¿En qué punto estamos? 3ª edición ampliada

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¿En qué punto estamos? 3ª edición ampliada
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Agamben, Giorgio¿En qué punto estamos? La epidemia como política / Giorgio Agamben. - 3a ed.Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2021.Libro digital, EPUB - (filosofía e historia)Archivo Digital: descargaTraducción de: María Teresa D´Meza Perez; Rodrigo Molina ZavalíaISBN 978-987-8388-77-91. Filosofía Contemporánea. 2. Pandemias. 3. Ciencias Sociales y Humanidades. I. D´Meza Perez, María Teresa, trad. II. Molina Zavalía, Rodrigo, trad. III. Título.CDD 195

filosofía e historia

Título original: A che punto siamo? L’ epidemia come politica

Traducción: Rodrigo Molina-Zavalía y María Teresa D’Meza Pérez

Editor: Fabián Lebenglik

Diseño: Gabriela Di Giuseppe

Producción: Mariano García

3ª edición en Argentina

© 2021 Quodlibet Srl.

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2021

www.adrianahidalgo.com

ISBN: 978-987-8388-77-9

Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

Disponible en papel

Los textos recogidos en este libro, si no se indica lo contrario, fueron publicados por primera vez en la columna “Una voz” del sitio web www.quodlibet.it.

Advertencia

La nave se hunde, y nosotros discutiendo acerca de su carga.

San Jerónimo

He recopilado estos textos escritos durante los meses del estado de excepción debido a la emergencia sanitaria. Se trata de intervenciones concretas, en ocasiones muy breves, que buscan reflexionar sobre las consecuencias éticas y políticas de la así llamada pandemia y, a la vez, definir la transformación de los paradigmas políticos que las medidas de excepción iban delineando.

Ya han transcurrido más de quince meses desde el inicio de la emergencia, en efecto es momento de considerar a partir de una perspectiva histórica de mayor amplitud los acontecimientos de los cuales hemos sido testigos. Si los poderes que gobiernan el mundo han decidido echar mano del pretexto de una pandemia –a esta altura no importa si verdadera o simulada– para transformar de arriba abajo los paradigmas de su gobierno de los seres humanos y de las cosas, eso significa que esos modelos se encontraban, para esos mismos poderes, en una progresiva e inexorable decadencia y que ya no se adecuaban a las nuevas exigencias. Así como ante la crisis que convulsionó al Imperio en el siglo III, Diocleciano y luego Constantino emprendieron reformas radicales de las estructuras administrativas, militares y económicas que culminaron en la autocracia bizantina, de igual modo los poderes dominantes han decidido abandonar sin remordimientos los paradigmas de las democracias burguesas, con sus derechos, sus parlamentos y sus constituciones, para reemplazarlas por nuevos dispositivos cuyo propósito, que apenas podemos entrever, probablemente todavía no es del todo claro ni siquiera para aquellos que están trazando sus líneas rectoras.

Sin embargo, lo que define la Gran Transformación que esos poderes intentan imponer es que el instrumento que la ha vuelto formalmente posible no es un nuevo canon legislativo, sino el estado de excepción, esto es, la mera suspensión de las garantías constitucionales. En esto la transformación presenta puntos de contacto con lo que sucedió en Alemania en 1933, cuando el neocanciller Adolf Hitler, sin abolir de modo formal la Constitución de Weimar, declaró un estado de excepción que se prolongó durante doce años y que de hecho anuló las normas constitucionales que en apariencia seguían vigentes. Mientras que en la Alemania nazi fue necesario a tal fin desplegar un aparato ideológico explícitamente totalitario, la transformación de la cual somos testigos opera a través de la instauración de un mero terror sanitario y de una suerte de religión de la salud. Aquello que en la tradición de las democracias burguesas era un derecho ciudadano a la salud se invierte, sin que las personas parezcan darse cuenta de ello, para volverse una obligación jurídico-religiosa que ha de ser cumplida a cualquier precio. De cuán alto pueda ser ese precio hemos podido tomar medida ampliamente, y con toda probabilidad continuaremos haciéndolo cada vez que el gobierno lo considere necesario.

Podemos llamar “bioseguridad” al dispositivo de gobierno que resulta de la conjunción entre la nueva religión de la salud y el poder estatal con su estado de excepción. Es probable que la bioseguridad sea el dispositivo más eficaz de todos los que hasta ahora ha conocido la historia de Occidente. La experiencia ha demostrado en efecto que cuando lo que está en cuestión es una amenaza a la salud, los seres humanos parecen estar dispuestos a aceptar limitaciones de la libertad que no habían soñado que podrían tolerar, ni durante las dos guerras mundiales ni bajo las dictaduras totalitarias. El estado de excepción, que se ha extendido hasta el 31 de enero de 2021, será recordado como la más larga suspensión de la legalidad en la historia del país, implementada sin que los ciudadanos y sobre todo sin que las instituciones parlamentarias hayan tenido nada que objetar. Tras el ejemplo chino, precisamente Italia ha sido para Occidente el laboratorio donde la nueva técnica de gobierno ha sido experimentada en su forma más extrema. Y es probable que cuando los futuros historiadores esclarezcan qué estaba realmente en juego en la pandemia, este período aparezca como uno de los momentos más vergonzosos de la historia italiana y aquellos que lo han conducido y gobernado, como irresponsables sin el menor escrúpulo ético.

Si el dispositivo jurídico-político de la Gran Transformación es el estado de excepción, y su dispositivo religioso, la ciencia, en el plano de las relaciones sociales aquella ha confiado su eficacia a la tecnología digital, que, como ya es evidente, conforma un sistema con el “distanciamiento social”, que define la nueva estructura de las relaciones entre los seres humanos. En cada ocasión, las relaciones humanas deberían evitar hasta donde sea posible la presencia física y desarrollarse, como de hecho ya ocurría a menudo, a través de dispositivos digitales cada vez más eficaces e invasivos. La nueva forma de la relación social es la conexión, y quien no se encuentra conectado tiende a ser excluido de todo vínculo y condenado a la marginalidad.

Lo que constituye la fuerza de la transformación en curso es asimismo, como sucede con frecuencia, su debilidad. La propagación del terror sanitario ha necesitado de un aparato mediático acorde y sin fallas, que no será fácil mantener intacto. La religión médica, como toda religión, tiene sus herejías y sus disensos, y ya diferentes voces autorizadas han puesto en entredicho la realidad y la gravedad de la epidemia, que no podrán ser indefinidamente mantenidas mediante la difusión cotidiana de cifras carentes de todo peso científico. Y es probable que los primeros en tomar conciencia de ello sean precisamente los poderes dominantes, que, si no presintiesen que se hallan en peligro, sin duda no habrían recurrido a dispositivos tan extremos e inhumanos. Ya desde hace décadas opera una progresiva pérdida de legitimidad de los poderes institucionales, a la que estos no han sabido poner freno a no ser a través de la producción de una perpetua emergencia y la necesidad de seguridad que esta genera. ¿Durante cuánto tiempo más y de acuerdo con qué modalidades podrá ser prolongado este actual estado de excepción? Lo cierto es que harán falta nuevas formas de resistencia, en las cuales deberán comprometerse sin reservas aquellos que no renuncian a pensar una política por venir, que no tendrá la forma obsoleta de las democracias burguesas ni la del despotismo tecnológico-sanitario que las está sustituyendo.

1. La invención de una epidemia

Il manifesto, 26 de febrero de 2020

Ante las frenéticas, irracionales y por completo injustificadas medidas de emergencia por una supuesta epidemia debida al coronavirus, resulta necesario partir de las declaraciones del Consiglio Nazionale delle Ricerche [Consejo Nacional de Investigación], según las cuales no sólo “no existe una epidemia de SARS-CoV2 en Italia”, sino que de cualquier manera “la infección, conforme los datos epidemiológicos disponibles hoy sobre decenas de miles de casos, causa síntomas leves/moderados (una especie de gripe) en el 80-90% de los casos. En el 10-15% de los casos puede desarrollarse una pulmonía, cuyo curso es, no obstante, benigno en su absoluta mayoría. Se estima que sólo el 4% de los pacientes requiere recuperación en cuidados intensivos”.

Si esta es la situación real, ¿por qué los medios de comunicación masivos y las autoridades se dedican a difundir un clima de pánico, provocando un auténtico estado de excepción, con graves limitaciones de los movimientos y una suspensión del funcionamiento normal de las condiciones de vida y de trabajo en regiones enteras?

Dos factores pueden contribuir a explicar este comportamiento tan desproporcionado. En primer lugar, se manifiesta una vez más la creciente tendencia a emplear el estado de excepción como paradigma normal de gobierno. El decreto-ley aprobado con prontitud por el gobierno “por razones de salud y de seguridad pública” en efecto se traduce en una verdadera militarización “de los municipios y áreas donde al menos una persona dé positivo sin conocer la fuente de transmisión o aquellos en los cuales haya un caso no atribuible a una persona proveniente de un área ya infectada por el virus”. Una fórmula tan vaga e indeterminada permitirá extender con rapidez el estado de excepción a todas las regiones, puesto que es casi imposible que no se verifiquen casos en otros sitios. Consideremos las graves limitaciones a la libertad previstas por el decreto: a) prohibición de alejarse del municipio o del area concerniente a todos los individuos que allí se encuentren; b) prohibición de acceso al municipio o al área en cuestión; c) suspensión de manifestaciones o iniciativas de cualquier naturaleza, de eventos y de toda forma de reunión en un lugar público o privado, incluso de carácter cultural, recreativo, deportivo o religioso, aunque se desarrollen en espacios cerrados a los cuales el público tenga acceso; d) suspensión de los servicios educativos de la infancia y de las escuelas de todo tipo y nivel, así como de la asistencia a actividades escolares y de formación superior, a excepción de las actividades educativas a distancia; e) cierre al público de museos, instituciones y otros lugares culturales referidos en el artículo 101 del Código del Patrimonio Cultural y del Paisaje, conforme lo dispuesto en el Decreto Legislativo del 22 de enero de 2004, nº 42, así como la suspensión de la efectividad de las disposiciones reglamentarias sobre el acceso libre y gratuito a esas instituciones y lugares; f) suspensión de todos los viajes educativos, tanto en Italia como hacia el extranjero; g) suspensión de los procedimientos de insolvencia y de las actividades de las oficinas públicas, sin perjuicio de la prestación de los servicios esenciales y de los servicios públicos; h) aplicación de la medida de cuarentena con vigilancia activa de los individuos que hayan tenido contacto estrecho con casos confirmados de la enfermedad infecciosa propagada.

 

La desproporción ante lo que en palabras de la CNR es una gripe común, no muy diferente de las que se repiten año a año, salta a la vista. Parecería que, agotado el terrorismo como causa de las medidas excepcionales, la invención de una epidemia puede ofrecer el pretexto ideal para extenderlas más allá de todo límite.

El otro factor, no menos inquietante, es el estado de inseguridad y miedo que evidentemente se ha expandido en los últimos años en las conciencias de los individuos y que se traduce en una verdadera necesidad de situaciones de pánico colectivo, a la cual la epidemia vuelve a ofrecer el pretexto ideal. Es así que, en un perverso círculo vicioso, la limitación de la libertad impuesta por los gobiernos se acepta en nombre de un deseo de seguridad que ha sido inducido por los mismos gobiernos que ahora intervienen para satisfacerlo.

2. Contagio

11 de marzo de 2020

¡El contagiado! ¡Dale! ¡Dale! ¡Dale al contagiado!

Alessandro Manzoni, Los novios

Una de las consecuencias más inhumanas del pánico que por todos los medios se busca difundir en Italia con ocasión de la así llamada epidemia del coronavirus está en la idea misma de contagio, que constituye el fundamento de las medidas excepcionales de emergencia adoptadas por el gobierno. La idea, que era ajena a la medicina hipocrática, tuvo su primer precursor inconsciente durante las pestes que entre 1500 y 1600 asolaron algunas ciudades italianas. Se trata de la figura del contagiado, (1) inmortalizada por Manzoni tanto en su novela como en el ensayo Historia de la columna infame. Un “bando” milanés por la peste de 1576 lo describe así, e invita a los ciudadanos a denunciarlo:

Habiendo llegado a oídos del gobernador que algunas personas con falso afán de caridad y para infundir terror y espanto al pueblo y a los habitantes de esta ciudad de Milán, y para excitarlos a algún tumulto, van ungiendo con untos, que llaman pestíferos y contagiosos, las puertas y cerrojos de las casas y las esquinas de los barrios de esa ciudad y otros sitios del Estado, so pretexto de llevar la peste a lo privado y a lo público, de lo cual resultan numerosos inconvenientes y no poca alteración entre las gentes, más aún para quienes con facilidad se persuaden de creer semejantes cosas, se hace saber a todos, cualquiera sea su calidad, estado, grado y condición, que, en el plazo de cuarenta días, se les entregarán quinientos escudos a quienes informen acerca de la persona o personas que han favorecido, ayudado o sabido de tal insolencia...

Mutatis mutandis, las recientes disposiciones (adoptadas por el gobierno con decretos que nos complacería –pero es una ilusión– que no fueran confirmados por el Parlamento en forma de leyes dentro de los plazos previstos) transforman de hecho a cada individuo en un potencial contagiado, exactamente de la misma manera que las disposiciones atinentes al terrorismo consideran de hecho y de derecho a cada ciudadano como un potencial terrorista. La analogía es tan clara que al contagiado en potencia que no cumple con las prescripciones se lo castiga con la prisión. La figura del portador sano o precoz, quien contagia a una multiplicidad de individuos sin que estos puedan defenderse de él, como uno podía defenderse del contagiado, es particularmente mal vista.

Aún más triste que las limitaciones de las libertades implícitas en las disposiciones es, en mi opinión, la degeneración de las relaciones entre los seres humanos que aquellas pueden producir. Quienquiera que sea el otro, incluso un ser querido, no debemos acercarnos a él o tocarlo, y de hecho hay que poner una distancia entre nosotros y él; algunos dicen que esa distancia debe ser de un metro, pero según las últimas recomendaciones de los así llamados expertos debería ser de cuatro metros y medio (¡qué interesantes esos cincuenta centímetros!). Nuestro prójimo ha sido abolido. Es posible, dada la inconsistencia ética de nuestros gobernantes, que quienes dicten estas disposiciones se encuentren motivados por el mismo temor que pretenden provocar. Es difícil no pensar, sin embargo, que la situación que estas crean es exactamente aquella que nuestros gobernantes han tratado muchas veces de alcanzar: que de una buena vez se cierren las universidades y las escuelas, que las clases sólo se dicten online, que dejemos de reunirnos y hablar por razones políticas o culturales, que únicamente intercambiemos mensajes digitales y que, donde sea posible, las máquinas sustituyan todo contacto –todo contagio– entre los seres humanos.

1 En italiano la palabra es untore, que tiene una connotación activa y no pasiva como en “contagiado”. Nos hemos apegado a la traducción de las versiones más establecidas de la novela de Alessandro Manzoni. En este libro la hemos traducido, según el caso, “contagiado” o “contagiador” [N. de los T.].

3. Aclaraciones

17 de marzo de 2020

De acuerdo a las buenas prácticas de su profesión, un periodista italiano se ha aplicado a distorsionar y falsear mis observaciones acerca de la confusión ética a la cual la epidemia está arrojando al país, donde ya no se tiene consideración ni siquiera por los muertos. Así como no es relevante mencionar su nombre, tampoco vale la pena rectificar las previsibles manipulaciones. Quien así lo desee, puede leer mi texto anterior, “Contagio”. Aquí prefiero publicar otras reflexiones, que, a pesar de su claridad, presumiblemente también serán falsificadas.

El miedo es un mal consejero, pero hace que aparezcan muchas cosas que se fingía no ver. Lo primero que a todas luces muestra la ola de pánico que ha paralizado al país es que nuestra sociedad no cree en otra cosa que en la vida desnuda. Es evidente que los italianos están dispuestos a sacrificar prácticamente todo, las condiciones normales de vida, las relaciones sociales, el trabajo, incluso las amistades, los afectos y las convicciones religiosas y políticas ante el peligro de enfermarse que, al menos por ahora, ni siquiera es estadísticamente tan grave. La vida desnuda –y el miedo a perderla– no es algo que una a las personas, sino que las ciega y las separa. Los demás seres humanos, como en la peste descrita por Manzoni, ahora son vistos sólo como potenciales contagiadores que hay que evitar a toda costa y de quienes se debe mantener una distancia de al menos un metro. Los muertos –nuestros muertos– no tienen derecho a un funeral y no queda claro qué sucederá con los cadáveres de las personas a las que amamos. Nuestro prójimo ha sido borrado y es curioso que las iglesias callen al respecto. ¿En qué se convierten las relaciones humanas en un país que se acostumbra a vivir de este modo por un tiempo indefinido? ¿Y qué es una sociedad que no tiene otro valor sino la supervivencia?

Lo segundo, no menos preocupante que lo primero, que la epidemia muestra a ojos vista es que el estado de excepción, al cual los gobiernos nos han acostumbrado desde hace muchos años, se ha convertido de veras en la condición normal. Si bien en el pasado hubo epidemias más graves, a nadie se le había ocurrido declarar por ese motivo un estado de emergencia como el actual, que nos impide incluso desplazarnos. Tanto se han acostumbrado las personas a vivir en condiciones de crisis y emergencia perpetuas que no parecen darse cuenta de que su vida se ha reducido a una condición puramente biológica y ha perdido no sólo toda dimensión social y política, sino hasta humana y afectiva. Una sociedad que vive en un estado de emergencia perpetua no puede ser una sociedad libre. De hecho, vivimos en una sociedad que ha sacrificado la libertad en nombre de las así llamadas “razones de seguridad” y por esto se ha condenado a vivir en un perpetuo estado de miedo e inseguridad.

No sorprende que a causa del virus se evoque la guerra. Las medidas de emergencia nos obligan a vivir, de hecho, bajo condiciones de toque de queda. Sin embargo, una guerra con un enemigo invisible que puede anidar en cualquier otro es la más absurda de las guerras. Es, en verdad, una guerra civil. El enemigo no está fuera, está dentro de nosotros.

Lo que preocupa no es tanto o no sólo el presente, sino sus secuelas. Así como las guerras han legado a la paz una serie de tecnologías nefastas, desde los alambrados de púas hasta las centrales nucleares, de igual modo es muy probable que se busque continuar, incluso después de la emergencia sanitaria, con los experimentos que los gobiernos no habían conseguido realizar antes: así, en las escuelas, en las universidades y en todo sitio público los dispositivos digitales sustituirán la presencia física, que quedará confinada, con las debidas precauciones, a la esfera privada y dentro de los hogares. Se trata, pues, nada menos que de la lisa y llana abolición de todo espacio público.

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