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Czytaj książkę: «Los monfíes de las Alpujarras», strona 41

Czcionka:

El inquisidor escribió sudando y de la mejor manera que pudo esta carta, que su tiránico apresador leyó detenidamente.

– Ciérrala á tu modo, le dijo despues de leerla, y pon en el sobrescrito: á Sidy Harum-el-Geniz, walí del poderoso emir de los monfíes.

El sacrificio estaba consumado: Molina de Medrano estaba cogido: por mas que declarase la violencia de que habia sido víctima; por mas que se preparase, estaba seguro de que, si aquella carta iba á dar en manos del inquisidor general, era hombre perdido.

Ademas de esto, y acaso porque fuese verdad, acaso por aterrarle, el encubierto le dijo:

– Vamos ven: voy á ponerte en libertad para que vayas á casa del inquisidor general; pero cuenta con lo que hablas en ella, porque hay allí ojos y oidos que ven y oyen, cuanto nosotros queremos ver y oir.

Volvióle á vendar los ojos, le sacó fuera del subterráneo y de la casa, de la misma manera que le habia llevado á ella, y luego, despues de haber dado vueltas y revueltas, se abrió la portezuela y una mano le condujo á alguna distancia. Poco despues sintió que el que le habia conducido se alejaba, y se quitó el pañuelo de los ojos: encontróse en una calle lóbrega y delante de la luz de una imágen: á aquella luz el inquisidor vió el pañuelo con que le habian vendado y se estremeció: aquel pañuelo estaba manchado de sangre.

Dominóse lo mejor que pudo, se orientó y vió que estaba muy cerca de la casa del inquisidor general, á la que se dirigió entrando en ella mas muerto que vivo.

Una hora despues salió.

Al poco tiempo conoció que un hombre embozado le seguia: apresuró el paso, pero el embozado le apresuró tambien: desgraciadamente marchaban por una calle solitaria, y no habia una sola puerta abierta ni pasaba una sola persona.

Entróle á Medrano un miedo mortal, y se dió á un trotecillo picado que tenia todas las señales de fuga.

– ¡Diablo, dijo el que le seguia, y como huis de los amigos, señor licenciado!

El inquisidor se estremeció: habia reconocido la voz del que anteriormente le habia apresado, pero estaba cerca la desembocadura de la calle, y probó á ganar la esquina.

– Me vais á obligar á que os demuestre que una pelota de pistola corre mas que vos, amigo mio, dijo roncamente el tenaz perseguidor.

A aquella insinuacion, Molina de Medrano se detuvo y quedó inmóvil, como si se hubiera convertido en una estátua.

El embozado, á quien llevaba mucha delantera, llegó á él.

– ¿Adónde vais? le dijo.

– Al alcázar.

– ¿Llevais, pues, la órden pedida por el rey?

– Creo que si.

– Venid á este soportal.

El inquisidor obedeció y siguió al embozado á un soportal oscuro.

Allí fue registrado escrupulosamente: no llevaba consigo mas que un pliego cerrado, cuya oblea estaba todavia fresca.

– Esperadme aquí, le dijo aquel hombre.

– ¿Pero os llevais la órden?

– Yo volveré á traerósla…

– Pero…

– Esperad.

Molina de Medrano se resignó y esperó un cuarto de hora escondido en el soportal, y temblando, á que volviese el terrible incógnito.

Cuando este volvió le entregó el pliego.

– Veo con satisfaccion que no me habeis engañado, le dijo: es efectivamente la órden consabida. Id y llevádsela al rey. Cuidad de no tomar una necia precaucion, ó de procurar prenderme; porque no lo conseguiriais, y la prueba os costaria muy cara. Id en paz; llevad al rey esa órden, y no tengais miedo por el camino, porque yo os acompaño.

Molina de Medrano salió todo trémulo y desconcertado, y tomó la direccion del alcázar: por mas que aguzó el oido y volvió cautelosamente algunas veces la cabeza durante el tránsito, no pudo notar tras sí ninguna persona.

Una hora despues salió del alcázar, y escarmentado ya, varió de direccion y tomó hácia la iglesia de Santa María.

Pero al pasar bajo el arco, que entonces existia en aquel lugar, se despegó de la pared un bulto, que fue para el inquisidor una aparicion lúgubre.

– Seguidme, dijo aquel hombre.

No era la misma voz, pero el aspecto del nuevo encubierto era enteramente igual al del anterior.

Molina de Medrano obedeció y siguió á su nuevo tirano hácia la calle de Segovia, murmurando:

– ¡Dios mio! ¡ese condenado moro, tiene monfíes en todas partes!

Entre tanto en la casa del inquisidor general, acontecia una escena que no debemos pasar en silencio.

Apenas habia salido de ella Molina de Medrano, un familiar anunció á don Fernando Valdés, que el señor don Luis de Robles deseaba hablarle.

– ¡Oh! ¡me viene como llovido del cielo! murmuró el cardenal, despues de haber mandado que le introdujeran.

Entró á poco un jóven como de veinticuatro años, al parecer caballero, y gentilmente vestido.

– Guarde Dios á vuesamerced, señor familiar, dijo dulcificando su acento, generalmente áspero, Valdés; ¡y que me place de veros! ¡venid, venid á sentaros á mi lado! estos malditos humores me tienen postrado en este sillon; y luego los sinsabores que debo á mi oficio de inquisidor general me irritan la gota. Venid, venid acá, valiente caballero. Pareceme que cada dia estais mas contento de la predileccion con que os miro, y de las honras que os hace el Santo Oficio.

– ¡Ah, señor cardenal! dijo el jóven llevando un sillon junto á la poltrona del prelado, y sentandose con noble soltura; indudablemente que todo lo debo á vuestra señoría, no á mis pobres merecimientos.

– No tal, no tal; vos sois uno de los miembros mas útiles del Santo Oficio, y á vuestra fe cristiana, y á vuestro celo por la honra de Dios y nuestro católico monarca, su imágen sobre la tierra, debemos muchas noticias acerca de ese asunto de los monfíes, de ese asunto que se va haciendo terrible.

– Débese á la casualidad, señor cardenal; ya os dije que he estado cautivo en Argel dos años, lo que me ha servido para aprender la lengua de los moros, y por doble desgracia, al saltar en tierra de Almuñecar, y en mi primer jornada por las Alpujarras, fuí apresado de nuevo por los monfíes y obligada mi familia á pagar un crecido rescate. Estas desgracias, sin embargo, han sido una felicidad para mi, puesto que me proporcionan ciertos medios para entenderme con esa gente… la conozco sobre todo.

– ¿Y creeis que haya en Madrid algunos de ellos?

– ¡Si lo creo! no tengo duda. El emir es hombre que nunca entra en un lugar sin dejar cubierta la salida.

– Pero no habeis podido descubrir…

– Esto es difícil: por su costumbre de tratar con los cristianos, esos moros hablan perfectamente nuestra lengua, pueden disfrazarse y proveerse de papeles falsos que prueben un nombre y un parentesco cualquiera; venir á la córte y entrar al servicio del mismo rey, sin ser conocidos.

– Pero y bien…

– Trabajo por ponerme en el caso de dar con el nido, ó mejor dicho, con los nidos que deben tener en la córte esos traidores. A propósito, valiéndome de mi cualidad de familiar del Santo Oficio, y de la autorizacion que tengo para entrar en los calabozos de todos los presos sin excepcion, he bajado hoy al del emir de los monfíes.

– ¿Y se encuentra en estado de sufrir la prueba del tormento?

– ¡Oh! ¡no señor! está fuera de peligro pero muy débil: nada se conseguiria.

– ¡Ah! ¡ah! á ese hombre le protege lo mismo que le ha puesto en nuestro poder: pero no importa: dicen que puede prestar declaracion.

– Su razon está despejada y fuerte, de lo que he podido juzgar en dos horas que he estado hablando con él.

– ¿Y de qué le habeis hablado?

– Le he propuesto lisa y llanamente, para inspirarle confianza, que si me dá una gran cantidad de dinero, le procuraré su fuga.

– Y… ¿qué os ha respondido?

– ¡Oh! es un hombre terrible: me ha dicho con la serenidad mas completa: – Agradezco vuestros servicios, pero yo no estoy preso, caballero.

– ¡Cómo! pues ya diremos si está preso ó no á ese jactancioso. ¡Hum!

Y Valdés contuvo una tos profunda que habia causado en él la irritacion.

– Me ha hablado ademas de sus proyectos, como si se encontrase ni mas ni menos, entre sus bandidos de las Alpujarras.

– ¡Sus proyectos…! ¡sus proyectos! ¿y qué proyectos son esos?

– Hacer la guerra al rey.

– ¡Hum! hanme dicho que los moros como los andaluces, son muy fanfarrones.

– Eso dice quien no los conoce, dijo con cierto acento particular el jóven.

– ¿Y vos creeis conocerlos?

– ¡Bah! como os conozco á vos, señor cardenal.

– ¡Ah! ¡me conoceis…!

– Si por cierto: sé, por ejemplo, que el emir Yaye-ebn Al-Hhamar, se escapará de las prisiones del Santo Oficio, como sé que tú, Fernando Valdés, tienes miedo de tenerlo preso.

Para comprender esta variacion de tono del familiar, debemos advertir, que poco antes de pronunciar estas palabras, habia resonado en la calle un silbido particular.

– ¿Qué significa esto? exclamó dominado por la sorpresa y por la cólera Valdés.

– Esto significa, que tienes delante un monfí en cuerpo y en alma; un moro disfrazado de cristiano.

– ¡A mí! ¡pages! ¡familiares! exclamó pálido de espanto el inquisidor general, apoyando fuertemente sus manos en los brazos del sillon, y procurando, aunque inútilmente, levantarse.

– No grites ni te esfuerces, viejo, dijo sin variar de tono el jóven, en cuyo acento se notaba únicamente un profundo desprecio: en tu casa, desde ahora hasta que esté libre el emir, no hay mas que monfíes; tus pages y tus familiares están encerrados y no acudirán á tu voz. En cambio, observa. ¡Ola! exclamó el jóven con acento de autoridad.

Inmediatamente apareció en la cámara un hombre de las peores trazas posibles, verdadero truan de plaza, que adelantó con desenfado.

– ¿Ha llegado la hora de aplastar la cabeza á este viejo víbora, Suleiman? dijo aquel hombre dirigiendo la palabra al jóven, y una mirada de odio salvaje al cardenal.

– No, Jafar, pero será muy posible que haya necesidad de apretarle los pulgares, lo que debes evitar, cardenal, porque estás achacosillo y delicado, añadió volviéndose á Valdés que estaba mudo de sorpresa, de miedo y de cólera; te ruego que te tranquilices, á fin de que puedas escribir con seguridad y de manera que nadie dude de tu escrito, una órden para el alcaide de la cárcel del Santo Oficio en Madrid, á fin de que me entregue la persona del duque de la Jarilla, para trasladarle á la cárcel del Santo Oficio en Toledo. Lo que te pedimos no es gran cosa. ¿Qué te importa que quemen ó no quemen al emir?

– ¡Oh! sí le importa Suleiman; porque si el emir muriese entre las garras de estos clérigos, seria cosa de llevarse algun tiempo agujereando sotanas á puñaladas, dijo ferozmente Jafar.

– Moriré como mueren los mártires, dijo Valdés, desmintiendo con lo trémulo de su voz lo valiente de sus palabras.

– No perdamos el tiempo en sandeces, dijo Suleiman: esta es una lucha en que has sido vencido, con las mismas armas que has querido usar contra el emir; tú has querido conocer, descubrir á los monfíes por medio de un traidor: un monfí te ha ganado por la mano, engañándote, fingiéndose cristiano y verdugo é infame como tú: acepta, pues, tu suerte, y no la hagas peor de lo que es: no nos obligues á cometer una violencia que siempre es repugnante cuando se trata de hombres que solo saben matar hombres fuertes, armados, frente á frente y con peligro.

El mismo exceso del terror operó una reaccion en el cardenal, que tentó un medio de salvacion.

– Estais jugando vuestra vida, dijo, en una empresa descabellada: un acaso puede revelar vuestra existencia en mi casa, y sois perdidos.

– ¡Oh! ¡oh! ¡y cuán amoroso nos trata! dijo el monfí que habia entrado y que permanecia como un espectro amenazador, de pié delante del cardenal y con su membruda mano puesta sobre su daga.

– Os trato con la caridad de un cristiano, como debe trataros un príncipe de la Iglesia; quiero que no perdais vuestro cuerpo y vuestra alma.

– Estás procurando ganar tiempo, cardenal, dijo Suleiman, y te advierto que esto es de todo punto inutil: cualquiera que venga á tu casa encontrará en la puerta familiares, que son monfíes como yo; familiares que dirán á todo el que llegue que estás enfermo y no puedes recibir á nadie. En todo caso el que entre, no saldrá, te lo aseguramos, y si yo te pido esa órden, es solo para causar menos escándalo. ¿Qué, no tengo yo una órden tuya que me autoriza para entrar con mis alguaciles en la cárcel del Santo Oficio?

Valdés tentó un nuevo medio de salvacion.

– Puedo haceros ricos, dijo: puedo cubriros de oro; fijad el límite á vuestra ambicion, y lo que me pidais será vuestro.

– Si algo tomamos tuyo, mal clérigo, será la sangre, exclamó Jafar, sacando con un movimiento enérgico su daga de la vaina y dando un paso hácia el prelado.

Este lanzó un grito horrible.

– ¡Eh, silencio! dijo Suleiman: ¡ó la órden ó tu vida, cardenal!

Diciendo esto Suleiman tomó un libro en folio que habia sobre una mesa, buscó un pedazo de papel, le puso sobre el libro, tomó una pluma del tintero, y puso aquel libro con aquel papel sobre las rodillas del prelado y en su mano la pluma. En tanto Jafar alumbraba con una bugía, y en la otra mano tenia desnuda su daga.

El inquisidor general comprendió, que habia llegado el momento de elegir entre el martirio ó hacer al rey y al Santo Oficio traicion y se decidió por la traicion.

Tomó la pluma y ya enteramente entregado se puso en la actitud del que espera que le dicten para escribir.

Suleiman estaba perfectamente enterado de la forma, por decirlo asi, chancilleresca, usada por la Inquisicion en estos casos, puesto que dictó sin detenerse lo siguiente:

«Nos don Fernando Valdés (seguian todos los cargos dignidades y títulos del cardenal.)

»Por la presente mandamos á el alcaide de las prisiones del Santo Oficio de la Inquisicion de Toledo en Madrid, entregue al familiar don Luis de Robles y á los ministros que le acompañen, el cuerpo de don Juan de Andrade, preso en la dicha cárcel del Santo Oficio de Toledo en Madrid, sin ponerle oposicion, ni obstáculo alguno, bajo pena de excomunion mayor, perdimiento de oficio, y demás á que hubiere lugar. Dado en Madrid á 22 de Junio de 1567. – Don Fernando Valdés.»

– Falta el sello, dijo Suleiman.

– ¡Oh! ¡oh! exclamó el cardenal; ¡que falta el sello! pero el sello no le tengo yo; le tiene el consejo de la Suprema.

– Pero tú tienes un sello superior, y yo sé donde está ese sello.

Suleiman fué á una mesa; forzó con su daga uno de los cajones, le abrió, sacó de él una barra de lacre verde y un sello de hierro, derritió algun lacre sobre el papel, estampó sobre el lacre el sello, y luego, volviéndose triunfante al cardenal exclamó:

– Deseabas conocer á los monfíes, cardenal, y los has conocido: pero has tenido mas suerte que otros que solo les han visto el rostro para morir.

Tras estas palabras salió, dejando encargado á Jafar de la guarda del cardenal.

Dos horas después se oyeron tres silbidos en la calle: entonces Jafar, que se habia sentado frente al cardenal, se levantó, ató fuertemente al inquisidor con una cuerda que sacó de su bolsillo, y sin consideracion á su edad ni al estado de su salud, le puso una mordaza.

– Es necesario procurar que no grites, le dijo, y des la alarma antes de que nos hayamos puesto en cobro. En pasando una hora te desafiamos y lo mismo á tus sabuesos para que nos encuentres. Me voy con el sentimiento de no dejarte mudo para siempre; pero quien puede mas que yo no lo quiere. Pídele á Dios no ver otra vez delante de tí, á los monfíes de las Alpujarras.

Y el impío hizo una mamola al prelado, dió una zapateta, se le rió en las barbas y salió.

Don Fernando Valdés, se quedó rugiendo tan fuerte como se lo permitia la mordaza.

CAPITULO XXI.
De lo que pasó en un calabozo de la Inquisicion de Madrid

Dos horas antes de acontecer lo que en el capítulo anterior dejamos referido, se detuvo delante de la puerta de la cárcel que tenia en Madrid la Inquisicion del arzobispado de Toledo, una litera conducida por dos hombres y escoltada por otros cuatro y salió de ella un hombre embozado.

Precedióle uno de los que escoltaban la litera, que llegando á la guardia, hizo llamar al alcaide y cuando este estuvo presente, el embozado que de la litera habia salido, mostró en silencio un papel al alcaide, el cual, á penas hubo leido el papel, dijo á quien se lo habia dado:

– Sígame vuesamerced.

– Despues de haber abierto dos fuertes rastrillos, de haber recorrido callejones y patios y de haber bajado escaleras, el alcaide abrió la puerta de un calabozo, situado en un sótano, é introdujo en el al embozado.

– Cuando quisiereis salir, le dijo señalándole una cuerda que pendia dentro del calabozo de la pared, tirad de esta cuerda.

Y dejó dentro al embozado, cerró la puerta y se sintieron sus pasos que se alejaban.

El embozado miró en torno suyo, y se encontró en un espacio cuadrado, estrecho, de bóveda baja, sin mas muebles que un lecho, una mesa y una silla. En la mesa habia una luz, algunas redomas, hilas y vendajes; y en el lecho un hombre que estaba vuelto el rostro á la pared y que no se movió, á pesar de la presencia del embozado en el calabozo.

Mirábale profundamente el recien llegado entre su embozo y el ala de su sombrero, pero pasó algún espacio sin que dijese una sola palabra.

Al fin dijo con acento breve y duro:

– ¡Duque de la Jarilla!

– Hé aquí que te esperaba, y no me he engañado, dijo Yaye sin volverse.

– Creo, Dios me perdone, que os permitís tutearme, dijo con una cólera mal contenida el embozado.

– ¿Y bien no somos iguales? dijo Yaye.

– ¡Iguales!

– Si por cierto: los dos somos reyes.

– ¿Por quien me tomais?

– Te tomo por quien eres: por mi enemigo el rey de España.

– ¡Oh! ¡esto es ya demasiado! exclamó el encubierto á quien irritaba lo sereno del acento de Yaye. ¿Os atreveis á llamaros enemigo del rey?

– Vaya si me atrevo: y me he atrevido á mucho mas y sabe Dios hasta que punto me atreveré en lo sucesivo.

– ¡Es decir que creeis veros libre!

– Tanto como lo creo. Cuando menos lo esperes, don Felipe, la Inquisicion irá á decirte que ha encontrado mi calabozo vacío.

– Solo un medio teneis de veros libre, duque.

– ¡Ah! ¿y vienes tú, señor rey, á proponerme ese medio?

– Sí, vengo, yo, don Felipe, á quien llaman el prudente, á verte en tu calabozo (y el rey, que él era, se descubrió); vengo á hablar contigo aquí, donde nadie puede oirnos: vengo á ver hasta donde llega tu audacia, y sobre todo á escuchar yo solo tu confesion.

– Entre vosotros siempre se confiesa al que va á morir.

– ¿Y crees tú que si yo quisiera vivirias mucho tiempo?

– Prueba á matarme.

– Otros que se creian fuertes y poderosos…

– Han muerto á una sola palabra tuya, ya lo sé… pero tú no me matarás, don Felipe.

– ¿Y en que te fundas para tener esa seguridad?

– En que no puedes matarme.

– ¿Te proteje el diablo? dijo con un acerado acento de sarcasmo el rey.

– Tal vez: tal vez me proteja Satanás: por lo pronto las señales de mi odio están ya en tu familia:

– ¡En mi familia!

– El príncipe don Carlos tu hijo, tu heredero, te hace traicion.

– ¡La prueba!

– No tardará el mismo príncipe en dártela.

Estremecióse profundamente el rey.

– ¿Y has sido, tú, tú monfí, quien has impulsado á la rebeldía á mi hijo?

– Ha sido primero Satanás, que le ha dado perversas inclinaciones, y luego yo, que soy tu enemigo, que necesito vencerte, y vengar con tu desgracia, con una horrible desgracia, las infamias, las crueldades que has cometido contra los mios.

– Tu audacia, solo es comparable á tus delitos, dijo el rey.

– ¡Mis delitos! ¡y hablas tú de delitos, verdugo coronado!

Nunca, el rey don Felipe se habia oido tratar de tal modo: nunca, él, tan celoso de su autoridad, tan déspota como todos los déspotas de la historia juntos, habia necesitado de tanta fuerza de voluntad para dominarse: sin embargo, como Yaye poseia terribles secretos, muchos de los cuales atañian al príncipe su hijo, no queria que nadie pudiese oir las revelaciones del emir de los monfíes, y estaba resuelto á todo para arrancarle la confesion que anhelaba; por otra parte, tales eran sus intenciones con respecto á Yaye, que solo veia en el un cadáver.

– Te estoy probando mi magnanimidad y mi grandeza, le dijo, cuando tolero tu osadia: estás herido y preso, y es necesario que se conozca cuanta diferencia hay entre un príncipe cristiano y un capitan de bandidos.

– ¿Y por qué vienes tú solo, rey, encubierto, de una manera vergonzosa, á visitar al capitan de malhechores? ¿No hay verdugos en tus reinos, ó es que me crees tu igual y quieres que este asunto se quede entre los dos?

Don Felipe estaba mudo de asombro. Yaye que hasta entonces habia permanecido echado, con el rostro vuelto á la pared, se levantó, se sentó sobre el lecho y dijo contemplando frente á frente al rey:

– Tu soberbia, le dijo, no te deja comprender la razon que tengo para ser tu enemigo. Sin embargo, debia bastarte para conocerla, saber que yo soy rey de los moros de las Alpujarras.

– De los bandidos, querras decir.

– En buen hora; pero entonces tú tambien eres un rey de bandidos.

– ¡Yo!

– Si, tú, nieto de la reina Isabel, hijo del emperador don Carlos, es decir descendiente de una raza maldita que se ha alimentado con sangre humana y con lágrimas de desesperacion.

– Me habian dicho que los monfíes erais una gente braba y desalmada, pero no me habian dicho que erais maldicientes: ¡hasta donde llegará tu audacia, moro!

– Escúchame con calma y no me interrumpas, rey. Cuando un hombre es enemigo de otro, y sobre ser su enemigo es caballero y leal, debe procurar que se conozcan los motivos de su enemistad. – No es la causa de mi odio hácia tí ni hácia los tuyos, el que en tiempos de los Reyes Católicos, tus bisabuelos, fuese conquistado por ellos el reino de Granada. El Dios de las batallas, el Dios fuerte, el Dios Altísimo y Unico, da la victoria ó la quita; hace esclavo al señor y señor al siervo. ¡Dios lo quiso! mi pueblo hubiera obedecido las leyes del vencedor, si el vencedor hubiera cumplido religiosamente las capitulaciones pactadas con el vencido: pero esto no sucedió: esas capitulaciones han sido rotas: tus capitanes generales han azotado y maltratado á los moriscos; tus frailes los han bautizado á la fuerza; tus jueces y tus golillas los han robado; tus vasallos les han prodigado toda clase de insultos, hasta el punto de manchar la honra de sus mujeres y de sus hijos; la Inquisicion los ha quemado y la Chancillería los ha ahorcado; un anatema de servidumbre, de muerte y de infamia ha caido sobre ellos, y al probar la insurreccion una y otra vez, no han sido rebeldes, sino que han usado del derecho que da Dios á los oprimidos de levantarse contra la mano infame que los despedaza. Esto solo bastaria para que yo, descendiente de ese pueblo, rey de los valientes que no han sabido doblegarse al yugo, fuese tu enemigo: la patria me manda defenderla contra tí, probar todos los medios de libertarla de tu tiranía; y como si esto no bastase, voy á decirte las razones que tengo como hombre para ser tu enemigo. Escucha: mi madre murió á manos de la Inquisicion.

– ¡Hereje, acaso!

– No, murió porque era hermosa, bajo el peso de la venganza de un fraíle.

– La Inquisicion no se engaña.

– Es verdad, porque asesina á sabiendas. Pero déjame continuar: la mano de un soldado español mató á mi padre, que espiró entre mis brazos, pidiéndome venganza. Yo he empezado á vengarle.

– ¡Que le has vengado!

– Si: he vengado á mis padres, matando á cuantos frailes, golillas y soldados he habido á las manos: he vengado ademas en tí, á mi pueblo.

– ¿En mí?

– Si, en tí. ¿Quien ha impulsado á la rebeldía á tu hijo?

– ¡Oh! exclamó, con acento rugiente, don Felipe.

– Es verdad que para ello he roto el corazon de mi hija, pero te he herido en tu soberbia, porque tú no tienes corazon, don Felipe. Te he herido en tu esencia de rey, porque don Carlos es tu hijo único, y tú le matarás, rey, tú le matarás.

– ¡Que yo mataré á mi hijo!

– Si, tú le matarás, porque antes que padre eres rey, y tendrás miedo de tu hijo.

– Yo romperé con tu vida esa horrible red de desgracias: ¡por san Lorenzo, mi patron, te lo juro!.. No te conocia bien y habia venido á hacerte merced… pero ahora… ahora que sé que de tí no puedo esperar mas que crímenes, ¡morirás, moro, morirás!

– No faltará en todo caso quien gobierne á mis monfíes, que con mi muerte tendrán una infamia mas de que pedirte cuenta, rey.

– Has hablado de traiciones de mi hijo, preguntó con un creciente anhelo don Felipe.

– A tu hijo le pesa tu vida, rey.

– Mi desventurado hijo está loco.

– Sus locuras ó mas bien tu miedo te obligarán á matarle.

– ¡Matarle! ¿crees tú que para hacer justicia en los traidores me sea necesario matar á mi hijo?

– ¡Le matarás!

– ¡El nombre! ¡el nombre de los que alientan las rebeldías de don Carlos!

– Esos nombres se reducen á uno solo: ese nombre es el mio.

– ¡Tú! ¡pero como has podido tú..!

– ¡Como! primero prevaliéndome del amor extremado, insensato que tu hijo siente por mi hija, la hermosa duquesa de la Jarilla: despues derramando oro á manos llenas entre los flamencos, y manteniendo entre ellos consejeros que los decidan á negarte la obediencia y á aclamar por su señor á tu hijo.

– ¡Oh! ¡infame! ¡infame alevosía!

– Y ten mucho cuidado con el príncipe tu hijo, rey, no sea que la Inquisicion averigue que anda en tratos con los luteranos y te le queme vivo.

El color generalmente pálido del rey se habia tornado lívido y sus ojos centelleaban.

– Ya ves si me vengo de tí; un solo hijo que tenias te lo he muerto en cuerpo y en alma; porque tu le matarás por traidor y Dios le condenará por hereje.

– ¡Morirás, morirás, como no ha muerto ningun hombre! exclamó don Felipe, tirando de la cuerda que le habia indicado el alcaide, y haciendo sonar una campana; morirás lentamente, dia por dia, hora por hora, minuto por minuto; padecerás como padecen los condenados en el infierno, y llegará un dia en que aterrado, domado, cobarde, me reveles los nombres de los traidores.

– ¿Y crees tener poder para todo eso, don Felipe?

– ¡Que! ¡y creerás tú que puedes librarte de mi justicia, bandido!

– Ya lo veremos.

– Pues bien, si, lo veremos: tu único juez y tu único verdugo seré yo: nuestros únicos testigos los muros de la Inquisicion. Adios, pues, rey de las Alpujarras. Que vengan á sacarte de entre mis manos tus monfíes.

– Ve en paz rey don Felipe, ve en paz, si puedes: has querido conocerme y te he hablado franca y lealmente… Pero silencio, oigo pasos que se acercan, hasta mas ver, don Felipe.

En efecto, se habian escuchado pasos cercanos y poco despues resonaron los candados y los cerrojos del calabozo, que se abrian.

Yaye se volvió de nuevo á la pared. El rey se encubrió enteramente.

La puerta se abrió y apareció el alcaide.

– Guiad á fuera, le dijo el rey.

Salieron y la puerta se cerró.

Poco despues Yaye los sintió alejarse.

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Data wydania na Litres:
28 września 2017
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