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Czytaj książkę: «El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III», strona 46

Czcionka:

CAPÍTULO LXIV
DE CÓMO QUEVEDO BUSCÓ EN VANO LA CAUSA DE SU PRISIÓN, Y DE CÓMO CUANDO SE LO DIJERON SE CREYÓ MÁS PRESO QUE NUNCA

Antes de entrar en la materia de este capítulo, debemos dar algunas noticias á nuestros lectores á la manera de sueltos de periódico:

– Don Juan Téllez Girón fué preso aquel mismo día, en el aposento de su esposa doña Clara de Soldevilla, como acusado del estado en que se encontraba don Rodrigo Calderón, y en el momento en que preparaba un viaje, circunstancia agravante que el alcalde encargado de su prisión hizo constase en la diligencia del escribano que le acompañaba.

– Doña Clara Soldevilla solicitó una audiencia del rey y no pudo conseguirla.

– Dorotea esperó en vano toda la tarde al duque de Lerma y á don Francisco de Quevedo, con la mesa puesta, y ya cerca de la noche se puso verdaderamente mala y se metió en el lecho.

– El cocinero de su majestad fué á avisar al excelentísimo señor duque de Lerma, que doña Ana de Acuña recibiría á obscuras al rey á las doce de aquella noche.

Al salir Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor de su majestad, de casa del excelentísimo señor duque de Lerma, se encontró manos á boca con el tío Manolillo, bufón del rey, que le asió por un brazo y le metió en una taberna, donde se encerró con él en un aposento.

El tío Manolillo hizo vomitar al cocinero de su majestad cuanto sabía acerca de la cita que el duque tenía aquella noche con doña Ana de Acuña.

Al salir de la taberna, separáronse el cocinero mayor y el bufón, y este último se fué en busca de un alcalde de casa y corte.

Conocidas de nuestros lectores estas noticias, entraremos de lleno en el asunto del presente capítulo.

La silla de manos en que había sido metido Quevedo, y en que Quevedo se había dormido, anduvo hasta parar en un lugar de que no podía darse cuenta Quevedo; primero, porque con su cansancio, su largo desvelo y su admirable fuerza de ánimo, dormía profundamente; y segundo, porque aunque hubiera estado despierto, la silla de manos estaba herméticamente cerrada y á obscuras.

Pero de repente Quevedo hubo de despertar al contacto de una mano que le movía.

Abrió los ojos, se los restregó, se desperezó, y… se encontró todavía á obscuras.

– Salid, don Francisco – dijo la voz del alcalde Sarmiento.

– ¡Ah! ¡conque hemos llegado! ¡pues me alegro! quitáos de delante no tropiece con vos, licenciado Sarmiento, que lo sentiría por lo que de mí se os pudiese pegar, y dígame vuesa merced, si no le enoja: ¿se han acordado de poner cama?

– Aquí os quedaréis – dijo el alcalde.

– Sea por minutos, amigo. Y como no me contestáis y os despedís, id con Dios.

– Que Dios os guarde.

Sintió Quevedo el ruido de las pisadas de algunos hombres, y luego cerrarse una puerta.

– ¿De donde vendrá ese chubasco? – dijo para sí, palpando en torno suyo – ; no lo sé… no adivino; una silla… pues señor, estoy en mi casa… una cama mullida… afírmome en lo dicho… y á obscuras… me afirmo más; calabozo tenemos, guardados estamos, y… sueño tengo; dejémonos de suposiciones inútiles, y acostémonos, y continuemos el sueño interrumpido.

Y Quevedo se acostó, no así como quiera, sino desnudándose como si hubiera estado en su casa.

Pero por esta vez no se durmió.

Había descabezado, como suele decirse, el sueño en la silla de manos; la situación en que se encontraba era grave por más de un concepto, y su poderosa imaginación empezó á dar vueltas.

Pero las vueltas de su imaginación se agitaban en un laberinto obscuro, en el que se perdía más y más cuanto más pugnaba por encontrar la salida.

Y como la imaginación es tan libre que se agita más cuanto más pretendemos sujetarla, la cabeza de Quevedo llegó á convertirse en una devanadera.

Pasáronsele muy bien dos horas sin que pudiese atinar con la causa de su prisión, porque para él era indudable que el prenderle no convenía al duque de Lerma, y que siendo el duque tan apegado á su conveniencia, no era ni aun razonable creer que su prisión proviniera de él.

Ocurriósele, y acertó, que doña Catalina podía ser la causante, pero Quevedo tenía, como todos los hombres, dentro del cuerpo, el enemigo mayor del género humano: el amor propio.

Y su amor propio decía á Quevedo que doña Catalina estaba rendida á su voluntad, que lloraría mucho, que buscaría todos los medios imaginables para retenerle á su lado, pero que jamás obraría en contra suya.

Su amor propio, como ven nuestros lectores, engañaba á Quevedo, sobreponiéndose á su sagacidad y á su prudencia, que de una manera instintiva le decía, y le había dicho, que todo debía temerlo de la rabia y el despecho de la condesa de Lemos.

Ni asaltó el pensamiento á don Francisco que el bufón podría tener interés alguno en que le hiciesen preso, ni pudo, por consiguiente, encontrar una solución satisfactoria que justificase su prendimiento.

– Hanme preso – decía – por recelos muchas veces; hánme traído de acá para allá; pero en esas ocasiones, si no he mordido, he conspirado, y si no he conspirado he pensado en conspirar. Ahora no tengo contra mí nada, absolutamente nada, porque, según el viento que corre, lo de la herida de Calderón no hay que tomarlo en cuenta. Temí por don Juan, pero puse en planta lo que sobra para tener descuido, y ó yo me he vuelto tonto, ó mi prisión no entiendo, ó anda por la corte algo que yo no veo. Por fortuna, no hay bien ni mal que cien años dure; alguno ha de hablar conmigo, que no han de tenerme emparedado, y entonces ya sabré yo lo que me pasa, más por lo que no me digan que por lo que me quieran decir.

Interrumpió á Quevedo el ruido de una llave en una cerradura, sintió pasos y una voz desconocida que le dijo:

– Sígame vuesa merced, señor don Francisco de Quevedo y Villegas.

– Del hábito de Santiago, señor de Juan Abad y poeta – contestó Quevedo.

– Espera á vuesa merced quien le ha de llevar á otra parte.

– Pues espérese el que ha de llevarme á que me vista, que yo me creía en casa y habíame desnudado; y si quieren que despache pronto, tráiganme luz, que no se ponen bien las agujetas á obscuras.

– A obscuras habéis de vestiros como á obscuras os habéis desnudado, y á obscuras habéis de ir como habéis entrado á obscuras.

– Obscuridad cerrada tenemos, en el caos andamos; alguna creación anda cerca; y ¿á dónde habéisme de llevar, señor mío?

– No lo sé yo eso; que no traigo orden más que de sacaros de aquí, y hágame vuesa merced la gracia de no preguntarme más, porque tendré el dolor de no poderle responder.

– ¿Adolecedor sois? Pues con alguacil no trato; hombre de bien tengo al canto; hidalgo barrunto; huélgome de ello, que siempre es bueno, aun en lo más malo, al dar con gente bien criada.

– Pero vuesa merced se vale de eso para vestirse con gran espacio, y yo rogaría á vuesa merced que abreviara, que la jornada es larga, la noche mala, y los caminos con tanto llover de los diablos.

– ¿Es decir que Madrid se me escapa?

– Fuera de Madrid va vuesa merced.

– Pues quien de Madrid me saca debe ser persona que puede.

– Gran secreto se tiene con vuestra prisión – dijo el hombre misterioso, acercándose más á Quevedo – ; interés hay en que vuesa merced se pierda…

– Pues no es eso fácil, que no nací yo para perdido.

– Traspapelar quieren á vuesa merced; pero yo, que soy algo dado á papeles, y por algo letrado me tengo, y me he regocijado mucho con los versos de vuesa merced, y aprendido muy mucho más con los discursos de vuesa merced, no soy mío por más que me hayan mandado que calle, y quiero advertir á vuesa merced.

Púsose en guardia Quevedo, á quien parecía un tanto sospechosa aquella facilidad en soltarse de lengua, en quien tan severo había empezado, y dijo:

– Páguele Dios, hermano, la buena voluntad que me tiene, si es que yo no puedo pagársela, que sí podré, que estas son tormentas que pasan, y dígame lo que quiera, que aprovechará.

– Breve tiene que ser, porque esperan y pudieran sospechar.

– Con media palabra entiendo yo. ¿Por quién soy preso?

– Por el rey.

– Eso ya me lo sabía, que á nadie se prende sino á nombre de su majestad; que el nombre de su majestad hace ya mucho tiempo que sirve para embozar cosas malas.

– Os han preso con justicia.

– Cierto es que con alguaciles me prendieron.

– Con razón.

– Tenéis razón, que razón es que los tales prendan, que si no prendieran, no serían corchetes.

– Quiero decir, que vos tenéis la culpa de haber sido preso.

– También decís verdad, que por dejar yo la espada presa, he dado en prisiones.

– No es eso, don Francisco; habéis cometido un delito.

– Estáis echando un río de verdades. Gran delito es, en efecto, el venir en estos tiempos á la corte.

– Habéis malherido á don Rodrigo Calderón.

– No fuí yo… pero quiero tomar mi parte en esa buena acción, porque al fin ayudé á ella. ¿Y por haber sangrado á un pícaro me prenden? ¿Y á esto llaman delito?

– Las cosas han variado.

– ¿Priva de nuevo Calderón?

– El alcázar se ha vuelto de arriba abajo.

– Gran suceso y grande espectáculo. ¿Echádose ha el alcázar á volatinero?

– Más de lo que pensáis. En fin, y para abreviar, que ya nos detenemos demasiado, habéis sido acusado por el duque de Lerma, juntamente con don Juan Téllez Girón, de homicidio contra don Rodrigo; y como don Rodrigo se va por la posta…

Pues si se va me alegro, que nosotros por aquí nos quedamos, y á fe mía, que no ha de faltar quien pague las costas. Gran servicio habremos hecho con la ida de tal, al rey y á la patria.

– Pues piden vuestra cabeza.

– Menores cosas he pedido yo, y heme quedado sin ellas; que si á todo el que pide le dieran, pronto se echarían todos á pedir y no quedaría quien pudiera dar. ¿Y á dónde me llevan?

– A Segovia.

– Honrosa cárcel me dan. Y con esto y no tener ya nada que ponerme salvo la daga y la espada que me han quitado, recibid mi agradecimiento, alguacil desalguacilado, y vamos, que el moverme me hará provecho.

– Acercad y asíos de mi capa.

– Téngoos ya.

– Pues marchemos, y silencio.

– Silencio y marchemos.

Tiró para adelante el hombre, á cuya capa iba asido Quevedo, y siguióle éste pensando para sus adentros:

– Póneme más en cuidado que nunca la amistad de éste; paréceme que se han propuesto asustarme… ¡y vive Dios! que lo han conseguido… por mí, acostumbrado estoy á estas aventuras… pero don Juan… preso también… ¡pueden salir de aquí tantas cosas!..

– Señor alcalde – dijo en aquel punto el hombre que guiaba á Quevedo – : aquí tiene vuestra merced al preso.

– ¿Sois vos don Francisco? – dijo la voz ronca y tiesa, por decirlo así, del licenciado Sarmiento.

– Yo soy, á menos que no me equivoque, amigo.

– Entrad en esa litera.

– Pónganme junto á ella; pero ya la topo; adentro voy; buenas noches y buen viaje.

– ¡Si sois vos el que os vais!

– No, licenciado Sarmiento; vos sois el que os vais de mí… y me alegro. Guardéos Dios.

Estaba ya dentro Quevedo y se cerró la puerta de la litera.

Esta se puso en movimiento.

Durante algún espacio, Quevedo oyó el ruido de las gentes que pasaban, y el viento que zumbaba en los aleros de las calles.

Después, aquel ruido cesó: oíase el zumbar del viento, largo, extendido, como en el campo, y sólo se oyeron los pasos de las mulas de la litera y los de algunas cabalgaduras que marchaban constantemente junto á ella.

CAPÍTULO LXV
DE CÓMO EL TÍO MANOLILLO NO HABÍA DADO SU OBRA POR CONCLUÍDA

A penas el licenciado Sarmiento había entregado á cuatro alguaciles de á caballo la guarda de Quevedo, con la orden verbal de que le recibiese preso el alcaide del alcázar de Segovia, y se había alejado de la casa con su ronda de alguaciles, cuando se le plantó delante de la luz de la linterna (porque era ya de noche) un hombre pequeño, cubierto con un sombrero gacho, y envuelto en una capa negra.

– ¿Qué me queréis? – dijo secamente el licenciado.

– ¿Es vuesa merced, como lo parece, alcalde de casa y corte? – dijo aquel hombre, cuyo acento era indudablemente afectado.

– Tal soy – dijo el licenciado.

– Pues tomad este pliego y enteráos de él en servicio del rey y de la justicia.

Tomó el alcalde el pliego, y apenas le hubo tomado, cuando el desconocido, volviéndole rápidamente la espalda, dió á correr con una velocidad maravillosa.

– ¡Síganle y agárrenle! – gritó el alcalde.

Siguiéronle algunos alguaciles, pero volvieron á poco diciéndole que aquel hombre se les había perdido.

Puso preso el alcalde á aquellos alguaciles, por el delito de no haber tenido tan buenas piernas como el huído, y después de esto fuese á su casa, encerróse en su despacho, sentóse delante de una mesa cargada de procesos, y sacando el pliego que el hombre misterioso le había dado, leyó en él lo siguiente:

– «Señor alcalde: Un hombre ha sido asesinado…»

Al leer esto el licenciado Sarmiento, le bailaron los ojos de alegría.

Porque el licenciado Sarmiento era alcalde en cuerpo y en alma, y se alegraba de los delitos, como los médicos se alegran de las enfermedades, los clérigos de los entierros, y los sepultureros de los muertos.

La alegría le hizo detenerse un momento, y luego prosiguió:

«Un hombre ha sido asesinado á traición. Este hombre es el sargento mayor don Juan de Guzmán. El causante de este asesinato, ó los causantes, han sido don Francisco de Quevedo y Villegas…»

La alegría nubló de nuevo los ojos del licenciado, porque, como todos los tontos á los hombres de ingenio, tenía suma ojeriza á Quevedo.

Después, prosiguió:

«Los causantes han sido, don Francisco de Quevedo y Villegas, del hábito de Santiago, y don Juan Téllez Girón, homicidas, al menos por intento, de don Rodrigo Calderón. El medio del asesinato ha sido Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor de su majestad, por instigación de los tales don Francisco y don Juan, y el lugar del asesinato donde, si se busca bien, se encontrará el cadáver del dicho sargento mayor, la casa de doña Ana de Acuña, aventurera y manceba á un tiempo del duque de Uceda y del difunto, en la calle de Amaniel. Esté vuesa merced atento, y verá cómo á la media noche entran algunos en su casa por el postigo. Guarde Dios á vuesa merced.»

– ¡Oh! ¡oh! ¡oh! – exclamó el alcalde – ; ¡asesinato de hombre casa de la querida del duque de Uceda, y á manos del cocinero mayor de su majestad! Este tal cocinero es muy rico, y el duque podrá ser que se interese harto por su manceba. ¡Oh! ¡oh! ¡oh!

Y el licenciado se quedó gratamente abismado en la contemplación del resultado futuro de un negocio en que podrían cruzarse sendos doblones.

Pero como todo lo que tenía de salvaje en la acepción completa de la frase el licenciado, lo tenía de activo, hizo llamar á aquella hora, que ya era bien entrada la noche, á un escribano, empezó por encabezar el proceso con la declaración testimoniada de lo que le había acontecido con el hombre de la capa, sin olvidarse de unir la denuncia original, é incontinenti con el mismo escribano y diez alguaciles, fuese á la calle de Amaniel, y con las linternas cerradas y la mayor cautela, escondiéronse él y sus gentes, de tal modo, que nadie, como no hubiera tenido la cualidad de oler á la justicia, hubiérala creído en aquellos lugares.

Entre tanto, la hermosa doña Ana, sola, porque siguiendo los consejos del bufón, había despedido á sus criados; aterrada, porque la situación en que se encontraba, teniendo en las habitaciones inferiores el cadáver, cosido á puñaladas, del sargento mayor, no era para menos; halagando la sola esperanza de que el rey, á quien esperaba por anuncio de Montiño, enamorada de él, la salvaría, ocupábase en acabar de ataviarse de una manera magnífica, porque, aunque según lo convenido, debía recibir al rey á obscuras, por el tacto, lo mismo que por la vista, se aprecian las buenas telas y las ricas alhajas, y en echar esencias en sus cabellos y en procurarse por todos los medios parecer hermosa sin luz.

La situación de aquella desdichada no podía ser más espantosa, más dramática; basta anunciarla para que se comprenda. Un terror profundo y una ansiedad mortal… y sin haber comido, privada de sus criados; y sin haber visto un sólo resquicio de salvación, entre las tinieblas de horrores que la rodeaban.

Cada vez que resonaba un reloj á lo lejos, el corazón de doña Ana cesaba de latir; cada vez que resonaban pasos en la calleja á donde daba el postigo de su casa, una ansiedad mortal la devoraba. Los pasos se acercaban, llegaban, se alejaban. No era el rey.

Al fin, dieron á lo lejos las doce de la noche.

La sangre de doña Ana circuló con fuerza, ardió, la dieron fuertes latidos las sienes y el corazón; se nublaron sus ojos… Era la hora de la cita; resonaron inmediatamente pasos en la calleja; doña Ana escuchó con toda su vida apoyada en el alféizar de la ventana que daba sobre el postigo; luego resonó una llave en aquel postigo; la alegría dió fuerzas á doña Ana; la esperanza valor; se retiró precipitadamente de la ventana; tomó la luz que había en la habitación, y entró en otra que era su dormitorio; de allí pasó á otra que era su cámara; allí encendió una linterna de resorte que tenía preparada, la cerró, la puso sobre una mesa, apagó la bujía y se quedó á obscuras esperando impaciente en medio de la cámara.

Resonaron al fin pasos en el dormitorio, crujieron las vidrieras al tropezar en ellas una persona, y la voz cobarde, trémula del cocinero mayor, dijo desde en medio de la obscuridad:

– ¿Estáis ahí, señora?

Doña Ana hizo un violento esfuerzo sobre sí misma para que su voz no temblase y contestó con acento dulce:

– Sí, sí, señor Francisco Montiño. ¿Viene con vos ese caballero?

– Tenéisme aquí impaciente, hermosa señora – dijo el duque de Lerma.

Debemos advertir que doña Ana no había oído nunca hablar ni al rey ni al duque de Lerma; y que la voz del duque, por la soberbia de éste, y su gran aprecio de si mismo, tenía un timbre particular, hueco, campanudo, grave, que daba á conocer al gran señor que habla siempre mandando, imponiendo, obteniendo inmediatamente una respetuosa obediencia.

– Retiráos abajo, Montiño – añadió el duque.

Y luego dijo:

– ¿Dónde estáis, señora?

– Aquí, mi señor; venid, adelantad, tomad mi mano; yo os guiaré.

El duque, guiado por el sonido, buscó entre la obscuridad y tropezó primero con un traje de brocado; luego con un hombro redondo que se retiró de una manera nerviosa, y al fin, con un brazo desnudo de una morbidez y una suavidad exquisitas, yendo á parar, por último, á una mano incomparable por su forma, pequeña, gruesecita, cuajada en los dedos de gruesos cintillos, que temblaba y estaba fría.

– ¿Qué os espanta, señora? – dijo el duque mientras doña Ana le conducía á tientas hacia un lado de la cámara.

– Me espanta – dijo doña Ana con su sonora y dulce voz de mujer hermosa – , me espanta la situación en que me encuentro, que es horrible.

– ¡Horrible! No alcanzo á comprenderos; ¿horrible porque yo estoy aquí?

– Sí; sí, señor, porque si mi situación no fuese horrible, no estaríais vos aquí.

– ¡Explicadme, explicadme, señora! – dijo el duque con cierta magnífica majestad, porque suponía que todo aquello no era más que un prefacio de costumbre.

– Si yo no hubiera necesitado de la protección de una alta persona, cuando Montiño me trajo de vuestra parte el regalo que tengo al cuello…

– ¡Ah, señora!

– Podéis creer que el haber yo consentido ha sido por ese regalo; pero os engañáis si creéis eso, señor; lo he aceptado porque me encontréis humilde, porque queráis mejor ampararme.

– ¿Pero qué os sucede?

– Estoy sola en el mundo; sola y amenazada de mil peligros. Cuando Montiño me dijo que una altísima persona me amaba…

– Otros hay más altos que yo, señora.

– ¡Oh, no, sólo Dios!

– ¿Quién os ha dicho eso? – dijo con una gravedad eminentemente cómica el duque, que quería pasar por rey…

– Nadie… pero… mi corazón…

– ¡Vuestro corazón!

– Yo había ido muchas veces á la corte, señor; las mujeres somos locas, insensatas; nos gusta, nos enamora lo grande, lo que deslumbra…

– ¡Y os he deslumbrado yo!

– ¡Ah, señor!, vos sois el sol de las Españas.

– ¡El sol yo! ¡pero no veis que estamos á obscuras!

– Yo os veo claro, como si fuera de día… como si… estuviérais…

– ¿Como si estuviera dónde?

– No me atrevo, señor, ¡habéis mostrado tal empeño en no ser conocido!..

– Sin embargo, vos lo mostráis también en hacerme entender que me conocéis.

– Porque en ello me va mi honra.

– ¡Vuestra honra!

– Sí, sí por cierto; yo no podía ser esclava de otro que de vos.

– ¡Ah! ¿pero quién créeis que soy yo?

– No me atrevo á decíroslo.

– Hablad, hablad sin temor, señora.

– ¿Me dais vuestra noble palabra de no enojaros?

– Os la doy.

– Pues bien – dijo doña Ana arrodillándose de repente á los pies del duque de Lerma – ; yo soy vuestra, señor, en cuerpo y en alma… porque hace mucho tiempo que, loca, fuera de mí, amo á vuestra majestad.

– ¡Mi majestad! – dijo el duque fingiendo el más profundo asombro – ; ¡cómo, señora! ¿habéis creído que yo soy el rey?

– ¡Ah, señor, señor! – exclamó doña Ana cubriendo de trémulos besos las manos del duque; vuestra majestad me ha dado su real palabra de no ofenderse.

– Y no me ofende más que el dolor de no ser rey, puesto que al rey amáis vos; pero levantáos, señora, no sois vos la que debéis estar á mis pies.

– ¿Es decir que tenéis empeño formal en que yo no os reconozca?

– Creed que hay en mí grandes razones para no querer ser conocido de vos.

– Respeto esas razones, señor, las respeto, y me someto á vuestra voluntad.

– ¿Quedamos, pues, en que yo no soy el rey?

– Sí; sí, señor.

– Gracias, señora, gracias. Ahora decidme: ¿cuál es la situación horrible en que os encontráis? Hablad, que aunque yo no sea el rey, tengo poder bastante para salvaros.

– Juradme por vuestra alma que me salvaréis y que no desconfiaréis de mí.

– Os lo juro.

– Voy á ser muy franca con vos.

– Os lo agradeceré.

– Yo, señor, no soy noble.

– Tenéis la nobleza de la hermosura.

– Nací en las playas de Galicia, señor, y Dios, sin duda para probarme, me dió esta funesta hermosura.

– ¡Vuestros padres fueron pobres!

– Pescadores, sin más bienes que una barca y una cabaña en la playa; yo crecí allí libre, al sol y al aire, delante del mar, tan ancho, tan azul, tan hermoso, guardada por las espaldas por las verdes montañas de mi hermosa Galicia. ¿No es verdad, señor, que nadie al verme, al escucharme, puede creer que yo he sido una pobre muchacha que se llamaba Aniquilla, que corría descalza por las rocas buscando mariscos cuando era niña, y que más tarde?.. ¡oh, Dios mío!

– No, no, nadie lo creería, porque Dios os ha dado la nobleza, como ya os lo he dicho, de una grande hermosura, y con esa maravillosa hermosura una discreción adorable y un claro ingenio. Vos sois una dama completa.

– ¡Pluguiera á Dios que no lo fuese!

– ¿Pero qué misterio hay en vuestra vida?

– Sería un crimen el engañaros, señor.

– Os escucho con afán.

– Apenas dejé de ser niña, cuando dejé de ser pura.

– ¡Ah, la inocencia!

– La libertad… y luego mi anhelo de salir de aquella cabaña… las solicitudes de los marineros… todos me prometían sacarme de allí… yo ansiaba ser más… los creía… y todos me dejaban.

– ¡Oh!

– Un día, señor, fondeó en la caleta, que estaba delante de la choza de mis padres, un barco de rey. Yo estaba sentada en la punta de una roca, triste y desesperada, porque mi último amante acababa de hacerse á la mar. La blanca vela de su bergantín se veía allá á lo lejos, como una motita próxima á desaparecer en la inmensidad de los mares. Sacóme de mi distracción el ruido acompasado de muchos remos; miré y vi que era una barca que entraba en la caleta llena de hombres que llevaban plumas y corazas relucientes, y bandas sobre las corazas los unos, y los otros largas lanzas en las manos. Eran gente de guerra que había venido en el barco del rey. Yo era la persona primera que vieron. Todos aquellos hombres, al saltar en tierra, me miraron. Particularmente uno, joven y buen mozo, que llevaba banda de seda sobre la coraza, me miró con más fijeza que los otros, y se detuvo. Los restantes se encaminaron á la aldea, y los marineros se pusieron á llenar de agua unos barriles que traían en la lancha, en una fuente que había en la playa.

– Rapaza – me dijo el hombre que se había detenido junto á mí – , ¿cómo tan sola, siendo tan hermosa? ¿Esperas á tu amante?

Yo no le contesté; pero mis ojos se llenaron de lágrimas.

– ¿Por qué lloras? – me preguntó.

– Porque mi amante se ido para no volver – le contesté arrojando una mirada al mar, en cuyo horizonte se veía ya imperceptiblemente como un punto blanco próximo á desaparecer, el bergantín que conducía á mi último amante, que acaso no se acordaba ya de mí.

– ¡Bah, muchacha! – me dijo el soldado – ; á rey muerto, otro al puesto; por mucho que le quieras, pronto le olvidarás, si pones otro en su lugar.

– El, como todos, me había dicho que me llevaría consigo… y como los otros me ha dejado aquí.

Miróme profundamente el capitán, y dijo como hablando consigo mismo:

– Pedirla más hermosa sería avaricia, y parece inocente Muchacha – añadió dirigiéndose á mí – , ¿quieres ser la prenda de un mozo de rumbo?

– No os entiendo – le contesté.

– ¿Quieres ser mi moza, digo? Yo te pondré en el cuello corales y encajes, y te meteré la cintura en sedas, y te calzaré los pies con chapines, y si ahora pareces un lucero, después parecerás un sol.

– ¿Es de veras? – le pregunté olvidada ya del otro que iba en el bergantín, que había desaparecido por completo en alta mar.

– Tan de veras, que si estás aquí en este mismo sitio á la noche, vendré por ti.

– Estaré.

– ¿Palabra de buena muchacha?

– Os lo prometo.

– Pues veremos quién falta á lo prometido – dijo el capitán.

Y me estrechó la mano, y se fué á la aldea donde habían entrado los soldados.

– ¿Y fuísteis? – dijo el duque de Lerma.

– Sí; sí, señor; fuí, puesto que estoy hablando con vos; fuí por mi desgracia; ó mejor dicho, no me moví de la roca… no me despedí de mis padres, ni entré siquiera en la cabaña.

Cuando me habló el capitán se ponía el sol.

La noche, por lo tanto, no tardó en llegar.

Pasó algún tiempo desde que cerró la noche, y por cierto bien obscura.

Yo esperaba con impaciencia.

Toda mi ambición era salir de aquel estrecho valle, encerrado entre el mar y las montañas.

¡El mar sin límites, que recibió mis primeras miradas! ¡las verdes montañas de mi hermosa Galicia, de entre las cuales pluguiera á Dios no hubiera salido nunca!

Como os decía, la impaciencia me devoraba.

Sólo veía delante de mí, porque la noche era muy obscura, una línea algo más clara, una línea movible.

Era el mar que venía á romper sus olas en las rocas.

Sólo escuchaba su quejido incesante, y el ligero zumbar del viento.

– ¡Bah! – dije llorando – ; el hermoso soldado se ha olvidado como los otros de sus promesas; pero éste, al fin, no ha sido infame, porque no ha sido mi amante.

Y me levanté de la roca, y con el corazón amargo me volví para encaminarme á la choza de mis padres, por cuya puerta se veía relucir á lo lejos la llama, la alegre y dichosa llama del hogar.

Pero de repente, un ruido que sentí á mis espaldas me detuvo.

Era ruido de remos.

Mi corazón se ensanchó y me volví de nuevo á la roca.

Abordó una barca y de ella saltó un hombre.

– ¿Estás ahí, muchacha? – dijo.

En aquella voz reconocí la del capitán.

– Sí, aquí estoy esperándoos – le dije.

– Pues ven conmigo y no te detengas, que el viento es favorable y vamos á zarpar.

Acerquéme á él, y él me asió de una mano y me llevó hasta la barca.

Su mano temblaba.

Luego me asió de la cintura para meterme en la barca.

Sus brazos temblaban también, y su corazón latía con fuerza.

Me dió un silencioso beso en el cuello, y sus labios abrasaban.

Yo empecé á sentir no sé qué por aquel hombre.

Me parecía hermoso, y luego… me trataba como no me había tratado ninguno.

Los otros me habían tratado con desprecio.

El me trataba como á una señora; se estremecía á mi lado, se ponía pálido.

Me retuvo en sus brazos en la barca; y luego, siempre en sus brazos, me subió á la galera.

Noté que nadie se reía de mí; que nadie me miraba, que todos, cuando pasaba junto á ellos el capitán, que me llevaba de la mano, se descubrían.

Era él el capitán de la galera, y además muy rico y muy principal.

Por eso me respetaban todos.

Y yo iba mal vestida, despeinada, descalza.

Y, sin embargo, don Hugo de Alvarado, que así se llamaba mi esposo…

– ¡Vuestro esposo!.. – exclamó con asombro el duque de Lerma.

– Sí; yo soy viuda de un capitán de mar de su majestad, señor.

– Contadme, contadme cómo fué eso.

– Cuando llegamos al puerto del Ferrol, don Hugo, que no se había tomado conmigo la menor libertad, á pesar de que yo estaba enteramente sometida á él, hizo venir de tierra unas sastras..

Aquellas mujeres me tomaron medidas, y tres días después me llevaron ricos vestidos y muchos trajes de dama, y de dama principal; por otra parte, don Hugo me llevó joyas.

Cuando me vistieron, cuando me engalanaron, don Hugo exclamó enamorado:

– ¡Es un sol!

Yo estaba aturdida, me miraba en un espejo, y no me conocía; me parecía que mi hermosura había crecido.

La felicidad me hacía sufrir.

Había visto otras playas; veía otras montañas; tenía á mis pies un amante joven, hermoso, que me trataba con el mayor respeto.

Mis vestidos eran ricos; sentía perlas en mi cuello, y cuando me miraba en el espejo, veía que mi cuello era más nacarado que las perlas.

Y no me acordaba de mis padres.

Amaba la vida en que entraba, y me moriría por don Hugo.

– ¡Le amábais! – dijo el duque de Lerma.

– Como no había amado nunca; como no he vuelto á amar hasta que os he conocido á vos, señor.

El duque de Lerma iba olvidándose rápidamente del objeto que le había llevado á aquella casa, esto es: el hacer la guerra por uno de sus flancos á su hijo el duque de Uceda, que se valía de aquella mujer para excitar las precoces pasiones del príncipe, que se llamó después Felipe IV, y de cuyas escandalosas aventuras amorosas están llenas la historia y la tradición.

El duque de Lerma, aunque circunspecto, porque la gravedad era su vicio, hombre al fin, empezaba á sentirse excitado por la galante historia de doña Ana.

Y luego hay que convenir en que doña Ana tenía una gran práctica de cortesana, que conocía el secreto de inspirar la voluptuosidad, y en que, tales eran las manos que tenía abandonadas dulcemente entre las del duque, que por su forma y su tersura, venían á ser el prólogo de bellezas incomparables.