Czytaj książkę: «Sanguínea»
Gabriela Ponce Padilla
Gabriela Ponce (Quito, 1977) es escritora, directora de teatro y profesora de artes escénicas en la Universidad San Francisco de Quito.
Ha publicado el libro de cuentos Antropofaguitas (2015, Premio del Ministerio de Cultura de Ecuador), el monólogo “Cama”, dentro de la antología teatral Penumbra (2016) y la obra de teatro Lugar (2017, Premio Gallegos Lara). Sus cuentos han aparecido en varias antologías nacionales e internacionales. Forma parte del consejo editorial de la revista digital Sycorax, dedicada a la reflexión y a la crítica cultural.
Es parte del colectivo Mitómana/Artes Escénicas y cofundadora de Casa Mitómana, invernadero cultural. Como escritora, directora y productora, ha llevado a escena las siguientes obras teatrales: Tazas Rosas de Té (2016, Premio Dramaturgia Inédita de la Fundación Teatro Nacional Sucre y Premio Francisco Tobar García del Municipio de Quito); Esas Putas Asesinas, adaptación para la escena del cuento de Roberto Bolaño (2015); Caída, Hemisferio Cero (2014). Su obra de teatro Entrada en Pérdida (2013) ganó el premio internacional Escritura de las Diferencias y fue escenificada en Cuba y publicada en Francia.
Candaya Narrativa, 66
SANGUÍNEA
© Gabriela Ponce
Primera edición: mayo de 2020
© Editorial Candaya S.L.
Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles
08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)
Diseño de la colección:
Francesc Fernández
Imagen de la cubierta:
Braulio Armenta
BIC: FA
ISBN:978-84-15934-97-4
Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.
Cada amor es inextricable de lo que arrastra.
No es descifrable el sentido de ningún amor sobre la tierra
El cuerpo se prepara para no se sabe qué que no llega jamás
Pascal Quignard, Vida secreta
Odio y amo. Quizás te preguntes por qué lo hago.
No lo sé, pero siento que es así y me torturo
Catulo, Carmen, epigrama 85
Índice
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Llegamos a ese galpón con la noche colándose por las faldas y las mangas, salpicando babas que brillaban en medio de un entusiasmo incontenible. Las manos con olor a mentol y los ojos vibrando por una plenitud espesa. Sin sacarnos los patines, entramos y empezamos a bailar de modo frenético, queriendo abrazar eso que no se podía tocar ni nombrar, pero que derramaba nuestra intimidad entre la multitud y el ruido: un embellecimiento agudo de todas las cosas. Nos sentíamos como un solo cuerpo –hueso, sangre y carne– que se desmembraba por instantes, para volver a unirse por la irremediable necesidad del tacto. Nos agarrábamos las manos y las cinturas y el pelo largo que era rubio, negro, dorado, rojo. Nuestros ritmos estaban acompasados y, de vez en cuando, nos tocábamos los labios, nos rozábamos las tetas. En uno de esos impulsos de huida que me asaltaban en los momentos de mayor goce y que se me atravesó helado en el coxis, patiné hacia la barra, pedí un wiski y agarré las manos que tenía a mi lado, unas manos que me eran familiares y unos ojos que sentí cómplices a pesar de haberlos visto pocas veces. Me resbalé en el sudor de ese cuerpo, lo olí y lo jaloneé hacia fuera, otra vez hacia la calle, para volver a patinar en la intemperie y sentir que el aire de la noche es voluta negra que atrae a los cuerpos inestables que están a su alcance, ensañándose severa, con los que piden auxilio. Afuera es la noche, fue la frase que resonó en mi interior, y patiné.
Tomada de esa mano, di un par de vueltas que me marearon, agarré un taxi, tomé el wiski, patiné por una calle estampada de caca de perro, subí trozos de vereda y llegué a la puerta de una casa pequeña al fondo de una cuchara. Pasaje H –halcón, hueco, horror–. Entonces, recién observé con calma sus ojos. Unos ojos que no esquivaban nada, ni siquiera aquello que no les interesaba o que no les parecía en lo más mínimo útil. Iban sus ojos sobre cada cosa. Y mientras cabalgaba esa mirada sin temor hacia el desorden del mundo, expulsaba chispazos que preñaban el aire y las cosas de una ternura algo cínica. Entre la pared y la puerta estaba yo, tiritando, con los brazos torcidos, muerta de frío. Empezó a desnudarme mientras abría la puerta del garaje, luego la puerta de metal, luego la puerta de madera y fue empujándome hacia un interior húmedo y caliente en el que yo resbalaba plácida, apenas algo preocupada por estar aún sangrando. Cuando entramos, tenía ya el pantalón y el calzón a la altura de las pantorrillas. Él no prendió la luz, solo me besó los pezones y me besó los muslos y saboreó la vagina sangrante y con esa sangre volvió a mi boca y me siguió besando con una suavidad que yo no había conocido antes –puta ternura que a sorbitos va tragándose lo que queda de mí: vergüenza por los huesos y las piernas flácidas–. Yo esperaba la penetración, pero seguimos besándonos en la oscuridad, con la cola de algo que parecía ser un gato, afelpada y hedionda, cruzándonos las piernas. Se quitó la ropa y con unos fósforos que sacó del bolsillo de su chompa prendió un par de velas mientras yo observaba su cuerpo, sus nalgas ovaladas alejarse por un pasillo inmenso. Me quedé parada, semidesnuda, en patines, sintiendo el aire helado atravesarlo otra vez todo. El desamparo como un vaho blanco entrando por mi ano y los efectos del éxtasis que, como olas, regresaban a mi pecho pidiendo, otra vez, por favor, dónde está el resto del cuerpo –hueso, carne y sangre–. Intenté seguirle, pero me resbalé. Entonces me saqué los patines y al plantarme descalza sentí el suelo húmedo, como arcilla mojada entre mis dedos. Hundí suavemente los pies imaginando lodo, mis dedos repujando la tierra y dejando una huella deliciosa, pintada por la carne del talón lastimado. El flujo, otra vez, lo sentí bajar. Caminé despacio, siguiendo la débil luz y esparciendo con mis manos la sangre en los muslos y lo encontré a él, a su pelo largo enredado. Él, desnudo en medio de un colchón inmenso que ocupaba todo el cuarto. Me acosté a su lado y sentí su verga tiesa y empezó a besarme otra vez y el deseo por su penetración se hizo agua que asomó tibia por la entrepierna, sobre el rojo seco. Él siguió con toda su atención en mi boca, besándola con una delicadeza anormal. Esa noche no hicimos el amor. Esa noche su verga apuntó mi vagina, se apretó entre mis muslos, rozó varias veces mis nalgas, pero no me penetró. Yo caí dormida con la vagina sudando rojo y con el éxtasis regresando a mí, ya no como olas, sino como hormigueos suaves que, haciéndose enjambre, volaban sin que yo pudiera retener nada.
A la mañana siguiente desperté y sentí su verga otra vez dura. Esta vez sí hubo penetración. Pero fueron otras las cosas que ocuparon mi atención. La pared con trozos de musgo verde creciéndole, la humedad brotando por las paredes, la densidad del aire y su lengua doblándose en mi boca. Siguió penetrándome mientras, alrededor nuestro, el musgo y los insectos entraban y salían por los poros abiertos, diminutos, que agujereaban esas paredes mientras yo sentía el escalofrío de la tripofobia: imaginaba huecos como poros abriéndose también en toda su espalda y tomándose su cuerpo. La morbosidad creciendo hasta interrumpirse por un escándalo que ocurría en algún lugar de la casa y que lo hizo parar y levantarse. Son los gatos, dijo, llegó uno nuevo. Yo me levanté tras él, despacio, y, al seguirlo, descubrí un pasillo atravesado por rayitos de sol que entraban por una claraboya circular. En el piso, amontonados, instrumentos musicales y libros. Pilas de libros. Flautas. Tambores. Partituras. Objetos, collares y máscaras. Cofres. Todo sobre el suelo terroso. Al final del pasillo, un montoncito de ropa y mis patines. Fui hacia allá y mientras caminaba sobre el polvo apareció un gato inmenso y tras él dos más pequeños. Se dispararon por una ventana abierta por la que entraban helechos. Caminé hacia mi ropa y me vestí dándome cuenta de que en el salón había un mueble rojo sin utilidad alguna, puro adorno, y un sillón de cuero que parecía salido de alguna oficina. En una esquina, el parlante pequeño, y sobre él, una computadora que no había parado de sonar, aunque ahora mismo no puedo recordar ninguna de las canciones que tocó. Toda la noche música.
Esto es una cueva o una caverna o una rampa o un pozo, pensé, sintiendo que todo era tan real como absurdo. El hombre salió de lo que supuse era la cocina y me ofreció una chirimoya. La partió en dos. Dos corazones blancos de una textura peluda y pulcra. Se quedó con uno de los corazones en la mano y me ofreció una cuchara con la que yo lo destripé hasta dejar el orificio lleno de pepas. Luego, me pasó el otro extendiendo su mano pálida y esa imagen fue de una hermosura que me hizo pensar que estaba sucediendo algo extraordinario –la gravedad de ese instante previo a que sucediera lo irreversible–. Quedaron las dos cáscaras de chirimoya que él apiló y que acercó a su pene para mear un chorrito dentro de ellas. Luego se rio ofreciéndomelo para tomar. Yo dudé. Él volvió a reír y empezó a caminar hacia su cuarto, mientras decía que tenía que salir. Es domingo, hay cosas familiares ineludibles, eso creí escuchar, pero pudo haber dicho también imperdibles o, quizá, indecibles. Dijo, además, que podía esperarlo, de eso sí estoy segura. Pero yo ya me había puesto los patines sintiendo que en mi estómago se formaba lenta una ráfaga fría que subió y me golpeó la garganta. Empecé a llorar. Inmenso el hueco que tenía que atravesar para irme. El hombre no entendió nada. Se acercó y me abrazó y yo le quise decir aquí me quiero quedar a vivir. Por favor. Y de la vergüenza –por el sentimiento y por el pensamiento y por las lágrimas– salí casi sin despedirme, patinando torpemente, y de modo aún más torpe abrí las puertas y agarré pista. Llegué hasta la carretera y tomé un bus. Al llegar a mi casa con el chuchaqui mortal, con la angustia rajándome la garganta, con el sol lastimándome la piel, con la vagina ya seca, apenas un leve goteo rojo, y el éxtasis como el agujero obsceno en el centro del cuerpo por el que huye todo, pelé y rallé una manzana arenosa que era lo único que podía desayunar. Observar el modo en el que la miel caía en un chorro perfecto, desde la cuchara sostenida por mis manos temblorosas, sobre los flecos de la manzana, me devolvió cierta calma y pude dormir.
La María llegó a visitarme esa tarde y yo, ya en medio de la borrachera, después de habernos tomado dos botellas de vino blanco para atravesar el dolor del domingo, mientras comentábamos la fiesta, riéndome a carcajadas le dije lo cierto es que ahora me he vuelto a enamorar. Sosteniendo su copa, con sus deditos flacos, y lanzando como era su costumbre una de sus frasecitas irónicas, ella respondió pero si tú eres una mujer casada; a lo que yo, a su vez, de manera también cínica, otra vez muerta de la risa, con un gesto en el que alzaba la copa para luego asentir con la cara y con todo el cuerpo dije sí, soy una mujer casada.
2
Innumerables veces volví a la cueva. Me preguntaba en mi auto, en plena carretera, por qué regreso. Qué hago en esa cueva. Cada jueves. O cada viernes. Volví a la cueva y el lugar era cada vez más agreste, le crecían cuerpos y crestas de tierra que se hacían polvo. Tantos días regresé, que una mañana amanecí vestida de trozos de musgo; en realidad amanecí con el torso pálido y desnudo, mis tetas pronunciándose como colinitas suaves se habían hecho más pequeñas, como si alguien que no era él, sino un animal, las hubiese chupado. Las tetillas rosadas, algo lastimadas y paradas, la línea del torso bien marcada, cubiertos mis brazos por las mangas que quedaban de alguna chompa, mangas moradas con líneas blancas. Una sábana agarrada con un cordón a la cintura, falda marrón por la que también salía musgo, los pies largos, el pelo ensortijado con pedazos de hierba armando ondulaciones con él. Parada, sosteniendo la manija de una puerta tras la cual se abría otra puerta y otra puerta y otra puerta, a mis pies un gato negro al que apenas le quedaba algo de pelo, pero al que parecía que le habían crecido alas. No era un sueño. Tampoco el éxtasis. Era el día de mi cumpleaños y era yo, en lo que me había transformado, esa mañana, en esa cueva.
De todo ese lugar solo conocía partes: el cuarto con el colchón enorme, un baño al que no llegaba la luz y presentía un jardín o un bosque cuyas ramas se agitaban en las noches. La cocina sí la conocía bien. Esa mañana, hecha selva, me dije hay que conocer esta gruta completa, pero entonces vinieron una serie de pensamientos que me llenaron de pavor, entre ellos la multiplicación de esas puertas y mi incapacidad de decidir cuál cruzar. Creo que él lo notó porque puso una música que me abstrajo de los pensamientos negativos en los que me hallaba perdida. En esa cueva la música no dejaba de sonar, ahora la recuerdo como sonidos aislados y agudos, a veces esos sonidos me hacían llorar, otras, podían hacerse tierra o agua como todo lo demás; algunas veces, como esa mañana, me enseñaban el camino a seguir. Vi una foto y pregunté por la extrañeza de los colores en la imagen y él me dijo nací en Rusia, viví en Yugoslavia, y los dos nos reímos porque todo cobró, de pronto, y para ambos, sentido. Ya eran meses en los que los mensajes llegaban el miércoles o el jueves. ¿Vienes hoy? Y yo me abalanzaba al teclado. ¿Quieres que vaya? Claro que voy. Yo siempre con el cuerpo endurecido porque en mi cuarto la oscuridad daba vueltas queriendo asfixiarme y nada quería tener yo que ver con ese paisaje desolado de las seis de la tarde, con ese último trozo de sol. Agarrar el carro, agarrar la carretera, llegar, cruzar el portón eléctrico, cruzar la mecánica, abrazarle y que los besos llegaran a ocupar el cuerpo vacío. Mi cuarto está tan lejos, por suerte. Que los brazos se mantengan rozando la piel, que no toquen, que, en un momento dado, cuando mi vagina ya esté latiendo de tanto andarse por las ramas, yo diga quiero que me agarres, penétrame, por favor. Resbalando por los agujeros de las babas cualquier palabrita frágil y cursi. Y cruzándose, claro, cómo no, la imagen o la voz o la figura de mi esposo al que, en medio de esa materia o de esas formas que se hacían entre los cuerpos, yo imaginaba. La traición o el cinismo o la satisfacción de la venganza me hacían reír o me hacían sentir más suaves las caricias o, a veces, también, como la música, me hacían llorar. De pronto, empezaban las lágrimas a salir y el hombre de la cueva sacaba suave su pene, iba soltando la vagina de a poco y, sin decir nada, me abrazaba o se levantaba y, agarrando con los brazos largos la botella del piso, me ofrecía un trago. Un par de veces lloró conmigo. Recordando ese par de veces, y recordando la tripofobia, satisfacción morbosa que incrementaba el placer al imaginar que, como las paredes, su espalda estaba plagada de poros abriéndose por los que yo metía mis manos hasta tocar la materia acuosa de su interior, recuerdo también las visiones que constantemente tenía. En una de ellas me veía parada frente a todas esas puertas. En otra, cuerpos se formaban y atravesaban la tierra y las paredes. Recuerdo cómo me vestía, cómo iba desvistiéndome, cómo podían ser días de vestirse y desvestirse, momentos en los que yo veía cómo los cuerpos iban abriéndose espacio, iban atravesando las paredes y entraban al cuarto piernas y muslos mientras hacíamos el amor y yo me excitaba hasta la locura por esa multiplicación. La materia que formábamos entre los dos era trozos y volúmenes de cuerpos que ese rato se formaban, eran materia del amor (qué cursilería maldita otra vez). El camino a seguir, que me enseñó esa música, tenía que ver con esa carne, con esa materia desparramada que pujaba por entrar a ese cuarto esas noches, que caía en silencio y también tenía que ver con el musgo que me brotaba del cuerpo y, obvio, con la imagen de mi esposo, por ahí, como un fantasma: un retraimiento de la voz y de la palabra para que se abriera o se desplomara o se estrellara todo lo que yo era, todo el odio hacia mí misma, todo el silencio del cielo por caerse, un presagio el día en el que cumplía 38 años.
3
Un sábado amanecí en el colchón inmenso y él no estaba en el cuarto, entonces seguí su olor con algo de miedo, caminé por el oscuro zaguán y fui a dar a la puerta trasera de la cocina que estaba, como nunca, abierta. Y ahí, el jardín, que era una salvaje superposición de matas y troncos y árboles frutales alrededor de los cuales crecían edificios altos: en la sombra que dibuja alguno de esos árboles estoy yo, me reconozco pequeña frente a un orden de cosas que me empuja a entrar en él. El jardín tiene un limonero, varios árboles de tomate, los tomates cuelgan como cuelgan los testículos de este hombre, con cierta dejadez, esperando que una mano los exprima con cuidado. Agarro un tomate, lo arranco y luego lo muerdo y el ácido lastima la herida de mi labio. Hay largos tallos. De los tallos se sostienen flores secas que también aprieto. Una piedra de moler. Sobre esa piedra grande una serie de piedras de distintas formas y tamaños. Fundas negras conteniendo plantas que parecen aromáticas. Quiero olerlas, pero me contengo. Un montículo retorcido del cual emergen raíces que, como gusanos largos o serpientes, llegan hasta la tierra y dentro del cual se empoza agua. Me agacho. Las raíces forman la cara de una niña, tiene la niña un peinado que se parte por la mitad, la raya partiendo el cráneo. Mi abuela me peinaba cada día sentándome sobre la tapa del escusado: separaba perfectamente mi pelo en dos hebras, trazaba con la peinilla una línea recta que me cruzaba la cabeza, metía el peine en agua, lo asentaba luego con fuerza sobre el pelo para estirar, agarraba las dos colas con binchas y las apretaba con un rigor solo parecido a la ternura contenida en su corazón. Ella peinándome. Yo, imaginando personas, carros, ratitas y familiares transitando por la perfecta línea que partía mi cabeza. Gusanos o hierbas brotando con hermosura de los orificios de la cara de esa niña dibujada entre los rizomas y la tierra. De su nariz y su boca. El rostro estirado por una bondad también contenida. A un lado del raizal, el revoloteo de una planta con flores fucsias, al otro lado, más tallos desahuciados y un tronco que, como mano abierta, sostiene una maceta con una plantita de la que brota una única hoja, delineada con la fuerza de un rojo que se vuelve más tenue en su interior. Otra vulva. También quiero arrancarla. Rodeando la planta una serie de flores blancas, cartuchos con tallos amarillos poblados por mariquitas que se aparean mientras una que otra abeja las visita. Observo a las mariquitas treparse unas a otras en ese órgano floral erecto y me atrevo a jalonear un tallo. Las mariquitas caen y yo agarro esta vez sin contención alguna el órgano carnoso y lo desgrano, sintiendo en ese desmenuzar algo de maldad, mientras me pregunto cómo sobrevive la fragilidad. Observo mis pies con el picadillo amarillo y me sacudo. También asoma un diminuto rosal, un penco, chilcas sin utilidad, los famosos aretes de color morado y, escalando la pared, buganvillas. En el suelo, toctes que el hombre va a romper y a ofrecer como ofrece todo lo que es suyo, abriendo los ojos en un gesto que dice algo así como ahora esto es tuyo, punto, te haces responsable, es tu problema, si lo comes, si lo botas, es tuyo, ya verás lo que haces tú. Un gesto que también podía ser advertencia de lo que se estaba inaugurando entre nosotros. Pero el tocte aún no me lo da. Primero tengo que cruzar ese jardín, que no es poca cosa, es inmenso y hay árboles que tapan el sol. Y tengo que encontrarme antes, además, una planta peluda ahí colgando como un pedazo de carne o un trozo de hígado o de corazón, debajo de la cual reposa una tortuga de piedra, tuerta. Con un solo ojo que engendra la paciencia. El otro es un hueco oscuro del que imagino sale agua. Me acerco, pero me asusta la mirada de ese único ojo. Sigo el camino, segura de que en medio de ese bosquecito salvaje hay algo más y encuentro en medio de unas matas, justo en lo que calculo será el centro del jardín, un objeto que me llena de nostalgia y que de golpe trae otra vez al pasado y a los muertos y a la infancia obturada en mi cuerpo. Un tablero exactamente igual a esos que encontrábamos en el parque para jugar tiro al blanco, con unas largas ametralladoras de balines rojos. Un tablero con objetos de la más diversa índole pero que son, en su mayoría, cajas de chicles, chupetines, cromos, muñequitos de plástico, y en el centro, rodeado por una cartulina roja, el premio gordo, en este caso, una muñeca de plástico con vestido rosado tejido y un sombrerito igualmente rosa. Cuando me acerco, las golosinas efectivamente son pequeñas cajas de chicles adams, son frunas de limón y naranja como las de antes, son chocolatines jet y chupetes bom bom bum, y la muñeca también parece de otro tiempo. Es posible regresar a la infancia muerta, a las formas de su belleza. Siento las pisadas del hombre que se me acerca, pero yo ya he tomado la ametralladora que estaba junto al tablero y he apuntado a la muñeca, pero he fallado. Mi disparo da en un papelito que está ubicado entre dos cajas de chicles y que dice éxito, es propicia la perseverancia. Entonces regreso a ver al hombre que tiene un tocte en la mano y después de partirlo me lo da como diciéndome ahora es tuyo, tú verás si lo comes o no, tú verás lo que haces con él, ahora te haces responsable. El tocte me lo como. Pero los huecos que deja el tocte me dan escalofríos y los mastico sintiendo que tasco el vacío. Patrones de huecos. Huequitos. No lo soporto. Y con ese pensamiento, o queriendo detener las imágenes que me aterran, estoy a punto de preguntar por la existencia de ese tablero o de ese jardín, pero el hombre dice déjame ver tu calzón. Yo le digo no me he puesto calzón, y me acuesto en la hierba, debajo de alguna sombra, y me levanto la falda completamente, cubriéndome el torso y la cara con esa tela liviana, y siento que el hombre da unos pasos y luego se sienta y coloca algo en mi vagina, algo que yo imagino que es un trébol. Siento el tallo largo, fino, algo peludito entrar perfecto entre mis labios, rozar apenas el clítoris. Así me quedo, con el calor de unos rayos de sol que cruzan y se extienden al mismo tiempo calmos y agitados sobre mis piernas. Y con un trébol erecto, cruzando los labios de mi sexo.