Czytaj książkę: «Vestido negro y collar de perlas»

Czcionka:

Vestido negro
y collar de perlas

Helen Weinzweig

Epílogo de Sarah Weinman

Traducción de Vanesa García Cazorla


Título original: Basic Black with Pearls

Por acuerdo con House of Anansi Press, Toronto (Canadá)

y CASANOVAS & LYNCH LITERARY AGENCY, S. L.

© del texto: Helen Weinzweig, 2015

© del epílogo: Sarah Weinman, 2018

© de la fotografía de cubierta: World History Archive / Alamy

Primera edición en Muñeca Infinita: enero de 2022

© Muñeca Rusa Editorial, S. L. U., 2022

Calle del Barco, 40, 3.° D ext.

28004 Madrid

editorial@munecainfinita.com

www.munecainfinita.com

© de la traducción: Vanesa García Cazorla, 2022

Diseño de colección y cubierta: Juan Pablo Cambariere

Maquetación: Carmen Itamad

Edición y corrección: Esther Aizpuru

ISBN: 978-84-123937-1-2

eISBN: 978-84-123937-5-0

Código BIC: FA

Impresión: Kadmos

Depósito legal: M-27244-2021

Impreso en España

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

Le dije que se quitara la máscara, pero si es lo único que tengo, me respondió. Quítatela, le ordené. Obedeció. No sirve de nada, sigo sin reconocerte —ponte la máscara de nuevo—, así está mejor, ahora que sé que no te conozco podemos hablar más fácilmente.

Passages, ANN QUIN

Contenido

Vestido negro y collar de perlas

Epílogo

La noche llega como una sorpresa en el trópico. No hay crepúsculo ni preparación para la desaparición de la luz. En un momento hay que protegerse los ojos de un sol despiadado, y al siguiente parece que todas las formas se desvanecen en la noche negra. Estaba desvelada en Tikal. En cuanto oscureció, los perros parias se pusieron a ladrar y así continuaron toda la noche, hasta el primer rubor del alba, cuando cesaron tan bruscamente como habían comenzado. Aquella mañana, temprano, visité las ruinas. Estaba con un grupo de turistas fingiendo ser una más al tiempo que trataba de mantenerme al margen mientras, preparada, aguardaba una señal para apartarme de ellos. Escuché atentamente al guía autóctono, cuyo inglés era extraordinario. ¿Sería mi amante? Me moví con los demás, atenta todo ese tiempo a las posibles señales del National Geographic, volumen 148, número 6, «Los mayas», que había memorizado.

Coenraad y yo tenemos un código para nuestras citas en virtud del cual interpretamos las palabras impresas conforme a fórmulas matemáticas. Nuestra seguridad reside en la regularidad inherente a los sistemas de páginas y líneas que se suceden en una simple secuencia numérica, como página-dos-seguidade-la-línea-dos, página-cuatro-seguida-de-la-línea-cuatro o, a veces, secuencia-de-números-impares. Estos sencillos códigos, combinados con una pizca de imaginación, pueden despistar incluso al agente más astuto. Nadie está preparado para lo evidente. La clave también me permite comprobar si el día señalado estoy donde tengo que estar, y también si las circunstancias son propicias para nuestra cita. Por poner un ejemplo: en Washington, hace dos años, en el hotel Mayfair, me entregaron el volumen 144, número dos, del National Geographic. En la página 246, en un artículo sobre el charrán común, al leer entre las líneas tres, cinco y siete que «durante el cortejo las parejas vuelan en zigzag», deduje que debía ser precavida debido a la comintern de la capital, y que mi amante tendría que zigzaguear, como quien dice, para reunirse conmigo. El código funciona la mayoría de las veces.

Observé al guía más detenidamente. Era de la misma altura y tenía la misma complexión que mi amante. El hecho de que tuviera los ojos marrones, mientras que los de Coenraad son de un gris acerado, no me desanimó. Hoy en día es tan fácil alterar el color del pelo, de la piel y de los ojos que este ya no sirve de pista para identificar a nadie. Cuando llegamos a lo alto de la amplia escalera de piedra que lleva al templo del Gran Jaguar, el guía se volvió para hacer un recuento de su pequeña tropa. Dijo que sus antepasados mayas eran expertos en la ciencia de los números. Me puse alerta.

Ellos, añadió, no distinguían el pasado del futuro.

¿Lo dijo por mi bien?

De vuelta en la gran plaza, la visita terminó donde había empezado: en la tumba del poderoso Pacal. El guía señaló una enorme losa frente al sarcófago. Y cuando la sombra de Kukulkán caiga en diagonal sobre el altar, el sumo sacerdote raptará a una virgen, dijo. Los demás se encaminaron lenta y desordenadamente hacia la fresca sombra del bar. Yo me rezagué. Pero al final no era Coenraad; no se tenía en pie como lo hace mi amante: con firmeza, con un obstinado apego al suelo. Cuando veo a Coenraad en esa postura, se disipan todos mis miedos: los bebés no mueren, los coches no colisionan, los aviones siguen su curso, se silencia el hilo musical, reina la certidumbre. Así es como siempre reconozco a mi amor: por su manera de tenerse en pie, por lo que siento al verlo.

Esa vieja e intolerable añoranza por la noche. No puedo soportarla. A menudo me doy la vuelta y me pongo del lado izquierdo, ya que he descubierto que al tenderme sobre ese costado se borran las devastadoras imágenes que anidan en mi cabeza. El lado izquierdo debe de ser el que se ocupa de lo posible; la política de la izquierda, esa en la que las ilusiones se desvanecen y los hechos se vuelven irrefutables. En Tikal los precios son altos. Tendría que haber contado el dinero del que disponía. Pero mi costado izquierdo me falló. A mi alrededor oía los chirridos secos de los insectos y empecé a pensar en aquella vez en Celaya, cuando conseguimos burlar a las cucarachas durmiendo en una hamaca. Después de haber vencido sus peligros tumbándonos a lo ancho, aquella noche se convirtió en una de las más gratificantes de mi vida. Ahora me enfrentaba a la constatación de que el mensaje que me trajo a Guatemala debía de ser el penúltimo y que el definitivo aún estaba por llegar. Tuve la tentación de tenderme del lado derecho y no enfrentarme al problema. En lugar de eso, me puse bocarriba con la esperanza de que esa posición permitiera un equilibrio entre el deseo y la realidad. Se me ocurrió que, mientras esperaba a Coenraad, lo más práctico sería estudiar la artesanía de la región.

De pronto los perros se callaron y los insectos cesaron sus chirridos. Sabían que algo estaba a punto de ocurrir. Cuando llamaron a mi puerta, di un salto y fui corriendo a abrirla. Un muchacho enjuto había venido a buscarme. Era demasiado joven para ser un empleado nocturno. Pero sus resignados ojos oscuros eran los de un hombre maduro. En el minúsculo vestíbulo de la planta baja señaló el teléfono, cuyo auricular estaba sobre el mostrador de formica, y volvió a su catre de hierro junto a la puerta de la calle: se quedó profundamente dormido antes de que yo dijera «¿Sí?»1 al teléfono. Las operadoras tuvieron mucho que contarse en un español vehemente antes de que Coenraad y yo pudiéramos hablar.

—Escúchame con atención: olvida el mensaje.

—¿Qué pasa?, ¿han descifrado nuestra clave?

—No, es que mi superior la quiere.

—Pues que se haga una para él; hemos tardamos años en perfeccionarla.

—Es mi jefe. No me queda otra.

—No pienso dársela.

—No puedo hacer nada.

—¿Para qué quiere un hombre de su posición una clave de segunda mano?

—Porque ha conocido a una señora de segunda mano.

—No tiene ninguna gracia.

—Sin ánimo de ofender…

—Habíamos conseguido convertir esto en una ciencia.

—Solicitaré un traslado a The American Scholar.

—Demasiado provinciano.

—Si te vas a poner quisquillosa…

—No no; aceptaré cualquier cosa impresa.

—Encontrarás las instrucciones en el bolsillo del respaldo del asiento de delante en el próximo avión a Toronto.

—¡Toronto! No puedo volver allí.

—Es una ciudad más.

—Pero es donde vivo.

—O lo tomas o lo dejas. Esa es mi próxima misión.

En el avión examiné el contenido del bolsillo del respaldo del asiento de delante; pero, por más que forcé mi imaginación, no encontré ningún mensaje en clave en el folleto sobre el uso de la máscara de oxígeno, ni en la cartulina que mostraba la ubicación de las salidas de emergencia ni tampoco dentro de una bolsa de papel vacía. La revista En Route, en francés y en inglés, contenía hermosas fotografías del lago Louise y de esquiadores en Quebec, así como de frascos de perfume que se vendían libres de impuestos. Seguí pasando las páginas hasta que di con un folleto, suelto, entre las páginas 25 y 26. Como era 25 de noviembre, mis esperanzas crecieron: al fin y al cabo, Coenraad nunca me había fallado. Era un panfleto, un tratado político, titulado «¡Canadá primero!», impreso en un papel barato por el Canada First Committee. En las primeras frases se afirmaba que a Canadá se la estaba tratando como si fuera una mantenida, y la palabra «abdicar» se empleaba tres veces en la primera página. A mi entender, ese era el mensaje, que apuntaba tanto al rey Eduardo VII y sus mantenidas como al monarca Eduardo VIII, que había abdicado, y, por deducción, señalaba el hotel de Toronto llamado King Edward. Seguí leyendo a sabiendas de que Coenraad y yo discreparíamos sobre el nacionalismo, al que él se opone. Se me aceleró el pulso al visualizar cómo sería el primer momento de nuestro encuentro: él cerraría la puerta, se quitaría el disfraz; habría besos salvajes, abrazos apasionados, un primer clímax rápido.

En Malton, o en cualquier otro aeropuerto, es imposible evocar imágenes de Coenraad. Por un lado, las emociones de otras personas invaden la atmósfera; sus pensamientos ocupan todo el aire disponible. Además, las rutinas del aeropuerto me aturden. Hago cola, paso el control de billetes; hago cola para la aduana, para la inspección de seguridad; hago cola para sentarme en la sala de espera, y, si tengo suerte y no hay un retraso imprevisto, hago cola y embarco. En los aeropuertos mis sentidos me abandonan: ya no oigo el hilo musical; los rostros flotan como en el agua. Durante horas leo y no leo; como y no pruebo bocado; bebo té, café, ginebra. En el aire, confinado y abarrotado, estoy preparada para el desastre en dos idiomas.

Una vez le pregunté a Coenraad cómo lo soportaba: los cambios de husos horarios, las largas horas de encierro… Gracias a la fuerza, me respondió, esa oleada de fuerza que levanta la aeronave del suelo. Cuando la tierra se inclina y el avión inicia su largo y brioso empuje hacia arriba; cuando los coches y las casas se empequeñecen hasta desaparecer del todo; cuando nos elevamos por encima de las nubes y vemos ese cielo inmaculado, entonces esa fuerza es mía. En ese momento siento el palpitar de los motores; las vibraciones comienzan en las plantas de los pies, suben por la parte posterior de las piernas y me llegan hasta la columna vertebral; y, a menos que haga algo para distraerme, a menos que haga mi cuenta de gastos o me concentre en la revista Fortune, estaré dispuesto a raptar a la mujer sentada a mi lado. Quiero rugir como los motores.

Su confesión me sorprendió y me conmovió. Nunca lo había oído hablar de un modo tan poético.

Ahora estaba haciendo cola en el pasillo para desembarcar. Me dieron las gracias por volar con la compañía. Luego comenzó el paseo por interminables pasillos desiertos, una escalera mecánica de subida, otra cola.

—¿Cuál es el motivo de su visita? —me pregunta un agente de Inmigración uniformado.

Corren tiempos extraños y he de tener cuidado. Me toco el collar de perlas; mi abrigo abierto deja entrever un vestido negro básico. Ahora que soy una mujer de mediana edad tengo una ligera ventaja en estas situaciones. Intento irradiar esa mezcla de desconcierto e infelicidad que hará que el tipo no quiera pararme porque en ese estado le recuerdo a su madre.

—Vacaciones —respondo.

Mientras me sella el pasaporte, ya está juzgando a la siguiente persona de la fila.

Una larga espera para la maleta, una cola para la aduana y, finalmente, la cola para el autobús. El viaje de un confín del mundo a otro ha sido silencioso e imperceptible. Mi viaje no ha significado nada para nadie.

No salí de mi aturdimiento hasta que ya íbamos conduciendo por la orilla del lago. Había aprendido a nadar en aquellas aguas grises. Va a ser difícil guardar el anonimato en esta ciudad, donde en 1942 grabé el nombre de Lola en el cemento húmedo de la fachada de la biblioteca de Saint George Street, encima del elegante sello del contratista, «Felucci». Lola —que no es mi nombre— permanece en mi imaginación entre las hileras de coches que circulan a toda velocidad; patina frente a los rascacielos; se apoya en las señales de tráfico. La observo: lleva unos vestidos que no son de su talla y unos abrigos ridículos. Siento lástima por esa niña que —todavía— vaga por las calles al anochecer llevando dos o tres libros de la biblioteca, cambiándoselos de vez en cuando del brazo izquierdo al derecho y viceversa. A veces los aprieta con ambos brazos contra el pecho, como si fueran un escudo. Ella y sus libros son uno y lo mismo, y estará a salvo mientras los lleve consigo. Los escritores se convertirán en su familia y la protegerán de la traición. Durante los años que la veo, sigue pálida y delgada; apenas parece crecer; su pecho no se desarrolla de forma apreciable, aunque poco después de su decimotercer cumpleaños lleva un sujetador para ocultar sus pezones. La veo salir de la calle ancha, repleta de ultramarinos, pescaderías, mercerías y pequeñas fábricas, y girar hacia el sur —siempre hacia el sur—, donde las hileras de casas estrechas, separadas por sumideros de hojalata, no tienen luz, sus puertas se cierran deprisa. Las puertas son de madera maciza y pesada, con vetas oscuras, y encajan perfectamente en sus marcos. Se acerca a una de esas casas. La puerta cede al empujón que da con el hombro. Todos viven allí entre la ira y el dolor, son proclives a peleas violentas y a silencios de impotencia. A veces tienen algún grado de parentesco; esta es una pareja escocesa cuyo marido trabaja en los establos de la CNR. La casa huele a estiércol. No es un olor desagradable. Antes fue la casa de un hombre gordo que casi se convierte en su padrastro. Son casas en las que hay tres cocinas, un retrete y colchones por todas partes. La veo subir las escaleras a oscuras. Alguien surge de algún lugar para echar el pestillo de la puerta una vez que ella ha entrado. Esa es la única señal de que alguien ha notado su regreso a casa. Así pues, continúa subiendo los escalones hasta el segundo piso o hasta el tercero; durante dos inviernos se la ve por un pasillo que conduce a un cuarto sin calefacción situado detrás de la cocina, donde su catre se halla en medio de las patatas y las cebollas. Su madre es propensa a los ataques repentinos de histeria y las dos se mudan cada dos por tres. Ahora su madre, agotada, duerme profundamente, ronca. Mientras observo a aquella niña, se sube una y otra vez, pasando de niña a joven, a un catre, a un sofá, a una cama. Nadie ha pronunciado su nombre. Nadie le ha dado las buenas noches.

Los primeros minutos en un hotel son siempre iguales. Mis acciones siempre se suceden siguiendo este orden: me acerco al mostrador y relleno una pequeña tarjeta con el nombre —falso— que aparece en mi pasaporte. Excepto cuando estoy en Nueva York, doy la dirección de la sede de las Naciones Unidas como si fuera la de mi domicilio. En la línea prevista para indicar la ocupación, solía escribir «voluntaria»; luego, con el tiempo, quizá como una forma infantil de autoafirmación, empecé a poner la verdad: «Ver a Coenraad». Es extremadamente difícil dejar en blanco ese espacio cuyo objetivo es albergar la confesión de una existencia gris. El bolígrafo está suspendido en el aire. En realidad, da igual lo que escriba en la tarjeta. Al empleado le interesan los números: los de mi pasaporte y los de mi tarjeta de crédito. En la parte inferior, mi firma, Lola Montez, debería dar fe de la veracidad de las afirmaciones anteriores. Tocando un timbre con la palma de la mano, el recepcionista llama a un botones y le da la llave de mi habitación, y este recoge mi única bolsa. No lo sigo. Aguardo. Me quedo inmóvil, expectante. En esa pausa de la rutina —del empleado— se establece una conexión. Es entonces cuando, tras un momento de vacilación y tras una nueva mirada a mi tarjeta de registro, el recepcionista se dirige al casillero de la pared que hay detrás de él y localiza, a su derecha, un sobre de papel de estraza, cerrado y con mi nombre —falso—, que me entrega sin decir una palabra. Nada más llegar a mi habitación, con todos los cerrojos y pestillos echados, abro el sobre y extraigo un número del National Geographic en cuyas páginas encuentro el mensaje (en clave) de Coenraad. Dentro hay también un sobre más pequeño que contiene dinero en la moneda del país.

Este es el punto hacia el que me dirijo: ese exquisito instante en el que recibo la noticia de nuestro próximo encuentro. Hago y deshago las maletas; me las ingenio para llegar a los aeropuertos, las estaciones de autobús y las terminales de ferrocarril; tiemblo de frío o me aso de calor; paso hambre o vomito en los aseos públicos. A veces recorro medio mundo para descifrar un mensaje que me ordena partir al día siguiente hacia otro destino lejano.

Aquella noche, en el hotel King Edward, entre mi sobre y yo, había una larga fila de gente, una especie de convención. Hombres con jerséis de cuello vuelto y pipas; mujeres con pantalones informales y bolsos al hombro, todos ellos con tarjetas de identificación plastificadas en el lado izquierdo del pecho. Los que no estaban en la fila pululaban por ahí; las mujeres se acercaban al pecho de los hombres para leer sus nombres, mientras que, para leer los de las mujeres, los hombres mantenían la cara a distancia del busto de estas y, si era necesario, bajaban un poco la cabeza. Un empleado atosigado pidió refuerzos, y, desde un despacho que tenía a su espalda y que vislumbré fugazmente cuando se abrió la puerta, salió una joven para ponerse a su lado. La fila se movía despacio. Me figuré que aquellos dicharacheros hombres y mujeres, un tanto excitados por sentirse liberados —temporalmente— del polvo académico, no tenían prisa por meterse en sus habitaciones. Luego me enteré de que eran botánicos. Poco a poco fui avanzando en la fila. Cuando por fin me entregaron el sobre, me alarmó lo delgado que era. Para disimular mi pánico, adopté un aire hastiado fingiendo estar aburrida de todo lo que veía, y seguí al botones con el abrigo echado a los hombros como si fuera de visón.

Traspasé el umbral y dejé la puerta abierta mientras él encendía todas las luces, regulaba el termostato —imposible de regular—, descorría las cortinas, encendía la televisión, señalaba las toallas del cuarto de baño. Con las monedas preparadas en la mano, le di una propina, cerré la puerta con llave y apagué las risas grabadas del televisor. Mientras abría el sobre me temblaban las manos. El contenido parecía pegarse a los lados. Con el pulgar y el índice extraje un pliego de cuatro páginas que resultó ser un artículo sobre la enfermedad holandesa del olmo, publicado en The Canadian Journal of Botany (volumen 6, número 4). En la portada había una fotografía de un árbol solitario y sin hojas, con sus desnudas ramas recortándose contra un paisaje árido. Debajo de la imagen aparecía la palabra «¡Víctima!». El texto sorprendía por lo emotivo que era su lenguaje, con alusiones a la muerte, a lo moribundo, a los hongos mortales, a la enfermedad mortal, a la consunción, al estado terminal, a lo in extremis, a lo agonizante, a lo desesperado. En ese maremagno de decadencia se mencionaba a un Salvador del Olmo que aún no estaba a la vista. Había una nota de esperanza: «Una nueva variedad conocida como “olmo de Quebec”, […] que resiste la plaga».

¿Qué se suponía que debía hacer yo con todo aquello? Quizás Coenraad me estaba pidiendo que estuviera atenta a los problemas de nuestra situación y que hiciera las debidas interpretaciones. En ese sentido, él admira mi inteligencia. Por ejemplo, en un artículo del National Geographic sobre la libertad nómada de los bereberes del Sáhara, había una foto de una niña de unos diez años, absorta en la extraña tarea de balancear un morral de piel lleno de leche de cabra hasta convertirla en mantequilla. Me di cuenta de que era ciega aunque el texto no hacía referencia a esa desventura. Mi interpretación me llevaba a una clínica para niños ciegos en Tánger, donde Coenraad estaría haciéndose pasar por vendedor de una empresa farmacéutica. Con todo, me seguía asediando la misma pregunta: ¿en qué parte del problema de los olmos muertos estaba su mensaje para mí? Conté las palabras de una línea, las líneas de una página, el número de latinismos: no revelaban nada. El cansancio ahuyentó un temor creciente. Tal vez por la mañana tendría la cabeza más despejada.

Puesto que duermo sola, he cogido la costumbre de leer la literatura de nuestras citas. Por un lado, utilizar el National Geographic a modo de clave me procuraba siempre algo que leer la primera noche en una cama extraña. Por el otro, podía familiarizarme con el ambiente de nuestra cita, de suerte que, si nos veíamos obligados a permanecer a cubierto —bajo las sábanas, por ejemplo—, tendría cosas que contarle sobre la región para entretenerlo. En Bangkok le dije a Coenraad que cada terreno tiene su espíritu. Cuando construyes una casa, no debes alejar al espíritu, pues, de hacerlo, te perseguirá el infortunio. Así que tienes que darle al espíritu un hogar para vivir, al aire libre, en la esquina oriental.

Una vez discrepamos rotundamente en la interpretación de la costumbre matrimonial en Botsuana. Desnuda de cintura para arriba en señal de humildad, la princesa baila para el novio. La muchacha lleva prendida una vesícula de buey en el pelo para desearle buena suerte, y en las manos sostiene dos lanzas delgadas y un cuchillo, signo de que está preparada para entrar en otro clan. Mientras el sol poniente baña la cordillera de Mdzimba, el padre de la novia, el rey Sabhusa, observa en silencio la lenta danza, acompañada de un conmovedor canto fúnebre. Mi amante dijo que la humildad en una mujer era un buen comienzo para el matrimonio, mientras que a mí me pareció que la referencia a un canto fúnebre mostraba aprensión ante el futuro. En la víspera de las bodas jasídicas, le dije, se contrataba a mujeres para que se pasaran el día llorando.

A raíz de aquello, solo guardo en mi memoria historias de carácter impersonal. Si se hubiera reunido conmigo en Tikal, le habría repetido una historia que contaba el sacerdote de la aldea de Xcobenhaltun, que también practicaba la magia negra. «Fui llamado por los dioses antes de nacer. Mientras mi madre me llevaba en su vientre, mi padre le hizo algo abominable, y desde el vientre le di un golpe mortal». Mientras leía cualquier revista a solas en una habitación de hotel, siempre veía los categóricos dedos de Coenraad pasando las mismas páginas, sus ojos siguiendo las mismas líneas que seguían en ese momento los míos. Lo imaginaba bolígrafo en ristre reflexionando sobre el fragmento del mensaje y luego introduciendo la revista en el sobre de estraza que yo recibiría en nuestra próxima cita. El boletín botánico que tenía en las manos esa noche se cayó al suelo. No tenía ningunas ganas de volver a leer sobre la muerte de los olmos.

Ahora estaba lista para la parte final de mi ritual nocturno. Bajo un pequeño anillo de luz en la mesilla de noche estaba mi paquete de postales, sujeto con una ancha banda elástica que, aparentemente, estaba estirada al máximo, pues se rompió al retirarla. Primero barajé las postales. Luego me recosté en las almohadas, cerré los ojos y extraje al azar tres de ellas.

La primera postal que saqué tenía una fotografía en sepia de una estatua ecuestre. Era la única que tenía para que me recordara el hotel Paralelo de Barcelona. A mitad de la noche habían llamado a la puerta, había susurros en el vestíbulo y oí una suave orden para que me diera prisa y me vistiera: debíamos marcharnos inmediatamente. En nuestra apresurada salida, en el vestíbulo conseguí hacerme con una postal de un estante en el mostrador. Como salidas de una película de Fellini, dos prostitutas vestidas con unas faldas y unas blusas ceñidas que les marcaban el busto y los muslos entraban a esa hora con sus clientes, se quedaron mirando con incredulidad mi robo y siguieron observándome, sin sonreír, mientras los dos tipos bromeaban y reían, hasta que las puertas del ascensor ocultaron sus caras de desaprobación.

No me cuesta mucho recordar los detalles de nuestra fugaz pasión en Barcelona, pero apenas me producen placer. Quizá se deba a lo incómoda que me sentí en aquel sórdido hotel. El agua goteaba por las paredes; la ropa de cama estaba húmeda. La guerra de Vietnam no estaba yendo de perlas precisamente. Me figuré que habrían dado la orden de que extremáramos las medidas de seguridad, ya que habíamos empezado a reunirnos en barrios obreros. En aquella habitación asfixiante, estrecha, con un bidé agrietado frente a una cama hundida, tuve una corazonada, un presentimiento, como en la infancia, de que algo iba mal o de que había hecho algo malo sin ser consciente de ello y del consiguiente castigo, inminente, durante el cual se me informaría de mi delito.

—Quiero tener un hijo tuyo —le dije.

—¡Dios mío, ¿para qué?!

—Para que, pase lo que pase, tenga a nuestro hijo y me recuerde siempre nuestro amor.

—En Hiroshima dijiste que le tenías respeto a tener hijos, que era una responsabilidad enorme o algo así.

—Se me había olvidado.

La habitación era agobiante. La mitad inferior de la única ventana estaba tapada por un aparato de aire acondicionado que no funcionaba; la mitad superior no se podía abrir. La puerta, por supuesto, estaba cerrada. Y entonces Coenraad me hizo jurar, por los hijos que ya tengo, que no estaba embarazada y que evitaría estarlo. De él.

—Vamos, no te enfades —añadió. Se apartó para mirarme largamente y pronunció un breve discurso sobre cómo las mujeres cazaban a los hombres teniendo hijos. Creo que utilizó la palabra «endosar».

En cualquier caso, Coenraad se puso luego un preservativo, especialmente diseñado, dijo, para aumentar mi placer. La descripción exacta de la caja era 148 puntos de placer en relieve y once anillos. A veces me preguntaba si el verdadero propósito de los condones era la profilaxis contra la traición.

El resto de aquella breve noche lo pasamos disfrutando de la música. Coenraad llamó a recepción y enseguida apareció un joven con una guitarra. Rasgueó una melodía como para que Coenraad apreciara el sonido de aquel instrumento. El muchacho estuvo haciendo gala de su virtuosismo durante un buen rato y, tras la avalancha final de acordes, le entregó el instrumento a Coenraad inclinando la cabeza. Curiosamente, la guitarra no fue un mero objeto de utilería, como lo había sido una corneta en una noche bochornosa de Nueva Orleans. Coenraad tocó de maravilla, con tempo rubato, controlando la melodía con un seductor énfasis al final de cada frase. Luego tocó entera de memoria Recuerdos de la Alhambra, de Tárrega, sosteniéndome la mirada hasta que se me saltaron las lágrimas ante toda aquella belleza.

A las dos de la madrugada, como si hubiera anticipado ese golpe en la puerta, Coenraad me dijo:

—Se sobrentiende que, si no te llega un sobre mío, eso significa que no puedo reunirme contigo.

—Te refieres a que te habrá pasado algo.

—No necesariamente. Sea cual sea el motivo, significará simple y llanamente que no puedo verte.

—¿Que no puedes o no quieres?

—Da lo mismo.

El jinete que aparecía en la postal robada reclamaba mi atención. En el reverso, en tres idiomas, decía que era un rey catalán, Ramón Berenguer. Estaba sentado a horcajadas sobre su montura, erguido y arrogante, con la capa echada hacia atrás, sujetando las riendas con una mano enguantada y la otra levantada en señal de mando. El escultor había esculpido en su rostro una expresión de superioridad frente a cuanto lo rodeaba. Yo sabía que aquel noble semblante podía mudar repentinamente en rabia. Me recordaba a Zbigniew, mi marido.

Enseguida saqué otra postal.

Mientras contemplaba la segunda postal, me pregunté si merecía la pena seguir viendo las postales y arriesgarme así a no pegar ojo esa noche, pues en todas ellas asomaba la desolación. Al mirar la foto de la casa donde Cristóbal Colón pasó su infancia, recordé mis sentimientos por Génova. En sus decadentes callejuelas me había cruzado con hombres y mujeres sombríos. Incluso los niños que iban a la escuela caminaban con paso lento y serio. En el hotel, la camarera, vestida de negro de la cabeza a los pies, apartaba de mí su rostro, con la cabeza inclinada hacia un montón de ropa blanca. Sin embargo, sabía que la tenía encima. Sospeché que había examinado el contenido de mi maleta. Mi vestido negro extra no debió de impresionarla: ella estaba obligada a vestir de negro. Pobre, sobrecargada de trabajo, alimentando a sabe Dios cuántas bocas, volviendo a casa a las tantas de la noche, y las camas aún sin hacer. Le ofrecí un par de medias de nailon. Me las cogió de la mano sin decir palabra, con gesto indiferente. No puedo soportar la indiferencia de nadie.

Yo me regalaba con perfumes; ella me caló: vio que me sentía sola. Además, adivinó que no tenía ni suficiente dinero ni clase, o lo que fuera necesario, para ser su superior. En italiano le pregunté su nombre y le dije el mío. Ella siguió haciendo la cama, sustituyendo las sábanas limpias y lisas por otras igual de limpias y lisas, sin levantar la cabeza. Me dio la sensación de que, a pesar de estar sentada en un rincón en una silla con los pies en alto, la estaba estorbando. En el cuarto de baño, la pastilla de jabón de muestra, ya reducida a la mínima expresión, se quedó en su charco. Me dije: No tienes agallas para comprarte una pastilla de jabón perfumado de un tamaño normal para demostrar tu independencia. Esta noche te las verás y te las desearás intentando hacer espuma con ese resto de jabón y usando las manos para lavarte, ya que se han llevado las manoplas de baño y las toallas sin remplazarlas después. Te han dejado, eso sí, una minúscula toalla para el bidé. No mereces más, pues tu falta de autoridad anima a la pobre chica a quitarte el jabón que te han asignado. ¿Por qué no te impones y exiges lo que te corresponde para que ambas os respetéis más a vosotras mismas? En lugar de eso, fingí leer.

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