Czytaj książkę: «La metamorfosis y otros relatos»
Viento Joven
I.S.B.N.: 978-956-12-2965-5.
33ª edición: marzo de 2020.
Obras Escogidas
I.S.B.N.: 978-956-12-1651-8.
I.S.B.N. edición digital: 978-956-12-3541-0.
34ª edición: marzo de 2020.
Ilustración de portada
Andrés Jullian.
Editora General: Camila Domínguez Ureta.
Editora Asistente: Camila Bralic Muñoz.
Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.
Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.
© 2004 de las presentes versiones por
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Diagramación digital: ebooks Patagonia
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Índice
LA METAMORFOSIS
LA CONDENA
PRIMER DOLOR O UN ARTISTA DEL TRAPECIO
UN ARTISTA DEL HAMBRE
UN MÉDICO RURAL
El nuevo abogado
Un médico rural
En la galería
Un viejo manuscrito
Ante la ley
Chacales y árabes
Una visita a la mina
El pueblo más cercano
Un mensaje imperial
Preocupaciones de un padre de familia
Once hijos
Un fratricidio
Un sueño
Informe para una academia
CONTEMPLACIÓN
Niños en un camino de campo
El timador desenmascarado
El paseo repentino
Resoluciones
La excursión a la montaña
Desdicha del soltero
El comerciante
Contemplación distraída en la ventana
Camino a casa
Hombres que pasan corriendo
En el tranvía
Vestidos
El rechazo
Para que mediten los jinetes
La ventana a la calle
El deseo de ser piel roja
Los árboles
Desdicha
UNA MUJERCITA
JOSEFINA LA CANTANTE O EL PUEBLO DE LOS RATONES
FRANZ KAFKA Y SU OBRA
La metamorfosis
1
Cuando una mañana Gregorio Samsa despertó de un sueño intranquilo, se encontró en su cama transformado en un monstruoso insecto. Estaba recostado sobre el duro caparazón de su espalda, y al levantar un poco su cabeza vio su abombado vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, sobre el cual apenas podía sostenerse la colcha, a punto ya de caer al suelo. Numerosas patas, penosamente delgadas en comparación con el resto de su tamaño, se agitaban desamparadas ante sus ojos.
“¿Qué me ha ocurrido?”, pensó.
No estaba soñando. Su habitación, una habitación normal, quizás un poco pequeña, permanecía tranquila entre las cuatro paredes bastante familiares. Un muestrario de géneros se hallaba desparramado encima de la mesa –Samsa era vendedor viajero–, y en la pared colgaba una imagen que recientemente había cortado de una revista ilustrada y puesto en un lindo marco dorado. Representaba a una mujer ataviada con un sombrero y una boa de piel, sentada muy erguida y levantando hacia el espectador un pesado manguito, también de piel, el cual cubría todo su antebrazo.
A través de la ventana, Gregorio vio que el día estaba nublado. Las gotas de lluvia que se sentían caer sobre el cinc del alféizar, lo pusieron muy melancólico.
“¿Qué pasaría –pensó– si siguiera durmiendo y me olvidase de todas estas locuras?”. Pero esto era algo imposible, porque Gregorio estaba acostumbrado a dormir de lado, y su actual estado no le permitía ponerse en esa posición. Por más que intentara colocarse de lado, el balanceo lo volvía siempre a dejar de espaldas. Lo intentó unas cien veces, cerró los ojos para no tener que mirar la torpe agitación de sus patas, y sólo se detuvo cuando notó un leve y punzante dolor que nunca antes había sentido.
“¡Dios mío!, pensó. ¡Qué profesión tan agotadora he elegido! Viajando un día sí y un día no. Los esfuerzos de este trabajo son mucho mayores que el negocio en la ciudad, sin contar las molestias de los viajes: estar atento a las conexiones de los trenes, la comida mala e irregular, relaciones constantemente cambiantes, que nunca duran y jamás llegan a ser cordiales. ¡Al diablo con todo!”.
Sintió en el vientre una leve picazón. Se arrastró lentamente sobre la espalda hasta llegar a la cabecera de la cama, para poder alzar mejor la cabeza. Descubrió que la parte que le picaba estaba llena de unos puntitos blancos, que no supo a qué se debían; y cuando intentó tocar esa parte con una pata, tuvo que retirarla de inmediato, pues el roce le producía escalofríos.
Se deslizó hacia su posición inicial.
“Esto de madrugar, pensó, lo vuelve a uno estúpido. Uno debe dormir lo suficiente. Otros vendedores llevan una vida de lujos. Si yo, por ejemplo, regreso a media mañana al almacén para anotar los pedidos, estos señores todavía están sentados tomando su desayuno. Si yo intentase hacer lo mismo, con el jefe que tengo, en ese mismo instante me vería de patitas en la calle. Pero quién sabe, quizás esto podría ser lo mejor para mí. Si no tuviera que pensar en mis padres, hace tiempo que me habría marchado. Hubiera ido donde mi jefe y le habría dicho todo lo que pienso. ¡Se caería de la mesa! Sobre la cual se sienta para hablarle desde lo alto a sus empleados que, como es sordo, han de acercársele mucho. Bueno, pero todavía no se pierde la esperanza; una vez que haya reunido el dinero suficiente para pagarle la deuda que mis padres tienen con él –unos cinco o seis años más, supongo–, le hablaré con total seguridad. Por ahora, lo que debo hacer es levantarme porque el tren sale a las cinco”.
Entonces miró hacia el despertador, que hacía tictac sobre el baúl.
“¡Dios del cielo!”, pensó.
Eran las seis y media, y las manecillas seguían avanzando tranquilamente, incluso ya había pasado la media hora, era casi un cuarto para las siete. Tal vez el despertador no había sonado. Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto a las cuatro; sin duda que había sonado. Pero, ¿era posible seguir durmiendo impasible con aquel ruido que hacía temblar los muebles? Bueno, su sueño tampoco había sido tranquilo, pero quizás sí muy profundo. ¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete; para alcanzarlo debía apurarse muchísimo. El muestrario aún no estaba empaquetado, y él mismo no se encontraba particularmente ágil y dispuesto. Además, aunque lograra alcanzar el tren, no evitaría la reprimenda del jefe, pues el asistente de la oficina, que lo habría esperado en el tren de las cinco, hace rato que debía haber informado su retraso. Este era el mensajero del jefe, una criatura sin carácter ni juicio.
¿Y si decía que estaba enfermo? Pero esto sería extremadamente desagradable y sospechoso, pues en quince años de servicio, Gregorio nunca se había enfermado. Seguramente el jefe vendría con el doctor de la compañía de seguros, reprocharía a sus padres por tener un hijo tan flojo y refutaría todas las objeciones haciendo eco de las recomendaciones del médico, para quien todos los hombres están sanos y sólo padecen de horror al trabajo. Y la verdad es que, en este caso, su opinión no se encontraría tan lejos de la realidad. A excepción de una modorra superficial, Gregorio se sentía completamente bien, e incluso muy hambriento.
Mientras pensaba atropelladamente sobre todo esto, sin poderse decidir a levantarse de la cama, y justo en el momento en que el despertador marcaba un cuarto para las siete, llamaron delicadamente a la puerta que estaba junto a la cabecera de su cama.
–Gregorio –dijo la voz de su madre–, es un cuarto para las siete. ¿No tenías que salir de viaje?
¡Qué voz tan dulce! Gregorio se espantó, en cambio, al oír una voz que, siendo la suya, se mezclaba con un penoso e incontenible silbido, que en un inicio dejaba salir las palabras con claridad, pero luego se confundían y resonaban de tal manera que uno no estaba seguro de haberlas oído bien. Gregorio hubiera querido responder detalladamente y explicarlo todo, pero, al oír su voz, se limitó a decir:
–Sí, sí, gracias madre, ya me levanto.
A través de la puerta de madera, la transformación de la voz de Gregorio no debió notarse, porque la madre se tranquilizó con la respuesta y se marchó. Pero gracias a esta breve conversación, el resto de la familia se enteró que Gregorio, contrario a lo esperado, aún estaba en casa. Y ya llamaba el padre golpeando suavemente una de las puertas laterales:
–¡Gregorio, Gregorio! –gritó–. ¿Qué pasa?
Esperó un momento y volvió a insistir, alzando la voz:
–¡Gregorio, Gregorio!
Mientras tanto, desde la otra puerta, la hermana se lamentaba en voz baja:
–Gregorio, ¿no estás bien? ¿Necesitas algo?
–Ya estoy listo –respondió Gregorio hacia ambas puertas, cuidándose de pronunciar lo más claro posible y hablando con gran lentitud, para disimular el horroroso sonido de su voz.
El padre volvió a su desayuno, pero la hermana siguió susurrando:
–Abre, Gregorio, te lo suplico.
Pero Gregorio no tenía la menor intención de abrir; por el contrario, se felicitaba de la precaución contraída en los viajes de cerrar la puerta de su habitación por las noches, incluso en su propia casa.
Lo primero era levantarse tranquilamente, arreglarse sin ser molestado y, sobre todo, desayunar. Una vez hecho esto pensaría en lo demás, pues comprendía que en la cama no lograría pensar con claridad. Recordó que en más de una ocasión había sentido en la cama un leve dolor quizás producto de una incómoda postura, el cual, una vez levantado resultaba ser fruto de su imaginación; y tenía curiosidad por ver cómo se desvanecerían paulatinamente sus alucinaciones de hoy. No dudaba en lo absoluto que el cambio de su voz era simplemente el inicio de un resfriado, enfermedad profesional del vendedor viajero.
Arrojar la colcha era sencillo, sólo le bastaba curvarse un poco y ésta caería por sí sola; pero el resto resultaba más complicado, especialmente por la anchura de Gregorio. Para incorporarse hubiera necesitado manos y brazos, pero en su lugar tenía innumerables patitas en constante agitación, las cuales, además, no podía controlar. Y al tratar de levantarse lograba por fin dominar una de sus patas, pero las demás continuaban su libre y dolorosa agitación.
“No es bueno quedarse flojeando en la cama”, pensó Gregorio.
Primero trató de sacar de la cama la parte inferior de su cuerpo; pero esta parte –que todavía no había visto, por lo cual no podía imaginarla con exactitud– resultó muy difícil de mover. Comenzó los movimientos con lentitud y cuando finalmente, frenético, se lanzó hacia delante con todas sus fuerzas, no había calculado la dirección, y se dio un fuerte golpe contra los pies de la cama. El terrible dolor que sintió le demostró que, en su nuevo estado, era precisamente la parte inferior de su cuerpo la más sensible. Decidió, entonces, sacar primero la parte superior y volvió con cuidado la cabeza hacia el borde de la cama. Esto lo logró sin dificultad y, a pesar de su anchura y su peso, finalmente todo su cuerpo siguió lentamente el movimiento iniciado por la cabeza. Pero una vez que tuvo la cabeza colgando sintió miedo, pues si continuaba avanzando de esta manera, sin duda que se haría daño en la cabeza; y ahora menos que nunca Gregorio quería perder el sentido. Antes prefería quedarse en cama.
Sin embargo cuando, luego de realizar a la inversa los movimientos, se vio en la misma posición que antes con las patitas sacudiéndose frenéticamente, comprendió que no podía hacer otra cosa y que no era sensato permanecer en cama, por lo que lo más cuerdo era arriesgarlo todo, aunque sólo le quedaba una mínima esperanza de salir de ella. Pero al mismo momento recordó que era mejor reflexionar serenamente antes que tomar decisiones drásticas. Sus ojos se clavaron fijamente en la ventana, pero por desgracia, la niebla matinal que ocultaba el lado opuesto de la calle, había de infundirle pocos ánimos.
“Ya son las siete –se dijo cuando volvió a sonar el despertador–, las siete y todavía sigue la niebla”.
Permaneció durante un instante echado, inmóvil y respirando débilmente, como si esperara que el absoluto silencio lo regresara a su estado habitual. Pero después volvió a pensar:
“Es indispensable que me haya levantado antes de que den las siete y cuarto. Además, seguramente, vendrá alguien del almacén a preguntar por mí, pues abren antes de las siete”.
Y se dispuso a salir nuevamente de la cama, balanceando su largo cuerpo. Al dejarse caer de esta forma, la cabeza, que planeaba mantener erguida, debía salir ilesa. La espalda se notaba firme, seguramente no le pasaría nada al darse contra la alfombra. Lo único que lo hacía vacilar era el temor al ruido que produciría su caída que, sin duda, asustaría a la familia. Pero no quedaba otra solución.
Cuando Gregorio ya tenía casi medio cuerpo fuera de la cama –el nuevo método era más un juego que un esfuerzo, pues consistía solamente en balancearse hacia atrás–, se le ocurrió que todo sería más sencillo si contara con ayuda. Dos personas robustas –y pensaba en el padre y la criada– serían suficientes; sólo tenían que pasar los brazos por debajo de su abombada espalda, sacarlo así de la cama, agacharse luego con la carga, y permitir que se estirara en el suelo, en donde suponía que las patas le serían útiles. Pero, sin contar con que las puertas estaban cerrabas, ¿le convenía pedir ayuda? Pese a la necesidad, no pudo reprimir una sonrisa.
Había avanzado ya hasta el punto que, con un balanceo enérgico, perdería totalmente el equilibrio. Además tenía que decidirse pronto, pues dentro de cinco minutos darían las siete y cuarto. En ese instante sonó el timbre de la calle.
“Debe ser alguien del almacén”, pensó Gregorio, mientras sus patas se agitaban con más rapidez. Por un momento todo permaneció en silencio. “No abren”, pensó, aferrándose a una absurda esperanza. Pero entonces, como debía suceder, la criada se dirigió a la puerta con paso fuerte y firme. Y la puerta se abrió. A Gregorio sólo le bastó con oír el saludo del visitante para saber de quién se trataba. Era el gerente en persona. ¿Por qué Gregorio estaba condenado a trabajar en una empresa en la cual la más mínima ausencia despertaba terribles sospechas? ¿Es que todos los empleados, sin excepción alguna, eran unos sinvergüenzas? ¿Es que no podía existir entre ellos un hombre de bien que, después de perder unas horas en la mañana, se volviera loco de remordimiento y no estuviese capacitado para levantarse de la cama? ¿Es que no bastaba con mandar al mensajero –si es que esto fuese necesario–, sino que tenía que venir el mismísimo gerente y con ello mostrar a una inocente familia que sólo él tenía la autoridad para intervenir en un asunto de tanta gravedad? Entonces Gregorio, más bien irritado con estos, se arrojó de la cama con toda su fuerza. Se oyó un ruido, pero no demasiado fuerte, pues la caída fue amortiguada por la alfombra; además, la espalda era más elástica de lo que Gregorio había imaginado. Sin embargo, no tuvo cuidado de mantener la cabeza erguida y se lastimó; el dolor y la rabia le hicieron restregarla contra la alfombra.
–Algo ha sucedido ahí adentro –dijo el gerente en la habitación de la izquierda.
Gregorio intentó imaginar que algún día pudiese ocurrirle al gerente lo mismo que a él, cosa ciertamente muy posible. Pero el gerente, como respondiendo a esta pregunta, dio unos pasos firmes en la habitación contigua haciendo crujir sus botas de charol. La hermana susurró desde la habitación ubicada a la derecha:
–Gregorio, aquí está el gerente del almacén.
“Ya lo sé”, se dijo Gregorio para sus adentros; pero no se atrevió a alzar la voz hasta el punto que su hermana lo oyera.
–Gregorio –dijo por fin el padre, desde la pieza de la izquierda–, el señor gerente ha venido y pregunta por qué no has tomado el primer tren. No sabemos que contestarle; además quiere hablar personalmente contigo, así es que, por favor, abre la puerta. El señor tendrá la bondad de perdonar el desorden del dormitorio.
–¡Buenos días, señor Samsa! –interrumpió amablemente el gerente.
–No se encuentra bien –dijo la madre, mientras el padre continuaba hablando junto a la puerta–. No está bien, créame usted, señor gerente. ¿Cómo si no iba a perder el tren? Gregorio sólo piensa en el almacén. ¡Si hasta me molesta que nunca salga de noche! Ahora, por ejemplo, lleva aquí ocho días y no ha salido ni una noche de la casa. Se sienta con nosotros en la mesa, lee el diario en silencio, o estudia sus itinerarios.
Su única distracción es la carpintería; en dos o tres tardes, ya ha tallado un marquito. Se sorprenderá usted cuando lo vea; es muy lindo. Esta colgado en su habitación, apenas Gregorio abra la puerta lo verá. Por cierto, me alegro que usted haya venido, pues solos no hubiésemos conseguido que Gregorio salga de su pieza; es muy testarudo y seguro no se encuentra bien, aunque lo haya negado esta mañana.
–Voy en seguida –dijo lentamente Gregorio y sin moverse, para no perderse detalle de la conversación.
–Seguramente debe ser como usted dice, señora –dijo el gerente–. Espero que no sea nada serio. Aunque, por otra parte, debo decir que nosotros, los comerciantes, desgraciada o afortunadamente, como se quiera, debemos saber enfrentar a menudo ligeras indisposiciones, anteponiendo los negocios a todo.
–Bueno –volvió a preguntar el padre impaciente–, ¿puede entrar el señor a tu habitación?
–No –respondió Gregorio.
En la habitación de la izquierda hubo un penoso silencio, en la habitación de la derecha la hermana comenzó a sollozar.
¿Por qué no iba ella a reunirse con los demás? Seguramente acababa de levantarse y todavía no se había vestido. Y ¿por qué lloraba? ¿Porque él no se levantaba, porque no abría la puerta, porque corría el riesgo de perder su trabajo, y entonces el gerente volvería a atormentar a sus padres con las viejas deudas? Pero por ahora, estas eran preocupaciones innecesarias. Gregorio todavía estaba allí y no pensaba por motivo alguno abandonar a su familia. De momento se encontraba tendido sobre la alfombra y nadie que conociera su actual estado, lo hubiera creído capaz de dejar pasar a su jefe. Pero esta leve descortesía, que más adelante explicaría satisfactoriamente, no era razón suficiente para despedirlo. A Gregorio le parecía que sería mucho mejor dejarle tranquilo que molestarle con sermones y sollozos. Pero la incertidumbre en que se hallaban respecto de él, era precisamente lo que inquietaba a los demás y disculpaba su comportamiento.
–Señor Samsa –dijo por fin el gerente levantando la voz–, ¿qué significa esto? Se atrinchera en su habitación, contesta sólo con un sí o un no, preocupa gravemente a sus padres y, dicho sea de paso, falta a sus deberes de forma verdaderamente inaudita. Le hablo en nombre de sus padres y del almacén, y le exijo una explicación clara e inmediata. Estoy asombrado; le tenía por un hombre sensato y formal, y ahora no entiendo estas extravagancias. El director me insinuó esta mañana una posible razón a su demora; se refirió al cobro que se le pidió hiciese efectivo anoche. Yo le di mi palabra de que esta explicación no podía ser cierta. Pero ahora, ante su incomprensible obstinación, no tengo ganas de seguir intercediendo por usted. Desde luego que su posición no es muy sólida. Mi intención era hablar todo esto con usted a solas, pero como, al parecer, no le importa hacerme perder el tiempo, no veo problema en que también me oigan sus padres. En el último tiempo su trabajo ha dejado bastante que desear. Nosotros reconocemos que esta no es la mejor época para los negocios; pero, señor Samsa, no debe haber nunca una época en que los negocios se encuentren totalmente paralizados.
–¡Señor gerente! –gritó Gregorio fuera de sí, y en su exaltación olvidó todo lo demás–, salgo inmediatamente. Un pequeño malestar me retenía en la cama, pero ya estoy bien. Ahora mismo me levanto. ¡Espere sólo un momento! Todavía no estoy tan bien como creía, pero ya estoy mejor. ¡No entiendo cómo le pueden suceder a uno estas cosas! Ayer me encontraba muy bien, mis padres lo saben. Más bien, ayer por la tarde sentí los primeros síntomas. ¿Cómo no lo notaron? Debí haberlo dicho en el almacén. Pero uno siempre cree que se repondrá sin necesidad de reposo. Por favor, tenga consideración con mis padres. No hay motivo para las quejas que acaba de hacer, nunca me habían dicho algo parecido. Sin duda, no ha visto usted mis últimos pedidos. Por lo demás, saldré en el tren de las ocho. Estas dos horas de descanso me han dado las fuerzas suficientes. No se demore usted más; en seguida me encontrará en el almacén. Tenga la amabilidad de explicarles esto, se lo suplico, y presente mis respetos al director.
Y mientras Gregorio pronunciaba atropelladamente todo esto, se acercó con facilidad al baúl –debido a la soltura adquirida en la cama– y trató de enderezarse. Quería abrir la puerta y presentarse ante el gerente, hablar con él. Estaba ansioso por saber lo que dirían al verle, aquellos que tan insistentemente lo llamaban. Si se asustaban, ya no sería su culpa y podría estar tranquilo; pero si por el contrario, no les producía nada, tampoco él tenía por qué asustarse, y entonces podía, si se daba prisa, estar a las ocho en la estación. Varias veces resbaló en las lisas paredes del baúl; pero al final logró levantarse. Aunque era muy intenso, ya no le prestaba atención al dolor del abdomen. Se dejó caer contra el respaldo de una silla cercana, aferrándose fuertemente a esta con sus patas. Una vez que logró quedarse quieto, guardó silencio para escuchar lo que decía el gerente.
–¿Han entendido ustedes una sola palabra? –preguntaba el gerente a los padres–. ¿Se estará haciendo el loco?
–¡Por el amor de Dios! –exclamo la madre llorando–. Tal vez se encuentra muy mal y nosotros lo estamos atormentando. ¡Grete! ¡Grete! –llamó.
–¿Que pasa, madre? –respondió la hermana desde el otro lado de la habitación de Gregorio, a través de la cual se comunicaban.
–Anda de inmediato a buscar al médico, Gregorio esta enfermo. Rápido, anda a buscarlo. ¿Has oído hablar a Gregorio?
–Es una voz de animal –dijo el gerente en voz muy baja, en comparación con los gritos de la madre.
–¡Ana, Ana! –gritó el padre hacia la cocina, a través de la antesala, y dando palmadas–. ¡Vaya inmediatamente a buscar un cerrajero!
Ya se oía en el recibidor el sonido de las faldas de las mujeres que salían corriendo (¿cómo se habría vestido la hermana tan deprisa?), y el brusco ruido de la puerta al abrirse. Pero no se oyó ningún portazo, seguramente dejaron la puerta abierta, como habitualmente sucede en las casas que ha ocurrido una desgracia.
Gregorio se encontraba mucho más tranquilo. No habían entendido sus palabras, aunque a él le parecían sumamente claras, seguramente su oído ya se había acostumbrado a ellas. Pero lo importante es que se habían dado cuenta de que algo anormal le sucedía y se disponían a ayudarlo. La decisión y rapidez con que fueron obedecidas las primeras órdenes, le sentaron muy bien. Otra vez se sintió parte de los seres
humanos, y esperaba indistintamente del cerrajero y del médico maravillosos resultados. Con el fin de poder intervenir con una voz más clara en las futuras conversaciones, carraspeó un poco, pero muy suavemente pues incluso ese sonido podía ser muy distinto a la voz humana, cosa que él ya no distinguía con seguridad. Mientras tanto, la habitación de al lado permanecía en un profundo silencio. Quizás los padres se hallaban sentados a la mesa con el gerente y hablaban en murmullos; o tal vez, se encontraban todos pegados a la puerta escuchando.
Gregorio se deslizó lentamente con la silla hacia la puerta y una vez allí, soltó la silla y se apoyo en la puerta, manteniéndose de pie gracias a la viscosidad de sus patas, que se pegaba a ella. Descansó un momento del esfuerzo realizado. Luego intentó girar la llave con la boca. Por desgracia no parecía tener lo que propiamente llamamos dientes. ¿Con qué iba entonces a tomar la llave? En cambio, las mandíbulas parecían ser muy poderosas, y gracias a ellas pudo mover la llave; sin embargo, Gregorio no se dio cuenta del daño que se causaba, pues un líquido oscuro le salía de la boca, resbalando por la llave y goteando hasta el suelo.
–Escuchen –dijo el gerente en la habitación contigua– está dando vuelta la llave.
Estas palabras alentaron mucho a Gregorio. Sin embargo todos –el padre, la madre– debían haberle animado: “¡Vamos, Gregorio! ¡Vamos, duro con la cerradura!”. Imaginando que todos seguían sus esfuerzos, mordió desesperadamente la llave, casi desfalleciendo. A medida que la llave giraba, Gregorio se bamboleaba en el aire, colgando por la boca, forcejeando y empujando con todo el peso del cuerpo la llave hacia abajo. El sonido metálico de la cerradura al abrirse, lo volvió en sí. “Bueno –se dijo en un suspiro–, no ha sido necesario que venga el cerrajero”, y apoyó la cabeza en el picaporte para abrir completamente la puerta.
Al abrir la puerta de ese modo, evitó ser visto de inmediato. Primero debía girar con mucho cuidado alrededor de la puerta, si no quería caer torpemente de espaldas justo a la salida de la habitación. Y aún estaba concentrado en llevar a cabo tan difícil movimiento, cuando sintió una exclamación del gerente que sonó como un silbido del viento, y lo vio junto a la puerta taparse la boca con una mano y retroceder lentamente, como empujado por una fuerza invisible.
La madre –que a pesar de la presencia del gerente, se encontraba con el pelo completamente despeinado– juntó primero las manos y miró al padre, luego dio dos pasos hacia Gregorio, y se desplomó en el suelo en medio de sus faldas, que quedaron extendidas a su alrededor, y la cabeza oculta en el pecho. El padre amenazó con el puño, con expresión hostil, como si quisiera empujar a Gregorio hacia el interior de la habitación; luego se volvió con paso inseguro a la sala, se cubrió los ojos con las manos y se puso a llorar de tal modo que su robusto pecho se sacudía por el llanto.
Gregorio no llegó entonces a salir de la habitación; permaneció apoyado en la puerta, mostrando sólo la mitad de su cuerpo, con la cabeza inclinada hacia un lado y mirando a los presentes. Mientras tanto el día había aclarado, y en la vereda del frente se distinguía claramente un negruzco edificio –era un hospital–, que con sus ventanas regulares rompía duramente la fachada. La lluvia no había cesado, pero ahora sólo caían grandes goterones aislados, que se veían llegar claramente al suelo. Sobre la mesa se encontraban dispuestos los utensilios del desayuno, que para el padre era la comida principal del día, la cual prolongaba por horas con la lectura de diversos periódicos. En la pared de enfrente se encontraba un retrato de Gregorio durante la época de su servicio militar; con su uniforme de teniente, la mano sobre el puño de la espada, sonriendo sin preocupación y con un aire que parecía exigir respeto hacia su actitud y uniforme. La puerta del vestíbulo se encontraba abierta y se podía ver el rellano de la escalera y el primer tramo de esta misma que conducía a los pisos inferiores.
–Bueno –dijo Gregorio, convencido de ser el único que conservaba la calma–, en seguida me visto, recojo el muestrario y parto de viaje. ¿Me dejarán salir? Ve, señor gerente, que no soy testarudo y me gusta trabajar; viajar es muy cansador, pero no podría vivir sin los viajes. ¿Adónde va usted, señor? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Les contará todo lo sucedido? Se puede tener un momento de incapacidad para trabajar, pero es precisamente en ese momento que los jefes deben acordarse de lo útil que uno ha sido y pensar que, una vez superado el contratiempo, uno trabajará con el doble de energía. Usted sabe que le debo mucho al jefe. Por otra parte, tengo que mantener a mis padres y a mi hermana. Me encuentro en un aprieto, pero saldré de él. No me haga las cosas más difíciles de lo que están. Póngase de mi lado en el almacén. Yo sé que al viajero no se lo quiere. Todos piensan que uno gana mucho dinero y se da la gran vida. No hay razón para que este prejuicio desaparezca, pero usted, señor gerente, usted está más enterado de las cosas que el resto del personal, sí, incluso tiene mas visión de conjunto que el propio jefe, el cual, en su calidad de empresario, cambia fácilmente de opinión con respecto a un empleado. Usted sabe muy bien que el viajero, como pasa gran parte del tiempo fuera del almacén, se convierte fácilmente en blanco de habladurías, murmuraciones y quejas infundadas, contra las cuales no es fácil defenderse, ya que la mayoría de las veces uno ni se entera, y sólo una vez al regresar cansadísimo de un viaje comienza a notar directamente las negativas consecuencias de una acusación desconocida. Señor gerente, no se vaya sin decirme alguna palabra que demuestre, aunque sea en una pequeña parte, que me da usted la razón.
Pero desde las primeras palabras de Gregorio, el gerente ya se había dado media vuelta y lo miraba por encima del hombro, con una constante mueca de asco en los labios. Y mientras Gregorio hablaba no permaneció ni un momento quieto, sino que, sin dejar de mirarle, iba retrocediendo lentamente hacia la puerta, como si una misteriosa prohibición no le dejara salir de allí. Finalmente llegó al vestíbulo y, a juzgar por la rapidez con que dio los últimos pasos, se diría que estaba pisando brasas ardientes. Extendió su brazo en dirección a la escalera, como si esperase encontrar allí una milagrosa salvación.