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Czytaj książkę: «El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III», strona 48

Czcionka:

CAPÍTULO LXVII
DE CÓMO EL LICENCIADO SARMIENTO HIZO BUENO UNA VEZ MÁS AL PROVERBIO QUE DICE: QUE NO ES TAN FIERO EL LEÓN COMO LE PINTAN, Y DE CÓMO TODAS LAS PULGAS SE VAN AL PERRO FLACO

Apenas el duque de Uceda había salido de casa de doña Ana y aventurádose en la calle de Amaniel, que estaba obscura como boca de lobo, sirviéndole de guía entre las tinieblas su linterna, cuando se sintió fuertemente sujeto por detrás y oyó una voz áspera que le dijo:

– ¡Sois preso por el rey!

– ¡Preso yo! ¿y por quién?

– Por quien puede y debe.

– ¿Sabéis que soy grande de España?

– ¡Ah! ¿vuecencia es grande de España?

– ¡El duque de Uceda!

– ¡Ah! ¡ah! ¡una linterna! ¡una linterna pronto! – exclamó la misma voz, que no era otra que la del licenciado Sarmiento.

Hizo luz uno de los alguaciles, es decir, abrió su linterna que entregó al alcalde, y éste vió con la luz de la linterna el rostro al duque de Uceda.

– ¡Ah! ¡perdonad! ¡perdonad! excelentísimo señor; ha sido una equivocación – dijo Sarmiento todo trémulo, porque su vara se rompía al tocar á personas tan encumbradas, como una caña, fuerte para matar un ratón, pero extremadamente inútil para un león – . Perdone vuecencia, nos hemos equivocado; creímos que vuecencia salía de una casa donde perseguimos un delito; vuecencia perdone otra vez y no se enoje, que la noche y las tinieblas me disculpan.

– Venid, venid acá á un lado, alcalde – dijo el duque de Uceda.

El alcalde se apartó con él todo cuidadoso.

– Es necesario – dijo el duque – que nadie sepa que me habéis encontrado por estos sitios.

– Descuide vuecencia, que nadie lo sabrá – dijo todo humilde y reverencioso el alcalde.

– Y para que esto no se os vaya de la memoria, tomad.

Y dió al alcalde una sortija.

– ¡Ah, excelentísimo señor! – exclamó el alcalde inclinándose hasta el suelo y apreciando al mismo tiempo, por el tacto, que la sortija tenía una gruesa piedra.

– Si alguien tiene noticia de que me habéis encontrado, os pesará.

– Descuide, descuide vuecencia, que no lo sabrá nadie.

– Quedad, alcalde, con Dios.

– Dios vaya con vuecencia.

El duque se alejó y el alcalde permaneció por algunos segundos inmóvil.

Después dijo con la voz no tan tonante como otras veces:

– ¡Hola! ¡á mí!

Rodeáronle inmediatamente todos los alguaciles.

– El que no quiera ir á galeras – dijo el alcalde – que calle mucho.

– ¿Y qué hemos de callar, señor alcalde? – dijo el más audaz de los alguaciles.

– Que hemos encontrado á ese caballero.

– Callaremos – dijeron todos.

– Ahora, hijos, yo creo que nos hemos equivocado; que ese caballero no ha salido de la casa que creímos.

– Sí; sí, señor; nos hemos equivocado.

– Pues bien: como ya hemos esperado harto, y tenemos que evacuar más diligencias en esa casa, venid conmigo.

Entonces fué cuando el alcalde se acercó á la puerta y llamó.

Al tercer llamamiento se abrió la puerta.

Lo primero que vió el alcalde fué delante de sí un hombre embozado; pero con tal capa y tal pluma y tal cintillo en la gorra, que le entró miedo.

– ¿Tendremos otro grande de España? – dijo.

– Entrad solo, señor alcalde – dijo gravemente el duque de Lerma.

El licenciado Sarmiento entró.

– ¿Sois alcalde de casa y corte, según creo? – dijo el duque.

– Sí; sí, señor.

– ¿Os vendría bien ir de oidor á las Indias?

– ¡Oh! ¡excelentísimo señor!

– No os equivocáis; soy… el duque de Lerma.

– ¡Ah! – exclamó el alcalde – ; perdonad, señor, pero me habían dicho que en esta casa se había cometido un asesinato á instigación de…

– ¿De quién?

– ¿Me exige vuecencia que rompa el sigilo del proceso?

– Os lo mando.

– Pues bien: el acusado es Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor del rey, por instigación de don Francisco de Quevedo y Villegas y de don Juan Téllez Girón.

– Pero eso no es verdad – dijo doña Ana que estaba detrás del duque.

– Callad, señora, callad – dijo Lerma – . ¿Conque el acusado de ese asesinato es el cocinero de su majestad?

– Sí, señor.

– ¿Y sus cómplices Quevedo y Girón?

– Sí, señor.

– Venid – dijo el duque de Lerma después de haber meditado un tanto.

El alcalde siguió al duque.

– Decid, señora – dijo Lerma á doña Ana – , ¿dónde está el difunto?

Doña Ana se estremeció.

– Nada temáis – dijo el duque – ; voy á salvaros.

– El sargento mayor – dijo doña Ana – está en un patinillo, junto al postigo que da á la calle de San Bernardino.

– Guiad, pues, señora; alcalde, venid.

Siguieron los tres adelante, atravesaron algunas habitaciones, y al fin doña Ana se detuvo en un patinillo lóbrego.

Llovía con abundancia, y empapado por la lluvia, estaba en el centro del patinillo el cadáver del sargento mayor.

Doña Ana le señaló con terror.

– ¿Veníais en busca de ese cadáver? – dijo el duque.

– Sí; sí, señor – contestó el alcalde.

– Pues es necesario que le encontréis, pero que no sea aquí.

– ¡Cómo, señor!

– Vais á sacar este cadáver por el postigo á la calle.

– ¡Señor!

– Sé que os pido mucho; ¿pero sabéis lo que yo puedo hacer por vos?

– ¡Oh, excelentísimo señor! ¿Pero cómo he de hacerlo?

– Quitad esas luces de en medio – dijo el duque.

Doña Ana tomó la linterna del alcalde, y con la suya las puso en una habitación inmediata.

El patinillo quedó á obscuras.

Cuando volvió doña Ana, el duque la dijo:

– Abrid el postigo, señora.

– Pero abridle silenciosamente – dijo el alcalde.

Doña Ana abrió en silencio el postigo.

– Ahora, alcalde, sacad ese cadáver á la calle.

El alcalde, con la esperanza de merecer por el favor del duque de Lerma, hizo, como vulgarmente se dice, de tripas corazón, asió á tientas el cadáver por los pies, le arrastró hacia el postigo y le sacó fuera.

Luego entró.

– ¿Habéis concluído ya? – dijo el duque.

– Sí, excelentísimo señor.

– Cerrad el postigo, señora, y después traed las luces.

Poco después volvía con las linternas, y el duque y el alcalde examinaban el patinillo.

– No queda rastro de sangre – dijo el duque – ; la lluvia la ha lavado.

– Pero queda la mancha en la alfombra de la habitación, donde sin culpa mía, y sin poderlo yo evitar, ese hombre fué herido, y los rastros en los lugares por donde ha pasado hasta aquí.

– Pues bien; quemad esa alfombra y lavad esos rastros, señora; algo habéis de hacer por vuestra parte. Ahora bien, alcalde; vais á salir de esta casa. En ella no habéis encontrado nada. En premio de vuestros servicios, miráos ya presidente de los oidores de la real audiencia de Méjico, con tres mil ducados para costas de viaje.

– ¡Ah! ¡señor! ¡excelentísimo señor!

– No es esto todo lo que tenéis que hacer.

– Mande vuecencia.

– Cuando salgáis de aquí, iréis con vuestra ronda á la calle de San Bernardino, á donde da ese postigo. Dentro de poco, el cocinero mayor de su majestad saldrá por ese postigo. Prendedle junto al muerto, y hacedle cargo del delito.

– Muy bien, señor.

– Vamos, señora, guiad á la puerta principal.

Cuando estuvieron en el zaguán, el duque se embozó, se cubrió, y abrió la puerta.

El alcalde salió.

La puerta volvió á cerrarse.

Los alguaciles no habían visto más que el hombre encubierto que había franqueado por dos veces la puerta; una para que el alcalde entrase, otra para que saliese.

– He registrado toda la casa, hijos – decía el alcalde á los alguaciles – y no he encontrado nada de lo que buscaba; es una nobilísima familia, á quien conozco, y que me merece la mayor confianza. Vámonos, pues, pero ya que estamos de faena, rondemos un poco por estos barrios, que no son muy seguros.

Y tiró adelante á la cabeza de la ronda, diciendo para su embozo:

– Si esa dama no fuera tan maravillosamente hermosa, nadie la hubiera librado de la horca; es verdad que sin la hermosura de esa dama, no sería yo presidente de la real audiencia de Méjico. Adelante, adelante, pues, y acabemos con lo que nos ha dado que hacer esta noche, para mí tan venturosa.

Y diciendo esto, dobló con ansia la esquina de la calle de San Bernardino, donde él mismo había puesto el cadáver del sargento mayor.

CAPÍTULO LXVIII
DE CÓMO SE AGRAVÓ LA DEMENCIA DEL COCINERO MAYOR, Y ACABÓ POR CREERSE ASESINO DEL SARGENTO MAYOR

Apenas salió el duque de Lerma por la puerta principal, cuando doña Ana, aterrada aún, se fué á buscar al cocinero mayor, que se había quedado dentro de la casa.

Encontróle más allá de su dormitorio, en un pasadizo, rebujado en el capotillo, temblando de miedo y de frío, y murmurando entre dientes palabras ininteligibles.

– ¡Oh! ¡oh! ¿quién es? – dijo retirándose de una manera nerviosa al ver á doña Ana.

– Nada temáis, señor Montiño – dijo doña Ana – ; soy yo, que de orden del duque de Lerma, voy á echaros fuera para que os vayáis á descansar.

– ¡A descansar! ¡á descansar! ¿Conque sabéis al fin que es el duque de Lerma? ¿Conque os habéis arreglado? Todos se arreglan menos yo.

– Vamos, amigo mío, que es ya tarde.

– ¡Que es ya tarde! – dijo Montiño siguiendo á doña Ana que se encaminaba á unas escaleras – ; decídmelo á mi, que he estado dos horas arrinconado en el pasadizo, y temblando, más encogido que un orejón.

– Por lo mismo, es conveniente y justo que os volváis á vuestra casa.

– ¡A mi casa! ¡á mi casa! ¿Y dónde está mi casa?

Habían bajado las escaleras y se encontraban en el patinillo.

Doña Ana llegó al postigo y le abrió.

– Id con Dios, señor Montiño – dijo.

– Quedad con Dios, señora – dijo el cocinero rebujándose – ; pero esperad un momento… Como veréis á su excelencia… cuando nada importante tengáis que hablar, recordadle la situación en que me hallo; ya lo sabe su excelencia; decidle que estoy muy necesitado de amparo.

– Sí, sí, se lo diré – contestó doña Ana con suma impaciencia.

– Perdonad, perdonad, señora – dijo Montiño, notando el disgusto de doña Ana – ; los desventurados creemos que nadie tiene que hacer más que pensar en ellos. Adiós, señora, adiós… y recibid mil plácemes por vuestra buena fortuna.

– Adiós, señor Francisco, adiós.

El cocinero salió y doña Ana cerró con precipitación el postigo.

– Pues señor – dijo el cocinero mayor, rebujándose de nuevo en su capotillo – , sigue lloviendo, y la noche no es más clara que un tizón; ¿y á donde voy yo ahora? El alcázar estará cerrado á piedra y lodo; y aunque no lo estuviera… por nada del mundo voy yo á mi casa á despedazarme el alma con aquel doloroso espectáculo; ¡mi dinero!, ¡mi mujer!, ¡mi hija! Vamos, me voy á casa del señor Gabriel Cornejo; no es muy buena casa, pero mejor estaré allí que en la calle, y sin linterna… y con esta noche… pues señor, por lo que pueda suceder desnudemos la daga y vamos de prisa para llegar cuanto antes.

Y el cocinero arrancó.

Pero á los pocos pasos tropezó y cayó.

Al caer sintió bajo de si un cuerpo humano.

Una de sus manos se apoyaba en su semblante.

Aquel semblante estaba frío y rígido.

– ¡Dios mío! ¡Poderoso señor! ¡un difunto! – exclamó todo erizado el cocinero mayor.

Y para acabar de probar un terror, como después de él no ha probado ninguno, se oyeron algunas voces cercanas que dijeron:

– ¡Téngase á la justicia!

– ¡La justicia! ¡y sobre un muerto yo! – exclamó el mismo Montiño – ; ¡el infierno llueve sobre mí desventuras!

A este tiempo le habían asido dos alguaciles, y el licenciado Sarmiento inundaba con la luz de su linterna el semblante de Montiño, que estaba lívido, descompuesto, desencajado; el triste temblaba, gemía, no podía tenerse de pie, y si no se caía era por los dos alguaciles.

– ¡Me van á matar! – dijo con el acento de angustia más épico, más terrible que ha oído nunca un alcalde de casa y corte.

– ¿Pues qué queréis que hagamos con vos, señor asesino, á quien encontramos cebándoos en vuestra víctima y con el homicida arma aún en la mano?

– ¡La daga que había desnudado para defenderme y que me pierde! – exclamó el desdichado.

– Amarradle y con él á la cárcel – dijo el bribón del licenciado Sarmiento.

Los alguaciles sacaron cuerdas de sus gregüescos y ataron codo con codo á Montiño.

– ¿Pero qué vais á hacer conmigo? – exclamaba el infeliz llorando.

– Brinco más ó menos, bailarás, hijo, y bailarás en el aire – dijo un alguacil.

– ¡Que bailaré! ¡Para bailar estoy yo! Yo no quiero bailar – dijo Montiño.

– Que quieras que no quieras, á la fuerza ahorcan – repuso otro de los alguaciles.

– ¡Ahorcan! ¡Que me ahorcarán! ¡Conque después de haber sido robado en cuerpo y alma, he de ser ahorcado!

– Si probáis que el hombre que habéis muerto era un ladrón… – dijo el alcalde.

– Pero si yo, señor, no he muerto á ningún hombre – dijo Montiño – ; ¡si yo no he matado jamás otra cosa que pavos, capones y conejos!

– Si probáis que el hombre á quien habéis muerto era un ladrón, y que le habéis muerto en defensa propia, seréis absuelto… no lo dudéis… pero si no, seréis ahorcado como asesino. Veamos, pues, qué tales trazas tiene el difunto.

– Es un sargento mayor – dijo un alguacil.

– ¡Un sargento mayor!.. – exclamó Montiño.

Y de una manera instintiva arrojó una mirada cobarde al cadáver, cuyo semblante estaba alumbrado por la luz de la linterna de un alguacil.

– ¡Don Juan de Guzmán! – exclamó Montiño reconociéndole – ¡el infame que me ha robado mi dinero, mi mujer y mi hija!

– ¡Ah, ah! ¿Le conocéis? – dijo el licenciado Sarmiento – ¿y además decís que ese hombre os ha causado perjuicios?

– ¡Perjuicios! ¡Dios sólo sabe lo que ese infame ha hecho conmigo!

– Aunque yo no os hubiera encontrado sobre el cadáver y con la daga en la mano, y á tales horas y en tal noche, las palabras que acabáis de decir y que demuestran que sois enemigo del muerto, bastan para llevaros á la horca. Pero no perdamos tiempo. Adelante con él, á la cárcel, hijos; uno de vosotros avisad á la parroquia y que vengan por el muerto.

El licenciado Sarmiento echó á andar hacia la cárcel de corte, y los alguaciles empujaron á Montiño, que se resistía instintivamente á ir preso.

Al fin, inflexible el alcalde de casa y corte á las súplicas y á las declamaciones, Montiño fué, ó mejor dicho, fué llevado por los alguaciles á la cárcel, donde le arrojaron en un calabozo en que había otros presos.

Cuando Montiño oyó crujir las cadenas y rechinar los cerrojos de la puerta, se desmayó.

CAPÍTULO LXIX
EN QUE CONTINÚAN LAS DESVENTURAS DEL COCINERO MAYOR, Y SE VE QUE LA FATALIDAD LE HABÍA TOMADO POR SU INSTRUMENTO

Un farol de hierro con un vidrio empañado, clavado á grande altura en la pared, arrojaba una luz turbia sobre el calabozo destartalado, negro, húmedo, un verdadero antro, alrededor del cual había un poyo de piedra.

Francisco Martínez Montiño no pudo ver nada de esto, porque tal iba cuando entró, ó cuando le entraron en el calabozo, que no veía: ni los que estaban allí pudieron verle el rostro, porque los alguaciles le dejaron en la sombra negra proyectada por el farol.

Eran los que allí estaban dos hombres y dos mujeres.

No podía verse el semblante de ninguno de ellos, porque estaban replegados en sí mismos, en un ángulo los dos hombres, silenciosos y sombríos, y en otro, las dos mujeres abrazadas, una de las cuales lloraba silenciosamente.

Pasó como media hora, y con el frío del calabozo, que era mayor que el que hacía al aire libre, y con la inmovilidad, pasó el vértigo que dominaba al cocinero mayor. Levantó primero la cabeza, y miró con la expresión más miserable del mundo en torno suyo; luego desenvolvió unos tras otros las piernas y los brazos, y al fin se puso de pie.

Entonces notó que le faltaban la espada y la daga.

Esto era natural, porque á un preso no se le dejan armas.

Pero lo que no era natural y lo que le asustó, fué el reparar que su bolsillo no pesaba. Se registró y halló que no hallaba el dinero que en los bolsillos había tenido.

Buscó la placa de oro con la cruz de Santiago esmaltada, que le había dado para su ex sobrino don Juan Téllez Girón, el duque de Lerma, y halló que no parecía; vivamente asustado, buscó con ansia el vale que le había dado el duque de Lerma por valor de mil ducados, y halló que tampoco parecía; un enorme reloj de plata, que Montiño usaba para acudir con regularidad á las funciones de su oficio, había también desaparecido; y, por último, hasta le habían despojado del lienzo de narices.

Entonces la amargura de Montiño no conoció límites.

Job en padecimientos y Jeremías en lamentaciones, se quedaban muy por bajo de él.

Tenía sino de ser robado y hasta la justicia le robaba.

Los alguaciles le habían despojado completamente.

Al primer grito herido de Montiño, una de las dos mujeres levantó la cabeza, y la otra se estrechó más contra su compañera; en el momento en que una de las mujeres le miró, la luz del farol hería de lleno la calva frente de Montiño, levantada al cielo en una actitud más épica y más impía que la que puede suponerse en Ayax amenazando á los dioses; verle aquella mujer, y esconder otra vez, temblando, su cabeza, entre el seno y el hombro de su compañera, fué todo cosa de un momento, y uno de los dos hombres que estaban en un ángulo, y que no le veían el rostro por la razón capital de que le veían las espaldas, le dijo con acento áspero é insolente:

– Háganos el menguado la merced de callar, que aquí, al que más y al que menos le huele el pescuezo á cáñamo, y no alborote de ese modo.

Desde la primera palabra que aquel hombre dijo, tomó el semblante del cocinero una expresión espantosa de sorpresa y de rabia, que fué aumentando á medida que el otro pronunciaba su poco cortés, aunque breve razonamiento, y habían ya acabado, y aún duraba el mutismo colérico de Montiño y su temblor horrible.

Al fin dijo con voz cavernosa:

– ¡Ah! ¿estás tú ahí, miserable, engendro del diablo, infame Cosme Aldaba, galopín maldito, envenenador protervo? pues espera, espera, que al fin te tengo en mis manos y frailes franciscos que vengan no te han de valer.

Y se arrojó furioso sobre los dos hombres.

Pero uno de ellos se levantó y adelantó hasta Montiño, sujetándole por los brazos con unas fuerzas hercúleas.

– ¡Eh! ¿qué vais á hacer con este pobre muchacho, señor Francisco Montiño? – dijo con acento socarrón – ¿es de personas hidalgas querer maltratar á los amigos que se encuentran cuando se creían perdidos?

– Amigos ¿eh? amigos que me roban mi caudal, y juntamente con él mi mujer y mi hija.

– ¿Quién os las quita? ahí las tenéis en aquel lado, que no se atreven á hablaros las pobres porque temen que las maltratéis.

– ¡Mi Luisa! ¡mi Inés! – dijo el imbécil Montiño olvidándolo todo por su amor de padre y de marido.

– Sí, sí; tú Inés y tú Luisa – dijo alentada por aquel reblandecimiento del cocinero mayor, su mujer, que ella era en efecto.

En vano quiso Montiño recobrarse; Luisa se había abalanzado á su cuello por una parte y por otra Inés, alentada por el ejemplo de su madrastra; veía por un lado los negros ojos de Luisa, que le miraban de una manera tentadora, y por otro la dulce é infantil cabeza de Inés que le miraba suplicante.

Fuera ó no criminal su familia, Montiño la había llorado, y al encontrarla de nuevo junto á sí, de una manera orgánica, por razón de temperamento, sin poderlo evitar, sin pensar en evitarlo, se alegraba.

Aquella era una nueva desgracia que sucedía al cocinero mayor.

No puede concebirse la audacia de Luisa, sino por la esperanza de que la debilidad de su marido la salvaría del apuradísimo trance en que se encontraba.

Porque no se les había dicho por qué se les había preso, y la prisión no podía ser resultado sino del envenenamiento de la reina ó del robo hecho á Montiño.

Si se les hubiera preso por lo primero, les hubieran cargado de cadenas, les hubieran maltratado, les hubieran tomado inmediatamente alguna declaración; por alguna palabra al menos, hubieran comprendido la causa de su prisión; nada de esto había sucedido; luego no estaban presos por el envenenamiento de la reina, sino por su fuga y por el robo.

Esto, sin embargo, no estaba claro, y Luisa quería ponerlo como la luz del sol; porque tratándose de asuntos de su marido, Luisa estaba segura de domesticarle.

– ¿Y os atrevéis á abrazarme después de lo que habéis hecho, miserables? – dijo al fin el cocinero mayor, que quería conservar su entereza.

– ¿Y qué hemos hecho, señor, más que lo que debíamos? – dijo con la mayor audacia Cristóbal Cuero, el paje rubio amante de la Inesilla.

– ¿Cómo que lo que debíais? ¿Pues no habéis intentado envenenar á su majestad?

– ¿Quién os ha dicho eso, señor Montiño? – dijo Cristóbal.

– ¿Quién ha de habérmelo dicho? ¡Los funestos, los terribles resultados!

– ¡Cómo! ¿pues qué ha sucedido? – dijo Luisa, á quien se la puso un nudo en la garganta.

– El paje Gonzalo ha muerto de repente.

– ¿Y qué tenemos que ver con la muerte de Gonzalo?

– ¡Cómo! ¡infames! ¿qué tenéis que ver? ¿Sabéis por qué ha muerto el paje?

– Por lo que se muere todo el que entierran – dijo Cosme Aldaba – , porque se le ha acabado la mecha.

– ¡Vil ratón de cocina! ¡asesino! ¡infame! – exclamó el cocinero mayor – ; ha muerto por haber comido una perdiz que se sirvió en la mesa de su majestad.

Todos se pusieron pálidos; pero Cristóbal Cuero conservó toda su serenidad.

– ¿Y ha comido la reina? – dijo.

– La providencia de Dios ha salvado por fortuna á su majestad.

– Pues yo digo – contestó con una serenidad irritante Cristóbal Cuero – , que es lástima que su majestad no haya comido.

– ¡Cómo! ¡monstruo! ¡cuando debías dar gracias á Dios de que tu crimen no haya producido todo el terrible resultado que esperabas, infame, deploras que ese gran crimen se haya frustrado!

– Señor Francisco – dijo con una gran serenidad el paje – , os han informado mal.

– ¿Que me han informado mal?

– Sí por cierto: ¿sabéis lo que eran los polvos con que se avió la perdiz que se puso en la mesa de su majestad?

– Un veneno tal, que el paje Gonzalo que comió las pechugas de la perdiz, reventó á los cuatro minutos, y que hizo que el gato del tío Manolillo, que siempre está hambriento, no quisiera comer los pocos restos que quedaron de la perdiz.

– Pues, bien, señor Francisco Martínez Montiño: los polvos de que hablamos (aquí tengo todavía parte en este papel), no son un veneno, sino un hechizo.

– ¡Un hechizo! – dijo el cocinero tomando el papel.

– Sí; sí, señor; un hechizo que no puede matar á la persona que se la da porque está hecho para ella, y se tiene en cuenta si es mujer ú hombre y el día de su nacimiento, y su estado, y otras muchas cosas. Ahora, si le toma una persona distinta de aquella para quien se ha hecho, aquella persona muere.

Dijo con tal soltura y con tal aplomo estas palabras Cristóbal Cuero, que Montiño se desconcertó, dudó, vaciló y empezó á ver las cosas de distinto color.

– ¿Pero para qué se daban esos hechizos á su majestad?

– Oíd, señor Francisco: la mujer que tales hechizos toma, se vuelve lo más obediente del mundo para su marido.

– ¡Oh, oh! – exclamó Montiño – , á quien empezaban á parecer bien aquellos polvos; ¿y para qué querían que la reina fuese obediente al rey? ¿y quién lo quería?

– Os diré, señor Francisco: la reina, en la apariencia, obedece al rey; pero en realidad conspira.

– ¡Ah, ah! eso es cierto.

– Pues bien; con las conspiraciones de la reina no se puede gobernar.

– ¡Ah, ya!

– Y como su excelencia el duque de Lerma, quiere labrar la prosperidad en los reinos de su majestad…

– ¡Ah, ya!

– He aquí que un día encargó á don Rodrigo Calderón que buscara un medio para que la reina no conspirara; y don Rodrigo buscó al sargento mayor don Juan de Guzmán para que viese de qué modo podía hacer el que la reina no conspirase.

– No se lo volverá á encargar más – dijo con acento lúgubre Montiño.

– ¿Y por qué, esposo y señor? – dijo suavemente Luisa.

– Porque nadie encarga nada á los muertos – contestó con acento doblemente lúgubre el cocinero.

– ¡Que ha muerto! – preguntó con la misma suavidad y la misma indiferencia Luisa.

– ¿Pues por qué estoy yo aquí? – exclamó en una de sus chillonas salidas de tono Montiño.

– ¡Cómo, marido mío! vos que sois tan humano y tan compasivo, ¿habéis matado á un hombre? – dijo Luisa.

– Y si le hubiera matado, razones me hubieran sobrado para ello, señora – exclamó con acento amenazador Montiño.

– ¡Razones!

– ¡Sí; sí, señora! ¿pues no érais vos amante de ese hombre?

– ¿Yo?.. ¡que yo era amante de!.. ¡de ese hombre!.. ¡Dios mío!.. ¡y sois vos!.. ¡vos, mi marido!.. ¡quien me dice!.. ¡esa calumnia horrible!.. ¡yo, la mujer más honrada que ha nacido de madre!

– ¡Conque vos sois honrada!.. ¡y habéis salido de mi casa!.. ¡y me habéis pervertido mi hija!.. ¡y me habéis robado!..

– ¡Ta, ta, ta! – dijo con el aplomo más admirable Cristóbal Cuero; ¡que vuestra mujer, que esta santa os ha robado! ¡lo que ha hecho es lo que no hubiera hecho ninguna mujer!

– Créolo bien, porque ninguna mujer hubiera cometido contra mí tan negra infamia.

– ¿Llamáis infamia poner á salvo vuestro dinero?

– ¡Cómo! ¡que mi dinero está en salvo! ¿y dónde?

– Casa del señor Gabriel Cornejo.

– ¿Que están allí mis sesenta mil ducados?

– Sí; sí, señor.

– ¡Dios mío! – exclamó Montiño – . Pero eso no puede ser… sería demasiada fortuna… ese dinero que yo he ganado con tantos afanes… perderlo… llorarlo… volverlo á encontrar.

– Sí; sí… encontrado lo tenéis y no lo tenéis…

– ¡Cómo, pues qué! ¿hay alguna duda? – exclamó alentando apenas el cocinero mayor.

– Yo he entregado ese dinero al señor Gabriel Cornejo – dijo Cristóbal – , á mi es á quien el señor Gabriel lo entregará únicamente.

– Pues le llamaremos, le llamaremos, hijo; por eso no quede… no veo duda alguna.

– Es que yo, señor Francisco, no pediré al señor Gabriel Cornejo ese dinero, sino yendo á su casa á pedírselo; es decir, estando en libertad.

– ¿Y cómo puede ser eso? ¡pecador de mí! – dijo lleno de angustia Montiño.

– En vos consiste.

– ¡En mí!

– Sí, señor Francisco; en vos y sólo en vos, porque sólo por vos estamos presos.

– ¿Por mí?

– Sí por cierto; ¿no decís que la reina no ha comido de la perdiz?

– Si hubiera comido… hubiera muerto como el paje.

– Sí, sí, tenéis razón… hubiera muerto – dijo Cosme Aldaba.

– ¡Cómo! ¿pues no decía Cristóbal que los polvos con que estaba aderezada la perdiz eran un hechizo?

– ¡Bah! Cristóbal y vuestra mujer creen eso, pero yo no lo creí nunca.

– ¡Ah, Judas traidor! ¿conque tú sabías que era veneno?

– Como vos sabéis que os llamáis Francisco; me lo había dicho don Juan de Guzmán, y… me había ofrecido tanto dinero…

– ¡Oh! ¡infame!

– Para ganarlo necesitaba yo estar en las cocinas… vos me habíais despedido… era urgente el negocio… entonces fuí á ver á vuestra mujer, y la rogué, la supliqué… si vos hubiérais estado… os hubiera rogado también.

– ¡Infame!

– Ello es que ya no tiene remedio lo hecho… busquemos la salida. Vuestra esposa me llevó inocentemente á las cocinas… yo aderecé la perdiz… pero en el momento que estuvo servida, me fuí á vuestro aposento y dije á vuestra mujer… «salváos…»; la dije que podíais ser preso… y en esto fuí hombre de bien, porque pudiendo salvarme solo, quise salvaros también.

– Después de haberme perdido… ¡Dios mío! yo no sé cómo puedo mirarte á la cara, ¡miserable! ¡conque es decir que si su majestad come de la perdiz…!

– ¡Os ahorcan! y por eso yo avisé á vuestra mujer; como no estábais en la casa, vuestra mujer procuró salvarse, y salvar vuestro caudal… dejamos encargado á cierta persona que os avisara, pero sin duda no ha dado con vos.

– ¡Bueno he andado yo todo el día!

– No culpéis, pues, ni á vuestra esposa, ni á vuestra hija, ni á su novio. Yo tengo la culpa de todo, señor Francisco, y yo os prometo que en saliendo de aquí no me veréis más, porque iré á meterme fraile.

– ¿Y crees tú que yo dejaré que tu crimen quede impune por mi parte?

– ¡Ah! ¡queréis dar parte á la justicia!

– Es mi obligación; me lo manda mi conciencia.

– Pues bueno; iremos juntos á la horca… todos á la horca… sin escapar siquiera ni vuestra mujer ni vuestra hija.

Montiño lanzó un rugido de rabia, de dolor, de miedo.

– Conque, ¿qué os parece?

– ¿Qué ha de parecerme – dijo Montiño después de algunos momentos de un silencio enérgicamente expresivo – , ¿qué ha de parecerme sino que estoy en poder de Satanás?

– Pues bien; sí, es verdad – dijo Cristóbal Cuero – , pero Satanás os tiene tan bien agarrado, que no os soltará á tres tirones. En vos consiste recoger vuestro caudal, tener á vuestra mujer y á vuestra hija, ó que nos ahorquen á todos. Escoged.

– ¿Pero cómo puedo yo hacer…? – dijo Montiño en el colmo de la desesperación.

– Decid que no tenéis queja alguna de vuestra esposa, de vuestra hija ni de nosotros.

– Eso no puede ser.

– Tened toda la queja que queráis, pero no lo digáis á nadie – dijo Cosme Aldaba.

– ¿Y os soltarán…? – dijo Montiño.

– Indudablemente.

– Pero yo me quedaré aquí.

– ¡Vos, marido mío!

– Sí, sí por cierto; como que me acusan de haber dado muerte á vuestro amante.

– Decid al sargento mayor don Juan de Guzmán, pero no digáis á mi amante – exclamó con altanería Luisa – ; sobre todo, no deis mal ejemplo á vuestra hija diciendo delante de ella tales cosas.

– ¡Mi hija…! ¡tan perdida como vos!

– ¡Padre! – exclamó con su dulce voz la Inesilla – ; es verdad que quiero á Cristóbal, pero le quiero para mi marido… y mirad, señor, que mi madre es una mujer honrada.

– ¡Hum! – dijo el cocinero mayor – . Pero eso no quita el que yo tenga encima un proceso.

– ¿Y sois vos en efecto quien ha matado al sargento mayor? – dijo Luisa, cuya voz estaba perfectamente serena.

– Os diré… no lo puedo asegurar… no sé de fijo si le he matado ó no.

– ¿Que no lo sabéis? pues entonces ¿quién lo sabe?

– ¡Dios!

– Pero explicáos.

– Salía yo de una casa, pero como la hora era alta y la noche lóbrega y el barrio apartado, desnudé la daga… me previne… á los pocos pasos tropiezo, caigo, y me encuentro sobre un cuerpo humano, y con la justicia encima, que viéndome con la daga desnuda y sobre un difunto, me toma por un homicida, y me prende.

– Decidme, señor Francisco – preguntó Cosme Aldaba – , ¿llevábais vos la daga de punta?

– No me acuerdo – contestó con angustia Montiño.

– Pero es muy posible que la lleváseis con la punta al frente.

– Sí, que es muy posible.

– Pudo ser muy bien, que entre lo obscuro tropezáseis con don Juan de Guzmán.

– No me acuerdo, pero pudo ser.

– Cayó don Juan, y vos sobre él… eso ha sido… un homicidio involuntario…

– Dios que le llevaba á aquellas horas para su castigo, al infame; ¡pero Dios mío! ¡haberlo yo matado sin saberlo!..

– Si os quejáis de vuestra mujer – dijo gravemente Cristóbal Cuero – tenéis que fundar la razón de vuestra queja; si la acusáis de amores con don Juan de Guzmán, os acusáis del homicidio.