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Czytaj książkę: «El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III», strona 44

Czcionka:

CAPÍTULO LXI
DE CÓMO LE SALIÓ Á QUEVEDO AL REVÉS DE LO QUE PENSABA

Entre tanto, el buen ingenio había salido de la casa de la Dorotea, pensando para sus adentros, mientras atravesaba las calles en derechura del alcázar, bajo la tenaz lluvia que no había cesado hacia tres días:

– Esa pobre chica me da compasión y me siento además agradecido; confiésola una gran mujer; deberémosla, por los buenos oficios que nos hace, el salir de este atolladero, sin sacar de él más que el lodo; pero con arrojar en Nápoles las botas, hemos concluído; paréceme que resurrezco, que por envuelto me he dado y á pique de desconfiar de mí mismo: el médico de su majestad dice que no hay que tener cuidado alguno; que Margarita se encuentra en muy cabal salud… por aquí la divina Providencia ha evitado un crimen… un crimen horrible; Lerma está confiado y sigue durmiendo; Dorotea, aleccionada por mí le engañará de tal modo, que tendré tiempo para llevarme á los recién casados; después… si mi doña Catalina me ama… vamos, no hay que pensar en ello… llevármela sería tocar á badajo perdido la campana del escándalo… será necesario que se cure, y yo también necesito curarme… el tiempo y la paciencia y la conformidad… bendito sea Dios, que nos ha criado para pelota, en manos de chicos… vamos adelante, vamos… yo haré que la Dorotea se cure… y olvide… doña Catalina olvidará… y yo… yo… ¡bah! ¿qué importo yo? Seguiré vengándome de lo que el mundo me hace sufrir, obligando al mundo á que se ría, como un necio, de sí mismo.

Llegaba entonces al alcázar y entróse resueltamente en él, con la frente descubierta y alta, como quien no tiene por qué temer.

Sin embargo, reparó en que en el zaguán de la puerta de las Meninas, por donde se había metido en el alcázar, había dos alguaciles de corte.

– ¿Cuervos tenemos? – exclamó – ; cerca anda carne muerta… tormenta está aparejada para alguno. Dios le ayude.

Y se encaminó con su forzada lentitud á la primera escalerilla.

No sabía Quevedo, no podía pensarlo, después de lo que había oído en la casa de la comedianta, entre ésta y el duque de Lerma, que la tormenta se preparaba para él; que él era la carne muerta; esto es, el hombre preso á cuyo olor iban aquellas aves de rapiña.

Apenas se perdió Quevedo por las escalerillas, cuando uno de los alguaciles se echó fuera del alcázar más ligero que un rehilete.

Entre tanto Quevedo, atravesando callejones y galerías, se entró en el aposento de doña Clara Soldevilla.

Don Juan se calentaba al brasero y doña Clara escribía.

– Consuela este olor – dijo Quevedo entrando.

– ¡Ah, mi buen amigo! – dijo don Juan.

– ¡Ah, don Francisco! – exclamó doña Clara – : ¿de qué olor habláis?

– Huele aquí á contento, á paz, á alegría, á amor… Dios os bendiga, mis amigos, que tenéis sol claro en día de lluvia, y que vivís mientras otros se aperrean. ¿Y qué bueno hacéis, diosa?

– Escribo á mi padre largamente: antes habíale escrito una brevísima carta, pero no me basta. Estoy impaciente porque mi padre sepa punto por punto…

– ¿Es decir que os habéis metido á letrado?

– No os entiendo.

– Explicaréme: la historia de vuestro casamiento, mis buenos amigos, es un proceso. Largo habréis de escribir si de todo habéis de dar cuenta, y es grande lástima que la tinta ponga negros unos dedos tan rosados. Dejadlo eso para mí, señora, que todo lo tengo negro, hasta la esperanza, y veníos aquí al amor de la lumbre y escuchadme, que tenemos harto que hablar.

Dejó doña Clara la pluma y luego la mesa, y fué á sentarse junto al brasero entre su marido y Quevedo.

– ¡Vive Dios! – exclamó Quevedo – , que estoy viendo en vos una experiencia, doña Clara.

– ¡Una experiencia!

– ¡Sí pardiez! los ojos y la razón engañan.

– Explicáos.

– ¡Si sois más doncella hoy que ayer! – dijo Quevedo mirando de una manera profunda á doña Clara.

Púsose la joven vivísimamente encendida.

– Con las mujeres me reconciliáis, señora; yo las tendría á todas por partículas del diablo, y confiéseme engañado: si queréis ser más feliz, don Juan, sois usurero, y no merecéis respeto, que en vuestra mujer tenéis un cielo.

– ¿Sabéis que venís muy adulador, don Francisco?

– Adulado me vea yo, que es el mayor desabrimiento que puede probar el que no ha nacido tonto, si no son borbotones del corazón mis palabras, y fálteme aire si no es verdad que el corazón no me cabe en el pecho. ¡Ah, manos de marfíl vivo! – exclamó tomando entre las dos suyas una de las hermosas manos de doña Clara – ; y qué corona de gloria habéis puesto sobre la frente de mi amigo!

– Pues no soy completamente feliz – dijo don Juan.

– Alumbradme ese concepto á fin de que yo le vea, que tenebroso es y encrucijado y capaz de hacer perderse en un laberinto al más diestro. ¿Mayor felicidad pedís que una mujer toda alma, tan delicada como el alma el cuerpo, y tan hermosa como el cuerpo el alma? ¿qué más blancura que la de la nieve que nadie ha pisado? ¿qué calor más dulce que el de este sol de primavera al que no empañan nubes?..

– Muy poeta andáis, don Francisco, amigo mío – dijo doña Clara – : ¿me hacéis la merced de que hablemos de otra cosa?

– Poeta de verdades soy cuando os admiro, hija mía, y dígoos hija, porque aunque casi soy mozo en años y negros tengo los cabellos, péinome hace mucho tiempo canas en el alma, y desengaños padezco y experiencias lloro. Ni he tenido yo como don Juan la fortuna de encontrarme dentro de un jardín tal como vos, que si encontrádome hubiera, echado me habría á su sombra sin que cosa en el mundo fuera bastante á despertarme del sueño. Espántame, pues, y razón tengo, de que don Juan pida más felicidad teniéndoos á vos, y conjúrole á que su concepto me explique, porque tanto le quiero que me dolería haberle de tener de aquí en adelante por tonto ó por malo.

– No soy completamente feliz – dijo don Juan – , porque me creo de poco valor comparado con mi doña Clara.

– ¡Ah! – dijo la joven.

Y aquella exclamación era protesta dolorosa.

– Perdonarse deben las necedades á los que aman, porque el amor ciega; escrupuloso andáis más que monja, y os metéis á apreciar lo que á vos no toca. Bien me sé yo que doña Clara no piensa otro tanto.

– ¡Oh! ¡no!.. pero os ruego, don Francisco…

Sí, sí por cierto… vamos á lo que importa: es el caso que yo tengo mucho sueño.

– ¡Oh! ¡tenéis sueño, amigo mío!.. pues bien, en vuestra casa estáis; voy…

– Estáos queda… tengo mucho, muchísimo sueño: necesito urgentemente dormir, y en Madrid no duermo… es decir, no paso en Madrid esta noche, á lo menos por voluntad mía.

– ¿Cómo? ¿nos dejáis?

– ¡Dejaros! ¡dejárame yo primero las antiparras, sin las cuales soy hombre muerto! ¡buena cuenta daría yo al duque de Osuna! llévoos conmigo, y por lo tanto, os dije que cartas eran vanas; que la mejor carta para el duque, lo serán sus hijos: asunto es no más que de algunos cientos de ducados y de camisas limpias. Dejemos á Madrid á obscuras, amanezcamos muy lejos, y veamos á Neptuno dentro de ocho días, embarcados con rumbo á Nápoles: que os afirmo que mientras aquí estemos, ni duermo, ni descanso, ni vivo: cerrado está el cielo, de llover no cesa, y temo que esto pare en diluvio que nos ahogue. Conque sus, y en vez de hacer procesos, señora, haced cofres, y mientras se pide licencia á sus majestades, el coche se apareje y huyamos, antes de que llegue el caso de que cuando queramos huir, no sea tiempo, y creedme y no disputemos, que allí tenéis entrambos los padres, y si vos dejáis de ser dama de la reina, doña Clara, seréis señora en vuestra casa; y á falta de la tercera compañía de la guardia española, tendréis vos allí, don Juan, los no menos bravos alabarderos de la guarda del virrey.

Quedáronse atónitos los dos jóvenes á estas palabras de Quevedo, y guardaron por algún tiempo silencio.

– ¡Tan pronto! ¡tan de repente! – dijo al fin doña Clara – . ¿Qué motivo puede haber?..

– Motivo y aun motivos. Es el primero, que yo no estoy muy seguro, y tanto, que si no estoy preso, en engaños consiste que no pueden durar mucho tiempo.

– ¿Pero esos motivos?

– ¿Olvidáis que don Rodrigo Calderón está malamente herido, y que es vuestro esposo quien así le ha maltratado? – dijo Quevedo de una manera profunda.

– Pero hasta ahora… – dijo don Juan.

– Sí, hasta ahora… y gracias á que el duque de Lerma está mareado, nadie nos ha dicho una palabra; pero en la corte, los mareos salen por donde entran; se amaña en minutos lo que parecía imposible, y el viento cambia de tal modo, que el que era céfiro blando para alguno, se le convierte de repente en huracán que le echa por tierra; particularmente yo, si paro algunas horas más en Madrid, dóime por embargado, y por algún tiempo, porque yo no he de hacer ni puedo hacer lo que sería necesario hacer para no ser encerrado. Y si me encierran, yo no respondo de nada; porque enemigos crueles tenéis vos, doña Clara; y vos, don Juan, aunque sólo hace tres días que estáis en la corte, no los tenéis menos. Creedme, que yo nunca hablo en balde, y pienso mucho en lo que digo antes de decirlo, y cuando pienso mucho, no me engaño. No disputemos, por Dios uno y trino; improvisemos nuestro viaje salvador, y no nos chanceemos con la fortuna, que como mujer es mudable, y suele dar sinsabores tales como ha dado dulzuras.

– ¡Pero dejar abandonada á su majestad!.. – dijo doña Clara.

– Dios vela por los reyes… ¿creéis vos que la reina tiene en vos un escudo?

– Tengo valor, y mi vida es de su majestad.

– Pues bien; mientras vos estábais entregada á vuestra felicidad, Dios ha salvado de una manera extraordinaria á Margarita de Austria.

– ¡Salvado!

– Sin la misericordia de Dios, su majestad hubiera sido villanamente asesinada.

– ¡Asesinada!

Quevedo contó punto por punto á los dos esposos la tentativa de asesinato contra la reina, y el modo extraño y providencial de su salvación.

– ¡Oh! – exclamó doña Clara – , ahora menos que nunca me separo de su majestad.

– Dejad, dejad á Dios que la proteja; tened fe en la misericordia divina, y además, por salvar á la reina, no expongáis á perecer á vuestro esposo, al padre del hijo que acaso empieza ya á ser de vuestras entrañas; que sin duda vive ya, porque os amáis demasiado, y sois harto buenos para que Dios no haya bendecido vuestro amor.

– ¡Ah! ¡me hacéis temblar, don Francisco! – dijo doña Clara.

– Procurad que vuestro hijo, si vive, no sea huérfano.

– ¡Dios mío!

– Hombres como don Juan, que son caballeros desde el seno de su madre, están siempre expuestos á morir sin gloria y sin combate, asesinados entre el cieno de esta infame corte. Creedme, y no vaciléis más.

– Partiremos – dijo doña Clara.

– Pues bien; mandad preparar lo necesario; pedid, entre tanto, la licencia á sus majestades, y adiós, que yo voy á otro lugar que me interesa.

Y Quevedo, seguro de que había asustado lo bastante á doña Clara, para que no se dilatase por su parte el viaje, salió.

Iba contento atravesando las calles.

– ¿Qué puede suceder – decía – en tan poco tiempo? Iré á comer esta tarde á casa de la Dorotea, y de tal manera me mostraré amigo del duque, que acabará de creerme y me dará tiempo suficiente para dejarle burlado. Ahora volvamos junto á la pobre loca Dorotea, y concluyamos por aquel lado con lo que debemos á nuestro corazón.

Pero al entrar en la calle Ancha de San Bernardo, Quevedo vió venir hacia él un alcalde de casa y corte con sus alguaciles.

– ¡Otra bandada de cangrejos! – exclamó – ; está de Dios que nunca hayan de dejarme los tales. Y es el bueno Ruy Pérez Sarmiento, asno injerto en lobo, y alcalde de casa y corte por la gracia de Lerma; ¿y qué me querrá éste? paréceme que se arroja á hablarme.

En efecto, un alcalde de casa y corte avanzaba, vara enhiesta, hacia Quevedo. A poca distancia le seguían sus alguaciles, y venía detrás una silla de manos.

– Guárdeos Dios – dijo el alcalde á Quevedo parándose delante de él – , ¿me conocéis?

– Hace mucho tiempo, por el servidor más ciego de la justicia.

– ¿Creéis que un alcalde de casa y corte puede prender á toda persona viviente en los reinos de su majestad y por su real mandato?

– Artículo de fe es ese de que no he dudado nunca – dijo Quevedo, al que pasó por los ojos tal cosa, que dió ocasión á que le rodeasen y asiesen de él de improviso los alguaciles.

– ¡Eh! ¿qué es esto? ¿habréme convertido en doblón cuando con tal ansia me echáis mano? – dijo Quevedo.

– Os habéis convertido en hombre preso por el rey.

– Su majestad viva, y pues su majestad lo quiere, preso me reconozco.

– Metedle en la silla de manos.

– Meteréme yo, que aún no estoy impedido; que si yo rey no respetara…

– ¿Qué decís?..

– Digo que nada digo, y concluyan y vamos y demos todos gusto al rey, que no hay para qué menos.

Y Quevedo se entró en la silla de manos.

Inmediatamente cerraron la portezuela, y como no tenía celosías ni vidrieras, Quevedo se quedó á obscuras.

– Al menos es blanda – dijo sintiendo el almohadón mullido de la silla – , y puesto que no podemos hacer otra cosa, y la alcoba nos cierran y á obscuras nos dejan, durmamos.

La litera echó á andar en aquellos momentos.

Poco después Quevedo, consecuente á su propósito y cansado y trasnochado, roncaba.

CAPÍTULO LXII
DE CÓMO EL DUQUE DE LERMA SE ENCONTRÓ MÁS DESORIENTADO QUE NUNCA

Don Francisco de Sandoval y Rojas atravesó las antecámaras de palacio en medio de los más profundos saludos y de las reverencias más profundas de los cortesanos.

Hasta allí todo iba bien: se le consideraba por los pretendientes, que son un barómetro, como señor omnipotente, en el pleno goce del favor del rey.

Los ujieres se mostraron con él, y del mismo modo, profundamente respetuosos.

Los gentileshombres le saludaron con sumo respeto.

Pero cuando entró en la cámara real, la encontró desierta.

El rey acostumbraba á estar siempre en la cámara cuando llegaba Lerma.

Lerma se alarmó al no encontrar al rey en su cámara.

Porque en las raras ocasiones en que se había entibiado para él el favor de su majestad, si bien es cierto que nunca el rey le había hecho hacer antesala ó antecámara, le había hecho hacer cámara.

Tomólo primero su orgullo á casualidad: pero pasó un cuarto de hora, y esto era ya mucho; pasó media hora, y esto era ya demasiado.

Lerma, á quien la cólera hacía audaz, se acercó á la mesa real, tomó la campanilla de oro, y la agitó como si hubiera estado en su casa.

Se presentó un gentilhombre.

– ¿Qué manda vuestra majestad? – dijo sin reparar, en su servil apresuramiento, que el rey no estaba en la cámara.

– No, no es su majestad quien llama – dijo Lerma mordiéndose los labios – . Soy yo.

– ¡Ah! ¡perdone vuecencia! ¿qué desea vuecencia?

– ¿Habéis avisado al rey de mi llegada?

– Sí; sí, señor: en el momento en que llegó vuecencia.

– ¿Dónde está el rey?

– En su recámara.

– ¿Con quién?

– Con el duque de Uceda.

– ¡Con mi hijo!

– Sí, señor.

– Gracias, caballero, gracias.

El gentilhombre salió.

– ¿Conque se me hace esperar en la cámara por Uceda, que está en la recámara? – dijo el duque – ; ¿con que el rey se olvida al fin de lo mucho que me debe? y… mi hijo… ¿qué hubiera sido de mi hijo sin mí? ¡Esto es infame! Vendido ó abandonado por todos… ¿y qué hacer? ¿qué hacer? Esto de que me lancen del favor del rey, que me reduzcan á una vida obscura… esto no puede ser, y no será… Quevedo… Quevedo tiene ingenio bastante para dar al traste con toda esta falange de cortesanos hambrientos y miserables… Quevedo me impondrá duras, durísimas condiciones… pero no importa… más vale ceder en secreto ante un solo hombre, que no caer en público combatido por tantos. ¡Oh! creo que debo dar una lección al rey, que debo retirarme… mostrarme enojado; si yo hubiera hablado ya con Quevedo, vería si podía atreverme á presentar al rey mi renuncia del empleo de secretario de Estado universal; pero sin contar con don Francisco, sería una locura. Lo que debo hacer indudablemente es irme de aquí. Esto será decir sin palabras al rey que no debe hacer esperar hasta tal punto al duque de Lerma.

Iba Lerma á poner en práctica su propósito, esto es, á irse, cuando se levantó un tapiz, asomó tras él una persona, y sonó una voz que dijo:

– ¿A dónde vais, mi buen duque?

Lerma se volvió, adelantó rápidamente, dobló una rodilla ante el hombre que le había hablado, y le besó una mano.

Aquel hombre era su majestad católica, don Felipe III de Austria.

Había cierta quijotesca tiesura en el semblante del rey.

– ¿A dónde íbais, pues, duque? – repuso Felipe III.

– Iba… como vuestra majestad estaba tan ocupado…

– Y tardaba, ¿eh?

– ¡Señor!

– Hace un siglo que yo estoy esperando – dijo el rey – y no me impaciento; y vos, porque graves negocios me impiden venir cuando me avisan que estáis aquí, ¿os impacientáis?

– ¿Y por qué tenéis vos que impacientaros, señor? – dijo Lerma levantándose y permaneciendo de pie junto al rey, que se había sentado en su sillón – ; ¿no es ley vuestra voluntad? ¿No os obedecen todos vuestros vasallos?

– No, duque, no, y esa es mi impaciencia; en vano pido á mis vasallos que se avengan, que no luchen, que no se despedacen, porque yo deseo la paz, la concordia; en vano los odios crecen, las enemistades se aumentan, las quejas zumban alrededor mío, y me trastornan. ¿Sabéis que he estado hablando con vuestro hijo el duque de Uceda más de una hora?

– Me lo habían dicho, señor.

– Es verdad, vos lo sabéis todo.

– Señor…

– ¿Pero á que no acertáis cuál era la extraña pretensión del duque?

Tembló interiormente Lerma, porque el rey usaba cierto tonillo acre que no acostumbraba mucho á usar.

– Lo ignoro, señor.

– Ya sabía yo que lo ignoraríais. Vuestro hijo se me quejaba de injusticias.

– ¿Y por qué el señor duque de Uceda no ha venido á mí, secretario universal del despacho? – dijo ya con alguna irritación Lerma.

– Vuestro hijo sabe que yo no hago nada sin consultarlo con vos, y encaminarse á mí, es punto menos que si á vos se hubiera encaminado.

– ¿Pero de qué se queja el duque de Uceda?

– De que se le haya separado del cuarto del príncipe don Felipe.

– ¡Ya! su excelencia quiere sin duda privar desde temprano con su alteza, y esto es ya un principio de rebeldía.

– Pues ved ahí lo que dice el duque de Uceda: que al separarle del príncipe se ha dudado de sus intenciones, que se ha supuesto lo que él en su lealtad, no ha pensado; que las gentes creen ver en su separación motivos ocultos y por lo tanto pretende… lo más extraño que puede decirse, duque, es casi una rebeldía lo que vuestro hijo pretende.

– ¿Y qué pretende, señor? – dijo Lerma, á quien pinchaban las palabras del rey.

– Pretende que se le haga proceso, que en el tal proceso se demuestren las causas por que se le ha quitado su oficio de ayuda de cámara del príncipe… en fin, el duque dice que se va á presentar preso y á pedir el proceso, si no se lo concedemos, al consejo de Castilla.

– El duque está loco, señor – dijo Lerma – , y como á tal no podéis tenerle al lado del príncipe. Su petición demuestra su locura. ¿Pues qué, vuestra majestad tiene necesidad de decir á un vasallo, por muy alto que éste sea, ni debe decirle las razones que ha tenido para quitarle un oficio que le había dado? Este es un crimen de lesa majestad, señor, que debéis castigar con energía.

– Es que el duque de Uceda protesta hacia mí el más profundo respeto, y dice… dice que sois vos su enemigo.

– Es decir, que el que comete un delito de lesa majestad contra su rey, suponiéndole injusto, comete y debe necesariamente cometer otro no menor delito: el de lesa naturaleza rebelándose contra su padre.

– Pues ved ahí: Uceda dice que no le miráis como hijo.

– Desgracia y grande ha sido para mí, que tal hombre sea hijo mío.

– Y añade, que quiere ese proceso para demostrar las razones que vos habéis tenido para proponerme su separación del cuarto del príncipe.

– ¡Razones contra mí!

– Sí; habla de pruebas…

– ¿De pruebas de qué?

– Lo mismo pregunté á Uceda; pero pidiéndome perdón por no revelarme lo que yo quería saber, me dijo que sólo presentaría las tales pruebas al juez ó á los jueces que hiciesen el proceso.

– ¿Es decir, que el duque de Uceda supone?..

– Que no me servís bien.

– Que presente, pues, las pruebas; que las presente – dijo conteniendo mal su cólera por respeto al rey, Lerma – ; entre tanto, señor, yo me retiro á mi hogar, y dejo el honroso puesto que vuestra majestad me ha dado.

– Ved, ved ahí por qué digo yo que hace un siglo estoy teniendo paciencia; en vano me esfuerzo porque haya paz entre los míos; yo bien sé que vos y vuestro hijo y todos los que me rodean, me quieren, son leales, capaces de perder por mí la vida; pero todos reñís, todos os mordéis, todos procuráis parecer los más leales, á costa de los otros; y esto es un zumbar eterno que ya me atolondra, que me cansa, que me hace infeliz.

– Por lo mismo, señor, admita vuestra majestad mi renuncia.

– No hay necesidad; yo no he desconfiado de vos.

– Sin embargo, señor… esas graves acusaciones exigen: ó que yo sea juzgado, ó que lo sea mi hijo.

– ¿Qué estáis diciendo, duque? ¿qué estáis diciendo?.. ¿meterme queréis en esos cuidados? yo os mando que sigáis ayudándome en el gobierno de mis reinos.

– Y yo, señor, obedezco á vuestra majestad. Pero…

– ¿Pero qué?

– Es necesario, para que tengamos paz, apartar de la corte á muchas personas.

– La primera á don Francisco de Quevedo.

– ¡Cómo, señor!

– Es muy aficionado á contar cuentos que nadie entiende.

– Don Francisco de Quevedo es uno de los vasallos más leales de vuestra majestad.

– Paréceme, sin embargo, que le hemos tenido preso.

– Dos años. Es un tanto turbulento…

– Por lo mismo, dejémosle que se vaya con su duque de Osuna.

– Por el contrario, yo le guardaría…

– Pues prendedle otra vez, que no ha de faltar motivo. No sé qué he oído de unas estocadas… ¡ah! ¡sí! don Rodrigo Calderón…

– En efecto, mi secretario Calderón, hace tres noches fué muy mal herido y está en mi casa.

– Hirióle… ese bastardo de Osuna, ese don Juan, á quien yo no sé quién ha hecho capitán de la tercera compañía de mi guardia española.

– Lo ha hecho, señor, la reina, por amor á su favorita doña Clara Soldevilla.

– Esposa recientemente de ese don Juan… y á quien creo que ama mucho… pues bien, prendamos á ese don Juan para poder prender á Quevedo.

– ¡Cómo!

– Como que dicen que Quevedo ayudó á don Juan á herir á don Rodrigo.

– Es necesario andar muy despacio en eso, señor; tales negocios pueden salir al aire si se prende á don Francisco…

– ¡Cómo! ¿también por ahí?

– Sí; sí, señor; don Juan, hiriendo á don Rodrigo, ha obrado como bueno y leal, y como buen amigo suyo Quevedo, ayudándole… esto es… midiéndose con otro hombre que favorecía á don Rodrigo.

– Pues mirad: podré engañarme, pero ese don Juan no me gusta.

– ¡Y yo que traía á vuestra majestad para que la firmase una real cédula de merced, para ese don Juan, del hábito de Santiago!

– Pues no; no hay que pensar en ello; ¿con que es decir que se nos lleva la dama más hermosa de palacio, que se nos pone á la cabeza de la compañía más brava de nuestros ejércitos, que nos hacemos los ciegos ante un homicidio intentado por él y todavía queréis que le demos el hábito de Santiago?

– No haríais más que doblárselo, señor, pues lo tiene ya.

– ¡Cómo! ¿pues quién se lo ha dado?

– El gran don Felipe II, padre de vuestra majestad, lo concedió al duque de Osuna para su hijo bastardo cuando aún no le había dado su madre á luz.

– ¿Y para qué dos mantos á un mismo hombre? eso es decirle que tiene mucho frío y que queremos abrigarle.

– Eso quiere decir que vuestra majestad le cree digno del hábito por sus hechos, como el gran don Felipe II le creyó digno de él por ser hijo de quien era.

– Pero esto no estorba para que le prendamos.

– No; pero vuestra majestad no le debe prender.

– Dad, dad acá esa cédula – dijo el rey.

Lerma sacó un papel arrollado y le extendió delante del rey.

– Ahora – dijo Felipe III – necesito firmar otros dos papeles.

– ¿Cuáles, señor?

– Dos órdenes de prisión.

– Creo que sean necesarias más.

– Pues bien, Lerma; decidme vos los que queréis que sean presos, y yo os diré los que quiero tener encerrados y no disputemos más.

– Señor, yo no disputo con vuestra majestad.

– ¿Pues qué estamos haciendo hace ya más de media hora? Disputar y no más que disputar. Con que sepamos: ¿á quiénes queréis vos prender?

– Al duque de Uceda.

– Bien, prendámosle en el cuarto del príncipe.

– ¡Señor! – exclamó completamente desconcertado por aquella salida del rey, Lerma.

– Sí, sí, volvámosle su oficio al ayuda de cámara del príncipe don Felipe.

– Pues cabalmente eso es lo que el duque desea.

– Pues porque lo desea, y para que nos deje en paz, concedámoselo; mandad extender la provisión y traédmela al momento al despacho.

Lerma desconocía al rey.

El rey mandaba.

Lerma no estaba acostumbrado á aquello.

– Señor – dijo – , yo no puedo seguir siendo secretario de vuestra majestad.

– Os lo mando yo – dijo el rey.

– Obedezco, señor.

– A fray Luis de Aliaga, le nombramos confesor de la reina – dijo el rey.

Estremecióse Lerma.

– Traednos el nombramiento. Al conde de Olivares le reponemos en su oficio de caballerizo mayor.

– ¡Ah, señor! ¡Dios quiera que no os pese!

– Al conde de Lemos, vuestro sobrino, levantamos su destierro.

– Todos son enemigos míos, señor.

– ¿Y qué os importa, si es vuestro amigo el rey?

– Sea lo que vuestra majestad quiera.

– Envíense correos á don Baltasar de Zúñiga para que se vuelva á su oficio de ayo del príncipe don Felipe.

Lerma, aterrado, se resignó.

Aquel era un golpe mortal.

Sus enemigos triunfaban.

¿Pero de qué medios se habían valido?

Ignorábalo el duque, y esta ignorancia le aterraba.

– Además – dijo el rey – , orden de prisión contra don Francisco de Quevedo y don Juan Téllez Girón. Los enviaréis á Segovia.

Lerma no se atrevió á replicar.

– Id, id; extended todas esas órdenes y traérmelas al momento para que las firme.

Y el rey se levantó y escapó por una puerta de servicio.

El duque quedó aterrado en medio de la cámara.

– ¿Qué tal, eh? – dijo una voz detrás de un tapiz.

Miró Lerma al lugar de donde salía la voz, y vió que el tapiz se levantaba y que de detrás de él salía un hombrecillo.

Aquel hombrecillo era el bufón del rey.