Czytaj książkę: «Viaje a pie 1929»
González, Fernando, 1895-1964.
Viaje a pie / Fernando González.-- Medellín : Fondo Editorial Universidad EAFIT, 2010.
254 p. ; 20 cm.-- (Biblioteca Fernando González)
ISBN 9789587200812
Literatura colombiana - Siglo XX 2. Colombia - Descripciones y viajes – Relatos personales I. Tít. II. Serie
Co868.5 cd ed. 21
A 1274009
CEP-Banco de la República. Biblioteca Luis Ángel Arango
VIAJE A PIE
PUBLICADO POR PRIMERA VEZ EN OCTUBRE DE 1929
POR LE LIVRE LIBRE, PARÍS
COLECCIÓN BIBLIOTECA FERNANDO GONZÁLEZ
Octava edición: diciembre de 2010
Cuarta reimpresión: mayo de 2012
PRIMERA EDICIÓN EN LA COLECCIÓN BIBLIOTECA FERNANDO GONZÁLEZ
© Herederos Fernando González Ochoa
© Fondo Editorial Universidad EAFIT
Carrera 49 #7 sur 50, Tel. 261 95 23, Medellín.
http//www.eafit.edu.co/fondo
E-mail: fonedit@eafit.edu.co
ISBN: 978-958-720-081-2
Diseño y diagramación: Alina Giraldo Y.
Editado en Medellín, Colombia
Diseño epub:
Hipertexto – Netizen Digital Solutions
ILUSTRACIÓN DE CARATÚLA PARA LA PRIMERA EDICIÓN ALBERTO ARANGO URIB
CONTENIDO
PRESENTACIÓN
Gonzalo Arango
VIAJE A PIE DE DOS FILÓSOFOS AFICIONADOS
EPÍLOGO
BAJO PECADO MORTAL
VIAJE A PIE
Estanislao Zuleta Ferrer
NOTAS AL PIE
PRESENTACIÓN *
Por Gonzalo Arango
La vida no es un sueño, es un viaje: un viaje a pie. Y para viajar hay que estar despierto, ¿no?
Despierte, pues, si quiere leer a Fernando González. Usted preguntará: ¿A dónde lleva este viaje?
Yo digo: el hombre no tiene sino sus dos pies, su corazón, y un camino que no conduce a ninguna parte.
Pero ante este libro la respuesta es muy simple: este viaje conduce a usted mismo.
El maestro enseñaba que los conceptos son el estiércol del alma. Eso es lo que no haré en estas páginas: estercolar conceptos sobre Viaje a pie. Si acepté escribirla, no es para ostentar méritos de una amistad cancelada por la muerte. Por lo demás, es un esfuerzo que excede mi posibilidad. Pero hay una manera de ser digno: siendo fiel.
No pienso enturbiar la claridad de esta obra para que Fernando González, ahora ausente de la ciudad, aparezca inteligente y profundo ante las nuevas generaciones.
Aquí no aprenderán nada nuevo los viejos eruditos y los exégetas de filosofía escolástica. Para ellos, evidentemente, no escribió.
Yo me dirijo a la juventud, a esos que aún no están hipotecados, ni muertos. A usted, que desespera de lo que es, que busca un camino, que está a tiempo de salvarse. Para usted, evidentemente que sí fue escrito este libro.
En cierto sentido, este no es un libro como todos los libros; es un viaje como todos los viajes. Y los viajes no se explican: se hacen.
Este fue vivido realmente y escrito paso a paso durante el camino que de Medellín conduce a Manizales. No tiene importancia. En esencia, se trata de un viaje alrededor del mundo de Fernando González. Y esto sí tiene importancia, pues con este hombre, con este escritor, con este profeta, se inician nuevos rumbos en la literatura colombiana y continental. Su aparición marca un renacimiento espiritual, funda un nuevo ser y un nuevo pensamiento.
Aquí nada necesita ser explicado: ni los viajeros, ni el paisaje, ni el camino, ni la meta. Lo que interesa no son las peripecias de la aventura, sino el suceder interior de un filósofo de carne y hueso que ve las cosas con una visión diferente, original.
Usted, para empezar no necesita carnet de inteligente para leer a Fernando González y comprenderlo. Solo necesita abrir el libro como una puerta, entrar, y ponerse en marcha para hacer este Viaje a pie en compañía del maestro, como cualquier caminante.
Él lo precederá porque es un guía. Su gran pasión fue viajar y conocer a los hombres. Por eso, su conocimiento es tan vivo, la síntesis de verdades y vivencias que luego de padecidas fueron recreadas en sus libros.
Como en los viajes reales, usted gozará las emociones, las sorpresas, las amarguras, las alegrías del camino que él propone. Usted será colmado en cada página con el éxtasis del paisaje; con las verdades de su filosofía viviente. Amará la pasión, la rebeldía, la sinceridad de este discurrir de un espíritu por el tiempo y el espacio de su propia conciencia.
No se arrepentirá de haber elegido este viaje. En él aprenderá muchas cosas: ante todo a conocerse. Pero no todo le será dado. Se le exigirá sinceridad y coraje, desnudarse, despojarse de sus mentiras, de sus ilusiones, de sus mitos, de lo que no es usted, de lo que niega su vida. Quedarse solo, en el puro desamparo, sin sus queridas y trampositas verdades eternas; sin esas falsas entelequias idealistas en que usted reposaba cómodo, resignado a morir, ya muerto.
Se le exigirá, en síntesis, ser guerrero, luchar contra todo y contra usted mismo; aceptar morir para resucitar. Al final del viaje tendrá su recompensa: ya no estará solo, pues habrá enterrado en el camino su ser muerto, y habrá salvado su verdadero ser.
Fernando González es un escritor clásico. Y como clásico, de todos los tiempos. Sobre todo del nuestro: un colombiano universal.
Su obra refleja este siglo, nos afecta, nos compromete, nos turba, nos acusa, nos libera. Constituye, por su rebeldía y sinceridad, por su desnudez y agresivo lenguaje, uno de los testimonios humanos más vivos y beligerantes de nuestra literatura.
No es un escritor “profesional” en el sentido de hacer de la literatura un fin estético. Para él es un medio de comunicación, el más eficaz. A través de las palabras se confiesa, se comprende, se realiza como ser humano. Lo dijo en El Remordimiento: “La literatura ha sido mi panacea; es una necesidad espiritual sucedáneo del confesionario”.
Todo lo que escribió constituye por eso una vasta acusación, a la vez que una dramática confesión de sí mismo: de sus conflictos con los hombres y con Dios. Fue una lucha desesperada por el conocimiento, contra los límites y las astucias de la Razón, de la cual era su feroz y personal enemigo, porque lo alejaba de Dios y la Naturaleza.
Por este camino contingente que es el mundo buscaba anhelosamente lo Absoluto a través del arte. Es un penitente que se siente culpable de existir. La literatura significó en su vida una hoguera en la que arde, sufre, goza y se purifica. Suplicio a la vez que redención. La palabra es su instrumento mágico: en ella ama y comprende; le brinda la posibilidad de resolverse y salvarse; de reconciliarse con su destino humano y con Dios.
Para él, la literatura fue un rito de linaje religioso y no escribe para triunfar y ser famoso sino para saciar su sed de Absoluto, que es sed de eternidad, pero también sed de vivir.
En esencia, un atormentado espíritu religioso. Su misticismo era vital, edénico, profundamente humanizado. Asumió, como síntesis de su lucha, la defensa del hombre, su libertad, su dignidad viviente. En su obra palpita, con una furia religiosa, el carácter sagrado de la vida. En su exaltación no economiza fervor. Escribe con sed para los sedientos. Al hacerlo, se desgarra interiormente para desnudarse ante sí mismo y ante los demás. Es un acto de expiación en homenaje a la verdad de su condición humana, en la que se glorifica por lo que tiene de divina, y en la que se abisma por lo que tiene de bastarda.
En nombre de ese entusiasmo no teme caer en lo irracional ni en el absurdo. Pues su pensamiento que es más pasional que racional, triza las entelequias de la lógica y la filosofía sistemática. Es un pensador paradójico, inclasificable, individualista. Oscila entre un vitalismo anárquico de tipo nietzscheano y un misticismo demoníaco. Es una especie de Prometeo sedicioso. Se rebela contra la muerte del alma, los mitos opresores de la conciencia, contra toda forma física y moral de servidumbre. A la enemiga contra la mentira convertida en dogma o en orden social.
Abominó la mezquindad de su época, sus sistemas injustos, el triunfo del conformismo. No transigió con nada ni con nadie. Lo imagino erguido, orgullosamente, solitario como un profeta, predicando en el desierto de su tiempo, ante la indiferencia y el desdén de sus contemporáneos muy ocupados en hacer plata y en rezar para salvar el alma. Su voz era como la del rayo, fulminante, de una pureza exterminadora. Si estallaba era para iluminar las tinieblas y desgarrarlas.
Odió, claro que sí, pero su odio era una forma desesperada de amor impotente. Odió la mentira disfrazada de moral, la moral que condenaba los impulsos vitales en nombre de virtudes abstractas; la religión practicada como rito social; la farsa de los filisteos de la política; el fariseísmo de la caridad católica; las demagogias de la democracia; el culto fetichista de los falsos valores.
Luchó contra todos y contra sí mismo, en quien veía un “bastardo” de esa sociedad putrefacta que lo había hecho posible con su fanatismo y sus infiernos aterradores. Pagó caro su aventura como todos los cristos que se atreven a morir por su verdad. Sufrió la soledad, la miseria, el desprecio, el exilio en su propia patria. Crucificado en la más ignominiosa de las cruces por aquellos a quienes quería salvar: la incomunicación. Finalmente murió de lo que había vivido: de su fe, de su verdad, de su amor. Pleno de sí mismo, despojado de vanidad literaria, pobre como un asceta, enamorado de este mundo, reconciliado con su destino, fiel a ese propósito espiritual que había soñado treinta años atrás: “El fin de la vida es adquirir capacidad para morir alegremente”.
Su triunfo sobre la muerte fue la fidelidad a su verdad hasta el fin. Pues amó la verdad como a sí mismo, que es la única manera de ser verdadero. Su época no le perdonó esta hazaña. Pero él se negó a vivir en ese infierno de la mentira que es la muerte antes que claudicar o traicionarse prefirió el silencio, única manera de salvación para un espíritu religioso como el suyo.
Su renacimiento empieza con el fin: con el silencio. Inicia un nuevo viaje a pie, pero esta vez nadie lo acompaña. Está solo con su inquietud de Dios. Declina su rebeldía y se pone en tránsito de reconciliaciones con este mundo y la Eternidad.
Los años, la lucha, la soledad, le han dejado en el espíritu una resaca de amarguras. Abandona el salvavidas de la literatura, su “panacea” que por un tiempo lo mantuvo a flote, guerrero invencible, y se sumerge en el silencio. Sus críticos dijeron que era el fin de su rebeldía como escritor y el principio de su decadencia. No era cierto. Iniciaba una nueva etapa de ascenso hacia sí mismo.
Nunca saciado en su búsqueda de Dios, pero tampoco devorado por el terror de la soledad frente a la muerte, se hunde más en el laberinto persiguiendo el terrible minotauro de lo Absoluto, la salida que sólo abre el destino, y que es la muerte.
Mientras encuentra la salida del laberinto, se consuela con verdades terrestres, las lindas y humildes verdades bajo el sol. En ellas encontrará una vez más el sentido de vivir y amar, una alegría trágica, la solidaridad en el sufrimiento, el coraje en la pena. La gloria de estar vivo, en suma, esperando a Dios. Y mientras espera, canta, como los mártires en la hoguera. Pero esta vez su lenguaje no es de rebelión, sino de himno.
La sangre también tiene sus dulzuras para este guerrero en reposo que diviniza el polvo y la caricia. Está orgulloso de su finitud, pero su amor a la vida es invencible. Glorifica todo lo viviente, desde el átomo hasta Dios. Honra por igual la condición humana y la condición divina de la Naturaleza, con un fervor religioso y panteísta. Religioso por lo que bendice: la morada del hombre, la parcela que trabaja, la calle que camina, el lecho de las amantes, la tierra que lo nutre, su soledad larga como un río, como de aquí hasta Dios.
No se cansa de ser tanto misterio, tanto asombro, tanto amor a la tierra que honró con su presencia, que exaltó con un tierno y trágico lirismo hasta restituirle su dignidad edénica. Su amor a este mundo y a los hombres limitó en la locura y la fábula, más allá de la razón y lo posible. Fue casi un cristo por su amor a los hombres, pero los dioses que predicaba eran de este mundo, tenían nuestro rostro y el sabor de las frutas, efímeros como la flor y el día.
Para darle sentido a este universo absurdo, descubrió una verdad religiosa: que la sangre es el soplo de Dios hecho vida a la temperatura de la tierra. De su fuego nacieron silencios y rosas.
Nada de ésta es explicable por la razón, y luchó a muerte contra ella. En esta batalla Dios está de su parte y su espíritu se inclina por la fe. Cesa la lucha, no más inviernos en el alma. Una vez más triunfa sobre lo imposible. A la salida del laberinto brilla el sol, tibio sol de febrero. Allá se dirige con júbilo, con alegría, porque ha terminado su viaje a pie, y hay que partir de nuevo.
Viajero de un eterno retorno, ¡ha ganada la luz!
Fernando González es, en cierto sentido, un existencialista religioso. Torna la palabra en vida, la vida en obra de arte, el arte en aspiración religiosa de Absoluto. Su pensamiento es concreto, vivencial. Está fundado en la experiencia, y por lo mismo, resulta paradójico y contradictorio como la vida.
Toda su obra es una autobiografía recreada en el plano estético, intelectual y religioso. Nada de lo que escribió está desvinculado de su experiencia concreta de hombre: sus libros no fueron “pensados” sino padecidos, nacieron como respuestas al deseo, por imperativos de comunicación, de objetivar sus vivencias, de resolver sus conflictos con la realidad.
Antes que escritor, fue un viajero en el sentido más peregrino de la palabra. El viajero que más intensamente viajó alrededor de sí mismo. Fue incansable en el conocimiento y en su sed de belleza.
Su pensamiento es apasionado, viril. Lo expresó en una prosa embrujada de poesía, cargada de voluptuosidad. Su estilo es espontáneo, cálido, avivado de imágenes rutilantes, de una honda emoción. Está despojado, hasta el ascetismo, de trucos formales y resonancias retóricas. Su ritmo es el que tiene la necesidad, la belleza y la palpitación de algo vivo.
Viaje a pie es eso: una excitación y un camino; un camino del laberinto que conduce al conocimiento de este misterio que es el hombre, el ser que ha explicado todo, menos a sí mismo.
Fernando González es entre nosotros de esa estirpe de profetas que abren un camino, que conducen al hombre más allá del hombre, hacia un destino más alto en su vida interior.
El eco que su obra despierta en nosotros, ya muerto, testimonia su permanencia. En adelante, los relojes marcarán la hora de amarlo y comprenderlo. Solo tenía fe en la juventud para renacer y volver al camino. Aquí está como era, como es, encarnado y viviente en la presencia de su obra, guiándonos en su Viaje a pie, desde alguna parte.
VIAJE A PIE DE DOS FILÓSOFOS AFICIONADOS
VIAJE A PIE DE DOS FILÓSOFOS AFICIONADOS
21 DE DICIEMBRE DE 1928
Antes de todo, un autor debe definir su clima interior. Este enmarca, define el libro. En cada época de su vida el individuo tiene tres o cuatro ideas y sentimientos que constituyen su clima espiritual. De ellos, de esos tres o cuatro sentimientos o ideas, provienen sus obras durante esa época.
He aquí, tomadas de nuestro diario de diciembre de 1928, unas notas que definen nuestro ambiente interior durante la época de la realización, de la gestación de este libro:
DICIEMBRE, 5 . –Cielo azul pálido; quieto el ambiente. Somos muy felices fisiológicamente. El Pacífico debe estar rutilante.
Todos venimos del mar. Nuestras células son zoófitos marinos, nadan en soluciones salobres.
Perpetua lucha es la vida del hombre. Concentrarse es el método para vencer.
En este diciembre los árboles deben dar unas sombras muy frescas a las orillas de los ríos del Trópico; las selvas deben tener un silencio religioso en estos mediodías y el mar debe estar tibio, debe enviar a las costas tufaradas de vida. Nos sentimos el animal perfectamente egoísta.
NOS LLAMAMOS filósofos aficionados para no comprometernos demasiado y porque ese nombre es mucho para cualquiera. Sólo un estoniano, el conde Keyserling, pudo tener la desfachatez de escribir dos enormes volúmenes con el título de Diario de viaje de un filósofo.
Todos nuestros colegas, desde antes de Thales, han sido modestos. En los manuales de filosofía lo primero que se explica es aquello de que filósofo quiere decir amigo de la sabiduría; se enseña allí, en las primeras hojas, a descomponer la palabra en philos y en sophos, con lo cual el estudiante imberbe cree que sabe griego y les repite eso a las primas, junto con aquello que decía Sócrates en los alrededores de la Acrópolis durante sus noches de moralizador: “Sólo sé que nada sé”.
Habíamos principiado este diario: “Sonaban en la vecina iglesia, melancólicamente, las cinco campanadas...”, y borramos eso porque eran reminiscencias del estilo jesuítico de nuestro maestro de retórica, el padre Urrutia. Un compañero nuestro, que siempre ganaba los premios, comenzaba así las descripciones de los paseos a caballo: “Eran las cinco de la mañana cuando, después de recibir la Santa Hostia, salimos alegres, como pajarillos, a caballo, nosotros y el reverendo padre Mairena...”.
A las cinco (no se puede comenzar de otro modo, definitivamente), abandonamos los lechos, que, entre paréntesis, han sido los lugares de nuestras mejores lucubraciones, inclusas las referentes a Venus.
Salimos hacia El Poblado, en tranvía, por una de esas hermosas carreteras antioqueñas que son las más baratas del mundo.
Eran las siete cuando comenzamos a trepar con nuestros morrales hacia la montaña oriental del valle de los indios sedentarios del Medellín, por una carretera de un kilómetro que se continúa en una pendiente pedregosa; el kilómetro de carretera se hizo para que tres caciques fueran a sus quintas a digerir rezos y hurtos.
Pero antes de seguir y para que el libro se amolde a la definición que nosotros hemos creado, después de inspirarnos en el padre Ginebra, a saber: “Organismo ideológico impreso”, diremos cuál será este viaje a pie, cuáles sus finalidades, cuáles sus motivos y cuál el efecto pragmatista que nos propondremos al escribirlo y al darlo a la estampa. El reverendo padre Urrutia jamás decía dar a luz un libro, y, por haberlo escrito así, uno de nosotros perdió el curso de retórica.
Diga el lector si eso de organismo ideológico impreso no cumple con lo que enseña el padre Prisco de todo lo definido y nada más que lo definido. Y como, según Aristóteles (conste que apenas hemos oído hablar de él), definir es obra genial, desde que dimos a luz esa definición nos hemos apellidado aficionados a la metafísica.
Hacemos muchas digresiones; el lector tiene que perdonarlo, pues es defecto de nuestra educación clerical.
El viaje se define así: Medellín, El Retiro, La Ceja, Abejorral, Aguadas, Pácora, Salamina, Aranzazu, Neira, Manizales, Cali, Buenaventura, Armenia, Los Nevados, a pie y con morrales y bordones. A propósito de bordón, observa el coaficionado don Benjamín que los Ignacios afirman que el jesuita debe ser como bordón de hombre viejo. Esta observación ennobleció ante nosotros mismos nuestras figuras; nos dio aplomo. Lo airoso o desairado de la actitud humana depende de la ideología presente entonces en el campo de la conciencia. De ahí que aquellos que tienen gran movilidad espiritual sean también variadísimos en sus actitudes físicas. Respecto de los bordones, quedaban ennoblecidos por el recuerdo de la disciplina jesuítica.
Vimos y sentimos las nubecillas doradas por el sol y las sensaciones poeticofisiológicas que produce el amanecer al viajero; pero de esto resolvimos no decir nada porque son tema de estudiante de retórica, así como resolvimos llamar siempre sol al sol y nunca astro rey ni Febo.
A la media hora de caminar había nacido la idea de este libro y habíamos resuelto adoptar como columna vertebral moral del viaje la idea de ritmo.
El ritmo es tan importante para vivir como lo es la idea del infierno para el sostenimiento de la Religión Católica. Cada individuo tiene su ritmo para caminar, para trabajar y para amar. Indudablemente cuando un hombre y una mujer se atraen, eso se verifica por sus ritmos; es porque unidos son importantísimos para la economía del universo. Por el ritmo podrían calificarse los hombres...
Respirábamos el aire de la mañana como buenos profesores de gimnasia sueca. Esas inspiraciones hondas nos traían las mismas emociones que producen en todos los que han gastado veinte o veinticinco pesos en literatura estimulante (Dr. Crane, Marden, Atkinson, etc.). Cada uno de nosotros se propinaba una buena dosis de autosugestiones. Entonces fue cuando apareció nítida la idea del ritmo, a saber: para no cansarse hay que descubrir nuestros ritmos, ajustar a ellos nuestros pasos y el movimiento de bordones y acompañarlos de profundas respiraciones de atleta yanqui.
La salud, la conservación de nuestra elasticidad juvenil, son finalidades del viaje. ¡Cuán desconocido y despreciado es el deporte por los colombianos clericales! Quieren mucho el cuerpo humano, pero en la oscuridad; es un amor de facto.
* * *
Necesitamos cuerpos, sobre todo cuerpos. Que no se tenga miedo al desnudo. A los colombianos, a este pobre pueblo sacerdotal, lo enloquece y lo mata el desnudo, pues nada que se quiera tanto como aquello que se teme. El clero ha pastoreado estos almácigos de zambos y patizambos y ha creado cuerpos horribles, hipócritas.
Observa don Benjamín, ex jesuita, que su maestro de novicios, el reverendo padre Guevara, les ordenó que no se bañaran durante un año, porque así les sería fácil conservar la inmaculada castidad de San Luis Gonzaga. ¿Qué mujer atrevida podría acercarse a un novicio? Este sistema del padre Guevara es mucho mejor que el alambre de púas.
En Colombia, desde 1886 no se sabe qué sea alegría fisiológica; se ignora qué es euritmia, qué es eigeia.
¿Podría un sedentario de este pueblo andino comprender al yanqui que se lanzó en bola de caucho por el Niágara, o al galo que atravesó el Atlántico en solitaria navecilla de vela? ¡Meses y meses en medio y en garras de ese divino monstruo glauco, oscuro, plata, oro! ¿Podrán nuestras mujeres comprender a la Lindy americana? El gran efecto del excursionismo es formar caracteres atrevidos. Que el joven se acostumbre a obrar por la satisfacción del triunfo sobre el obstáculo, por el sentimiento de plenitud de vida y de dominio. El hombre primitivo no comprende sino los actos cuyo fin es cumplir sus necesidades fisiológicas.
Los pueblos acostumbrados al esfuerzo son los grandes. Así, los países estériles están poblados por héroes. La grandeza de Roma se explica porque ese puñado de Rómulos eran hombres desesperados que tuvieron que robar sus mujeres y sus tierras. Fue el mejor, entre ellos, quien cargó y corrió más briosamente con su joven sabina; quien mejores músculos y atrevimiento tuvo para la lucha. Así comenzó el estímulo y de ahí nacieron las sugestiones, emociones y moral de los fuertes que produjeron a los Gracos, Pablo Emilio, Mario, César, Nerón... Cuando fueron ricos y nacieron los complejos literarios, cuando nació esa vulgaridad que se llama emociones estéticas, que de todo tienen menos de estéticas, vino la raza sedentaria que fue testigo de las invasiones y triunfos sobre Roma de aquellos bárbaros barbudos, fornidos, orgullosos de sus músculos, de su moral de hombres de presa y de su estética de superhombres.
CADA CIENCIA que se posea es una ventana más para contemplar el mundo. Así, el viajero que sea botánico, gozará de la vegetación; el mineralogista, etc. El hombre de ideas generales, como nosotros, goza de todos los aspectos, pero con la desventaja de la disminución de cada uno de ellos.
El ignorante se aburre en los caminos; sólo percibe las sensaciones de cansancio y de distancia. Es como un fardo. Su alma está encerrada en la carne. Los ojos le sirven sólo para ver la comida, el obstáculo y la hembra; el oído, para oír ruidos, y el tacto, olfato y gusto, para los fines primordiales.
Sirve para ilustrar esta idea el considerar el yo como un prisionero en casa cerrada y que, mediante labor, fuera abriendo miradores y salidas al mundo.
Íbamos, pues, de cara al oriente, trepando a Las Palmas, por el camino bordeado de eucaliptus, entregados a nuestro amor a la juventud, al aire puro, a la respiración profunda, a la elasticidad muscular y cerebral. Bajaban serranos y serranas, vacas y terneros, todo oliendo a leche y a cespedón.
Entramos a despedirnos de parientes que veraneaban por allí, gente sedentaria que al vernos de viajeros a pie, nos miraban tristemente como a vesánicos. Ninguno de nuestros conciudadanos (si es que en Colombia aún tiene uno conciudadanos) podía comprender nuestros motivos. Para ellos, se camina cuando se va para la oficina, cuando se viene del mercado. No está aún en las posibilidades mentales de nuestro pueblo el comprender los fines interiores. Cuando nos ven hacer gimnasia nos miran con ojos espantados. Una de nuestras criadas huyó de la casa después de vernos hacer los movimientos de Ling, diciendo que no trabajaba en casa de locos. Encontramos en cada pueblo jovenzuelos montados en mulas orejonas que nos miraban como a seres extraños. En las posadas nos decían: “Pero, ¿vienen ustedes a pie?”. La señora de la fonda “La Ciénaga” nos dijo que si su marido no hubiera estado allí para recibirnos, ella nos hubiera hospedado en el cuarto de los sospechosos. Todos nos repetían: “Yo, teniendo los veinticinco pesos que cuesta la mula, no me metería por aquí, a pie”. Nuestro pueblo es muy tímido e ignorante: las frutas hacen daño; bañarse es perjudicial. Dicen: “La cáscara guarda al palo”. Todos parecen educados por el padre Guevara...
Llegamos al pie de la cuesta para trepar a Las Palmas, a la casa donde solemos beber leche espumosa, postrera, es decir, última o la bajada, leche olorosa a vaho de ternero. La mujercita había salido a buscar sus vacas y encontramos en la casa a su hermana, hermosa quinceña, maestra en escuela campestre de El Retiro. Carnes prietas, quemadas por la brisa de la tierra alta, y espíritu generoso como el de todas las maestras. Sí; las maestras son muy generosas... Esta serrana, vestida con un faldín prensado, en esa mañana de plenitud, nos trajo algunas emociones e ideas. Pensamos que la belleza es la gran ilusión; pensamos que la naranja es una esfera de oro, y que para comérsela se tira la corteza dorada. ¡Aquella falda prensada!... Pero no; nosotros no queremos describir lo que pasaría, si fuéramos a comernos aquel fruto de la altiplanicie andina. No queremos describirlo porque podrían acusarnos de corruptores de la juventud, como lo hicieron con el maestro Sócrates –“Sócrates, embadurnado de gracia como si fuera con una miel”– los socios de la Juventud Católica de Atenas, Meletus, Anytus y Glycon. A nosotros también podrían acusarnos el hijo de don Jesús y el hijo de don Enrique. ¿Qué pasaría entonces? Pues que este areópago de santos montañeros nos condenaría a perder nuestros empleos judiciales –peor que la cicuta–. ¿Y qué haríamos? De pueblo en pueblo, montados sobre este esqueleto de los Andes, a pie, iríamos repartiendo nuestros retratos de andarines, circuidos de estas leyendas: “Voyage autour du monde; around the world. Se hablan ocho idiomas, entre ellos el medellín y el chibcha. Contribuya con su óbolo para este viaje que hará progresar la industria del alpargate”.
Ya ven los lectores a dónde nos llevarían los de la Juventud Católica si describiéramos a ese hermoso fruto de la serranía despojado de su corteza y de cara al sol naciente, o, mejor dicho, de cara a las estrellas, y nosotros, según D’Annunzio, “Chini sopra di lei come per bere d’un calice”. Y, además, somos filósofos castos. Continuemos, pues, nuestro viaje de modo que este libro pueda caer en manos de pálida virgen. Es nuestro deseo, además, que sirva de sermonario a los curas de esta tierra de santos y santas palúdicos.
TREPAMOS sobre el lomo andino. Allá abajo, en ese vallecito del Aburrá enmarcado por altas cordilleras, hemos vivido treinta y cuatro años, perseguidos por el Diablo, ese anciano que aún conserva la cola de nuestros antepasados los monos, recibiendo las ideas generales a precios carísimos de manos del Negro Cano, el librero. ¡Qué juventud! Allá, en la altura, reímos alegremente...
A la derecha estaba la antena del inalámbrico. La torre se eleva, huyendo de la limitación de las montañas, buscando el ámbito universal. ¡Qué esfuerzo para levantarse de esta tierra! Esa torre fue para nosotros la representación de lo que los romanos llamaban humánitas.
Un romano tenía humánitas cuando se había hecho universal; cuando era un ciudadano del universo. Un Nerón elevó su corazón y su mente por encima de todo prejuicio humano; llegó al supremo egoísmo; todo lo relacionaba con su propio ser, y, así, se hizo dios. Un Mohandas Gandhi elevó su corazón y su mente a la inmensa altura donde sólo existe amor. Este, por otro método, se hizo también dios, o sea, hombre. Ambos tenían humánitas.
En esa mañana olorosa a cespedón se levantaba por encima de las colinas que la circuían, buscando la liberación del límite, de las fronteras, buscando el espacio, res communis omnibus, haciéndose humana, la antena de Marconi.
* * *
Hay por allá fuentecillas más puras que la pureza, que forman la quebrada Las Palmas, de cuya agua debe beber el que quiera redondear su concepto de agua. Sabe a musgos, a sombra; al beberla vienen las imágenes de monte, de helechales y de grutas milagrosas. Siente uno que el mundo está lleno de fuerza, vis vitæ, de esa fuerza que hace germinar al óvulo. Se siente deseo de cambiar la frase de Linneo: Omnia animalia ex ovo, así: Omnia ex vi.