Czytaj książkę: «Vivir abajo», strona 6

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Clay notaba esas cosas porque él estuvo en Yugoslavia en la guerra, aunque casi no hablaba de eso. Excepto por el recuerdo de la biblioteca en llamas y una historia que contaba con frecuencia, sobre el día en que llegó a Belgrado, a fines de 1944, y lo llevaron a ver una bomba americana que estaba en medio de una calle, frente a una mezquita, desde un bombardeo en setiembre, una bomba que no había estallado y en la que los americanos o los ingleses habían escrito «Felices Pascuas», cosa que a la gente de Belgrado le resultaba de un humor negro escalofriante (puesto que los bombardeos ingleses y americanos no habían matado casi a ningún soldado alemán pero sí a montones de civiles).

En la librería, en 1962, Clay recordó eso y recordó el tiempo que pasó en Yugoslavia durante la guerra, sobre todo a un grupo de niños armenios asesinados por los rusos en un pueblo, y a las mujeres de ese pueblo, asesinadas antes que los niños. De pronto se sintió responsable por la tristeza de la mujer. «Un sentimiento difícil de explicar», dijo. Por ello, cuando se dio cuenta de que la estaba contemplando, y su esposa lo jaló de la manga y le dijo que no hiciera el ridículo en su cara, prefirió no decir nada, pagar el libro y salir.

Se sentaron en un café y pidieron helados para los niños y luego Clay dijo que iba a comprar un periódico y subrepticiamente se metió en la librería y le preguntó a la mujer, en español, hablando muy despacio y sin saber por qué formulaba la pregunta:

−¿Por qué está usted en Chile?

La mujer le habló al chico que estaba a su lado y el chico le dijo a Clay:

−Dice que está esperando al padre de sus hijas −después se corrigió−: Dice que está esperando a sus hijas.

Esa librería era Armas Antárticas. Ahora Clay tenía el teléfono y el lunes iba a llamar.

El lunes se despertó renegando y jalándose los pelos.

−Soy un idiota −dijo−. No tenía por qué esperar a que pasara el fin de semana. Las librerías no cierran el fin de semana.

Era muy temprano para llamar, así que llevé unos sándwiches de jamón y queso a la primera rotonda de piedra, y unas mantas (porque era mediados de octubre y ya empezaba a hacer frío, sobre todo cerca del mar). Nos sentamos a hablar de nimiedades y luego sobre los cursos que Clay estaba enseñando ese semestre y por último acerca del puesto de profesora de español que yo iba a solicitar en un colegio de Topsham, el pueblo que está pegado a Brunswick, al otro lado del río. De pronto una mujer apareció caminando desde la orilla hacia nosotros. Saludó a Clay y me miró y me dio las gracias, cosa que me dejó desconcertada y preguntándome qué cosa había hecho yo por ella. Se dio cuenta y aclaró que me daba las gracias por lo de Chuck. Entonces entendí que era Lucy Atanasio. Hablamos un rato. Me pregunté si ella sabía que nosotros sabíamos lo de la violación y hablamos sin tocar el tema y sin mirarnos a los ojos. Le preguntamos cómo estaba el pequeño Chuck. Nos dijo que había mandado a su sobrino a pasar unos días en casa de una amiga, en Yarmouth, para protegerlo de John. Al rato Clay se fue a la casa para hacer su llamada telefónica a Miroslav Valsorim y yo me quedé con Lucy. Habló de John y de aquella noche y los ojos se le abrieron. Después los cerró y habló de un cuchillo y dijo que tenía hambre. Le ofrecí los sánguches que Clay no había tocado y los devoró en minutos. Después se cogió la barriga y comenzó a contar una historia, sin motivo aparente, algo que le pasó a su padre durante la guerra. Larry Atanasio, el padre de Lucy, era sargento mayor, en Serbia, en Yugoslavia, en 1944, cuando su pelotón (bajo el mando de un teniente llamado Atticus Johnson) pasó dos veces por un mismo pueblo en el trascurso de una semana.

El pueblo debe tener un nombre pero Larry no lo sabe y de seguro tampoco Atticus Johnson. La primera vez ven a decenas de niños que lloran entre los cascajos humeantes de numerosas casitas destruidas a lo largo de calles sin forma y en torno a una plazoleta atiborrada de cadáveres. Los niños son armenios, lloriquean sin ruido. Atticus Johnson manda a enterrar los cadáveres y el pelotón sigue su camino. Días más tarde, vuelven a pasar por ahí y encuentran a los niños llorosos y una montaña de cadáveres. Aunque en un principio creen que los niños han desenterrado los cuerpos que ellos inhumaron días antes, pronto se dan cuenta de que la montaña de muertos es nueva y que ha ocurrido una segunda masacre. Atticus Johnson ordena otro entierro. La noche cae, el pelotón tiene que pernoctar en el pueblo. Por la mañana los soldados salen de la iglesia nauseabunda donde han dormido, entre charcos de sangre y costras coaguladas no solo en el piso de baldosas en trizas y en las paredes de nichos vacantes sino incluso en la modesta bóveda medieval y en el altar de estuco y mosaicos demacrados. Salen y se quedan un rato sacándose conejos y tronándose las vértebras en el atrio de la iglesia hasta que, a la distancia, ven un despliegue prodigioso de camiones de oruga y coches blindados y tanques que parecen elefantes y cañones remolcados por caballos alazanes y overos y frisones o por soldados tan grandes que dan la impresión de ser molinos de viento. Aunque, cuando se aproximan, se dan cuenta de que los caballos son muy pequeños, unos parecen mulas, otros asnos, onagros, jumentos, burritos, uno parece un perro chusco, animalejos raquíticos, en suma, y los cañones son reliquias de cañones y los soldados parecen desnutridos y los tanques, ya de cerca, son camioncitos disfrazados con colgajos y descascaros de hojalata.

El teniente Atticus Johnson habla con un mayor que le informa que es ruso y por lo tanto un aliado y que eso que ve es todo lo que queda de su compañía y que su nombre es Yuri Afanasiev. Atticus Johnson le dice que se llama Atticus Johnson y que forma parte del Quinto Ejército americano en Italia, ante lo cual el ruso le hace saber que no están en Italia sino en Yugoslavia. Atticus Johnson le dice que es consciente de no encontrarse en Italia pero que tampoco están en Yugoslavia ni en ningún otro lugar del mundo, porque su misión es un secreto de máxima seguridad.

El ruso, Afanasiev, medita toda la tarde, sentando encima de un cadáver.

El cadáver tiene una barba trenzada y lleva un gorrito peludo, una especie de ushanka sin orejeras, típica de los Chetniks, y Afanasiev lleva un abrigo astroso cuyo faldón a ratos cubre y a ratos descubre el rostro del cadáver.

−¿Cómo es la vida? −dice Afanasiev, que habla un inglés muy atildado. Atticus Johnson piensa que la pregunta va dirigida a él y cavila y se abstrae unos minutos y se sienta sobre otro cadáver.

Afanasiev pregunta a qué se debe la montaña de muertos y si son los americanos quienes han masacrado a los Chetniks. Atticus Johnson intenta recordar si los Chetniks luchan a favor de los aliados o a favor de los nazis. Larry le dice al oído que es lo segundo y Johnson le dice al ruso que sí, que ellos los mataron. Pero entonces Afanasiev pregunta por qué los han matado a pedradas y cuchillazos en lugar de abalearlos, y Atticus Johnson, que es un muchacho alto y apuesto, con un rulo rebelde en la frente, uno de esos rulos que la gente llama robacorazones, un hombre guapo, en suma, pero también un hombre de escasos recursos intelectuales, es decir un idiota, y de escasa o nula estabilidad emocional, es decir un marica, no es capaz de sostener la mentira y le confiesa al ruso que los muertos ya estaban ahí cuando ellos llegaron. Larry añade que es la segunda vez que ocurre tal cosa, que lo mismo sucedió la primera vez que su patrulla pasó por el pueblo, hace unos días, y el ruso se perturba o por lo menos da la impresión de no entender. Entonces Afanasiev llama a un intérprete y hace que le traigan al niño más grande, un gandul de once años con cara de tunante y cachafaz, que explica que ellos, es decir, los niños, son armenios, pero no armenios de Serbia, ni mucho menos de Armenia, sino armenios de Kosovo, y que están en ese pueblo porque los serbios los llevaron ahí y que ese pueblo no es un pueblo sino un burdel y que ellos no son niños sino putas.

Después el niño cuenta que hasta hace unas semanas estaban obligados a acostarse con los Chetniks que pasaran por ahí, y que había unas viejas que los tenían amarrados a unas tarimas en esa casa de allá o en esa de allá o en esa casita detrás de la iglesia, y que, cuando las tropas de Tito o de la Brigada Pino Budicin o del Ejército Rojo se detenían en el pueblo, las viejas fingían que eran sus abuelas y contaban que todos los hombres se habían ido a la guerra o habían sido asesinados, pero que, cuando llegaban los alemanes o los Chetniks, las viejas recibían comida y agua o petróleo para sus lámparas o leña para sus cocinas y dejaban a los niños en las tarimas y se metían a la iglesia a rezar mientras los soldados hacían con ellos lo que les diera la gana. Hasta que los niños decidieron que la próxima vez iban a matarlos a todos.

−A los Chetniks y a las viejas −dijo el niño, hurgándose una fosa nasal.

Durante días escondieron cuchillos y piedras y tenedores o hachas de cocina y rocas bajo las tarimas. La noche en que un grupo de Chetniks entró al pueblo, los niños esperaron a que estuvieran borrachos para robarles las bayonetas y cuando los Chetniks pasaron de los besuqueos y los arrumacos a bajarse los pantalones y sacarse las vergas, unas verguitas minúsculas que los Chetniks ostentaban como si fueran monolitos, y se les fueron encima con el insano objetivo de darles por atrás, los niños fingieron recibirlos, dura es la guerra, fingieron abrirse para ellos, un paso atrás para saltar mejor, pero después, a una señal del niño más grande, atacaron a los Chetniks, les clavaron cuchillos en los ojos, estacas en el cuello, hachas en el lomo, bayonetas en la boca, los deshicieron, los rompieron, los descoyuntaron, apachurraron sus cabezas con piedras o con ollas o con las cabezas rebanadas a los otros y después los siguieron acuchillando y después fueron a la iglesia y miraron a las viejas con el insano objetivo de darles por atrás, como en efecto hicieron, antes de destriparlas y descuartizarlas para que fuera menos arduo mover sus restos de la iglesia a las casas del pueblo.

−Eso fue lo más difícil −dijo el niño−. Repartir los cadáveres por todo el pueblo. Por eso, la segunda vez ya no lo hicimos, solo arrastramos a los muertos hasta la fosa de los primeros y nos sentamos a esperar, a ver quién más venía.

Larry Atanasio, Atticus Johnson y Yuri Afanasiev se quedan mirando al niño y por sus cabezas pasan diversos recuerdos. Larry piensa en el día en que su padre lo dejó en un orfelinato de curas portugueses en Rhode Island, día que se ha borrado de su memoria pero que muchas veces imagina. Atticus Johnson recuerda la noche en que vio a su padre infiltrarse como un fantasma en el dormitorio de su hermana mayor, abriéndose la correa, y recuerda que él le dijo a su padre «¿Adónde vas?» y su padre le dijo «Voy al cuarto de tu hermana pero si quieres voy al tuyo» y Atticus Johnson cerró su puerta y se tapó los oídos y se cogió la entrepierna y vio sobre su mesa de noche un libro de Malthus y un libro titulado Leviatán, que su padre había dejado ahí días antes y los cogió y empezó a leerlos, comenzando por Malthus. Afanasiev, a quien la historia del niño ha dejado confundido, y prefiere olvidarla, se fuerza a recordar un invierno reciente en Leningrado, con la ciudad sitiada por los nazis, y a un hombre que hacía cigarros con las hojas de un manuscrito y decía «Esta era mi obra cumbre, oh, el trabajo de una vida: en humo se va». Ninguno dice nada. Ven a los niños reunirse en la escalera de la iglesia y los escuchan hablar en armenio y reírse a carcajadas y los ven mirarlos cada cierto rato y orinar en la puerta y defecar junto a los cadáveres.

Esa noche, los tres hombres, a quienes por momentos se une el intérprete, miran una hoguera y hablan sobre sus casas y sus familias. El intérprete dice que él, antes de la guerra, era afilador de cuchillos. Afanasiev dice que, cuando la guerra termine, quiere dedicarse a la decoración de interiores, pero luego dice que en verdad no puede imaginar la vida después de la guerra. Atticus Johnson dice que cuando todo acabe dejará el Ejército para hacerse alquimista y el intérprete lo mira con desprecio.

−¿Cómo es la vida? −vuelve a preguntar Afanasiev.

La voz de Dios le dice a Larry:

−La vida es el mundo y el mundo es Dios, que soy yo. Yo soy una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna.

−¿Qué? −pregunta Larry. Los otros lo miran.

La voz de Dios ignora la pregunta y sigue hablando.

−La vida tiene esa misma forma y buscarle un sentido antes de tener eso en claro es una pérdida de tiempo −dice−. Anda a dar la buena nueva.

Larry baja los ojos y le dice a Afanasiev:

−La vida es como una pelota que uno infla, infla, infla, pero nunca revienta.

Afanasiev dice que esas son tonterías agustinianas o tonterías tomistas y que su pregunta se refiere a las cosas tangibles.

−Por ejemplo, la vida de estos niños −dice. Los chicos están meando desde el campanario de la iglesia, sus orines caen sobre el terral haciendo chis, chas−. ¿Cómo será la vida para estos niños, en el futuro? −pregunta Afanasiev− ¿Cómo vivirán sus hijos y sus mujeres?

Esta vez todos se quedan en silencio.

−O sea, ¿cómo es el mundo? −reformula Afanasiev−. Yo he pensado esto. Creo que el mundo es indescriptible, que algunas partes del mundo las podemos entender pero otras partes no, y las partes que no podemos entender, debemos abolirlas. El problema no es cómo es el mundo: el problema es que el mundo existe incluso en esas cosas que no podemos comprender. Creer que podemos comprenderlo todo es un engaño, una locura, un simple misticismo. La pregunta que formulo, ¿cómo es el mundo?, no tiene respuesta; por lo tanto, hacer la pregunta no tiene sentido. La próxima vez que alguien les haga esta pregunta, córtenle el cuello.

−No entiendo −dice Larry.

−Para que tenga sentido la pregunta −explica Afanasiev−, debería ser posible contestarla. Pero, para eso, debemos reducir el mundo a las cosas explicables. Hasta que ese momento llegue, es mejor el silencio.

−No entiendo −repite Larry.

−Existe lo inteligible y existe lo ininteligible −prueba Afanasiev−. Lo inteligible debes tratar de entenderlo. Lo ininteligible te lo puedes meter al culo.

−No me queda claro −dice Larry. Se rasca la nuca.

Afanasiev habla de la navaja de Occam y el lecho de Procusto. Larry mira al cielo pero la voz de Dios no dice nada.

El ruso se va a orinar detrás de la iglesia y cuando vuelve los demás están dormidos.

Al amanecer, Afanasiev manda a quemar los cadáveres y le dice a Johnson que se vaya a Budva, que nadie lo ha visto y que ahí no ha pasado nada. Larry le ve la cara y se da cuenta de que el ruso ya no puede más y por un instante tiene la impresión de que Afanasiev no es un hombre sino un fantasma o un actor que lo representa sin el debido entusiasmo.

Cuando da la vuelta por la quebrada, escucha las primeras metrallas de los rusos y lo traspasa el alarido salvaje de los niños.

Larry vio a los huérfanos en llamas y vio una sombra oscura y oblicua y pensó que era la sombra del infierno, una sombra espesa que parecía escapar de entre las piedras, y había una ventisca como una carcajada que samaqueaba los árboles ausentes y llenaba de tierra las nubes y se extendía, pensó él, más allá de Yugoslavia: por toda la tierra. Yo pensé en otro incendio y Lucy me preguntó si tenía hijos. Le dije que no y que no sabía si quería tenerlos.

−Pero quizá Clay −dijo, sin terminar la frase.

Después dijo que Clay y Larry eran amigos desde hacía mucho, que se habían conocido en la guerra, en Yugoslavia. Le dije que Clay jamás me había dicho que era amigo de Larry y que muy pocas veces hablaba de la guerra.

−Solo una historia sobre una bomba americana que vio en Belgrado −dije.

Lucy dijo que eso era raro porque Larry siempre decía que los americanos no llegaron a Belgrado, solo al sur de Serbia y al norte de Kosovo y al oeste de Montenegro, y nada más el pelotón de Atticus Johnson, que estaba en ese lugar por razones muy particulares, porque el Ejército Americano, en verdad, nunca invadió Yugoslavia.

Cogí una piedra y la lancé a la orilla. No sé por qué (¿sería la cercanía de las tumbas?), mirando las ondas recordé la historia de Ulises Cámara. Lucy dijo que Clay era uno de los soldados del pelotón de Atticus Johnson y que estuvo en ese pueblo la vez en que los rusos mataron a los niños. Yo fingí mirar el espiral en el agua para que no notara mi sorpresa. Se rió, agitó la cabeza y el moño se le vino abajo. Dijo que, después de la guerra, Larry y Clay se dejaron de ver, pero unos años más tarde, cuando Larry dejó el Ejército y volvió a dedicarse a las langostas, Clay vino a trabajar al college y se reencontraron.

−Se trataban con cariño −dijo Lucy−. A veces daban la impresión de ser padre e hijo. Por eso, mi padre sufrió mucho cuando ocurrió la tragedia. Como si le hubiera sucedido a él o a su familia. En ese tiempo estuvo siempre al lado de Clay, pero después se puso peor de la cabeza. Digo que peor, porque en verdad la locura le había comenzado mucho antes. Cuando todos pensaban que era un excéntrico, estaba loco. Cuando pensaban que era medio místico, estaba loco. La locura se confunde con tantas otras cosas.

Dijo que una piensa en la locura como algo que nos cae de pronto y nos pone una máscara, cuando en verdad la locura es algo que está debajo y que desde abajo nos va sacando la máscara. Yo pensé en eso. No en la locura, sino en las máscaras.

−Mi padre ya estaba mal cuando sucedió la desgracia −dijo Lucy−. Aun así acompañó mucho a Clay, lo visitaba a diario, pero casi de inmediato se puso peor, y Clay, por supuesto, no estaba para preocuparse por los demás, tenía que lidiar con lo suyo, y desde entonces no se vieron más.

Le dije que Clay tampoco hablaba nunca de eso, de lo que sucedió con su familia. Solo lo impensable.

−Se entiende −dijo Lucy.

No lo impensable, perdón: lo indispensable. Eso dije, que Clay solo decía lo indispensable. Y por eso Lucy dijo:

−Se entiende.

La invité a almorzar con nosotros pero contestó que mejor se iba a casa. Cuando se despidió le pedí que se cuidara.

−Descuida, no pasa nada −dijo. Pero lo dijo con una cara de que ya qué más podía pasar, o con una cara de que todas las cosas que podían pasar ya habían pasado.

En casa vi a Clay sentado en el piso de la primera sala. Se apretaba el auricular contra la oreja. Después hizo el ademán de colgar furiosamente (cosa inusual en él), aunque de inmediato se reprimió (cosa usual en él) y se puso otra vez el aparato en la sien. Era evidente que algo raro estaba pasando con esa llamada. Después del trámite con la telefonista, el aparato había timbrado muchas veces en Valparaíso y de pronto una voz había dicho «Armas Antárticas». Clay se había quedado en silencio (me contó después), sin saber qué decir. Tanto buscar esa llamada para quedarse en silencio: se sintió absurdo. El hombre al otro lado de la línea repitió «Armas Antárticas» y chasqueó la lengua. Clay lo escuchó y tuvo la sensación de estar de pie ante un edificio de muros muy altos y pasadizos confusos.

−Mi nombre es Clayton Richards −dijo−. Soy profesor de biología en una universidad en Maine, en los Estados Unidos −pero, cosa rara: se sintió como ante las puertas de un laberinto demasiado grande que acabara de encontrar en medio de un desierto. Dijo−: Soy biólogo, zoólogo, ornitólogo, doy clases sobre el canto de las aves −y buscó desesperadamente una madeja en el umbral de la puerta. Se agachó, mentalmente, a inspeccionar el suelo y encontró la madeja y cogió un hilo y dio un paso adelante. Dijo−: Necesito hablar con usted acerca de un asunto −sintió que la sombra del laberinto caía en diagonal sobre sus hombros. Dijo−: Desde hace más o menos un año recibo paquetes que llegan de Santiago, paquetes que contienen novelas, pero que no traen remitente.

Escuchó un silencio recortado por intermitencias mecánicas y después su propia voz duplicada en el eco de la larga distancia. Antes de que el eco terminara (el eco del laberinto, es decir un eco confuso que se multiplicaba por varios flancos a la vez), le sobrepuso otras palabas.

−No me estoy explicando bien −dijo−. No son libros sino manuscritos, papeles escritos a máquina. O más bien copias, copias carbónicas, donde no aparece el nombre del autor.

Escuchó: «autor, utor, tor».

«Ah, maldito eco», pensó. «Maldita larga distancia». Dijo:

−He recibido nueve −«ueve», «eve». El eco se hizo más intenso, de manera que debía ser un laberinto muy grande, de inagotables túneles. Dijo y escuchó−: La última llegó hace −«tima»− cuatro −«ima», «atro»− meses −«ses», «es»−, pero no venía −«ero», «ía»− de Santiago −«ago»− sino de Valparaíso −«paraíso», «araíso», «iso», «so».

«Maldito eco». Dijo y escuchó:

−No puedo −«uedo», «edo»− hablar así −«arasí», «rasí», «sí»−. Marcaré de nuevo −«uevo», «evo»−. Disculpe.

Colgó y discó otra vez y volvió a hablar con una telefonista y de nuevo el aparato timbró y al rato la voz que hablaba desde un laberinto en Valparaíso volvió a decir: «Armas Antárticas».

−¿Ahora sí me escucha? −preguntó Clay.

−Siempre lo he escuchado −dijo la voz−. Decía usted que desde hace meses recibe manuscritos desde Santiago y que hace poco recibió uno de Valparaíso. Después dijo «Maldito eco» y dijo que no podía hablar así y me tiró el teléfono.

−Eso mismo −dijo Clay. Guardó silencio unos segundos. Sorpresivamente (para él) se preguntó si la voz era de hombre o de minotauro. Dijo−: El último manuscrito sí tenía el nombre de un remitente, Miroslav Valsorim, y la dirección era la librería Armas Antárticas.

La voz −«¿del cornúpeta?», pensó Clay− dijo:

−Pague en la caja, por favor, ahora no la puedo atender. En qué estábamos. Ah, sí. Yo soy Miroslav Valsorim. Soy el propietario de la librería. Somos, mis hijas y yo.

«El minotauro tiene descendencia», pensó Clay. Dijo:

−Mucho gusto, señor Valsorim.

−Igualmente, profesor ¿Richards?

−Sí, Clayton Richards, todos me dicen Clay.

El hombre con cabeza de toro se sintió en confianza.

−Mucho gusto, Clay −dijo−. Con respecto al tema de su llamada, ¿en qué le puedo servir?

Clay pensó que se trataba de un toro amable, un toro con un fuerte acento balcánico. Dijo:

−Quisiera saber por qué me envió su manuscrito y si usted también envió los anteriores.

−Hm −dijo el minotauro, en el centro del laberinto−. Lamento decirle que yo no le envié ese manuscrito ni tampoco los anteriores. A decir verdad, no sé de qué manuscritos me está hablando. Ciertamente, no son mis manuscritos −mugió.

El acento balcánico trajo a la memoria de Clay un olor a pólvora y altares de santos chamuscados. Tosió, carraspeó, dijo:

−Es una pena escuchar eso, porque su nombre es la única pista que tengo para descubrir quién me envía los manuscritos, es decir, para ser más claro, tenía la esperanza de que Miroslav Valsorim, o sea usted, fuera el autor.

El toro, ¿era bosnio? El toro, ¿era un hombre mayor? El toro, ¿era el esposo de la mujer bosnia que Clay vio en esa librería en 1962? El toro preguntó:

−¿Y por qué es importante para usted saber quién le envía los manuscritos?

Clay repitió esa pregunta mentalmente. ¿Por qué era importante? ¿Era importante?

Miroslav Valsorim se aclaró la garganta y súbitamente comenzó a hablar en tono jovial, un tono divertido, burlón, no poco cachaciento. Por ejemplo, dijo:

−¿Se trata, quizás, de manuscritos ofensivos, que contienen amenazas? ¿Son mensajes atrabiliarios o racistas? −rio−. ¿Son mensajes racistas? −dijo−. ¿Es usted, por casualidad, negro? −preguntó.

Clay lo imaginó afilándose los cuernos contra una pared de ladrillos y no supo qué responder: ¿era una broma?

−No soy negro −se escuchó−: Soy blanco, soy profesor de biología.

−Ah −dijo Miroslav Valsorim−: ¿Y no se puede ser negro y ser profesor de biología?

Hubo un silencio durante el cual Clay tuvo la pintoresca sensación de que el eco había vuelto, pero sin ningún sonido que duplicar.

−¿Es usted, por casualidad, racista, profesor Richards? −dijo el acento balcánico de Miroslav Valsorim, que no era solo balcánico sino indudablemente bosnio.

Un acento que parecía arrastrar niños encadenados por el borde de un camino entre dos montañas, pensó Clay. Dijo:

−No soy racista, tengo amigos negros −hizo una pausa seguida por una pausa que hizo Miroslav Valsorim y que este último cortó para preguntar:

−¿Tiene muchos amigos negros y por eso no es racista?

Un acento que cavaba fosas en el lecho seco de un río. Clay dijo:

−Tengo algunos amigos negr.

−¿Algunos amigos negr? −lo interrumpió Miroslav Valsorim.

−En Maine no hay mucha gente de color −quiso explicarse Clay.

−¿De color? −replicó Miroslav Valsorim, cuyo acento balcánico perseguía mujeres entre las zanjas de un campo de labranza−. ¿De qué color estamos hablando? −dijo−. Y entonces, ¿tampoco tiene amigos mexicanos? ¿Es usted, por amor de Dios, xenófobo?

Un acento que enterraba muertos de día y por la noche los exhumaba, pensó Clay. Dijo:

−Tengo muchos amigos mexicanos, muchos amigos latinoamericanos.

−¿Mexicanos y latinoamericanos son lo mismo para usted? ¿Está usted de acuerdo con la Doctrina Monroe? −otra sonrisa (imaginó Clay).

Un acento que degollaba adolescentes y después se sentaba a cantar y sonaban guzlas y sevdahs y sevdalinkas: «¿Cómo será eso?», pensó Clay. Dijo:

−No estoy de acuerdo con la Doctrina Monroe.

−¿Está de acuerdo, entonces, con la Teoría de la Dependencia? ¿Es usted comunista, profesor Richards?

Jubilosamente de una fosa común salía ese acento, pensó Clay. Dijo:

−No soy comunista. Estudio pájaros, sobre todo pájaros sudamericanos.

−¿Y por qué pájaros sudamericanos? −preguntó Miroslav Valsorim, se aclaró la garganta, hizo un ruido con la nariz, dijo−: ¿Encuentra usted una diferencia, digamos, de talante, de carácter, de actitud ante la vida entre los pájaros de Sudamérica y los pájaros de Norteamérica? ¿Es usted protestante?

−Soy evangélico, aunque en verdad soy agnóstico, soy un científico.

−¿Y no se puede ser científico y tener fe en Dios? ¿Mira usted con desprecio a los religiosos? ¿Es usted, por casualidad, antisemita? −se rió para adentro Miroslav Valsorim, festejando su propia broma, o al menos eso pensó Clay. ¿Un ególatra? ¿Un hipócrita? ¿Un amargado?

En este punto, acicateado por esa primera incursión en la psicología de su interlocutor, Clay decidió abrir un paréntesis mental para preguntarse qué cosa había en la voz de Miroslav Valsorim que lo hacía imaginarlo unas veces como minotauro y otras veces como criminal de guerra en Yugoslavia. Lo primero, sin duda, tenía que ver con el enigma de los manuscritos y el aspecto laberíntico de la librería Armas Antárticas, que Clay había recordado intensamente en esos días. Manuscrito, librería, biblioteca, laberinto, minotauro: era una secuencia lógica casi inevitable. Lo segundo era claramente un prejuicio: el acento del hombre activaba en la memoria de Clay recuerdos de la guerra en los Balcanes, y de inmediato los crímenes que Clay presenció en Serbia y en Bosnia y en toda Yugoslavia, y de inmediato a los perpetradores de esos crímenes. «Cierra paréntesis», pensó Clay, no sin antes tratar de imaginar al bosnio sentado ante su escritorio entre columnas calamitosas de libros puestos bocabajo: «¿Como niños que duermen en el atrio de una iglesia sin saber que la muerte se les acerca con pasos sigilosos de hombre-toro?».

−¿Cuál era la pregunta? −dijo Clay.

−Si es usted antisemita −respondió Miroslav Valsorim.

−No, dijo Clay.

−Entonces −dijo el bosnio−, ¿los manuscritos que recibe contienen insultos homofóbicos? ¿Es usted homosexual?

−Son manuscritos de novelas, como ya le expliqué −dijo Clay.

Clay nunca se irritaba.

−¿Son malas novelas? −preguntó Miroslav Valsorim−. ¿Es eso? ¿Está usted estéticamente ofendido por la pobre calidad de las novelas que recibe?

Lo vio, lo creyó ver: los codos sobre el mostrador, un planisferio agujereado prendido con tachuelas sobre una pared de corcho, un gato cimbreante eludiendo torres de papel a sus espaldas, saltándole al hombro.

−Algunas son buenas, otras no −dijo Clay.

−¿Son novelas realistas, fantásticas, de ciencia ficción? ¿Son novelas que no se sabe si son realistas o fantásticas? ¿Eso le molesta?

−No −dijo Clay.

−¿Se trata de novelas eróticas? ¿Lo escandaliza el contenido erótico de las novelas? ¿Es usted un reprimido sexual, profesor Richards?

−No −dijo Clay.

Lo vio, lo creyó ver: un anciano al final de un pasadizo de anaqueles abarrotados y telarañas, sobre su cabeza una repisa con un retrato, los ojos de una melancólica mujer bosnia mirándolo ¿desde el retrato?, ¿desde el otro lado del corredor?, se preguntó Clay.

−¿Son novelas fascistas? ¿Antifascistas? −dijo Miroslav Valsorim.

−No me queda claro −dijo Clay.

−¿No le queda clara la diferencia entre fascismo y antifascismo? −dijo el otro, desde lo hondo de su caverna de libros y mariposas nocturnas−. Vamos mal, vamos mal −dijo−. ¿Debo asumir que es fascista? −preguntó.

−Nada de eso tiene que ver con nada −dijo Clay.

−Todo tiene que ver con todo −dijo Miroslav Valsorim.

Clay nunca se irritaba, solo abría paréntesis mentales. En este punto hizo otro para preguntarse si la mujer bosnia sería la esposa o tal vez la hermana del dueño de Armas Antárticas, y de inmediato decidió que tenía que ser la esposa.

Entonces fue cuando yo entré a la sala desde el jardín.

−Por ejemplo en Jajce −dijo Miroslav Valsorim, e hizo otra pausa.

Clay lo vio, lo creyó ver: solo, sentado en un banco en la trastienda de su librería, visitado por los fantasmas de sus antepasados, partisanos socialistas con puñales en la pechera, y atrás la guerra yugoslava, una guerra pequeña metida adentro de la Segunda Guerra Mundial.

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