Rusia hombres capaces de enseñarlas. En definitiva, la gran embajada será para el zar de veinticuatro años la culminación de su educación y la oportunidad de conseguir la aceptación de Rusia por Europa.
El 20 de marzo de 1697, la gran embajada deja la capital con un cortejo de doscientas cincuenta personas e innumerables trineos y furgones de equipaje llenos de suntuosos ropajes —pieles de marta cibelina, sedas bordadas con perlas y piedras preciosas— para las recepciones, y regalos. El zar perdido en esta multitud de viajeros se impone sin embargo a la atención y su anonimato desaparecerá pronto, pero será respetado por todos los soberanos que le acogen. Pedro recorre Europa, Alemania, Holanda, Inglaterra, acogido y festejado en todas partes, descubriendo y aprendiendo algo en cada una según había deseado. Pero en este viaje, le faltó un país: Francia. Saint-Simon dio la explicación, el rey Luis XIV le habría desanimado. La razón invocada por Saint-Simon es más que verosímil. Luis XIV domina entonces toda Europa, por su gloria y su potencia, es el hombre más influyente del continente. Para él, el Imperio de los zares no pertenece al mundo moderno, que es el suyo, como mucho, se ha detenido en la Edad Media. Por lo demás, Luis XIV no ha podido alegrarse de las victorias alcanzadas por Pedro el Grande sobre el Imperio otomano. Atacar a uno de los pilares del sistema francés es poner en causa su autoridad, un crimen de «leso sol».
Pero también los viajeros venidos de Rusia tienen mala reputación en Francia. Son arrogantes, puntillosos en cuestiones de protocolo, quizá para compensar la conciencia de sus insuficiencias, rehúsan plegarse a los usos occidentales. Francia ya tuvo experiencia de eso en 1687, cuando la regente Sofía, medio hermana de Pedro, había enviado una delegación a Holanda, España y Francia. En Francia, esta expedición, dirigida por el príncipe Jacob Dolgoruki, se saldó en un desastre, tan pronto como cruzó la frontera. Para hacer frente a dificultades financieras, los delegados vendían en la plaza pública las cibelinas traídas para regalos. Fue un buen escándalo. Luego, al recibirlos el rey en Versalles, de un modo muy generoso, se incrustaron, negándose a marcharse. Finalmente, al volver a su casa, se quejaron de ser acogidos de manera indigna, maltratados y despreciados. El ruido provocado en torno a esta delegación querellosa, poco educada, contribuyó a envenenar las relaciones entre Francia y Rusia, y el recuerdo seguía aún vivo cuando se anunció la de Pedro el Grande.
A la explicación de Saint-Simon se puede añadir que probablemente el mismo Pedro no desearía una etapa francesa. Había retenido del episodio de Dolgoruki una versión muy hostil a Francia, la que le trasladaron los enviados, subrayando el desprecio y el maltrato sufridos durante su viaje. Por lo demás, si Luis XIV deploraba que el zar hubiera hecho guerra a Turquía, Pedro, por su parte, estaba indignado por el apoyo que Francia había prestado a su adversario, apoyo tanto más sorprendente a sus ojos pues consagraba la alianza de un soberano cristiano con un Estado musulmán contra otro Estado cristiano. En el siglo XVII, una tal alianza era difícil de concebir para Rusia, que se decía heredera de Bizancio.
La relación con Francia, después de la fallida entrevista de la gran embajada, no iba a mejorar, puesto que en cuanto volvió, Pedro iba a entrar en conflicto con otro pilar del sistema francés, Suecia, nuevo desafío lanzado al Gran Rey.
Las relaciones entre Rusia y Suecia eran detestables desde hacía varios siglos, pues estaban en rivalidad por la posesión de las costas del golfo de Finlandia. Para Rusia, esta cuestión era crucial, era la llave de su acceso al mar Báltico. Había perdido en el siglo XIII la Carelia y la Ingria en beneficio de Suecia. El zar Alexis, el padre de Pedro, había intentado recuperarlas, pero estando entonces en guerra con Polonia, no había podido combatir dos países a la vez. Para Pedro, los datos de este problema de acceso al mar Báltico estaban claros: las provincias perdidas eran tierras rusas, había que reconquistarlas. En 1700, el soberano de Suecia, Carlos XII, era un joven de dieciocho años, casi un adolescente, sin experiencia. Pedro concluyó que había llegado la hora de recuperar las tierras perdidas. Esta fue la guerra del Norte. Si los comienzos habían sido favorables a Carlos XII que se impuso contra los rusos en la batalla de Narva, Pedro supo preparar pacientemente lo que vino después. Desde 1703, aprovechando las ambiciones de su adversario en Polonia, donde Carlos XII pretendía destronar al rey Augusto, Pedro consiguió recuperar Ingria e instalarse en las costas del Báltico. A pesar de los esfuerzos que desplegará para reconquistar estos territorios —rusos, decía Pedro—, Carlos XII no lo conseguirá. El zar marcará su triunfo decidiendo edificar su capital cerca del Báltico, a las puertas de Europa. Esa fue una inmensa y larga empresa. Había que construir una ciudad sobre terreno pantanoso, sin disponer en las proximidades de materiales —piedra o madera— y trasladar por su autoridad a una población apegada a la vida moscovita. Pero, en algunos años, San Petersburgo, la ciudad de Pedro, surgirá del paisaje desolado e inhóspito que se había creído destinado para siempre al desierto.
Las victorias de Pedro el Grande sobre el Imperio otomano y Suecia trastornaron el paisaje político europeo. Francia no pudo ya contar con Suecia para contener a Austria, mientras que la potencia de los Habsburgo no cesa de crecer. Hay que encontrar otro aliado que juegue este papel, ¿no será el momento de pensar en Rusia? En 1710, después de que la potencia sueca se rompiera en Poltava, de la que nunca se recuperará, el marqués de Torcy, entonces ministro de Asuntos Exteriores, intentó convencer a su rey que Francia debía volverse hacia Rusia, dejar de ignorarla para construir un nuevo sistema de alianza. Sugirió añadir en ese sistema a Rusia, a Polonia, Dinamarca y Brandeburgo. Pero el rey se muestra intratable, rechazando incluso la idea de examinar nuevas alianzas.
En septiembre de 1715, la muerte del gran rey abrió un nuevo periodo. La necesidad de repensar las relaciones con Rusia fue entonces admitida por todos, toda Europa volvió los ojos hacia este país tan largo tiempo despreciado. La alianza sugerida por el marqués de Torcy iba a tomar forma. El rey de Polonia, Augusto II, expulsado del trono por Carlos XII y que lo había recuperado gracias a la protección rusa, acudió al zar para renovar el tratado de alianza que unía a su país con Rusia. Dinamarca, en el mismo momento, se declaraba dispuesta a tomar las armas contra Suecia, y se mencionaba incluso un proyecto matrimonial entre una hija del emperador José y Alexis, el hijo del zar.
Consciente de las posibilidades que este nuevo clima político abría para Rusia, Pedro el Grande se lanzó a una verdadera ofensiva de encanto. Propuso que una alianza se negociase entre Francia y Rusia, y aseguró a sus interlocutores que él podría asociar también a Prusia y Polonia. Añadió que esta coalición no pondría en cuestión las relaciones franco-inglesas y franco-holandesas a las que estaba tan apegado Versalles. Ofreció también la garantía rusa para el Tratado de Utrecht. Finalmente, Pedro sugirió que una unión real entre Luis XV —de siete años— y su hija mayor Isabel, que tenía un año más, daría a la alianza una fuerza particular. La propuesta agradó al regente, pero tropezó con la hostilidad del cardenal Dubois que había negociado la nueva alianza con Inglaterra y temía que cualquier negociación con Rusia destruyese su obra. Escribió al regente: «Si estableciendo al zar expulsáis a los ingleses y holandeses de la costa del Báltico, seréis eternamente odioso para esas dos naciones». Y añadía que eso sería sacrificar a verdaderos y duraderos aliados a una alianza precaria, pues «el rey está mal de salud y su hijo es poco fiable».
Las vacilaciones francesas van a decidir al zar a venir en persona para negociar sus propuestas. Llega a Francia en mayo de 1717, viaje a un tiempo grandioso y decepcionante. Grandioso, pues el regente le prodigó todos los honores y atenciones que se deben a un soberano prestigioso. Pedro y su séquito de sesenta personas fueron suntuosamente recibidos, aunque el zar rechazó algunas disposiciones. Así, no quiso instalarse en los apartamentos del Louvre que se habían preparado para él, y prefirió alojarse en un hotel donde se sentiría más libre, y que sería más conforme con sus gustos austeros. Se encontró con todos los interlocutores que había deseado ver y visitó todos los lugares que le interesaban. Después de una primera entrevista con el regente, a los dos días de su llegada, el zar recibió la visita del rey-niño. El relato se ha hecho muchas veces, pero cómo no subrayar la intimidad que se estableció entre el gran soberano, gigante impresionante, que tomó paternalmente al niño en sus brazos, y el pequeño rey que, de ningún modo intimidado, le recitó el discurso preparado para la ocasión. Al día siguiente, el zar le visitó y la misma atmósfera cálida prevaleció entonces. Contando el acontecimiento en una carta a su esposa Catalina, el zar precisa: «El rey mide dos dedos más que nuestro enano de la corte. Es un niño en extremo agradable por la talla y el rostro, y bastante inteligente para su edad». El rey-niño de siete años que el zar califica también de «hombre poderoso» habrá sin duda seducido al soberano y animado su proyecto de anudar con él lazos familiares.
Antes de su llegada a París, el zar había expresado el deseo de visitar fuera de todo protocolo un gran número de lugares y personas. El regente había accedido, exigiendo por su seguridad que fuese escoltado por soldados de la guardia real. Las peticiones formuladas por el zar daban cuenta de su insaciable curiosidad. El Observatorio, el Jardín de Plantas —con más de dos mil quinientas especies—, atraían naturalmente. Quiso ver los modelos de fortalezas de Vauban, pero también la Moneda, donde se acuño ante él una pieza de oro. Fue recibido solemnemente en la Sorbona, donde se le entregó un proyecto de unión de las Iglesias de Oriente. Él lo pasó a sus obispos, rogándoles que lo examinaran. Pedro el Grande sentía poca atracción por los fastos de la Iglesia oriental, de los que deploraba su espíritu conservador, y se puede imaginar que este proyecto le interesase. Acudió a la Academia de las Ciencias, cuyos trabajos le eran familiares. Corrigió allí de su propia mano un mapa de sus Estados que le presentaron; sigue figurando en los archivos de la Academia, en el dossier de Pedro el Grande. Seis meses más tarde, tuvo la satisfacción de saber que había sido elegido miembro de esta ilustre Compañía. Visitaba también, al azar de sus paseos, tiendas de artesanos y, curioso de todo, les interrogaba largamente sobre sus técnicas y sus producciones. Todos los que le encontraban quedaban impresionados por su voluntad de aprender. Pero también tuvo encuentros memorables. El 3 de junio fue a Versalles, y durmió en el Trianon. Había deseado visitar a Mme de Maintenon quien, a la muerte de Luis XIV, se había retirado a un convento que ella había fundado en Saint Cyr. A sus huéspedes estupefactos de oír esta petición, les respondió: «Ella ha prestado grandes servicios al Rey y al país». Pedro el Grande había multiplicado los encuentros con los miembros de la familia real y la aristocracia. Así como con Madame, madre del Regente, que se declaró seducida por su visitante, al tiempo que confesaba que su conocimiento del alemán era bien pobre; y con la duquesa de Berry que le convidó al Luxemburgo. Pero a los encuentros que paralizaba la etiqueta, Pedro el Grande prefería las entrevistas con «personas de mérito», con quienes mencionaba su oficio y la vida cotidiana. Visitaba también los cuarteles, los hospitales, toda clase de instituciones donde pensaba poder aprender de sus interlocutores técnicas o medios de mejorar luego la vida de sus compatriotas. Tanto es así que antes de dejar la capital, siempre curioso, quiso asistir a una operación de catarata.
En el camino de vuelta se detuvo en Reims donde le mostraron el evangeliario redactado en eslavo, que la reina Ana había traído de Kiev cuando se casó. Desde entonces, los reyes de Francia, el día de su consagración, prestaban juramento sobre este precioso símbolo de la primera alianza entre Francia y Rusia.