Czytaj książkę: «La Tragedia De Los Trastulli»
Copyright © 2021 Guido Pagliarino - All rights reserved to Guido Pagliarino – Todos los derechos son propiedad de Guido Pagliarino – Obra distribuida por Tektime S.r.l.s. Unipersonale, Via Armando Fioretti, 17, 05030 Montefranco (TR) - Italia - P.IVA/Código fiscal: 01585300559
Guido Pagliarino
La tragedia de los Trastulli
Novela
Traducción de Mariano Bas
Guido Pagliarino
La tragedia de los Trastulli
Novela
Traducción del italiano al español de Mariano Bas
Obra distribuida por Tektime
Copyright © 2021 Guido Pagliarino – Todos los derechos son propiedad del autor
Ediciones de la obra original en italiano:
1a Edición: La tragedia dei Trastulli, romanzo, distribución Tektime, Copyright © 2021 Guido Pagliarino – Todos los derechos son propiedad del autor Guido Pagliarino
2a Edición: La tragedia dei Trastulli, romanzo, distribución e impresión Amazon, Copyright © 2021 Guido Pagliarino – Todos los derechos son propiedad del autor Guido Pagliarino
Imagen de la portada: Máscara trágica, detalle, mosaico romano del siglo I a.C., que representa en su conjunto ambas más caras teatrales, la trágica y la cómica, Museos Capitolinos, Roma.
Aparte de las referencias generales a hechos históricos, los acontecimientos narrados, los personajes, los nombres de personas, entidades, empresas y sociedades y sus productos y servicios que aparecen en la obra son imaginarios y debe considerarse como absolutamente casual e involuntaria cualquier eventual referencia a la realidad personal, familiar, profesional o institucional, presente o pasada de cualquier persona física o jurídica.
Índice
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo I X
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Obras del autor basadas en los personajes de Vittorio D’Aiazzo y Ranieri Velli (según el orden cronológico de los acontecimientos)
FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO
Fotografía, con objetivo de gran angular, del edificio de la Comisaría de Turín, sacada desde la esquina entre corso Vinzaglio y via Grattoni, tomada del Quotidiano Piemontese del 19 de agosto de 2014 en la página de Internet https://www.quotidianopiemontese.it/2014/08/19/provincia-torino-lacqua-gola-vende-palazzo-questura/
Capítulo I
Era el principio de la tarde del 22 de diciembre de 1961, viernes. Nuestro superior directo y amigo mío Vittorio D’Aiazzo nos había reunido en su despacho, un cuarto luminoso con vistas a la calle sobre corso Vinzaglio y en un largo y ancho pasillo en el primer piso, que albergaba la Sección de homicidios y delitos contra las personas de la Brigada Móvil de la Comisaría de Turín del Cuerpo de Guardias de la Seguridad Pública,1 una sección formada por más unidades operativas, cada una a las órdenes de un comisario. El despacho de mi amigo no era muy grande, como casi todos, salvo dos salones, en el mismo piso, habilitados como despachos del subjefe y del comisario jefe, pero yo me encontraba bien, sentado en mi pequeña mesa, a la izquierda de la de dirección del comisario D’Aiazzo, de quien yo era ayudante.
Esa tarde mi amigo quería bañar con nosotros, tomando un aperitivo, la promoción a comisario jefe2 comunicada esa mañana. Los miembros del grupo éramos diez: además de Vittorio y de mí, el jovencísimo comandante y segundo de nuestra unidad, el comisario Aldo Moreno, de veinticuatro años, cuatro agentes, dos agentes escogidos y el cabo3 Evaristo Sordi, de veintiún años de edad, que llevaba con nosotros menos de dieciocho meses y se había mostrado desde el principio bastante capaz: ascendiendo de grado por méritos, en los años 90 llegaría a la categoría más alta posible para alguien sin formación superior: inspector superior sustituto oficial de seguridad pública, comúnmente llamado comisario sustituto. El resto de la brigada no había tenido que pasar a través del pasillo para llegar hasta nosotros, pues tenía de hecho su sede en dos cuartos a la derecha del nuestro, comunicados con este y entre ellos.
Habían traído una gran bandeja con dos botellas de vermut rojo y una docena de vasos de un bar junto a la comisaría. Por orden de D’Aiazzo, dos de nuestros agentes habían servido los vasos.
—Servíos —nos dijo el nuevo comisario jefe, tomando uno de los vasos y, levantándolo, nos dijo, con una mirada y una sonrisa socarronas—: ¿Qué os dije? ¿Había llegado el momento o no? —Y, tras beber el primer sorbo—: Ah, chavales, empecé a trabajar a principios de 1943, ayer mismo. ¿Esperaba o no esta promoción?
—¡Seguro que sí! —me salió de forma espontánea, sabiendo bien los méritos de mi amigo, no solo como colaborador durante muchos años, sino siendo además conocido en toda la sección de Homicidios que él, un verdadero napolitano, había sido uno de los valerosos combatientes en los Cuatro Días de Nápoles, honrado por la República con la medalla de bronce al valor militar bajo el motivo: Combatir heroicamente contra los alemanes en los gloriosos Cuatro Días de Nápoles, 4 días en los que el pueblo italiano, por primera vez en la historia de la Resistencia europea, había atacado y vencido a los invasores alemanes, expulsándolos de la ciudad y entregándola enseguida a los angloamericanos, que entraron en Nápoles poco después con gran pompa triunfal sin haber combatido.
Todos se unieron a mi sincera exclamación de aprecio:
—Seguro.
—Claro que sí.
—Ya era hora…
D’Aiazzo, de acuerdo con el reglamento que atribuía a su nuevo grado funciones de dirección y coordinación de más unidades orgánicas en la comisaría en la que los comisarios jefe eran asignados, o iba a tener funciones superiores, o se convertiría en vicecomandante de las secciones de Homicidios bajo el subjefe director, un tal Alonzo Zappulli, o seria transferido a otro lugar con tareas de nivel similar: ¿Dejaría de estar con él?, me pregunté después del brindis.
Como si hubiera habido telepatía, solo un momento después me dijo:
—Oh, a partir de ahora tendré a cargo todas nuestras secciones: el comisario jefe Maronti ha sido promovido a subjefe, se va a Mantua y asumo su cargo. Naturalmente, tú, Ran —Diminutivo que mi amigo me había puesto abreviando mi nombre de Ranieri—, a pesar de tu grado te quedas conmigo. —Yo solo era subbrigada,5 mientras que normalmente el ayudante del comisario jefe era al menos brigada,6 si no un subteniente—7 Lamento que seas un firmaiolo.8 Si hubieras entrado en la Escuela de Policía como Evaristo,9 por veteranía ya serías brigada, en lugar de estar todavía esperando; en todo caso, no me importa que solo seas subbrigada, te mantengo igual como ayudante directo. Tal vez antes o después salga un concurso interno para pasar al servicio permanente efectivo y presentarás tu solicitud: te mereces el grado y un salario mayor e incluso recorrer toda la carrera hasta teniente en lugar de quedarte como brigada.
—Gracias —le respondí. En realidad, hacía tiempo que me rondaba de vez en cuando la idea de no reengancharme al acabar mi plazo de servicio (era el segundo plazo) y dedicarme enteramente a la escritura, mi verdadera vocación y un campo en el que ya había tenido ganancias esporádicas como periodista, publicista y laureles como poeta: laureles, porque carmina non dant panem. En todo caso, era grande el miedo a quedarme del todo sin pan al perder el salario.
¡Qué recuerdos me trae ese tiempo! En 1961 era un hombre de veintinueve años, longilíneo, de un metro noventa de alto, no un encorvado anciano desplumado y flácido como hoy y disfrutaba de una fuerza leonina; un vigor que puedo sentir en mi interior solo en esos sueños en los que uno se encuentra joven y con el futuro delante de los ojos, no detrás de las espaldas. Soy Ranieri Velli y, solo para mi amigo Vittorio, Ran. Desde hace muchas décadas (¡demasiadas, ay!) soy escritor y periodista profesional10 , lleno de achaques.
En cuanto a D’Aiazzo, entonces tenía cuarenta y dos años. Era un hombre fuerte, pero no alto, en torno al metro sesenta y cinco y tenía una exuberante cabellera negra que, con el tiempo, se iría haciendo más rala. Éramos amigos desde hacía años y nos tuteábamos en privado. Quién sabe: tal vez la amistad había surgido por una acción armada que había evitado ser el objetivo de un pistolero enajenado al que herí y detuve poco antes de que hiciera fuego o sencillamente podía haber nacido de tener gustos similares: entre otros intereses comunes, también a Vittorio le apasionaba la literatura clásica y muchas veces, fuera de servicio, hablábamos entre nosotros, en su casa o en el restaurante o paseando en torno al gran cuadrilátero11 de soportales que recorre el centro de la ciudad: entre los poetas italianos, después de Dante, que era evidentemente el primero de todos, para mi estaba el inmenso Leopardi y para él, Foscolo. Por otro lado, él era mi único amigo y entendí que lo mismo pasaba con él, algo a lo que colaboraba nuestra profesión, estresante y sin horarios.
El nuevo comisario jefe puso fin a toda prisa a la celebración:
—Ya vale, chavales, ahora a trabajar, que tenemos asuntos pendientes y, por ahora, todavía estamos en nuestra unidad. Mañana os comunicaré los cambios. —Tras salir los demás, se dirigió a mí—: Escucha, Ran: en Navidad no estarás de guardia, ¿qué te parece si te invito a comer en el restaurante Palestro? ¿O tal vez mamá y tú prefiráis hacer juntos la comida de Navidad?
Después de mi primer destino, a las órdenes de Vittorio, pero en la Brigada Móvil de Génova, en 1959 fuimos transferidos ambos a Turín, mi ciudad natal y había vuelto a vivir con mis padres, encantados de acogerme, como hijo único, en su pequeño apartamento en una antigua casa en via Ignazio Giulio, no muy lejos de la Comisaría. Con gran pena por nuestra parte, mi padre murió en 1960, de repente, debido de un ictus grave que le había dado en casa el 28 de diciembre; había pasado felizmente la Navidad con mi madre y conmigo. Este año mi madre se quedaría sola a la mesa si aceptaba la invitación.
—No sé —respondí después de un par de segundos de duda—, ¿te puedo contestar mañana?
Lo entendió:
—… ¿Y por qué no invitamos también a mamá?
—Ah… pues sí, ¡gracias! Estupendo, se lo digo y te contesto mañana.
—… Espero entonces hasta mañana.
Mamá prefirió no aceptar:
—Come en Navidad con tu superior, tranquilamente, yo como sola, no me importa: una ensalada, un huevo y pasta con tomate. Yo celebro la Natividad de Nuestro Señor en la iglesia. Pero querría pedirte un favor, Ranieri: esa mañana, ven conmigo a misa a la Consolación. La basílica está aquí delante y no hay que caminar y es una misa especial, no solo por ser de Navidad, sino también porque la he reservado desde hace meses en honor de del alma santa de tu padre. Vendrás, ¿verdad?
Asentí con alegría:
—¡Por supuesto que voy! Por supuesto, si además es por papá y así celebro contigo a tu manera. ¿A qué hora es?
—Es la misa de las once. —Sonrió con gran satisfacción por llevar a misa, al menos una vez, al pecador de su hijo.
FOTOGRAFÍA FUERA DEL TEXTO
Postal de 1936 que muestra el Santuario de la Consolación, en la que aparece al fondo, a la izquierda del lector, la via Carlo Ignazio Giulio, la calle donde vivían Ranieri Velli y su madre. La imagen, de dominio público, está en la dirección web https://it.wikipedia.org/w/index.php?curid=282190
Cap í tulo II
Mi madre y yo acabábamos de salir de la basílica de la Consolación poco antes del mediodía, faltaban tres cuartos de hora para la cita y Vittorio aún no había empezado su misa en Santa Bárbara, una parroquia no muy lejana, en via Assarotti. Habíamos quedado delante de la iglesia a la una menos cuarto.
—Feliz Navidad, querido —me despidió mi madre con una caricia.
—Feliz Navidad —le respondí sonriendo con un afecto íntimo, pero sin expresión física: nunca había sido una persona expansiva, ni siquiera de niño, y mi madre en esos años había sufrido, como me diría tiempo después, pero afablemente, por la dulzura de su carácter: solo una vez y luego nunca me lo volvió a reprochar, lo que no significa que ya no le doliera, como hoy puedo intuir, al haberme suavizado con el paso de los años; solo que no me lo volvió a dar a entender.
Mi madre se volvió a su casa, mientras yo me iba por la via Assarotti a paso lento. De todos modos, llegué antes de tiempo, por lo que me di una vuelta por la zona. Hacia la una menos veinte estaba de nuevo delante de la iglesia y esperé; una espera breve, pues mi amigo salió con los demás fieles pocos minutos después.
Había reservado la comida de Navidad para la una. El restaurante, un local antiguo que todavía hoy existe, está casi en via Garibaldi y no muy lejos de Santa Bárbara, por lo que fuimos aprisa.
Creo que, siendo el día de Navidad y nosotros solo dos, no habría sido posible tener un buen lugar amplio en ningún restaurante. Nos habían reservado una pequeña mesa triangular en un rincón de la sala. Todas las sillas estaban ya ocupadas cuando llegamos, salvo las de una mesa junto a la entrada, pero que estaba reservada, como indicaba un pequeño cartel que vi fugazmente al entrar. Después de cinco minutos llegó un grupo que, por indicación de un camarero, había ocupado el lugar: un grupo al que, como entonces no podía saber, en el futuro le interesarían mucho nuestras investigaciones, porque acabaría con una serie de acontecimientos tan funestos que casi podríamos hablar de una tragedia griega. Eran siete: una pareja de bastante más de setenta años, un hombre de unos cuarenta, con una bonita mujer de la mano, aparentemente un poco más joven que él, que podía ser su esposa, dado que con ellos entraron una joven y una niña que supuse que eran sus hijas; por último, un hombre joven que se parecía al anterior, tal vez su hermano. El anciano debía conocer a Vittorio y haber mantenido una buena vista a pesar de su edad, pues le dirigió la mirada y le dijo:
—Felicidades, comisario.
Respondido casi de inmediato por el amigo, que, levantando la vista y viéndolo, le contestó:
—Feliz Navidad, aparejador.
—Ellos también viven en via Cernaia, en mi misma casa y en mi mismo piso —me dijo Vittorio en voz baja— y, aparte de la nuera, todos trabajan en el negocio de la familia. Tienen dos apartamentos adyacentes y comunicados por una puerta interior; en uno viven el padre y la madre ancianos y el segundo hijo, soltero, y en el otro el primogénito con su familia. Al principio, cuando aún estaban solo los Trastulli ancianos y sus hijos, se trataba de un solo piso de más de trescientos metros cuadrados, como me comentó un día nuestro portero, un hombre inconteniblemente deslenguado. Lo dividieron en dos, con algunas reformas para tener dos cocinas y cuatro baños, cuando el mayor se casó y sus padres le entregaron uno de los dos apartamentos. Su comedor y otra sala de estar de los padres da pared con pared con mi apartamento y, por ser estas muy delgadas, puedes entender que algunas noches, a la hora de la cena, tengo que oír, sin querer, algunas de sus molestas discusiones en voz alta, que siempre tratan del trabajo. Ya sabes, Ran, que mi casa es del siglo pasado y todos los pisos tienen paredes gruesas, como solía pasar cuando se construía bien, pero no es así en el murete que me separa de los Trastulli, con solo una hilera de ladrillos, supongo que de papel de seda, exagerando un poco. ¿Cómo es que solo pasa en esa pared?, me preguntarás. Sencillo, mi apartamento y el de los Trastulli, y esto no me lo dijo el portero, sino una señora cuya familia lleva viviendo en el edificio desde hace varias generaciones, de finales del siglo anterior, era una sola morada faraónica de gente muy rica, propiedad de dos hermanas, unas ciertas marquesas del Ton Chamus Goncour, tal vez del valle de Aosta o de ascendencia saboyana, dado su apellido francés. Mis habitaciones, como sabes, son muy pequeñas, salvo el dormitorio, y eran la zona de servicio de esas dos nobles y mi acceso al descansillo era la entrada de servicio. Cuando murió la segunda hermana, sus herederos, primos suyos, vendieron el edificio y, dada su enorme superficie, algo así como 400 metros cuadrados, pudieron encontrar no una sino solo dos familias compradoras, la de los Trastulli, que se quedaron con más de 300 metros cuadrados, y la de unos tales Ferrari, que se quedaron con unos noventa, que luego me vendieron en 1959, cuando me trasladaron a Turín desde Génova. Esos primos lazzaroni engañadores12 no pensaron en nada mejor que separar los dos espacios con paredes de papel de seda que te he dicho. Así que, en un edificio con muros muy gruesos me encuentro siendo el único que tiene que oír hablar a eso vecinos en voz alta durante la cena. Y además siempre de asuntos aburridísimos. —Sonrió con alegría—: Está bien, Ran, aquí acabo las lamentaciones13 no bíblicas y veamos qué han preparado de bueno por aquí.
Tomó la copia del menú que tenía delante, como todos nosotros, encima de una servilleta bien doblada colocada sobre el plato para los entremeses. Como podía ver directamente en mi ejemplar, el menú de comidas y bebidas estaba decorado con dibujos esquemáticos de abetos dorados haciendo una corona alrededor de la atractiva lista. Empezó a leer a media voz para que se le oyera, pero sin molestar a la mesa vecina:
—Entremeses calientes al estilo piamontés, agnolotti con salsa de estofado o mantequilla fundida, a elegir, luego… bueno, evidentemente el estofado con guarnición y, para acabar, el postre: fruta, panna cota bañada en chocolate fundido y, es evidente esto, porción de panettone o pandoro, a elegir, recubierto por crema pastelera. En cuanto a la bebida, aperitivo Torino Milano, sí, lo conozco, es bueno: un cóctel sencillo compuesto por vermut de Turín y aperitivo rojo de Milán,14 cubitos de hielo y una piel de naranja. Evidentemente en Milán lo llaman Milano Torino. Además, vino de mesa de la casa en botella, tinto o blanco a elegir, para mí blanco y elige tú el tuyo y, con los dulces, una flûte de prosecco veneciano o de moscato piamontés. Está bien, Ran, parece que es todo de tu gusto. Para un napolitano como yo, en medio de los demás platos habría estado muy bien un primero con marisco y algo de pescado, pero… —Hizo una mueca entre divertido y molesto simulando aguantarse—, paciencia, me contentaré.
Con la comida y la bebida, solo salimos a mitad de la tarde. Justo delante de nosotros acababa de salir la familia de los vecinos de mi amigo e iba unos quince metros por delante en dirección a via Cernaia. Discutían todos a la vez, sin preocuparse por su entorno, supongo que por ser cómplices de profundas libaciones con la comida. Sus palabras nos llegaban de forma confusa, pero no mucho después se levantó alta y clara la voz de la anciana, que, enarbolando una mueca de desagrado, como no se podía evitar ver a pesar de los metros de distancia, dijo bruscamente:
—¡Ya basta! ¿También en Navidad? ¿Podéis dejar de ser como Caín?
Evidentemente, tenía problemas con sus hijos.
Vittorio me susurró que fuéramos más despacio y dejáramos que se alejaran. Como el grupo caminaba lentamente y continuaba levantando la voz, después de unos pasos me hizo una señal con el pulgar derecho para tomar la cercana via Boucheron. Enseguida entendí la razón: le había venido la necesidad de hablarme de esa familia, tal vez colaborando también con él el aperitivo, el vino y el espumoso; a pesar de eso, estaba alegre, sí, pero lúcido, de hecho, no quiso que sus parlanchines vecinos le oyeran.
—Así podemos conversar mientras paseamos… —empezó—. Oh, a ti te va bien dar un paseo para hacer la digestión, ¿no?
—Claro.
—¿El paseo habitual por los soportales?
—Perfecto.
—Bien. Así que tengo que decirte algo de esas personas… bueno, ahora giramos aquí a la izquierda y así llegamos igualmente a via Cernaia, la atravesamos y llegamos directamente a corso Vinzaglio.
Habíamos doblado en via Manzoni.
—Te estaba hablando de esa familia: tiene una gran tienda donde trabajan todos, salvo la nuera, con diversas tareas. Venden lavadoras, neveras, televisores, grabadoras, tocadiscos y discos: el mes pasado yo mismo compre un par de 33 rpm.
—¿Jazz?
—No. ¿Qué jazz ni jazz? ¿A ti te gusta el jazz?
—¡Mucho!
—Vale. A mí me gusta la música sinfónica y la ópera. Era Mozart. En todo caso, estaba a punto de decirte que la tienda está casi siempre llena de gente, los Trastulli están disfrutando del boom económico.15 Tienen seis escaparates y dos plantas de exposición y venta, aquí cerca, en via Garibaldi, bajo los soportales, casi en la piazza Statuto. Es un negocio muy antiguo, aunque en el pasado no vendían televisores, evidentemente, porque no había. Supongo que eran cosas como gramófonos de mano y aparatos de radio. En todo caso, era un negocio conocido y floreciente desde años antes del boom: lo inauguraron en 1930 los dos ancianos poco después de casarse, con un capital que él había heredado de su padre, que acababa de morir. El año de la fundación del negocio está escrito por todas partes dentro del local y en los escaparates. El rótulo que hay sobre ellos muestra el apellido de la familia: Trastulli, seguido de Televisores Electrodomésticos Equipos Música. El anciano tiene el diploma de aparejador.
—… Lo sé. Le llamaste así al saludarlo.
—Ya. Es el aparejador Aristide Trastulli. Antes de heredar, trabajaba como empleado en una empresa constructora y había conocido a su futura esposa, Iride, un día en que por motivo laborales había ido a la casa del jefe: era la chica del servicio. Su hijo mayor se llama Arturo y no tuvo muchas ganas de estudiar, hizo hasta tercero de escuela media, o tercero de gimnasio, como se decía antes,16 y empezó a trabajar con la familia con catorce años. El segundo hijo, Clemente, tiene más estudios, consiguió el título de perito mercantil antes de entrar en el negocio de los padres. Volviendo a su madre, la señora Iride, es la décima hija de unos campesinos. Como todos en su familia, aunque había estudiado poco, se expresaba con propiedad. Inmediatamente después del examen de tercero de la escuela elemental17 tuvo que ayudar a los suyos en el trabajo, como ya hacían los hermanos y una de las hermanas; al cumplir los catorce, como habían hecho otras hermanas, sus padres la mandaron a la ciudad para trabajar como empleada del hogar, al tener demasiadas bocas que alimentar para su pequeño trozo familiar de tierra. Son cosas que he sabido a lo largo del tiempo a través del ostiario, como yo lo llamo.
—¿Ostiario?
—¿No sabes quiénes eran los ostiarios?
—Hm… mea culpa —fingí lamentarme.
—Perdonado —bromeó él también—, después de todo, la figura real del ostiario ya no existe desde hace mucho, sustituida por la del sacristán. Se trataba de un clérigo, de menor nivel que los sacerdotes, que había recibido el llamado ostiariado que abarcaba diversas tareas dentro de un edificio eclesiástico: guardar el edificio, abrir y cerrar de acuerdo con el horario de ingreso e impedir el acceso a las malas personas; también hacer sonar las campanas en su horario y, ayudado o no por sirvientes, proceder a la limpieza de la iglesia. Llamo ostiario a nuestro portero, en broma, porque es un mojigato que hace saber a todos que va a misa todas las tardes después de cumplir con su horario y que recita siempre el rosario con su mujer antes de acostarse, rezando por todo el edificio. Es una lástima que luego cotillee a discreción a las espaldas de los propietarios: tal vez también de mí, ¿por qué no?
«Pero también es alguien malo el que escucha, como tú», me vino a la mente y me arrepentí de inmediato, pues conozco el buen corazón de mi amigo. Después de un momento, me dije: «Bueno, después de todo, la curiosidad es algo normal en un policía, ¿no?»
Entretanto, ignorante de mis pensamientos, Vittorio continuó:
—De entre ellos, al que mejor conozco es al anciano porque fue, como yo, un partisano y, como yo, está inscrito en la ANPI:18 nos encontramos algunas veces en la sede y en celebraciones en la calle. También la esposa está inscrita, trabajaron en pareja contra los fascistas y los ocupantes alemanes, ambos tienen la medalla de plata del valor militar de la Resistencia, pero ella no suele ir a la Asociación.
—Imagino que para ir a la montaña a combatir cerrarían la tienda.
—No. Operaban aquí, en Turín, de otras maneras necesarias, como conseguir armas a lo resistentes, trasportándolas en persona en el furgón de la empresa, escondidas entre sus mercancías, o recibir y transmitir órdenes del CLNAI19 mediante un oficial del ejército que militaba en los partisanos azules, los de tendencia liberal monárquica, el mayor Amedeo Ronzi di Valfenera, entonces general de Carabineros.20 También lo conozco porque es turinés y está inscrito en nuestra sección de la ANPI: es un gran amigo del viejo Trastulli. Además, en muchas ocasiones los cónyuges acogieron bajo el techo de su tienda a antifascistas buscados y, en un caso, corriendo grandes riesgos, ocultaron hasta el final de la guerra a una pareja de judíos, salvándola de una meticulosa redada de los nazis y de su consiguiente deportación a un lager.
—Perdona, Vittorio: el hijo mayor de los Trastulli debía tener ya más de veinte años. ¿Fue partisano con ellos?
—No, al desatarse el conflicto Arturo fue reclutado y enviado de inmediato al frente, permaneciendo de servicio hasta julio del 43, primero en Francia y luego en Sicilia, donde fue hecho prisionero y luego deportado a Gran Bretaña: parece que lo trataron bastante bien, trabajando primero como campesino en una granja y luego como jardinero y hortelano del terreno en torno a la villa del coronel que dirigía el campo de prisioneros. Solo volvió a Italia en 1946. ¿Quieres saber también del más pequeño?
—¡Claro!
—Clemente estaba en la escuela elemental en 1940 cuando el 10 de junio Mussolini declaró la guerra a Francia y Gran Bretaña. Los suyos lo alejaron de inmediato de Turín, e hicieron bien, ya que el primer bombardeo de la ciudad por parte de los ingleses fue inmediato…
—… ¿A mí me lo dices? ¡Me acuerdo muy bien!
—Claro, tú eres turinés.
—Sí, fue la noche entre el 11 y el 12 de junio, no lo esperábamos tan pronto mis padres ni yo.
—¿Reclutaron después a tu padre?
—No, era obrero de la FIAT y estos eran útiles allí donde estaban.
—Ya, como fábricas del Ejército y la Aviación,
—Sí. Volviendo al bombardeo, después de un momento de miedo corrimos los tres al sótano, pero nuestra casa, por suerte, no se vio afectada, aunque se lanzó sobre el centro de la ciudad: ¡17 muertos! Luego se sabría que el objetivo habría debido ser la FIAT, que apenas se vio afectada. Por eso se corrió la voz, murmurada, de que Churchill tenía acciones de la empresa, pero seguramente se trataba de una patraña.
—Seguro. Pero volviendo al menor de los Trastulli, los suyos lo enviaron con la hermana soltera del padre, una tal tía Erminia, que vivía en el pequeño pueblo del que provenía la familia, Cavaglià, a unos cincuenta kilómetros. La tía era y es una persona acomodada, al haber heredado la otra mitad de los bienes paternos. Acogió y cuidó encantada a su sobrino durante los años de la guerra, queriéndolo como un hijo y el niño a ella: me lo contó su padre, añadiendo que Clemente quería mucho más a su pariente que a su madre.
—El aparejador cuenta muchas cosas.
—No a todos: en la ANPI habla voluntariamente solo conmigo y con ese general de quien es amigo. No solo me habla de asuntos de guerra, sino también de los suyos privados: es una persona espontánea y un muy buen hombre. Por el contrario, la señora Iride no me gusta demasiado… es verdad que es también una heroína de guerra, pero… también es ‘na fareniella,21 una mujer arrogante que se cree la reina de Saba. Lo he comprobado más veces.
—Entiendo, pero dime algo de la esposa del hijo mayor. —Al final, también yo, en cuanto a curiosidad, no estaba mostrando menos que mi amigo; bueno, ambos éramos policías, ¿no?
—Ah, sí, completemos el cuadro: se llama Clodette, es una francesa rubia, más alta que su marido, una guapa mujer, pero ya la has visto. Arturo la conoce en unas vacaciones en Liguria. Ella se ocupa solo de las hijas, nada más, en casa tienen una criada de la nueve a las siete y media de la tarde, que hace todo y se llama Genoveffa. Clodette y Arturo discuten, porque a él le gustaría que trabajara en la tienda, de hecho, a su suegra le gustaría que estuviera allí a toda costa y a él le gustaría satisfacer a su madre, es un poco un hijo de mamá, es decir, un mamón según las palabras que incluye nuestro vocabulario, mientras que su hermano no lo es. Imagino que la madre malcriaría al primero de pequeño y no pudo hacerlo con el otro porque estaba con su tía. La nuera no quiere acabar dependiendo de la suegra, el marido insiste y los dos discuten y también la suegra le dice a la nuera cosas poco bonitas y entonces Clodette, aunque conoce bastante bien nuestro idioma, le dice impulsivamente «merde».
—La célebre palabra del general Cambronne en Waterloo —repliqué—, pero he leído que los franceses la usarían más como interjección de desagrado que como insulto contra alguien.