Czytaj książkę: «El asesino de las esferas y otros relatos»

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EL ASESINO DE LAS ESFERAS

Y OTROS RELATOS


GUILLERMO J. CAAMAÑO

EL ASESINO DE LAS ESFERAS

Y OTROS RELATOS

EXLIBRIC

ANTEQUERA 2022

EL ASESINO DE LAS ESFERAS Y OTROS RELATOS

© Guillermo J. Caamaño

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2022.

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artística o científica.

ISBN: 978-84-19092-45-8

GUILLERMO J. CAAMAÑO

EL ASESINO DE LAS ESFERAS

Y OTROS RELATOS

CONTENIDO

AMABLACIONES

Figura literaria

Circunstancias

Té negro

Vetus magister

Tradición

Entrega total

Reciprocidad

FATALEMAS

El incidente de la lectura 16

Plegaria

Bosque

Emisario

Una casita blanca entre árboles

Un amigo

Una pequeña mancha de color púrpura

MUNDIVERSOS

Apocalipsis

La práctica

Despedida

Amanda

Mentiroso chamán

FRIGANZAS

Ancestral

Aspiraciones truncadas

Musique mortelle

XT-23

Enemigo

Cincel

BIOMENTOS

Simiente maldita

Carta a don Tomás

Ida y vuelta

Un instante de felicidad

Lepidóptero

BRELATOS

Turista nocturno

Indefectible

Descenso

Mi colección

Pandemia

Alivio de luto

Contorsionista

CHANCERÍAS

Concurso

Bucle

Fábula

¡Sorpresa!

Mala imitación nacarada

Divertimento

OSCURESCENCIAS

Por última vez

Cumpleaños

De caza

Desaparecido

No hace falta que bajes

Zanyepe tamo

Papirografía

El asesino de las esferas

Notas del autor

AMABLACIONES

Figura literaria

Pasó largo rato dudando, cambiando de sitio los objetos y, sobre todo, desechando algunos de los trabajos más antiguos para hacer sitio a la nueva pieza. No era tanto una necesidad como un juego, una forma de finalizar y dar sentido a ese día, tan igual a tantos otros, que le había dejado una huella particular.

Aquella tarde había acudido como de costumbre al taller de manualidades. Siempre afrontaba el camino con la ilusión que despertaba en su mente, ajada por la vida y por el tiempo, la certeza de que el profesor habría preparado para ellas una nueva y maravillosa ocupación que le haría olvidar los cotidianos desvelos y le transportaría, mágicamente, a una infancia donde la responsabilidad aún no se había convertido en un peso y la alegría de todo nuevo descubrimiento flanqueaba cada uno de sus pasos.

Al llegar, percibió el olor dulzón de la cola blanca y ese ligero aroma a serrín que inundaba habitualmente el taller. Esparcidos sobre la mesa de trabajo había un montón de periódicos, catálogos y revistas. Las compañeras estaban ya sentadas y se afanaban en elegir la página que mejor serviría a sus propósitos.

—Hoy haremos papiroflexia —dijo el profesor, dirigiéndose a la recién llegada mientras trazaba en la pizarra una serie de rombos unidos por líneas de puntos.

Con diligencia, colgó el abrigo en el perchero y se sentó en la silla de siempre, cerca de la puerta, para salir la primera al terminar la clase.

—Esta mañana he visto a tu nieta. Iba en la moto con el novio ese que tiene ahora —dijo una mujer a su lado. Ignoró el comentario de su vecina de asiento, a quien conocía desde muchos años atrás, cuando ninguna de ellas tenía edad para pensar en algo que no fuera acudir al baile o reír sin motivo. Aunque no era consciente de ello, ambas habían seguido vidas paralelas, casadas demasiado pronto con hombres que las cargaron de demasiados hijos para, acto seguido, morir demasiado jóvenes.

Entre el revoltijo de la mesa, llamó su atención lo que parecía ser una antigua revista literaria llamada Nefelibata, desde cuya portada un ser mitológico la miraba fijamente. En ese instante sintió una extraña atracción hacia aquellas páginas, aunque sólo duró unos pocos segundos, ya que otra de las compañeras arrancó, sin miramientos, casi todo el contenido. Cogió lo que quedaba de la revista, abierta por una página titulada «Poema». Lo leyó con interés y supo reconocer su belleza, aunque no fue capaz de dilucidar si trataba de amor o de desamor. Sintió que, ya que aquel ejemplar de la revista no iba a durar mucho, sería bonito que ese poema tuviera todavía un poco más de vida, convertido en una figura de papel sobre algún mueble de su dormitorio.

Estuvo atenta a las explicaciones y, con paciencia y esmero, fue realizando los dobleces pertinentes. Primero amplios y sencillos. Luego más intrincados, poniendo a prueba la habilidad de unos dedos que la artritis luchaba por inmovilizar. Sin duda, esa dificultad contribuyó decisivamente a fortalecer la conexión emocional que había establecido con su pequeña obra.

En el camino de vuelta, sólo acompañada por el sonido de sus pasos sobre el empedrado, se veía a sí misma como la desconocida heroína que había salvado del olvido apenas una pequeña mota de historia y, con ella, la memoria pasada de personas a las que no había conocido pero admiraba sin saber por qué.

Ya en el dormitorio, al finalizar el ritual de la colocación, se sintió orgullosa de haber conseguido que aquello, que seguramente había comenzado como la noche de insomnio de un aspirante a poeta y se había prolongado en la aventura editorial de un grupo de locos, acabase convertido en un majestuoso cóndor de papel. Listo para una nueva existencia. Inmóvil sobre el cristal de una cómoda pero, como todos aquellos que participaron en su creación, soñando con sobrevolar las nubes.

Circunstancias

La encendida arenga que aquel hombre pronunció, con el torso desnudo y espada en mano, resuena con nitidez en mi mente:

«He escuchado los rumores que atribuyen a nuestros enemigos una fortaleza sin igual, que les permitirá vencernos con la misma facilidad que la hierba queda aplastada por el simple pisar de una sandalia. Pero os aseguro que estáis absolutamente equivocados. Que aquellos a quienes os enfrentaréis mañana durante la batalla son hombres corrientes, que serán tan fuertes o frágiles como vosotros, con vuestro ataque, les concedáis ser. Dejad vuestro brazo indefenso por un instante y lo seccionarán sin piedad. Ofreced vuestro cuello y la sangre brotará de él tan deprisa que no tendréis tiempo de recordar el cálido aroma de vuestras esposas antes de caer pesadamente al suelo convertidos en mudos cadáveres. Mostradles cobardía y les estaréis transformando en dioses invencibles. Pero si blandís valientemente vuestra espada, si la hundís con furia en los puntos más sensibles de sus cuerpos sin dejar aflorar el menor atisbo de misericordia, si con cada mirada conseguís inundar sus almas de terror y con la firmeza de cada paso que avancéis les obligáis a retroceder, serán ellos quienes se arrepientan de haber amenazado nuestras tierras y concluyan que se enfrentan a un ejército imbatible, ante el cual sus únicas opciones son la huida o la muerte. Y cualquiera que elijan hará que se os recuerde como los héroes que salvaron Esparta de las tropas invasoras».

Sus palabras fueron tan rotundas e inspiradoras, y la pasión con que las pronunció resultaba tan contagiosa, que yo hubiera seguido ciegamente las órdenes de ese hombre y me hubiese enfrentado frenéticamente a tan feroces adversarios, entregando para ello mi vida. Pero eso habría sido en otras circunstancias. En las actuales, muy a mi pesar, tuve que limitarme a reducirle con mi pistola eléctrica, asegurar con bridas su cuerpo inerte sobre la camilla, arrojar su arma de plástico a la basura y llevarle en mi ambulancia de vuelta al centro del que había escapado, buscando cumplir una misión para la que había nacido con dos mil quinientos años de retraso.

Té negro

A pesar de no haber tenido pareja estable jamás y de considerar que llevaba una vida plena, en la que no existía en absoluto la necesidad de una presencia masculina más allá del indiferente ir y venir de los colegas de la oficina y de las veces que sus amigas se hacían acompañar por los consortes en alguna cena, Sara no podía evitar que al coincidir con algún desconocido que le pareciese atractivo, su mente fantaseara con la idea de empezar allí mismo una vida juntos que se desarrollaba a lo largo de muchos años de ternura y que siempre terminaba con ambos, ya ancianos, cogidos de la mano mirando el atardecer en alguna tranquila playa del sur. La principal característica que un hombre debía poseer para provocar en Sara aquella sensación era la capacidad de irradiar desde lejos una pronunciada masculinidad salpicada de indiferencia. Sin embargo, en un breve espacio de tiempo, el desconocido en cuestión invariablemente pronunciaba una palabra, dejaba escapar algún gesto o, si llegaba a haber cercanía, desprendía algún aroma que rompía la magia de forma instantánea, provocando que aquella historia se esfumase en el acto sin dejar ningún rastro.

Con el paso del tiempo, había adquirido la habilidad de observar aquellas fantasías ocasionales desde cierta distancia, como si fuese otra persona quien las estaba viviendo, e incluso se burlaba de sí misma intentando anticiparse al momento en que la verdadera Sara sería devuelta a la realidad de forma abrupta, simplemente porque el objeto involuntario de aquella ilusión mostraba demasiado los dientes al sonreír, hacía sonar la cucharilla contra la taza al remover el café, se mesaba el cabello desde la frente hasta la nuca o deslizaba la palabra «cariño» en mitad de una frase. De este modo, había ido eliminando de su futuro a cualquier posible compañero y se había centrado en sentirse bien consigo misma, satisfecha de su cuerpo, de ostentar un cargo de responsabilidad en la empresa, de la fidelidad de sus amigas más íntimas, de su afición a la lectura y de ser capaz de regalarse un viaje al menos una vez al año.

Una tarde, mientras sorbía pausadamente una infusión de jazmín y frutos rojos desde la fina loza en que se la habían servido, observaba distraídamente a las alumnas que habían acudido a la clase semanal de danza del vientre, impartida por la dueña de su tetería favorita. Solía detenerse allí al terminar su jornada de trabajo y en los últimos tiempos procuraba no faltar nunca los martes porque, aunque la mayoría de aquellas mujeres parecían no haber aprendido aún que sus movimientos debían ser dictados por la música, a Sara le gustaba dejarse rodear por aquellos sensuales sonidos y por el modo en que el sándalo que utilizaban para ambientar las clases se mezclaba con la fragancia que desprendían las múltiples variedades de té desde la parte trasera del mostrador.

De entre todas las siluetas que aquella tarde se agitaban voluntariosamente, su mirada quedó anclada a un pañuelo estampado con hojas verdes y ribeteado por tres hileras de monedas plateadas que abrazaba con gracia unas caderas cuya cadencia comenzó a resultarle hipnótica. Pasaron muchos compases antes de que la curiosidad le impulsara a conocer a la orgullosa dueña de aquella prenda, que con su alegre tintineo iba realzando los cambiantes ritmos marcados por la percusión. Elevó la mirada lentamente disfrutando del recorrido, pero se detuvo al darse cuenta de que, en lugar del prominente busto que había esperado encontrar, aquel pecho desnudo era casi plano y estaba densamente poblado por un vello tan oscuro como abundante. Más divertida que sorprendida, siguió subiendo hasta encontrar un rostro moreno de rasgos firmes en el que la aguda barbilla y los labios delgados y bien definidos daban paso a una nariz recta que se rendía ante los ojos más negros que nunca hubiese visto. Además, aquel hombre había utilizado maquillaje para perfilar sus facciones, evocando en la mente de Sara la enigmática belleza de un faraón egipcio.

Durante el resto de la clase, no paró de observarle con el escaso disimulo de que fue capaz. Y al terminar, estudió con atención los movimientos que realizaba mientras, de espaldas a ella, se desprendía del pañuelo y se enfundaba en un chándal de mercadillo. Sus manos se movían con extrema feminidad, a velocidad constante, siguiendo lo que parecían trayectorias predefinidas, sin lugar alguno para el error o el titubeo, produciendo en Sara una creciente fascinación. Cuando adivinó que iba a dirigirse a la salida, se forzó a dejar la mirada perdida en aquella dirección, de modo que pudiera verle de soslayo. En cambio, él se detuvo a unos pasos de distancia, giró la cabeza y la miró fijamente hasta conseguir que ella hiciese lo mismo durante varios segundos. Sara no sabía cómo interpretar aquella expresión neutra, que no parecía mostrar alegría ni tristeza, interés ni desprecio. Y entonces él, con la delicadeza cuidadosamente medida que adornaba todas sus acciones, abandonó la tetería, se dirigió a la casa que había justo enfrente y entró.

Sara quedó unos instantes contemplando la puerta ya cerrada de aquella casa, pero al notar que alguien desde dentro liberaba el pestillo y dejaba entreabierta una estrecha rendija, no fue capaz de controlar sus actos. Cogió el bolso, dejó unas monedas junto a su taza, cruzó la estrecha calle y se detuvo ante el umbral que el hombre había traspasado sólo un minuto antes. Respiró hondo, intentando imaginar largos años de ternura vividos junto a él, sus manos entrelazadas en una tranquila playa del sur. Pero ninguna de esas imágenes vino a su cabeza, en la que sólo quedaba sitio para la inabarcable negrura de aquellos ojos. Empujó la puerta con decisión y sin darse la vuelta, con un certero golpe de tacón, la cerró tras de sí.

Vetus magister

El profesor agarró el papel con la mano derecha mientras decoraba su rostro con la mezcla de ironía e incredulidad que había diseñado expresamente para transmitir a sus alumnos una sensación de menosprecio cargada de suspicacia, cuya efectividad había quedado demostrada durante muchos años de ejercicio docente.

Sin embargo, el chico quedó expectante con una sonrisa amplia e ingenua, completamente inmune al mensaje que su interlocutor había intentado transmitirle sin palabras y forzándole a leer los ripios torpemente garabateados que se abigarraban en la parte superior de la hoja para evitar adentrarse en el retrato a carboncillo que ocupaba el resto, donde era fácil reconocer el joven rostro de su hija.

—Tú nunca serás un buen literato, sino un mal dibujante —sentenció al finalizar la lectura.

El joven cambió el gesto, le arrebató su obra bruscamente y se marchó sin expresar verbalmente la indignación que, por otra parte, su actitud evidenciaba de sobra. Mientras le miraba alejarse, pensó: «Misión cumplida. Acabo de librar a mi hija del peso insoportable de aguantar a un genio y además se lo he regalado a la literatura, para goce de futuras generaciones de lectores».

Tradición

De vuelta en el cobijo de su madriguera, tras el largo rato de silencio que sus corazones necesitaron para recuperar un ritmo sosegado, el pequeño zorro se dirigió a su padre:

—O sea, que ahora ya soy un adulto…

Las plumas de gallina que habían quedado adheridas a su hocico volaron a su alrededor, aunque ninguno de ellos podía verlas.

—Así es, hijo mío —respondió gravemente su progenitor—. A partir de ahora podrás buscar pareja, formar tu propia familia y comer gallina.

—¡Vaya! Pensaba que sería diferente. —Esperó unos segundos antes de continuar—. No sé, ha sido un poco distinto de lo que esperaba.

—¿Qué quieres decir? Todo es como te había contado.

—Bueno… —dijo el zorrezno, dudando si continuar hablando—. El camino al gallinero ha sido bastante difícil. Aunque me dijiste que los zorros podemos saltar cualquier barrera, la valla era demasiado alta y hemos tenido que atravesarla tanto a la ida como a la vuelta. El alambre de espino me ha arañado la piel por todo el cuerpo y hasta he perdido un trozo de cola. Y eso sin hablar de ti.

En la calidez del ambiente, le llegaba nítidamente el olor de la sangre paterna mientras escuchaba afanosos lametones que intentaban contener un incesante goteo.

—La culpa es de los hombres, que pretenden detenernos con artimañas ridículas —prosiguió el padre—. Pero los zorros podemos superar sin esfuerzo cualquier obstáculo. —Su tono de voz pretendía ser lo bastante rotundo como para terminar aquí la conversación, aunque no tuvo éxito.

—¿Y en el gallinero? Ni siquiera hemos podido matar una gallina para traerla hasta la madriguera. Pensaba que esta noche probaría su carne por primera vez para saber si es tan dulce como cuentan.

La respuesta no se hizo esperar:

—La culpa ha sido de ese maldito gallo. Se ha puesto demasiado furioso y sus espolones eran demasiado afilados como para seguir allí dentro. Pero los zorros somos invencibles y podemos comer carne de gallina siempre que queramos.

Esta vez sí consiguió finalizar la conversación. Por un segundo, recordó la que había mantenido con su propio padre años atrás y pensó que quizá debería enseñar a su hijo a disfrutar de los sabrosos escarabajos, las jugosas lombrices y los tiernos ratoncillos que formaban su dieta habitual. Pero no era eso lo que le habían enseñado, y no iba a ser él quien rompiera la tradición según la cual los zorros odiaban alimentarse de insectos y roedores, al tiempo que afirmaban comer gallina siempre que quisieran.

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101 str. 3 ilustracje
ISBN:
9788419092458
Wydawca:
Właściciel praw:
Bookwire
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