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Czytaj książkę: «Los monfíes de las Alpujarras», strona 33

Czcionka:

CAPITULO IX.
De la no menos extraña aventura que sucedió al marquesito mientras rondaba á la hermosa duquesita

Don Juan se encaminó á su casa y se encerró en su cámara dando órden de que por nada ni para nada le importunasen. Sentóse junto á una mesa y se puso á hojear el testimonio.

Pero tenía la imaginacion llena y turbada con las noticias que le habia dado la terrible princesa: zumbaban aun en su oido aquellas funestas palabras:

– El emir de los monfíes de las Alpujarras es el asesino de tu padre.

Don Juan no pudo leer una sola línea: una niebla de color impuro flotaba entre sus ojos y aquellos papeles: una perturbacion extraña envolvia su espíritu. Por mas que creyera que las noticias de Angiolina eran exageradas y acaso mentiras aceptadas por sus zelos, habia en aquellas noticias verdades comprobadas de las cuales no podia dudar. Por ejemplo: si Esperanza no era decididamente una mujer de la raza indígena mejicana, tenia mucho de aquel moreno rojo é incitante que habia tenido ocasion de admirar el marquesito en algunas mujeres venidas de allende los mares, como esclavas ó esposas de los españoles de la conquista del Nuevo Mundo: el carácter del duque tenia mucho de escéntrico, de poderoso, de extraordinario: don Juan recordó el extraño capricho del duque de que su hija fuese reina, y todos estos misterios, la revelacion de que el duque era el matador de su padre, fermentando en su loca imaginacion, aumentaron de una manera prodigiosa y á despecho suyo su amor por Amina: esto parecerá extraño á alguno que creerá que don Juan debia mirar con aversion á la hija del matador de su padre: pero debe recordarse que el marquesito extrañaba sobremanera el contesto de aquel versículo de las sagradas escrituras que dice:

Yo soy el señor tu Dios fuerte, celoso, que visito la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generacion de aquellos que me aborrecen.

Don Juan no alcanzaba la profunda filosofía de que estan nutridos los libros santos, y rechazaba aquel precepto que, segun él, hacia responsables á los hijos de las faltas de los padres.

Don Juan no comprendia siquiera la palabra fatalidad, con la cual únicamente se explica aquella terrible é inapelable sentencia: Don Juan no comprendia que las causas producen efectos, y que las consecuencias de los crímenes de los padres alcanzan necesariamente á los hijos.

Ademas que para tener estas ideas en los tiempos de don Juan era necesario ser un hombre muy avanzado, porque tales ideas no eran de aquellos tiempos, y casi casi no lo son aun de los nuestros.

Sea como quiera, en Don Juan no habia que buscar otra cosa que corazon, y aun este estaba harto viciado por la educacion que habia debido á su tio: no habia conocido á su padre y no le amaba: si le habia irritado el saber el nombre de su matador, habia sido mas porque aquel hombre era el padre de su amada. Si hubiera sido otro, don Juan se hubiera ido á buscarle y le hubiera dicho:

– Vos matásteis á mi padre y yo voy á mataros aqui mismo, como quiera que os encontreis: si quier sea en pecado mortal.

Lo hubiera hecho, como lo hubiera dicho, y despues no se hubiera vuelto á acordar de ninguno de los dos difuntos.

Pero á despecho de don Juan, una voz interna le decia que debia hacer justicia en el matador de su padre: pero como para hacer justicia en causa propia es necesario estar justificado á los ojos de aquel á quien debemos castigar, don Juan, siempre que pensaba en esto, tropezaba en su conciencia. Recordaba aquel padre deshonrado, que con tanta calma, con tanto valor, con tanta grandeza habia recibido al seductor de su hija: entonces creia comprender por qué razon el duque ó el emir de los monfíes, aquel personaje extraordinario, en una palabra, no habia lavado con su sangre el deshonor de Amina: don Juan creia escuchar en los labios del duque estas ó semejantes palabras:

– Maté al padre por calumniador ó seductor de mi esposa: no quiero matar al hijo por corruptor de mi hija.

Cuando pensaba esto don Juan casi comprendia la terrible sentencia de Dios, y sentia sobre su frente un peso enorme, que casi le obligaba á doblegar su soberbia cabeza ante el duque. Aquel hombre habia tenido su vida en sus manos y no la habia tomado. El duque habia matado al marqués, sin duda justamente: el hijo del marqués habia herido de una manera infame el corazon del duque. Casi estaban en paz. Don Juan, pues, no pudo aborrecer al matador de su padre y en cuanto á Amina…

Amina habia aumentado en valor á los ojos del marquesito de una manera prodigiosa: su empeño por ella se habia centuplicado. Era necesario á todo trance que fuese suya, enteramente suya, dijese la irritada sombra del difunto marqués lo que quisiese: dijera el mundo lo que mas le agradase: era necesario conceder, á pesar de lo mucho que se habia hablado acerca de la pérdida de la duquesita, que esta tenia un prestigio legitimamente adquirido, ya por la grandeza que naturalmente rebosaba de ella, ya por su extremada hermosura, ya en fin por las riquezas de su padre: ademas tanto se habia hecho respetar Amina de la maledicencia, que á pesar de haber sabido toda la córte que habia estado perdida toda una noche, se creyó lo del convento de las Ballecas, y nadie sospechó siquiera que su pureza se hubiese empañado: todo el mundo creyó lo que quiso creer excepto lo deshonroso, porque ni el duque, ni su hija, ni sus criados, habian dado á nadie explicaciones, y por otra parte, muertos los cómplices de don Juan, é interesado este por la honra de la mujer que amaba, nada cierto se habia sabido, porque el que hubiese podido servir de testigo fehaciente, el comediante Cisneros, estaba demasiado interesado en guardar el secreto, y, por otra parte, tenia tal fama de mancillador de honras, que nadie le hubiera creido bajo su palabra.

Sobre todo esto, Amina se habia presentado al dia siguiente de su pérdida en los parajes mas públicos con la frente alta y radiante de pureza y de inocencia, y habia conseguido lo que se consigue siempre cuando se mira frente á frente al mundo con la expresion de la dignidad y del orgullo.

La funesta aventura de la noche del jueves santo de 1567, solo era conocida de Yaye, de Amina, del marqués de la Guardia y del comediante Cisneros.

El secreto, pues, estaba perfectamente asegurado.

Llena la imaginacion de delirios, enamorado, fuera de sí, don Juan salió de su casa y se encaminó á Puerta de Moros, cerca de la cual tenia su palacio Yaye.

¿A qué iba allí el marquesito? A pasearse por la calle, á mirar las ventanas de su amada, á ocultar en la sombra y el silencio el dolor de sus amores. ¿Acaso en nuestra juventud no hemos hecho cada cual lo mismo alguna vez? ¿Una ventana tras la cual se ve una luz, cuando aquella luz ilumina la habitacion de la mujer que amamos, no ha tenido alguna vez para nosotros encantos indefinibles? ¿No hemos esperado ver una sombra tras los cristales, esbelta, hechicera, embellecida por nuestro pensamiento y si la hemos visto, no nos hemos considerado felices?

A eso pues iba don Juan á la estrecha calleja á donde daban algunos balcones de los aposentos de Amina: á estar mas cerca de ella; á espiar su sombra en los cristales de los miradores.

Eran mas de las doce de la noche y esta muy oscura: ventiscaba y de tiempo en tiempo el cerrado celaje arrojaba una ligera lluvia.

Cuando llegó don Juan frente á frente de un postigo de la casa de Yaye y debajo de un balcon cubierto con celosías, se ocultó tras uno de los postes de un soportal de un casuco inmediato y se puso á atalayar el balcon, á través del cual se veia el reflejo de una luz.

Habian pasado cuatro meses desde el jueves santo y era una calorosa noche de julio: hacia algun tiempo que Amina, so pretexto de enfermedad, no asistia á las reuniones de costumbre, y decimos bajo pretexto de enfermedad, porque todas las noches al mediar, cuando el marquesito estaba ya en la calleja, aparecia una sombra esbelta en el balcon, tras las celosías, y permanecia allí una hora, mirando á la otra sombra opaca que habia en la calle. Despues la hechicera sombra se retiraba del balcon, se cerraba este, y el marquesito abandonaba su poste y se alejaba suspirando.

Esto demostraba que Amina no estaba enferma, porque tratándose de la casa del duque de la Jarilla, la sombra que hacia permanecer una hora en la oscura calleja al marquesito, no podia ser otra que Esperanza.

Haria tres dias que don Juan no habia asistido á aquella cita tácita, á aquella muda y misteriosa entrevista, en que los amantes se hablaban con el alma, y en que se lo prometian todo, se lo juraban todo.

Por lo mismo, y á pesar de la máquina de pensamientos que se revolvian en su cabeza, quiso saber si se le esperaba; si se contaba con que su ausencia seria corta, y se ansiaba su vuelta: tras las celosías del balcon brillaba la luz; pero Amina no estaba allí: don Juan para no ser visto se ocultó detrás del poste, desde el cual hacia su acostumbrada atalaya, y esperó.

Pasó un cuarto de hora, media hora, que marcó lentamente la campana de un relój dentro de la habitacion de la duquesita: al fin el marqués oyó unas pisadas que conocia demasiado, en aquella habitacion; luégo apareció una sombra tras las celosías, y se apoyó en la balaustrada del balcon.

Don Juan permaneció oculto.

Poco despues la sombra se retiró con un movimiento de despecho, y se entró en la habitacion: trascurrido un corto espacio, don Juan oyó el preludio de una guitarra, y al fin la voz de Amina que cantaba.

¿Pero qué cantaba?

La armonía era lánguida, sentida, llena de expresion; un verdadero canto de amores; pero de amores tristes; un gemido del alma. ¿Pero en qué dialecto? era extranjero. Don Juan no comprendia una sola palabra, no podia comprenderla; pero por la entonacion, por lo sentido del acento de la jóven, se comprendia bien á qué género pertenecia su canto.

¿Pero á qué aquel dialecto extranjero?

Otro nuevo misterio se desplegaba ante el alma de don Juan, ó por mejor decir, aquel misterio parecia comprobar las revelaciones de Angiolina. ¿Seria acaso una balada indiana, inspirada por la soledad y la ausencia en una de las brabías y gigantescas selvas del desierto mejicano?

Pero no, no podia ser. ¿Cómo un pueblo idólatra, y salvaje, segun creia don Juan, podia haber llegado á expresar en sus cantos tan dulce sentimiento, tan lánguida, tan triste, tan suspirante armonía?

Aquel canto no era el canto rudo y monótono de un pueblo primitivo, sino el de un pueblo civilizado que habia comprendido en todas sus entonaciones el lenguaje del corazon y sabia hablar sin palabras por medio de la música, ese lenguaje maravilloso comprensible para todos los pueblos, cualquiera sea su dialecto, y que debe ser el lenguaje de los ángeles. Don Juan comprendió en aquel canto, que para él no tenia palabras, la espansion del alma de una mujer enamorada, que se encuentra lejos del ser que ama y que solo alienta una dudosa esperanza de poseerle. Las notas de aquel canto caian una á una en el corazon de don Juan, y aumentaban su amor, sobreponiéndole á todo otro pensamiento; y decimos que aumentaba, su amor, porque el amor, como todos los sentimientos espansivos, puede crecer comprimiéndose hasta hacer estallar el corazon que le contiene.

Amina cantó algunas estrofas; despues cesó, y el marqués oyó el sonoro gemido de la guitarra, al caer abandonada con descuido por la mano que la habia sostenido.

La duquesita volvió á aparecer en el balcon.

Don Juan iba á dejarse ver, cuando sintió pasos de dos hombres en la calle y se detuvo, y se ocultó mas, para dejar pasar á los importunos. Pero, con gran sorpresa suya, los dos hombres se detuvieron junto al postigo de la casa del duque, hablaron un momento, y despues uno de ellos se acercó al postigo, sonó una llave en la cerradura, abrióse el postigo, y uno de los dos hombres entró. Aquel hombre no era el duque, ni tenia su altivo continente, ni su gallardía. El otro hombre se habia quedado fuera, y se habia sentado, sin duda para esperar cómodamente, en el dintel del postigo.

Amina continuaba inmóvil en el mirador.

En el primer momento el marquesito sintió en sus oidos un zumbido sordo, terrible; luego la sangre se agolpó á su corazon, un movimiento salvage de rabia, de zelos, de indignacion, como podia haberlo experimentado un marido engañado, le agitó de piés á cabeza; sintió al fin un horrible vértigo, el vértigo de la venganza, y, saliendo de repente de su acechadero, desnudó la espada, y se fue con ella de punta hácia el hombre que se habia sentado en la grada del postigo, y á quien no dejó, como suele decirse, en el sitio, porque la cólera, haciendo errar el golpe al marqués, salvó á aquel hombre por un momento.

La espada de don Juan habia dado en la madera del postigo y se habia clavado en ella fuertemente.

El bulto se habia puesto de pié y habia desenvainado su espada.

El marqués con un violento esfuerzo desclavó la suya, y se fue para aquel hombre, que le esperó con una serenidad que demostraba bien claro que se trataba de un valiente.

Era la noche muy oscura, y no podian verse las caras, y mucho menos los aceros.

Ni uno ni otro pronunciaban una sola palabra.

El marqués acometia, y el incógnito se mantenia firme.

Pero muy pronto se vió obligado á retroceder ante el furioso ataque del marqués; muy pronto aquella retirada fue violenta, el marqués le hizo cejar á todo lo largo de la calle, y al fin, fatigado el otro, aflojó en la defensa, y el marqués le alcanzó con una terrible estocada.

Al sacar don Juan la espada de la herida, aquel hombre cayó redondo en tierra, sin pronunciar una sola palabra.

– ¡Ah! exclamó don Juan: ¡ahora me queda el otro, y despues el duque, y luego su hija!

Como ven nuestros lectores, el marqués, en su zelosa rabia, queria exterminar á medio mundo.

Cuando llegó al postigo, se volvió á él con visible intencion de llamar. Amina estaba aun en el balcon, y antes de que el marqués tocase al llamador, se abrieron con extruendo las celosías, y la dulce y grave voz de la jóven dijo con ansiedad:

– Esperad, don Juan; yo os lo suplico.

El marqués se detuvo; permaneció inmóvil y como anonadado algunos segundos, y luego exclamó con un acento en que se exhalaba una alegría infinita:

– ¡Ah!; eres tú!

Aquel ¡eres tú! contenia en sus seis letras un mundo de sensaciones y de pensamientos para cuya explanacion se necesitaria un volúmen.

– Si, si, yo soy; dijo con ansiedad Amina: ¿habeis muerto á ese hombre?

– No lo sé.

– ¿Estais herido?

– No.

– Pero pueden encontrar á ese hombre muerto ó herido: vos, os conozco, no os retirareis: yo os esperaba para hablaros si veníais: os hubiera hablado por una reja, pero ahora es imposible: podian encontraros… ¡Dios mio!

– ¿Y qué podria sucederme peor que lo que me sucede? exclamó con desesperacion el marqués.

– Yo no quiero que os acontezca ninguna desgracia. Por lo mismo, seguid adelante junto á la pared hasta que encontreis una reja: trepad por ella; encima hay un balcon: voy á abrir ese balcon.

– ¡Oh Dios mio! exclamó el marqués dominado por un intenso sentimiento de felicidad.

Poco despues trepaba por una reja, salvaba la balaustrada del balcon, pisaba una alfombra, y una hermosa mano asia la suya.

– ¡Oh, Esperanza de mi alma! exclamó el marqués.

– Ven conmigo, ven; dijo con voz opaca Amina: este momento es supremo.

Y diciendo esto conducia al marqués asido de una mano á través de habitaciones oscuras.

Amina se detuvo en una de ellas, y dijo con acento grave:

– Júrame, don Juan, que serás prudente: te voy á llevar á un lugar donde mi padre cree que de nadie puede ser escuchado mas que de su hija.

– ¿Y para qué? dijo el marqués que lo habia olvidado todo: escuche yo tu voz, vea yo tus ojos, y nada me importa el mundo entero.

– Has visto entrar en mi casa un hombre, dijo Amina.

– ¡Ah! exclamó don Juan, como quien despierta de un hermoso sueño.

– Pues bien, es menester que sepas por qué ha entrado y á qué ha entrado ese hombre aquí: sígueme: no hables una palabra mas; recata tus pisadas: silencio y prudencia.

Don Juan se dejó conducir por la duquesita, que le hizo atravesar algunas otras habitaciones oscuras, y al fin le introdujo en una en que penetraba un débil resplandor á través de unas puertas vidrieras, cubiertas con unas tupidas cortinas de cambray bordado.

El marqués levantó imperceptiblemente una de las cortinas: en la otra vidriera observaba Amina: los dos jóvenes estaban asidos de las manos.

En la habitacion inmediata habia dos hombres.

CAPITULO X.
Lo que oyeron la duquesita y el marquesito

Uno de aquellos hombres era jóven, como de veinte y dos años.

Aquel hombre era el príncipe de Asturias don Carlos de Austria.

Estaba sentado y cubierto.

El otro hombre estaba de pié y descubierto.

Era Yaye.

El príncipe, á pesar de sus pocos años, era uno de esos seres repugnantes que se han gastado practicando constantemente el vicio; su palidez enfermiza, sus ojos de un color impuro, la especie de vejez prematura que sobre aquel semblante lívido aparecia, y la fosforescente insensatez de su mirada, demostraban que su organizacion habia sufrido mucho á causa de excesos. En los gruesos labios que habia heredado de su padre, se adivinaba que el temblor de la cólera era su expresion habitual: tenia los ojos azules, el cabello y las cejas rubias, y estaba flaco, muy flaco.

– En verdad, en verdad, decia el príncipe, en el momento en que el marqués y Amina podian escucharle, no pensaba que tú, un oscuro aventurero, ennoblecido por un casamiento afortunado, y tolerado por el bueno de mi padre en la córte, cuando hay mas de una lengua maligna que habla mal de tí, te atrevieses á representar una farsa tan grosera conmigo. ¡Ya se vé! Sabes que estoy enamorado de tu hija y te prevales… pues bien, concluyamos pronto: las condiciones, las condiciones, duque. Ya que no ha salido á recibirme tu hija, segun esperaba, te confieso que me molesta estar á estas horas en conversacion contigo. ¡Por mi patron Satanás que esta es una treta que no te perdonaré nunca, duque!

– Ignora vuestra alteza con quién habla, dijo reposadamente Yaye, del mismo modo que ignoraba que nada sucede en mi casa sin que yo lo sepa.

El marqués estrechó fuertemente la mano de la duquesita, que no contestó á la presion, porque era una especie de burla hecha á su padre.

– En verdad, duque, repuso el príncipe con un acento en que habia una ligera indicacion de cólera, que tratándose de una persona tan misteriosa como tú, tan oscura, es difícil saber á qué atenerse; sin embargo, tu aspecto es altivo y noble, y me agrada; algunas veces, ahora, por ejemplo, tienes la misma expresion, sin quitar ni poner, que mi padre cuando me sermonea porque he asustado á una dama de la reina. Tu mirada á veces es la de un rey. ¿Serás acaso rey de alguna ínsula desconocida?

Habia un tan profundo desprecio en las palabras del príncipe, que otro que no hubiera sido Yaye, se hubiera alterado.

Apoyóse ligeramente en un ángulo de la mesa junto á la cual estaba de pié y contestó:

– Sea yo rey ó mendigo, hidalgo ó villano, caballero ó bandido, es lo cierto que vuestra alteza está en mi casa y de mala manera llegado. Yo sabia, sin embargo, que ibais á venir, y sino hubiera querido que vinieseis no hubierais poseido la llave que os ha dado uno de mis criados, no por vuestro oro, que le he hecho repartir á vuestro nombre entre algunos pobres, sino porque yo le he mandado que os la dé. Necesitaba hablar con vos, y ciertamente que lo que aquí puedo deciros, no os lo hubiera dicho por nada del mundo en la córte. ¿En qué estado de relaciones os encontrais con los rebeldes de Flandes?

El príncipe se levantó de un salto al escuchar estas palabras, y el marqués de la Guardia sintió que la mano de Amina temblaba entre la suya.

– ¿Que en qué estado estoy de relaciones con los rebeldes? exclamó acreciendo en lividez el príncipe. ¿Y te atreves á hacerme esa pregunta, traidor?

– Espere un momento vuestra alteza, dijo Yaye, y comprenderá, en vista de una prueba indudable, que tengo razones poderosas para hacerle esta pregunta.

El duque fue á una especie de secreter de ébano incrustado de plata y nacar, y de uno de sus secretos sacó una cartera de seda bordada de lentejuelas de oro, desenvolvió lentamente la ancha cinta de raso que la rodeaba, sacó de ella algunos papeles, y de entre ellos uno que retuvo en sus manos.

El príncipe le miraba atónito con la vaguedad de los insensatos:

– Hace dos meses dijo Yaye, entró en Madrid secretamente, y se hospedó en uno de los mesones menos concurridos de la villa, un jóven caballero francés. Aquel caballero se llamaba Laurent de Perceval, y era hugonote.

El duque se detuvo y miró profundamente al príncipe, que procuró en vano sostener su mirada, y se puso lívido como un cadáver.

Hubo un momento de silencio: durante él, don Juan dijo rápidamente al oido de Amina:

– Yo no puedo permanecer aquí: se trata de secretos terribles.

– ¡Mi honor te manda permanecer! exclamó profundamente Amina.

– ¡Oh, quiera Dios que tu amor no me pierda! murmuró el marqués.

– Una noche, continuó Yaye, rompiendo su momentaneo silencio, un cierto Cisneros, un comediante miserable que os acompaña, y que habia ido al tal meson varias veces, y todas ellas preguntando por el Laurent, supo al fin que aquel caballero habia llegado y le habló: una hora despues el hugonote Perceval, el príncipe heredero del cristianísimo rey de las Españas, y el comediante Cisneros, conspiraban abiertamente contra Dios y contra el rey, en el oscuro aposento de un meson, harto agenos de que eran escuchados.

En efecto, todos los aposentos inmediatos estaban vacíos y cerrados.

Yaye pronunciaba una á una y solemnemente sus palabras.

– Pero sobre aquel aposento, continuó Yaye, habia un desvan á teja vana, y en él vivia desde dos dias antes de la llegada á Madrid del caballero francés, un pobre y anciano mendigo. Este mendigo habia levantado una baldosa, y habia abierto en las tablas un agujero, desde el cual podia mirar y escuchar cuanto pasase ó se dijese en el aposento inferior. La noche, pues, que vuestra alteza estaba encerrado en aquel aposento con el francés y el comediante, el mendigo observaba cuanto en aquel aposento acontecia. El príncipe, con mas ambicion que paciencia, deseaba la corona de su padre.

El príncipe tenia la vista fija en el suelo y temblaba como un reo ante su juez.

La voz de Yaye era solemne.

– ¿Y qué mucho? añadió con voz vibrante y terrible. Estamos en una época de crímenes. A donde quiera que se vuelvan ahora los ojos encuentran sangre; rostros amoratados por el dogal ó lividos por el tósigo. Acá y allá, cerca y lejos, solo encontrais opresores y esclavos; volved la vista al Occidente, atravesad con ella los mares, mirad á la América: allí, brutales aventureros, bandidos codiciosos, oprimen á millones de hombres á quienes han robado la patria y los altares, á quienes han arrojado de su hogar: los infelices indios se han visto obligados á huir á los desiertos, donde se defienden con el valor de la desesperacion de las infamias del feroz conquistador. Ved sus doncellas violadas y vendidas como esclavas, sus viejos degollados, los niños arrebatados á sus padres, y entregados á los frailes: ved sus guerreros domeñados, reducidos á la servidumbre, bautizados á la fuerza: si penetrárais en esos desiertos peñascosos, cubiertos de selvas interminables, surcados por torrentes y abiertos por volcanes; si aportárais al fuego del consejo de una de esas tribus errantes y escuchárais el cántico de guerra con que se preparan al combate, les oiriais maldecir á los rostros pálidos que llegaron en las grandes canoas: aquellos rostros pálidos son los españoles: si los viérais en el combate, admirarías la desesperacion con que prefieren la muerte á la esclavitud; veríais las praderas cubiertas de cadáveres destrozados por el hierro y por los cascos de los caballos, y despues del triunfo de los españoles, os horrorizaria mirar cómo estos tratan á los vencidos; con cuanta innoble avaricia aquellos miserables aventureros, se arrojan sobre el oro y sobre las perlas que produce con una fecundidad maravillosa, la vírgen América. Allí el testimonio del gran crímen de las Españas, se levanta por todas partes; aquel es el tesoro donde á trueque de sangre y de infamias van á enriquecerse miserables bandidos bajo las banderas de un rey católico. Si no os satisfacen los crímenes de Occidente, si quereis apurar mas horrores, volved la vista al Oriente, al reino de Granada: allí tambien hay un pueblo vencido: allí tambien se esclavizan las doncellas, se roban los hijos á sus padres, se bautiza á la fuerza, se degüella y se quema á los hombres, y se arrasan pueblos enteros. Allí tambien resuena la terrible voz del sacerdote español: allí tambien los gemidos se mezclan al crugir de las cadenas. Una garra del leon de España ataraza al Occidente, mientras la otra despedaza al Oriente. Si quereis ser testigo de mas crímenes, volved la vista á Flandes; allí tambien, so pretexto de religion, flotan los pendones de España, y sus tercios se ensangrientan sobre los campos que respetan los mares, y el saqueo y el incendio visitan una tras otra populosas y ricas ciudades; y aun en el mismo corazon de la España, si quereis presenciar horrores, bajad á los calabozos del Santo Oficio, penetrad en las mazmorras de los castillos reales; en las unas se empareda y se descuartiza, en los otros se estrangula y se degüella; por todas partes el terror imponiendo la ley del fuerte; por todas partes, por el mar y por la tierra, los innumerables galeones y las mil banderas de los tercios del rey. Castilla quiso un dia sacudir el yugo, y cayó vencida con sus comunidades: el rey ahogó con sangre la voz de la libertad: el sacerdote sofocó con fuego los fueros de la conciencia. Si; España es grande, poderosa, terrible; en todas partes domina; pero en todas partes domina por el crímen. ¿Qué mucho, repito que, cuando tantas infamias se levantan ante los ojos, un hijo ansíe ser rey aun á costa de la vida de su padre? ¿Acaso don Felipe el II no era rey de Nápoles y de Inglaterra á los diez y seis años? Es cierto que el emperador Carlos V se retiró por su voluntad á una celda de San Gerónimo de Juste: pero ¿San Lorenzo del Escorial no es tambien un magnífico monasterio? ¿Acaso una tumba es otra cosa que una celda donde se duerme por toda una eternidad?

El príncipe continuaba en silencio y cada vez mas turbado y trémulo, dominado por la mirada y por la palabra cada vez mas penetrante y solemne de Yaye.

Este por cansancio ó por desprecio hácia el príncipe se sentó: don Carlos continuó de pié.

– Laurent de Perceval, continuó el duque cambiando su entonacion declamatoria por otra sencillamente narrativa, era un enviado de Guillermo de Nassau, príncipe de Orange: este le enviaba á vos, para ofreceros la corona de los Paises Bajos, bajo el titulo de conde de Flandes: esto no era otra cosa que excitaros á la rebeldía contra vuestro padre; pretender arrancarle uno de los mas ricos florones de su corona: se os pedian cartas que se pudiesen mostrar á los luteranos, y vos, vos, príncipe rebelde á vuestro padre, escribísteis esta carta que tengo entre mis manos. Tomad, leed.

El príncipe tomó con una mano trémula aquella carta y la reconoció á primera vista: estaba enteramente escrita de su mano, firmada por él, y en ella aceptaba la propuesta del príncipe de Orange, y se declaraba protector de la Reforma en los Estados de Flandes. Aquella carta era la cabeza del príncipe si por un acaso iba á dar en las manos de su padre.

– Ya podeis conocer, dijo el duque, que quien es poseedor de esa carta es muy amigo vuestro cuando no ha usado de ella presentándola al rey.

– ¿Cómo ha venido á vuestro poder esta carta? dijo el príncipe reteniéndola.

– Recordad que os he dicho que mientras vos hablábais en cierto meson excusado con Laurent de Perceval y el comediante Cisneros, habia otra persona, que sin que vos lo supiéseis, lo presenciaba todo, á través de un agujero abierto en el techo. Aquella persona, que tenia todas las apariencias de un mendigo viejo y enfermo, era en la realidad jóven, robusto, lleno de vida. En una palabra, aquella persona era yo.

– ¡Vos!

– Si, yo.

– ¿Y quién os habia dicho que el caballero Laurent de Perceval debia venir á Madrid enviado por el príncipe de Orange?

– Vos no sabeis quién soy, si bandido ó caballero, rey ó esclavo: yo tengo medios de saber todo cuanto me interesa saber. Por otra parte, como solo he venido á Madrid contando con vos, era natural que me interesase por vos. Sabedor del dia en que Laurent de Perceval debia ponerse en marcha para llevar vuestra imprudente carta á Guillermo de Nassau, le esperé en el camino.

– ¡Y le matásteis!

– No le maté. Iba perfectamente disfrazado con las preseas de alférez de vuestra guardia, en términos que Perceval no me reconoceria si me viera de nuevo ante sí. Dejéle pasar oculto en una venta, alcancéle luego, y me presenté á él como vuestro enviado. Díjele que habiais meditado mejor; que no creíais prudente todavía un alzamiento general en los Paises-Bajos á vuestro nombre, y le dí tales señas de las conferencias que el mismo Perceval habia tenido con vos, que sin dificultad me entregó esa carta, y en cambio se encargó de un mensaje verbal para el príncipe de Orange y de un libramiento de treinta mil florines á la órden del Laurent, dado por un genovés de Madrid contra otro de Bruselas, para que Orange pudiese sostener la guerra contra España por algun tiempo; ved aquí el recibo del libramiento, que Perceval me hizo en una venta del camino.

Yaye sacó otro nuevo papel de la cartera y le entregó al príncipe.

– Ahora, dijo el duque, podeis quemar esa carta y ese recibo. Tales pruebas deben destruirse cuando ya han servido de la mejor manera que podian servir.

El príncipe se apresuró á quemar á la luz de una bujía aquellos terribles papeles.

– Y ahora bien, ¿qué quereis de mí? dijo cuando los hubo destruido.

– Quiero en primer lugar que nada hagais sin consultarlo conmigo.

– ¿Y qué creeis que debo hacer?

– Reinar.

– ¿A todo trance?

– A todo trance.

– Sin embargo, no ha mucho me hablábais con indignacion del crímen.

Ograniczenie wiekowe:
12+
Data wydania na Litres:
28 września 2017
Objętość:
1330 str. 1 ilustracja
Właściciel praw:
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