Czytaj książkę: «Lo que sucedió tras la muerte de mi madre»
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ISBN: 978-84-18398-65-0
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A mi madre, quizás la persona que más me ha animado a escribir, pidiéndole disculpas por el título.
A mi hermano Sergio, porque sin él yo no sería más
que una sombra del que soy.
A Sara, por ser mi lectora alfa y tantas otras
cosas en estos dos últimos años.
Capítulo 1
La primera vez que lo vi fue en el funeral de mi madre. Parecía huido de una película de los años cincuenta, vestido con una larga gabardina que lo destacaba, posiblemente de forma involuntaria, en la última fila de la iglesia, donde estuvo solo e inmóvil.
Con el brazo derecho sujetaba un paraguas y con el izquierdo un paquete hecho con papel de periódico, atado con cuerdas al estilo antiguo, que, con el tiempo, comprendí que no era un simple atrezo: era parte de su cuerpo, una suerte de compañero infatigable de viaje, un pedazo de su vida y de su historia.
No hizo ademán de acercarse a mí ni a nadie de la familia y, quizás, esa forma de intentar pasar desapercibido entre tantas personas que luchaban por hacerse notar, hizo que mi cerebro lo detectara. De los miles de detalles que deparó el funeral, me sorprendió este.
Al llegar a casa le hablé de él a Marc, mi marido, que, muy masculinamente, se encogió de hombros mientras seguía preparando algo de cenar.
—¿Conocías a todos los presentes? —inquirió.
—Ya sabes que no.
—Pues otro chalado seguidor de tu madre. Tenía cientos.
Acepté la respuesta y compré al instante la versión del chiflado. «Lo más frecuente es lo más corriente», intenté autoengañarme.
El funeral de mi madre fue un acto de Estado. Ella era doña María Isabel Marín López: un mito. Por partida doble. Premio Nobel de Literatura y mujer: la primera mujer después de cinco hombres españoles. La segunda mujer contra los diez hombres hispanoparlantes.
A ella siempre le fastidió que se destacase su género por encima de su literatura. Remarcando tanto su feminidad, se dejaba entrever que el premio tenía más de igualar una ancestral y atávica injusticia con el sexo femenino que de loar sus dieciséis libros publicados, unánimemente considerados como dieciséis obras maestras. Del primero al último. Sin excepción.
Cuando le dieron el Nobel yo tenía quince años; ella sesenta. Fue de esas madres tardías, profesionales tan dedicadas a lo suyo que cuando se dieron cuenta de su irrenunciable instinto maternal ya no tenían tiempo de buscar un padre compatible. Gracias a la ciencia estoy aquí y gracias a la ciencia enterré con treinta años a una madre de setenta y cinco. Todo múltiplos de quince.
En resumen: soy la huérfana precoz de una escritora maravillosa. E hija única, claro.
Ser la única descendiente de un genio es una mala jugada. Que nadie lo dude. Nací en un ambiente literario al cien por cien, en una casa en la que conjugar mal un verbo equivalía a la más terrible blasfemia delante del Papa, en un hogar en el que se elegían las palabras con esmero, mimándolas, acariciándolas, dándoles el cariño que otras familias dan a las mascotas.
Los amigos de mi madre eran escritores, traductores, editores y libreros: la misma bestia con distinto disfraz. Mi idea de un jueves normal a los diez años era una cena en la que un par de Premio Cervantes o un Premio Nobel compartían mantel en mi casa. Los Premio Planeta eran bienvenidos por mi madre, pero se notaba que el resto de integrantes del grupo los miraban por encima del hombro por comerciales que, al parecer, es un insulto terrible.
Desde Vargas Llosa hasta Roth, desde Kundera a Houllebecq pasando por Marías, Cercas o Sánchez Piñol y, de tanto en tanto, alguna figura prometedora que alguien introducía. Nada como una buena crítica de sus colegas para lanzar (o relanzar) una carrera literaria. Una prueba de fuego.
Grandes escritores a los que pasaba el pan desde pequeñita y a los que aprendía a amar como lectora y a tratar como los seres humanos que son, con sus virtudes y sus defectos, algunos bellísimas personas y, otros, auténticos monstruos repugnantes con los que, a pesar de todo, mi madre seguía codeándose.
Desgraciadamente, ser la hija de doña María Isabel Marín López me inhabilitó para ser escritora. Es fácil de entender: nunca sería lo suficientemente buena. Hiciera lo que hiciera estaría por debajo de las expectativas y si, en un caso excepcional, fuera tan buena como mi madre, el reconocimiento estaría siempre preñado de duda, teñido de envidia, manchado por el «claro, es hija de…».
Podría culpar a la sociedad pero no pienso hacerlo: el titubeo, la indecisión y, especialmente, mi máxima autoexigencia, conseguían que siempre, al leer uno de mis escritos, apareciera un gigantesco «pero» en mi interior.
Con catorce años me presenté a un concurso literario en el colegio. Gané. Mi madre me besó, me abrazó, me arrulló y me dijo que el relato era magnífico.
—¿Comparado con…? —la interrogué.
—Con nada —me contestó —. No hay que comparar la buena literatura. No puedes hacer competir a Bukowski con Cela, a Fitzgerald con Gabo. Eres muy buena.
Llevaba razón pero, además de compararme injustamente con mi madre y sus amigos, notaba el menosprecio de los padres de mis amigas, en cuyas miradas adivinaba o la certeza de que me habían dado el premio «por ser quien era» o, peor aún, la sospecha de que lo hubiera escrito mi madre en persona.
Sabía lo suficiente de literatura para no dudar de que mi relato era infinitamente mejor que el que habían presentado las lerdas, con cariño, de mis amigas, de una sencillez abrumadora. Pero no quería una vida de comparaciones eternas, de reproches, de miradas de soslayo.
Ese premio decidió, de forma negativa, mi carrera literaria. No sería escritora de profesión. Seguí contándole historias a un papel, con entusiasmo, como si tuviera un plazo de entrega que cubrir, de la misma forma que hay personas enganchadas a la papiroflexia: sin perseguir ningún objetivo práctico ni querer ver mi nombre publicado en la cubierta de un libro.
Me hice la firme autopromesa de que nunca nadie, ni mi santa madre, leería esos libros. Mi madre no estuvo de acuerdo pero fue congruente con su forma de entender la vida y la educación. Era mi decisión y ella solo tenía que darme las herramientas para que las tomara correctamente.
—Hagamos un trato: le daré tu relato a tres de mis amigos sin decirles quién es el autor. Que lo juzguen y luego tú decides.
Dos semanas después tenía mi relato por triplicado, con pequeñas correcciones en rojo y comentarios superlativos al final.
«Quiero ser su editora, no veía un talento semejante desde que te leí por primera vez», le decía otra escritora de éxito a mi madre.
«Espectacular. Fresco y brillante y, aunque sin duda debes de ser una de sus referencias literarias, lleva la historia con la sobriedad y la distancia de un Roth joven».
«Pídele que lo convierta en novela. Ofrécele el adelanto que quiera».
Mi madre me juró que no sabían que era yo. Es más, que nadie conocía la tierna edad de la escritora.
Le di a mi madre un noventa por ciento de credibilidad, pero ese diez por ciento de duda mató definitivamente la posibilidad de que escribiera: si dudaba de una persona de la que sabía a ciencia cierta que era fiable al cien por cien, cualquier otra opinión me parecería infinita e inaceptablemente contaminada por la sospecha.
Así que decidí ser ese otro personaje que conocía de las cenas-tertulias en casa de mi madre y que siempre me fascinó: editora.
El poder de los editores es terrible, en especial con los escritores noveles. Ellos deciden quién tiene talento y quién no, quién merece ser leído y quién no, quién vale la pena para ser lanzado a lo grande y quién no. Tuve la suerte de aprender con la mejor, la de mi madre. Desde los catorce años me fijé en Carmen Estrada: la editora diez.
Escogía como nadie el momento perfecto para lanzar los libros, sabía hacer el mejor marketing y, lo que más me fascinaba, reconocía el talento casi sin necesidad de abrir el libro. Poco a poco, de forma irreversible, dejé de ser la sombra de mi madre para ser la de Carmen, pasé de pensar cómo contar historias a desentrañar cuándo una narración tenía gancho y calidad, del sueño de ser creadora al oficio de ser facilitadora de sueños. Empecé a los veintidós años con una pequeña editorial, Fahrenheit 451, en honor al primer libro «de mayores» que me regaló mi madre y que, desde entonces, siempre ha estado decorando mi mesilla de noche.
Pero, aunque la editorial creció hasta convertirse en mi profesión a tiempo completo y un floreciente negocio, me fue imposible dejar de escribir, a horas muertas; un secreto que nadie conoció hasta que lo confesé, entre sábanas, en mi luna de miel, avergonzada como si estuviera perdiendo otro tipo de virginidad.
Capítulo 2
Tras el funeral, la vida volvió lentamente a adaptarse a esas nuevas y extrañas rutinas que siguen a la muerte de un ser tan querido. Todo había cambiado tras la desaparición de Isabel, que había sido padre y madre para mí, juntos en una sola persona, en una suerte de Santísima Trinidad incompleta.
Tenía que llenar los huecos que se habían abierto, como cráteres, en mi vida. Mi existencia estaba llena de agujeros negros donde antes habitaba una llamada breve, entre ocho y nueve de la noche, para hablar de todo y de nada con ella, o en los jueves en que mi madre celebraba su tradicional cena de escritores, o en las noches que se disfrazaba de superabuela obligándonos a salir, aunque no tuviéramos ganas, con el fin de quedarse a solas con sus nietos, sin malvadas injerencias de sus progenitores.
Un día a día que había cambiado en un terrible veinte por ciento. Dicen que la muerte de un ser querido se sufre con diferente intensidad dependiendo del contacto diario que tenemos con el muerto. No es lo mismo un padre que vive a quinientos kilómetros que una madre con la que estás en contacto diario. Y nuestro roce era permanente. ¡¿Cómo no echarla de menos?!
El dolor te obliga a seguir adelante de la forma más cómoda: como un autómata. La rutina es tu mejor aliada, la seguridad de lo conocido, una almohada a la que abrazarse para superar la tristeza. Porque, en el resto del día a día, todo sigue igual cuando todo cambia: desde el olor de la cocina al entrar hasta el color del atardecer. Podéis pensar que el cuadro que dibujo es más el de una viuda que el de una huérfana, pero, además de quererla con locura, podría decirse que estaba enamorada de mi madre: era perfecta.
Así pasé casi medio año, con pena y sin gloria, hasta que volvió a aparecer él, con la misma gabardina, con idéntico paraguas colgado del brazo derecho y el curioso paquete de papel con lazo de cuerda del izquierdo.
Pelo canoso y abundante, unos sesenta y muchos o más, pero bien llevados, rozando el metro ochenta (una altura normal en un imberbe de diecisiete añitos de hoy en día pero impresionante en un jubilado), cara agradable en la que destacaba una sonrisa curtida, sin duda por el sufrimiento, como la de la mayoría de humanos que llegan a viejos. Pero, por encima de todo, unos ojos azules y tristes que desprendían una mirada cálida y familiar.
Se presentó en mi oficina, sin hora. Con esa forma tan suya de ser, a medio camino entre un abuelo venerable y un galán irresistible, consiguió engatusar a mi secretaria que jamás aceptaba intrusos, fueran periodistas, escritores noveles o curiosos, sin cita previa y mi aprobación.
—¿Podría ver a la señora Marín? No tengo cita pero creo que le resultará interesante el encuentro —fueron sus primeras palabras.
—¿Qué desea? —contestó, aún cortante, Celia.
—Dígale que soy un viejo amigo de su madre. Por edad y por tiempo de relación —bromeó—. Pero no me conoce.
Sorprendentemente, estas tres simples frases, asociadas a una sonrisa y una caída de ojos a mi cincuentona secretaria (¡qué mala es esa década en que las mujeres nos volvemos invisibles, entre el fin de la maternidad y ser abuelas, con el atractivo físico desaparecido en combate!), bastaron para que Celia lo tomara como algo casi personal.
—Lucía, tienes que verlo —me dijo.
—¿Por? —contesté ariscamente, como casi siempre en los últimos meses.
—Cuando hables con él me darás la razón. Me apuesto una cena donde quieras.
Conociendo su sueldo, que no era ninguna maravilla, aunque estaba mejor pagada que las secretarias de mis colegas, y que me encantaba cenar en restaurantes de precios prohibitivos, le di el beneficio de la duda.
—Dile que vuelva en media hora. Pero no hay apuesta —contesté sonriendo.
Podría haberlo atendido inmediatamente porque se había anulado una reunión para la que tenía reservadas dos horas, pero concederle audiencia enseguida le habría dado un poder que no estaba dispuesta a otorgarle. Tácticas ancestrales de combate psicológico: el que hace esperar es el que tiene la sartén por el mango.
Una editora como yo no deja de ser una mujer en un mundo de hombres: cierto es que, ni soy la única, ni es una profesión tan masculinizada y testosterónica como otras, pero nos tenemos que hacer valer más que ellos, ser más duras, incluso diría falsamente infranqueables. Mi madre, admirablemente, no cayó ni en la vanidad de la feminización, lo que le hubiera sido fácil por su físico, ni en la masculinización como autodefensa. Yo no lo conseguí: se decía a mis espaldas, con cierta parte de razón, que era un poco borde. Masculinamente borde.
Lo habitual cuando retraso una cita es que el «vuelva en media hora» vaya seguido de un «gracias» o un «faltaría más, no se preocupe», con sonrisa forzada y una rápida desaparición.
Él no. Tras un simple «gracias» se quedó sentado en la silla, sonriendo, con el paquete en el regazo, jugando con la cuerda entre sus dedos, satisfecho, no incómodo como la mayoría. Ni tan siquiera optó por la vieja táctica de ojear una revista que no le interesaba ni se distrajo con el móvil. Simplemente se quedó ahí, sonriéndole a mi secretaria.
No habían pasado veinte minutos cuando lo hice pasar; no aguantaba las carcajadas adolescentes de una Celia irreconocible. De la mejor secretaria de dirección a jovenzuela ruborizada en tiempo récord: el viejo la había seducido. Empezaba a estar intrigada.
—Celia, hazlo pasar por favor —supliqué.
—Enseguida, jefa.
Tres minutos llenos de risotadas de Celia tardó en recorrer los diez metros que separaban la silla de recepción de la de mi despacho. Ciento ochenta segundos que me irritaron porque me dejaron claro que, en esta larva de relación, el poder ya no era mío.
—Buenos días, disculpe ese minutillo de retraso, pero me estaba despidiendo de Celia. Es un encanto.
—No se preocupe, señor…
—Molina, Miguel Molina.
—Es un placer —dije mientras nos dábamos la mano—. ¿En qué puedo ayudarle?
—En mucho, pero creo que no en tanto como yo la puedo ayudar a usted.
Miró el sofá que había en la otra punta del despacho y, tras un gesto seco con el que le indiqué la dura silla que había al otro lado del escritorio, se sentó con una sonrisa llena de autoconfianza.
—Ilumíneme —pregunté.
—Era íntimo amigo de su madre. Seguramente soy la segunda persona que la conocía mejor, tras usted, claro.
—Ya… —repuse incrédula, revolviéndome en mi silla.
—Sé lo que está pensando, entiendo sus reticencias y no pienso gastar ni media gota de saliva en convencerla de que no soy un chalado que quiere colarse en su vida con una historia inverosímil. Isabel y yo compartimos todos los martes desde hace más de treinta años y eso hace que una séptima parte de la vida de su madre, la que yo conozco, sea un misterio para usted.
—Nunca oí hablar de usted.
—Lo sé, era nuestro acuerdo.
—Me cuesta creerlo —repuse con un tono mucho más agresivo del que me hubiera gustado.
Se levantó lentamente de la mesa y me dejó su tarjeta de visita.
—Llámeme si quiere saber qué hacía su madre todos los martes de su vida. No le decepcionará y nos ayudaremos mutuamente a completar nuestras amputadas vidas.
—Mi vida no está amputada —contesté ofendida.
—Lo está, Lucía, y lo sabes. Ha sido un placer, eres tan guapa como tu madre —dijo, dando por iniciado el tuteo y el piropeo, con su encantadora sonrisa y unos ojos de bondad infinita, mientras me ofrecía su mano.
—Lo pensaré —respondí.
Tan sorprendida estaba que no tuve ni la cortesía de acompañarlo a la puerta. «Menuda bronca me pegaría mi madre», pensé, mientras oía nuevamente las carcajadas de Celia.
Tras soportar los piropos superlativos e hiperbólicos de mi enamorada secretaria: «encantador», «menudo hombre», «parece un galán de Hollywood de los de antes», me quedé a solas jugueteando con la tarjeta de visita. «Dr. M. Molina. Oncólogo Médico».
Capítulo 3
Cuando abandonó el despacho agradecí tener una hora libre por delante. Enfocar cerebralmente un asunto en que el corazón te late a cien por hora es complicado y, en mi caso, más aún si involucra el recuerdo de mi madre.
Mi amado esposo lo habría solucionado nuevamente con la teoría del chalado, pero esta explicación ya no era fácilmente aceptable.
Mi madre viajaba todos los martes, desde que tenía uso de razón, a Madrid, inicialmente en el puente aéreo, posteriormente en el AVE, por motivos de trabajo, según decía. Era una encrucijada con dos posibles caminos: el primero que el «encantador de serpientes enamora secretarias» fuera un farsante y simplemente supiera las costumbres de mi madre por motivos profesionales y, el segundo, que estuviera diciendo la verdad, la engañabobos fuera mi madre y la boba fuera yo, a la que habría tomado el pelo todos los martes de mi vida.
Una entregadísima y aún doliente hija como yo hubiera podido caer fácilmente en la tentación de descartarlo, aduciendo una supuesta incapacidad materna para urdir un engaño de tal calaña, pero ese sexto sentido que tenemos las mujeres me hizo dudar.
Decidí emprender una pequeña investigación que no tenía ninguna dificultad: le pedí a mi enamorada secretaria que me hiciera un resumen de los gastos de mi madre en vuelos y hoteles de los últimos tres años. Si no había cuatro AVE mensuales de ida y vuelta a Madrid, con otras tantas noches de hotel en martes, tendría que empezar a pensar que el señor Molina estaba diciendo la verdad.
Fantaseé morbosamente con la posibilidad de que mi madre me hubiera engañado todo este tiempo y con los motivos que podría tener para ocultarme algo así: por qué escondía un secreto cuando, pensaba yo, nunca los habíamos tenido.
No soy una ilusa: era mi madre y no mi amiga. Nunca me contó nada de su vida amorosa ni sexual, hasta el punto de que las tomé por inexistentes. La prensa rosa también la había dejado, en general, extrañamente tranquila en este aspecto. «No les des motivos para hablar y no hablarán» era su lema, así que llegué a la posiblemente absurda y cruel conclusión de que lo más parecido a un hombre que tuvo mi madre fue la probeta de la fecundación in vitro.
Esa máxima la mantuvo incluso cuando salieron a la luz noticias que, con toda la mala intención, insinuaban que era lesbiana.
—No me pienso defender —me dijo.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Primero, porque si sales al paso de un rumor tendrás que hacerlo con todos, y eso significaría otorgarles barra libre para ser acosada por la prensa del corazón. En el momento que no saltes a negarlo todo el mundo lo dará como cierto.
—¿Y segundo?
—Quiero ser como Kurt Cobain —afirmó muy dignamente.
—¿Cómo? —pregunté sorprendida.
—En su época universitaria a Kurt lo acusaron de ser gay por ir siempre con un chico, amigo suyo, que lo era. Lo normal hubiera sido negarlo. No lo hizo. Siempre dijo que fue una gran época de su vida, en la que estuvo orgulloso de ser gay, sin serlo.
Me quedé en el despacho a solas con mis fantasías masoquistas de hija burlada hasta que Celia, con una cara que mezclaba sorpresa y curiosidad, me dejó una carpeta con el resultado de las pesquisas. Ni dos horas tardó la tortolita en ofrecerme una detallada lista de gastos. Tan eficaz era que trajo los de los últimos cinco años con el día de la semana marcado.
—¿Y bien? —pregunté.
—Ya lo verás tú misma. Menuda sorpresa...
Demoledor. De sus incontables viajes solo tres fueron en martes: uno para recibir el Premio Cervantes, otro para acudir al Príncipe de Asturias y un tercero que no relacionaba con ninguna fecha destacada.
Pedí a mi secretaria que llamara al señor Molina y lo citara para cenar. Es lo que tiene ser una ejecutiva: nada de marear los problemas, los temas se matan. Llamé a Marc, mi marido, profundamente irritada ante la posibilidad de ser la mayor ilusa de todos los tiempos, y le dije que no cenaba en casa.
—Ya te explicaré —le gruñí.
—¿Grave? —preguntó.
—Raro.
Celia tuvo la delicadeza de no preguntarme dónde quería citar para cenar al señor Molina (¿o debería decir Miguel?), en un encuentro terriblemente difícil de encasillar: ni profesional, ni cita, ni encuentro con un viejo amigo. Nada que hubiera hecho antes.
Con buen criterio, optó por una solución intermedia, estilo «con tacones y tejanos», un sitio donde iría a cenar con un cliente con el que me uniera una cierta amistad: La Venta.
—Si la velada va bien, copa en el Mirablau. Y si es un desastre, para casa —dijo sonriendo.
No me hizo falta pasar por casa. Mi trabajo me exigía en muchas ocasiones acudir a eventos de media tarde en los que, si no deslumbrante, sí que tenía que lucir pulcra. Soy de las que tienen en el despacho ducha y ropero. Elegí cuidadosamente una ropa lo más neutra posible, que sirviera para un roto y un descosido, y me maquillé también en ese punto justo. En momentos como estos odiaba con todas mis fuerzas ser mujer. Imaginé a mi contrincante (en ese momento lo veía así) eligiendo, como mucho, el color de la corbata.
Cogí el coche, no quería darle la oportunidad de ofrecerse a acompañarme tras la velada, y llegué puntualmente cinco minutos tarde, que hay que marcar territorio. Joan, el camarero, me reconoció y me acompañó amablemente a la mesa mientras me comentaba: «Es usted la primera en llegar». Inaudito.
Cinco minutos después, dos a cero en el arte de marcar el paso, apareció sonriente el señor Molina, con el mismo curioso paquete de papel con lazo de cuerda que llevaba el día del funeral y también en su visita a mi despacho. Se acercó como si fuéramos amigos de toda la vida, me llamó Lucía, me besó en las dos mejillas y se sentó, dejando claro que era un encuentro personal. Había que reconocerlo, el control de la situación era todo suyo y, muy a pesar mío, ya no me resultaba del todo irritante.
Aprovechando la amplitud de la mesa dejó el paquete a un lado, presidiendo, y pasó a la parte de los halagos; un seductor de libro.
—Eres tan guapa como tu madre cuando la conocí. Es como estar cenando con ella otra vez.
—Gracias.
—Los erizos aquí están de rechupete —continuó, como si fuera nuestra vigésima cena y hubiera reservado él.
Joan tomó nota, elogiando las elecciones de Miguel, que decidió el vino tras dirigirme un cortés «blanco o tinto», y se marchó dejándonos a solas, mirándonos a los ojos y dando paso a uno de esos momentos de incómodo silencio.
Para ser justos, solo yo estaba a disgusto. Él me miraba y sonreía: daba la impresión de que podría pasarse así toda la noche, como un bobalicón Romeo mirando a su Julieta.
—Bueno, ya estamos cenando. ¿Me explicarás cuál es el misterio? —ataqué impaciente.
—Con los postres, antes quiero saber cómo estás —se defendió.
—¿Perdón?
—Si te conozco algo, aunque sea por lo que me explicó tu madre de ti, estoy seguro de que habrás comprobado que Isabel no se iba a ningún lado los martes. Sabes que estaba conmigo y que, por tanto, no soy ni un timador ni un loco. Te voy a contar una historia increíble pero tiene un pequeño precio, minúsculo: quiero tener una cena contigo como si fuéramos viejos amigos, que me cuentes cómo estás, cómo te sientes tras la muerte de tu madre, que me expliques cómo te ha ido estos meses en los que te he perdido la pista desde que Isabel nos dejó. Sé que no me conoces pero he echado de menos saber noticias de ti. Eres una especie de sobrina favorita.
—¿Qué llevas en ese paquete?
—Con los postres... —repitió, mientras el camarero nos otorgaba una tregua.
Mi trabajo me obliga a trabajar con cientos de personas, gran parte de las cuales quieren sacar algún beneficio de ti: conseguir establecer una cierta amistad es, evidentemente, una buena jugada. Con los años he aprendido a desconfiar de todo el mundo de entrada, convirtiéndome en una experta en enfriar este tipo de situaciones, en mantener las conversaciones siempre en términos exclusivamente profesionales.
Nada que hacer. Cada uno tiene sus cualidades y Miguel tenía el superpoder de dar confianza con su mirada cálida, su sonrisa amable y sus gestos pausados. Era la imagen de un joven anciano que camina confortable por el final de su camino, con la seguridad del que ha hecho las paces consigo mismo y con sus errores. Y, lo más impactante, todo ese conjunto lo convertía en un ser extrañamente familiar.
Sin querer y sin darme cuenta le expliqué toda mi vida a un perfecto desconocido: mis preocupaciones laborales, ese sufrimiento tan de mi sexo y de mi generación de dudar si era tan buena madre como merecían mis hijos, si mi necesidad de ser una profesional exitosa no estaba haciéndome perder su infancia e incluso, mientras tomábamos café, le insinué que mi matrimonio quizás no pasaba por su mejor momento, probablemente por mi culpa.
Habían pasado los postres y estaba tan cómoda desnudándome (de la forma más difícil, haciendo striptease de alma y no de ropa) que ni intenté redirigir el curso de la conversación. Al hacer la pausa definitiva me di cuenta de que no había podido descargar mis preocupaciones en un hombro de esta forma desde que mi madre murió.
Y, de repente, estallé en una carcajada.
—Eres un genio. Has conseguido que hable contigo como si fueras mi tío preferido. ¿Esto hacías con mi madre los martes? ¿Eras su confesor?
—No. Era su amante —contestó como quien no quiere la cosa, dando otro pequeño sorbo al café.
—¿Perdona? ¿En serio?
—Sí, creo que fui el único hombre en la vida de tu madre, y hablo de amor, no de sexo.
—Sigue, te toca —dije, concediéndole credibilidad a su alocada aseveración.
—Se ha hecho tarde —contestó con una carcajada, absolutamente encantado de descolocarme una vez más—, la historia es muy larga y yo soy muy viejo.
—Te mato —dije rendida.
—No, no lo harás. Te propongo un trato. Hago una breve sinopsis y dejamos el resto para más adelante: soluciono parte de tus dudas y me voy a dormir pronto.
—Te escucho.
—Tu madre y yo fuimos amantes desde que tenía treinta y cinco años hasta que murió. Yo estaba casado, pero si no me divorcié fue, simplemente, porque tu madre no me dejó.
—Continúa.
—Nuestra relación tenía algo más que amor y sexo, estaba rodeada de literatura, la mayor parte del martes la dedicábamos a leer la obra del otro; yo era siempre la primera persona que leía las obras de Isabel. Traía lo escrito durante la semana, discutíamos las frases, las corregía o no y seguía escribiendo siete días más.
—Y en eso os pasabais todos los martes.
—No, eso era por la mañana. Por la tarde corregía mis libros.
—¿Eres escritor? No recuerdo haber leído nada tuyo, ni haber visto tu nombre antes.
—No he publicado nada. Jamás.
—¿Por? Si mi madre se tomaba tanta molestia debes de ser bueno.
—Ella dice que nivel Premio Nobel. Perdón, decía —rectificó tristemente.
—No te preocupes, a mí me pasa cada día. Costumbres.
En ese momento me di cuenta de que ya había comprado su historia al cien por cien, que cualquier duda había quedado disipada, y que Miguel estaba entrando en mi vida como un auténtico ciclón. Tras unos segundos de amarga pausa, continuó.
—Quiero hacerte una propuesta.
—Dime.
—Te daré mis libros para que los leas. Aquí —dijo mientras acariciaba el curioso paquete de papel con lazo de cuerda— tienes mis tres primeros libros. Son buenos, muy buenos, ya lo verás. Y cuando estés preparada te contaré la historia de tu madre y los martes.
—¿Tienes más libros? —preguntó interesada Lucía la editora.
—Veintitrés.
—¡¿Cómo?! —exclamé, sorprendida ante tal producción literaria.
—Sí, más o menos un libro cada año y medio. Piensa que soy muy viejo aunque tenga esta pinta de chaval —bromeó, aunque era evidente que nadie se aventuraría a decir que pasaba de los setenta.
—Estoy alucinada —acerté a decir.