Majestad de lo mínimo, La

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A través de nuestras publicaciones se ofrece un canal de difusión para las investigaciones que se elaboran al interior de las universidades e ­instituciones de educación superior del país, partiendo de la convicción de que dicho quehacer intelectual se completa cuando se comparten sus resultados con la colectividad, al contribuir a que haya un intercambio de ideas que ayude a construir una sociedad madura, mediante una discusión informada.

Con la colección Pública ensayo presentamos una serie de estudios y reflexiones de investigadores y académicos en torno a escritores fundamentales para la cultura hispanoamericana, con los cuales se actualizan las obras de dichos autores y se ofrecen ideas inteligentes y novedosas para su interpretación y lectura.

Otros títulos de la colección

Edenes subvertidos. La obra en prosa de Homero Aridjis

Laurence Pagacz

Edgar Allan Poe y la literatura fantástica mexicana (1859-1922)

Sergio Armando Hernández Roura

Praxis de la poesía

Jean-Clarence Lambert / Prólogo, traducción y notas de Adolfo Castañón

Augusto Monterroso, en busca del dinosaurio

Alejandro Lámbarry

Sombras en el campus [Notas sobre literatura, crítica y academia]

Malva Flores

Enfoques sobre literatura infantil y juvenial

Irene Fegnolio Limón, Lucille Herrasti y Cordero, Zazilha Cruz García (coords.)

Isis modernista. Escritos panhispánicos sobre teosofía, espiritismo y el primer Krishnamurti (1890-1930)

José Ricardo Chaves

La llave de plata. Garcilaso de la Vega en la generación del 27

Pablo Muñoz Covarrubias

Siete sabias y una reina

Axayácatl Campos García Rojas



Los derechos exclusivos de la edición quedan reservados para todos los países de habla hispana.

Prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio conocido o por conocerse, sin el consentimiento por escrito de los legítimos titulares de los derechos.

Primera edición en papel, junio de 2021

Edición digital, agosto 2021

D.R. © 2021 Fernando Fernández

D.R. © 2021

Bonilla Distribución y Edición, S.A. de C.V.,

Hermenegildo Galeana 111

Barrio del Niño Jesús, Tlalpan, 14080

Ciudad de México

editorial@bonillaartigaseditores.com.mx

www.bonillaartigaseditores.com

ISBN: 978-607-8781-45-4 (Bonilla Artigas Editores)

ISBN: 978-607-8781-46-1 (Epub)

Coordinación editorial: Bonilla Artigas Editores

Cuidado de la edición: Jorge Sánchez Casas

Maquetación: María Lopez Pons

Diseño de forros: d.c.g. Jocelyn G. Medina

Realización ePub: javierelo

Imagen de portada: cortesía de la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada, Secretaría de Hacienda y Crédito Público.

Reproducción fotográfica: Arturo García, 2021.

El retrato de López Velarde de Saturnino Herrán pertenece a la colección de Galerías Castillo.

Gracias a Ricardo Castillo por las facilidades brindadas para su reproducción.

Hecho en México.

Contenido

Nota

Retrato en Avenida Jalisco

De vuelta por el camino de la pasión

Saturnino Herrán retrata a López Velarde

Fray Ramón de la Penitencia

Señorita con nombre de flor

Acueducto de nueve arcos de tiempo

Cuatro cipreses

La comarca inalterable de Ramón López Velarde

Un editor del siglo XXI

Diccionario de López Velarde

Gazapos, omisiones, errores, erratas

Para seguir hablando de Montaigne

Semblanza del autor

Agradezco a Luis Vicente de Aguinaga, Fabienne Bradu,

Marco Antonio Campos, Adolfo Castañón, Daniel Ciprés,

Anne Délecole, David Huerta, Silvia Lira León, Carlos Ulises Mata,

Luz Aurora Pimentel, Fernando Rodríguez Guerra y Carmen Saucedo Zarco

su apoyo para la investigación y escritura de este libro.

Nota

En el primer poema de su Diario de un poeta recién casado, Juan Ramón Jiménez hizo coincidir, en un mismo verso, las palabras “mar” y “teléfono”, lo que interesó vivamente a Ramón López Velarde. ¿Dónde leyó el poema el zacatecano? Anthony Stanton, quien dio con la referencia, se planteó la misma pregunta y expuso una pequeña incógnita al señalar que López Velarde aludió a esa línea en un artículo aparecido en México en agosto de 1916, varios meses antes de la salida del libro en España. Como el poema al que pertenece ese verso está fechado en el libro como escrito antes del ensayo velardiano, el investigador de El Colegio de México supuso razonablemente que la lectura ocurrió en una revista de la época, donde quizás fue presentado como un adelanto editorial.1

Lo que importa es que la unión de esas dos palabras en apariencia discordantes entre sí, o al menos para la sensibilidad del siglo antepasado, en la que el mexicano sintió la emoción y las posibilidades de la poesía moderna, sirvió a López Velarde de estímulo para crear a su vez una veintena de extraordinarias imágenes poéticas, reunidas en un mismo pasaje ahora célebre. No es fácil decir cuál de ellas es la más conseguida y hermosa. ¿“Los pasos perdidos de la conciencia”? ¿“El caer de un guante en un pozo metafísico”? ¿“El aleteo de una imagen por los ámbitos de la fantasía”? ¿“El sobresalto de las manecillas al ir a ayuntarse sobre las XII”? ¿“El rubor de las sábanas de Desdémona antes de que se vierta su sangre”? ¿“La balanza con escrúpulos”? ¿“El aleluya sincopado de la brisa?” (“El predominio del silabario”, Obras, FCE, 1990, pág. 457).

Uno de los propósitos de López Velarde al escribirlas fue mostrar lo que podía resultar de oír “lo inaudito” y expresar “la médula de lo inefable”, como manifestó con estas mismas palabras, y ello como consecuencia de escudriñar “la majestad de lo mínimo”. Si esta última frase, en la que laten una estética, una sensibilidad y una visión del mundo, sirvió a López Velarde para definir sus intereses poéticos, a nosotros nos viene de maravilla para titular el conjunto de cuanto hemos reunido en este volumen. Y es que, frente a la considerable bibliografía que la vida y la obra del poeta han producido a cien años de su muerte, bien podemos afirmar que lo más importante ha sido dicho, pero no todo: de cuando en cuando surgen pequeñas novedades, modestos descubrimientos, hallazgos que no modifican nuestra apreciación de conjunto pero enriquecen con detalles luminosos la imagen que tenemos de su literatura o su persona y hacen más rica y profunda nuestra percepción.

Tanto lo que aún conseguimos arrancar a su obra y la de quienes lo conocieron o leyeron con inteligencia durante las últimas décadas, como lo que vemos con ojos distintos ya que el tiempo transcurrido lo permite, nos resulta, en particular a quienes llevamos media vida frecuentándolo, largamente inapreciable y magnífico. Es lo que obtenemos al rectificar una textualidad o proponer una nueva datación; al descubrir algunos testimonios que nunca habían sido puestos en contexto o una novela en la que nuestro poeta fue convertido en personaje; al volver a ver un retrato fotográfico suyo y exhumar otros dos, un grabado y un dibujo a lápiz hechos en vida, que estuvieron sepultados durante cien años; al repasar las publicaciones donde aparecieron sus poemas y sus crónicas, releer la bibliografía y hacer la reseña de las novedades más importantes sobre el tema, entre ellas un notable estudio ignorado durante demasiado tiempo.

A un siglo de su muerte, el poeta está tan vivo como cuando escribió su poesía, su prosa poética, sus crónicas, su crítica literaria, su periodismo político, sus cartas. La prueba es que su voz se escucha tan clara y definida como debió de sonar entonces, y las bellezas y los misterios que atañen a su literatura conservan todavía su vitalidad, ellos insondables como lo han sido siempre, ellas atractivas y estimulantes como lo fueron desde la primera vez. Su obra sigue siendo lo que dijo de ella Xavier Villaurrutia, el primero que supo verla en su verdadera complejidad: “la más atrevida tentativa de revelar el alma oculta de un hombre, de poner a flote las más sumergidas e inasibles angustias; de expresar los más vivos tormentos y las recónditas zozobras del espíritu ante los llamados del erotismo, de la religiosidad y de la muerte”.2

 

En 2021, regresamos una vez más a Ramón López Velarde; como no puede ser de otro modo, lo hacemos con la mirada fresca, igual que si acabáramos de descubrirlo. Este libro quiere ser una apuesta en favor de una visión más nítida y completa del poeta y un nuevo llamado entusiasta a volver a él.

Ciudad de México, 15 de abril de 2021

Notas de la Nota

1] Aunque Diario de un poeta recién casado apareció en enero de 1917, el poema que abre el libro está fechado el 17 de enero del año anterior. Un historiador más acucioso tendrá que definir en qué publicación y cuándo lo leyó López Velarde. El ensayo de Stanton se titula “Juan Ramón Jiménez en México: los avatares de una presencia”, y está en Juan Ramón Jiménez e Hispanoamérica (Biblioteca de Estudios Juanramonianos, Universidad de Huelva, 2018, págs. 81-82). Aquí la estrofa juanramoniana que seguramente leyó Ramón: “¡Qué cerca ya del alma / lo que está tan inmensamente lejos / de las manos aún! / Como una luz de estrella, / como una voz sin nombre / traída por el sueño, como el paso / de algún corcel remoto / que oímos, anhelantes, / el oído en la tierra; / como el mar en teléfono…”.

2] Visiones y versiones. López Velarde y sus críticos (1914-1987), INBA, 1989, pág.118.

Retrato en Avenida Jalisco


He aquí, de cuerpo entero, a Ramón López Velarde.

Es el retrato que preferimos de todos los suyos. El poeta aparece, vestido del luto mencionado en el testimonio de sus amigos, con el sombrero en la mano derecha, al lado de lo que parece un viejo fresno en el camellón de la que entonces se llamaba Avenida Jalisco.

No eran tan cuidadosos nuestros abuelos de algunos detalles que a nosotros nos importan ahora, por lo que el pie de foto de la publicación en la que encontramos el retrato, el número 24 de la revista Vida Moderna, del miércoles 1 de marzo de 1916, aunque nos informa debidamente del lugar donde fue tomada la imagen y hasta pone énfasis en la línea de fuga (“el poeta Ramón López Velarde en la perspectiva de la Avenida Jalisco”), nada nos dice de su autoría. Apreciamos en lo que vale la aclaración del lugar porque hay quien ha pensado que la foto fue tomada en Venado, San Luis Potosí.

Según me parece, fueron los editores de Ramón López Velarde, sus rostros desconocidos de Guadalupe Appendini, malinformados acaso por ella, quienes echaron a rodar el dato en 1971. La extravagancia conservaría la gracia que tiene (“El poeta en Venado”) si no fuera porque una institución como el Fondo de Cultura Económica, que relanzó ese libro a los cuatro vientos en 1990, no hubiera reproducido el error, el cual se ha repetido luego una y otra vez.

Pero volvamos a la foto. Ramón no puede estar muy lejos del edificio en el que él, su madre y sus hermanos rentaban un modesto departamento y donde él murió hace ahora exactamente un siglo, en junio de 1921 (por supuesto, la actual Casa del Poeta, en el número 73 de la contemporánea Avenida Álvaro Obregón).

¿Por qué nos gusta tanto este retrato? Porque ofrece una visión completa de López Velarde, del mismo modo que nos lo muestra de cuerpo entero, tan serio como sabemos que era en persona, con el rostro ligeramente ladeado, como si se asomara a nosotros, quienes lo observamos con gran interés. La oscuridad de su vestimenta cumple con uno de sus objetivos y gracias a ello somos incapaces de constatar el desgaste indumentario evocado también por sus amigos. Más que nunca notamos a qué se refería uno de ellos, Rafael López, cuando escribió que su lujo era más profundo que el de sus contemporáneos y su elegancia menos artificial (México Moderno, edición facsimilar, II, FCE, 1979, pág. 293). Se ha despojado del sombrero, quizás como una forma de respeto hacia nosotros y sin duda para que lo apreciemos mejor.

Los pies se posan cerca de las raíces del gran fresno que da verticalidad a la imagen (del que vemos, en la parte superior de la foto, una herida, si no es que un principio de manquedad): la verticalidad del árbol subraya la del personaje retratado a su lado.

Lo mejor de la imagen es, para nosotros, algo estrechamente ligado a la línea que dibujan el poeta y el fresno. Sin duda es eso lo que hizo al fotógrafo captarla de esa manera y lo que impresionó al redactor de la revista Vida Moderna cuando la imagen fue publicada quizás por vez primera, al grado de que eso fue lo que subrayó en la frase que sirve de pie de foto. Me refiero, desde luego, a la perspectiva violenta que ofrece el camellón de Avenida Jalisco, formada por las siluetas de los árboles que se fugan al fondo de la imagen. Ese plano de hondura no sólo contrasta con el resto de los elementos compositivos sino que da profundidad, en todos los sentidos de la palabra, a la foto —y de paso, por supuesto, al personaje.

Es precisamente eso lo que dispara nuestra emoción.

De vuelta por el camino de la pasión

Era muy conocida la costumbre que tenía Octavio Paz de corregir sus textos cada vez que se presentaba la oportunidad de su reedición. Yo tardé en vivir en carne propia esa circunstancia. Cuando era adolescente, en la biblioteca de mis padres, había un ejemplar de Cuadrivio (Joaquín Mortiz, quinta edición, 1980). Un día de 1984, abrí el librito y mi anzuelo de lector en ciernes dio con un extraño cardumen llamado Ramón López Velarde. Al lado de ensayos sobre Rubén Darío, Fernando Pessoa y Luis Cernuda, en las páginas de aquel libro había uno titulado “El camino de la pasión”, dedicado enteramente a él.

Al año siguiente hice con un amigo un viaje a Zacatecas con el único propósito de ver con mis propios ojos el cielo cruel y la tierra colorada. En el tren, de camino, leí por vez primera el ensayo de Paz. A ese texto, en el mismo ejemplar de Joaquín Mortiz en que lo conocí, regresé en muchas ocasiones a lo largo de los años. Por eso es comprensible que al releerlo en el ejemplar de una edición más reciente, que saqué de la Biblioteca Pérez de Ayala de la ciudad asturiana de Oviedo a principios de siglo, cuando vivía en España, me hayan sorprendido algunos añadidos hechos por el infatigable Paz.

Sorprendido, es la palabra, por encontrar novedades en un texto que conocía, si no de memoria, sí como si fueran los parajes de un pequeño pueblo frecuentado y querido: una callecita nueva, que ahonda el sentido en una determinada dirección; una fuente allí donde no había nada; un rincón antes a oscuras al que le han brotado plaza, fresnos, un busto. Pequeños añadidos, aquí y allá, y dos más o menos extensos e importantes, muy en la línea de su autor: para profundizar el primero, el segundo para aclarar; ambos, para ir más allá. El primero tiene que ver con las fuentes de la poesía velardiana,1 particularmente con la obra de un poeta hoy olvidado; el segundo, con su opinión sobre “La suave Patria”. Vamos por partes.

Esbozo de “un Menéndez Pelayo en agraz”

Si en la primera versión de su ensayo Octavio Paz señala algunas direcciones para establecer las influencias de otros poetas en la obra de López Velarde, en la segunda las explora y las amplía él mismo. Curiosa, envidiable, la naturalidad con la que Paz hablaba de la crítica: “la crítica dice esto o aquello”, “es torpe aquí e insensible allá”, le gustaba escribir, como si en algunos casos la crítica, entendida en su sentido más amplio, no estuviera formada principalmente por lo que dice él.

Paz se detiene un momento en las influencias de la poesía mexicana (González León, Nervo) y afirma que las relaciones entre la obra de López Velarde y la poesía española han sido poco estudiadas. Entonces comenta algo sobre lo que, dice, apenas se había ocupado la crítica: “Me refiero al ejemplo de algunos poetas españoles que, inspirados por ciertos simbolistas franceses, escribieron en esos años poemas acerca de la provincia y sus misterios pueriles y recónditos”. Y señala muy definidamente al poeta, narrador y crítico Andrés González Blanco.

“El primero y, realmente, el único que se ha ocupado del tema con la extensión que merece, ha sido Luis Noyola Vázquez”, dice Paz, quien añade que el asturiano no sólo influyó en López Velarde sino que significó algo más: “no es exagerado decir que la poesía de González Blanco fue su punto de partida”. Pero mientras el mexicano se reconcentra y ahonda, el español “fue prolijo, monocorde y reiterativo” por lo que terminó por dispersarse. González Blanco, afirma también Paz, fue una víctima de la estética que impuso la Generación del 27. “Sin embargo no sólo introdujo ciertos temas en nuestra poesía sino una nueva sensibilidad, un vocabulario original y una imaginación más fresca”. Es verdad que la relación entre la obra de ambos poetas ha sido explorada a detalle por Noyola Vázquez y al menos por ese camino apenas es interesante ir más allá.2

Paz da por sentado que González Blanco era de Cuenca y de alguna manera es así: como a Clarín, también a él lo nacieron fuera de Asturias, en su caso en 1886, pero la familia era de Luanco, lugar en el que están enterrados sus abuelos, como cuenta él mismo en algún sitio, y en donde transcurrió su infancia. De Asturias la familia se traslada a Ciudad Real, a donde envían al padre, quien era maestro de escuela, pero éste fallece en la población castellana lo que obliga a la madre y los ocho hermanos a ir a Madrid. Poco después el poeta va a Oviedo, donde ingresa en el Seminario, que abandona por falta de vocación en 1903.

Al año siguiente lo encontramos otra vez en Madrid, ciudad que, quitando los veranos en Luanco, será el sitio de su residencia hasta su muerte a los 38 años recién cumplidos, en 1924. En medio anduvo por París y, según Octavio Paz, en México. En la capital francesa trabajó para los hermanos Garnier, en cuya editorial publicó dos series de semblanzas críticas de jóvenes escritores españoles llamadas Los contemporáneos.

Hermano menor de Edmundo y Pedro, dos literatos a quienes el tiempo ha cubierto de parecida capa de olvido, Andrés González Blanco fue un auténtico personaje de la vida literaria española de su época. Según parece, vivió con prisa, yendo de aquí para allá, tratando de organizar, de ser el centro de algunas cosas, de estar presente en todas. Hizo crítica con la manga demasiado ancha, pero se fijó, cosa muy agradecible y más bien rara en la España umbilical del siglo XX, en lo que se hacía en Hispanoamérica. Cuanto poeta americano asomara por Madrid tenía algo más que un apoyo en él: “Durante algunos años”, contó un amigo suyo, “fue Andrés el verdadero agente literario encargado de poner un marchamo a todos cuantos poetas hispanoamericanos se desbandasen por España. Personábanse a su sombra propicia y él les obsequiaba a manos llenas con artículos, elogios, presentaciones, que parecía redactar en serie y repartía pródigamente, sin dársele un ardite ni dolerle prendas”.

Acaso no haya otro sitio donde Andrés González Blanco aparezca y desaparezca alternativamente, más o menos como él mismo hacía por los cafés madrileños de su tiempo, como lo hace en las páginas de La novela de un literato (Alianza editorial, Madrid, 2005), las deliciosas memorias póstumas de Rafael Cansinos Assens. Escalpelo en ristre, como solía, aunque no sin alguna ternura, el viejo maestro de Borges lo describe de esta manera: “El sabihondo crítico, cuyos artículos incrustados de citas políglotas son el asombro de la grey literaria, el Menéndez Pelayo en agraz, es un chico simpático, amable, al que todo el mundo llama Andresito o Andresín”. Luego añade que se trata de “un jovencito pequeño de estatura, que trata de empinarse y parecer persona mayor, pero que en el fondo conserva aires de adolescente y aun de niño. Luce un bigotillo negro, gasta bastón y guantes, cuello de pajarita, chalinas y sombrero blando. Para hablar se yergue a la altura de su interlocutor. Si en sus escritos puede parecer pedante, en su vida mundana afecta una elegante frivolidad” (La novela de un literato, 2, pág. 65).

Para su tocayo Andrés Trapiello, parte del problema de González Blanco, aquel “hombrecín con su bastoncín” según la muy citada frase de Gómez de la Serna, fue que nunca dejaron de llamarlo, ni siquiera en las notas necrológicas que dieron parte de su muerte, “Andresito”. Con todo, hay algunos pasajes de su obra que hacen pensar que es una lástima que no haya tenido la oportunidad, si no de rectificarla enteramente, siquiera de redimirse consolidando al crítico sereno y justo que, eso sí según todas la opiniones, empezaba a asomar en él.

 

“Lambrequines, colas y cornucopias de sutiles trazos”

Andrés González Blanco: una vida para la literatura, de José María Martínez Cachero (Instituto de Estudios Asturianos, 1963), es lo mejor que hay sobre el poeta español que ejerció una influencia decisiva en López Velarde. Entre otros materiales –un relato más o menos pormenorizado de su vida y un recuento crítico de su obra–, el libro reúne testimonios de lo más variopintos. “Sencillo cantor de las vidas grises, de las largas tardes españolas en capitales de provincia”, dice César González-Ruano, quien habla de “su cara de cotorrita” y su “figura breve” y lo describe como “un verdadero forzado de la pluma” con una “gran cultura sin sistema ni orden”. F. Carmona Nenclares afirma que González Blanco practicó la crítica con “la generosidad de quien no conoce el valor de las cosas”, y que “ignoraba en sí mismo el valor de la proporción”.

Es verdad que sus libros no tuvieron mucho éxito. En 1910, González Blanco afirmaba que nunca le habían dado siquiera “para un viaje a Asturias”. Una muestra muy amplia de su obra poética está reunida en Poemas de provincia, que reeditó La veleta en 1999, en edición precisamente de Trapiello, y donde está la serie que lleva el nombre del volumen seguida de “Itinerario poético”, “Tardes en un convento” y “Poemas eclesiásticos”.

Su labor crítica reúne libros y trabajos sueltos sobre Darío, Campoamor, Palacio Valdés, Clarín, Valera o Baroja, y hasta una Historia de la novela en España desde el Romanticismo a nuestros días; tradujo a Stendhal y a Eça de Queiroz; y entre los títulos de sus muchas novelas y narraciones pueden mencionarse El veraneo de Luz Fanjul, El americanín del automóvil o Viaje alrededor de una mujer bonita. Poco antes de su muerte, el Ateneo de Madrid le premió un trabajo sobre Galdós, a quien visitaba al final de sus días –cuando el novelista canario se había quedado ciego–, que luego a nadie le interesó publicar.

Julio Cejador contó “con verdadera fruición” a Sáinz de Robles, quien relata el asunto, “la que armó” González Blanco cuando interpeló a unos circunspectos estudiosos reunidos “en conciliábulo”, diciéndoles que “los mercedarios habían presentado ante los Tribunales una querella contra doña Blanca de los Ríos por injuria y calumnia a fray Gabriel Téllez, a quien había hecho hijo de p… [sic], afirmando que fue hijo del gran duque de Osuna”, en alusión a la teoría de esa investigadora respecto a que Tirso de Molina era hijo bastardo de don Pedro Téllez Girón.

Acerca de su forma de proceder, es muy bueno el retrato que hace de él un tal Juan G. Olmedilla en una nota aparecida a raíz de su muerte:

Entraba pequeño, erguido, diligente, por lo general de una a tres de la tarde, cuando los estudiosos han ido a reponer sus fuerzas, o de once a una de la noche, cuando sólo quedamos en la biblioteca del Ateneo los del trabajo desordenado. Traía ya mediado el veguero [el puro] del postre. Pedía cuartillas, tres o cuatro pliegos de cartas y media docena, una docena de libros […]. Y rápido, certero […], encontraba […] los párrafos, los versos, las líneas que necesitaba para documentar sus prosas. […] rodaba la pluma de González Blanco sin una interrupción, sin un tropiezo, en una letra inconfundible, única, llena de lambrequines, colas y cornucopias de sutiles trazos. La ceniza del medio habano […] le servía de secante. […] Con las últimas, afanosas bocanadas de humo, Andrés escribía las tres o cuatro cartas urgentes que se le había olvidado contestar hasta entonces. Y salía, ya más pausado, del brazo, por lo común, de un amigo captado al trabajo con su amistosa, persuasiva insistencia para salir acompañado.

El primer trabajo de alguna extensión escrito a la muerte de Marcelino Menéndez Pelayo, nada menos, un “folleto, con honores de libro”, se debe a la pluma de Andrés González Blanco: se trata de “160 páginas en octavo” que comenzó a escribir al día siguiente del fallecimiento del erudito montañés y concluyó diez días más tarde. Un íntimo amigo suyo, Diego San José, en un texto leído frente al propio Andresito durante un banquete en su honor, recuerda las peculiares condiciones en que lo redactó:

Fue en el café del Prado donde escribiste en menos de ocho días el libro de Menéndez Pelayo, mientras dictabas a Reoyo una novela, a Sequeiros un artículo, a mí un prólogo, y aún te quedaba espacio, cabeza y mano para escribir una carta a una de las innumerables damiselas que se han cruzado en tu camino.

No deja de haber un testimonio del propio González Blanco sobre su familia, aludiendo a sí mismo y a sus hermanos y colocándose de ese modo al final de su árbol genealógico:

la exuberancia y la facilidad creadoras, la prodigalidad de las ideas, el despilfarro de las frases bellas, son las características de una familia como la nuestra para la cual han hecho tantas reservas mentales, han almacenado tantos granos de pensamiento muchas generaciones de hombres sencillos y rudos por ambas líneas –de marinos por la materna, de modestos propietarios de bienes rústicos por la paterna.

Cómo serán las cosas que al reseñar la vida y la obra de Andresito, Martínez Cachero no puede dejar de decir, al igual que se nos dice de La Celestina –aunque, es cierto, en un ámbito muy distinto–, que espera que su libro sobre el poeta de Luanco “sirva igualmente de aviso y escarmiento para tantos literatos desalados en pos de la efímera fama, ‘lástima vana’, y ‘verduras de las eras’”.

Un romántico visto por un estrafalario

Casi seguramente el mejor retrato escrito de Andrés González Blanco es la entrevista que le hizo otro poeta asturiano, Alfonso Camín, quien vivió no pocos años en México, en donde conoció y trató a López Velarde. Ya conté todo lo que conseguí saber sobre la amistad entre Camín y el poeta de Jerez, en uno de los capítulos de Ni sombra de disturbio (“Alfonso Camín: entre el canario y el murciélago”, Auieo-Conaculta, 2014, págs. 65-92). Como es muy conocido, y nosotros vimos con toda calma en aquel lugar, Ramón escribió un gracioso y no poco caricaturesco poema dedicado a Camín, en el que decía que si éste le parecía simpático es porque tenía “un aire de murciélago y canario” (Obras, FCE, 1990, pág. 259). Celebramos la existencia de su entrevista a González Blanco sobre todo porque viene maravillosamente bien a los intereses de este libro. Como dijo Allen W. Phillips: uno de los primeros en señalar el ascendente de su poesía en López Velarde, mucho antes que Noyola Vázquez, fue precisamente Alfonso Camín (Ramón López Velarde, el poeta y el prosista, INBA, 1962, pág. 73).

Su conversación con Andrés González Blanco puede leerse en las Entrevistas literarias que seleccionó y prologó José Luis García Martín para Llibros del Pexe (Gijón, 1998), entre las que aparecen otras con escritores como el propio Cansinos Assens, Valle-Inclán y hasta el mexicano Enrique González Martínez. Publicada en libro originalmente en 1923 en el volumen Hombres de España, la entrevista con Andresito no debe de haberse llevado a cabo mucho tiempo antes: Camín dice que su interlocutor tiene “unos treinta y cinco años”, los que hubiera cumplido en 1921. Pero por cierta afirmación relacionada precisamente con López Velarde sabemos con toda seguridad que no pudo ser antes de junio de ese año.

El resultado del encuentro casi no tiene desperdicio. Uno y otro, poetas entusiastas; uno y otro enfebrecidos, si bien en diferentes proporciones y con distintos resultados, por la época de cambios literarios que les ha tocado vivir. Alfonso Camín, además, como nos hace ver José Luis García Martín, el autor de la antología donde leemos la entrevista, es de esos entrevistadores que gustan de entorpecer con apariciones inoportunas la intervención de quienes responden a sus preguntas. Para colmo, Camín ejercía de “asturiano profesional”, al grado de decir quizás no del todo en broma que si Colón no tenía sus orígenes en Asturias era porque ningún asturiano se había resuelto todavía a revisar los documentos.

La reunión ocurre un domingo soleado, en el Ateneo de Madrid, donde Andrés ocupa un cargo de importancia. Las condiciones climáticas sirven a Camín para hablar del carácter del “mozo jovial” que tiene delante, “cuyo espíritu rima bien con el sol mañanero”. La primera pregunta nos interesa a los tres: “¿Eres asturiano?” El tono de la respuesta no decepciona: “Hasta los tuétanos”. Andrés pasa a explicar que, siendo sus antepasados de un lado de la montaña y del otro de la costa, en él, gracias a la unión de sus padres, se reconcilian los paisajes opuestos de Asturias:

Uno estaba en la cumbre. Bajó al llano. Otro estaba en el puerto. Caminó hacia tierra adentro […] Depusieron acebo y altivez. Hicieron un pacto. Creyéronlo bien las gaviotas prudentes. Aplaudieron los mirlos capitanes. Casáronse nuestros padres para borrar los linderos.

Andresito describe su vida en el seminario, cuenta que comenzó a escribir imitando a Espronceda y a Campoamor, a quienes leía de contrabando, y que terminó Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid. Más adelante añade: “Del romanticismo de Espronceda me curé en seguida. De la ceguera que me causaron los ojos de una mujer, aún no pude curarme. Sigo deslumbrado. Me hizo caer de lleno en el madrigal y en el amor que se hiela bajo el balcón cerrado, en la calle silenciosa”.