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Czytaj książkę: «Los monfíes de las Alpujarras», strona 24

Czcionka:

Cuando el que se defendia y los que tan tenazmente le acometian, entraban casi en el huerto, doña Isabel, que contemplaba fascinada aquel espectáculo, lanzó un grito de horror: el techo del portalon, invadido por el incendio, se habia desplomado sobre los combatientes, dejándolos sepultados bajo un monton de maderas inflamadas y escombros.

Pero de delante de aquel horno saltó un hombre, y al verse incomunicado con el interior de la casa, empezó á buscar, como fuera de sí, una nueva entrada que hubiese respetado el fuego.

Doña Isabel fijaba la vista en aquel hombre, no sabiendo si aterrarse, contemplando en él un enemigo, ó alegrarse considerándole como un salvador: aquel hombre habia tenido la fortuna de que al derrumbarse el techo del portalon, cogiese solo á los que le acosaban y mantenia alejados al alcance de su espada, sin que un solo fragmento del hundimiento le tocase. Doña Isabel notó que estaba vestido á la castellana, segun la moda de los caballeros de aquel tiempo; que tenia en la mano una espada desnuda, y que en su apostura demostraba que estaba muy lejos de pertenecer á la canalla incendiaria y rapaz que habia acometido la casa.

En el primer momento, el terror solo permitió á doña Isabel ver en aquel hombre las generalidades que hemos indicado; pero despues, cuando le hubo mirado con alguna insistencia, arrojó un grito que tanto expresaba terror como alegría, y cayó de rodillas.

En aquel hombre habia reconocido al único hombre á quien habia amado; por el que habia sido abandonada; en una palabra: habia reconocido á Yaye.

A su vez Yaye oyó el grito de doña Isabel y se volvió. A la luz del incendio, que dominaba á la de la luna, vió una mujer de rodillas, y junto al postigo, pugnando por abrirle, otras tres mujeres; Yaye corrió desalado hácia ellas, llegó á doña Isabel, la apartó las manos con que se cubria el rostro, la miró frente á frente y arrojó un grito de insensata alegría; doña Isabel miró tambien á Yaye, palideció de una manera mortal, lanzó un gemido, y no pudiendo resistir á tantas emociones, cayó por tierra desmayada.

Yaye, antes que en socorrer á doña Isabel, pensó en arrancarla de aquel lugar de peligro: fué á la puerta, que pugnaban en vano por abrir las criadas, apartó á estas, desenganchó un pistolete de su cinto, buscó la cerradura, é hizo fuego sobre ella: la cerradura saltó rota en mil pedazos, Yaye abrió el postigo, y las tres criadas escaparon al momento, como pájaros á quienes se abre la puerta de la jaula.

Despues, Yaye fue á donde estaba doña Isabel desmayada, la contempló un momento con éxtasis, la cargó en sus brazos, y salió por el postigo y se dió á correr por las empinadas calles, hácia la cercana muralla del obispo don Gonzalo.

– La traicion de don Diego de Válor, exclamó con un acento indescribible, ha hecho inútil el levantamiento de los moriscos; pero esa traicion ha puesto á Isabel en mis manos: Isabel es mia.

Y el jóven, á quien hacia insensato el amor, se alegraba casi de la desdicha de su pueblo, puesto que le habia procurado la posesion de doña Isabel.

Porque Yaye estaba resuelto á romper de una manera terrible para la pobre niña, los vínculos extraños que le separaban de ella.

Por otra parte, Yaye se decia:

– Si hoy por culpa de un traidor no hemos vencido, mañana venceremos. Y su conciencia se apoyaba en su esperanza.

Entre tanto, Yaye seguia corriendo las calles arriba, sin sentir el peso de la carga de doña Isabel, que era demasiado buena moza para que no pesase mucho. Las calles estaban desiertas por aquella parte y muy pronto el jóven llegó á un lugar aportillado de la muralla, y salió al campo, ó por mejor decir, al monte.

Sin embargo, no se detuvo hasta que se encontró muy lejos de la muralla, sobre una senda que orlaba la falda del cerro de santa Elena, y que conducia á su cumbre.

A poca distancia habia un aprisco abandonado, y hácia él se dirigió Yaye con su preciosa carga. Junto al aprisco brotaba una fuente rodeada de álamos, sobre un terreno cubierto de cesped, y allí fue donde se detuvo Yaye, depositando blandamente á doña Isabel sobre el cesped.

El terror, y la sorpresa de haber encontrado en aquella situacion á Yaye, habian afectado de tal manera á la desdichada jóven, que su desmayo continuaba.

Yaye la miraba extasiado: el semblante de doña Isabel por el doble efecto de la palidez y de la luz de la luna, alcanzaba á una blancura sobrenatural: sus negras trenzas estaban desordenadas de una manera hechicera: sus ojos velados por la sombra de sus espesas pestañas, su boca entreabierta por un gemido, tenian esa bellísima expresion del dolor que tanto sublima las formas puras, y su cuello y su seno estaban casi descubiertos, por efecto de la manera violenta con que habia sido conducida hasta allí por Yaye.

El jóven hasta entonces solo habia adivinado los secretos tesoros de hermosura de la jóven; esos tesoros que oculta el pudor tras la celosa y falaz plegadura de las ropas: Yaye que en un tiempo habia dicho palabras de consuelo y de amor á la joven, creyendo ceder solo á la caridad, que despues de haberla dejado abandonada á su suerte por fanatismo ó por ambicion, habia comprendido que la amaba por el intenso dolor que le causó la ruptura del lazo simpático, íntimo y misterioso que le unia á ella, al verla abandonada en su poder, sola en medio del silencio de la noche, experimentó un sentimiento hácia doña Isabel que nunca habia experimentado por su causa: un sentimiento de deseo ardiente, voraz, impuro, en que la materia, sobreponiéndose al espíritu, mandaba, como mandan los tiranos, sobreponiéndose á la justicia, al deber, á la generosidad. Una magia inconcebible se desprendia de doña Isabel y embriagaba mas y mas á Yaye, acreciendo en su cerebro la fiebre, en sus sentidos el deseo. Hubo un momento en que toda su vida se concretó en aquella mujer purísima y mas que pura hermosa, que tenia entre sus brazos; en que olvidó su pasado, su presente, su porvenir; en que su alma recogida en un solo punto, ansió unirse, confundirse, anegarse en el alma de doña Isabel. Lentamente el semblante del jóven, como atraido por una fascinacion poderosa, se acercó al semblante de ella: su brazo estrechó con mas fuerza su cintura y llegó por fin un momento, en que aquellos dos semblantes se acercaron, en que aquellos dos pechos se estrecharon, en que la boca de Yaye, imprimió un solo y ardiente beso en la boca de la jóven; beso abrasador, interminable, por el que se exhaló todo el alma de Yaye, y que hizo volver en sí de repente, por un misterio que nosotros ni aun pretendemos investigar, á doña Isabel.

Encontróse entre les brazos de Yaye, medio desnuda, flotantes los cabellos, estrechada de una manera delirante entre los brazos de un hombre, ¡ay! demasiado adorado; sintió unos labios convulsivos y ardientes posados en sus labios, y se creyó entregada á un sueño; la razon de Isabel estaba perturbada: habia sufrido sucesivamente emociones demasiado fuertes para que pudiese darse una explicacion exacta de la situacion en que se encontraba; no supo si estaba soñando ó si estaba despierta.

Yaye, segun la expresion de un escritor contemporáneo, se la arrebató vírgen á su marido, é Isabel fue enteramente de Yaye, sin saber si estaba despierta ó soñando.

Pero aquella felicidad era demasiado dolorosa, demasiado punzante, para que pudiese ser soñada: doña Isabel, que dominada por una fascinacion extraña, habia concedido á el único hombre que habia sabido inspirarla amor, delirantes caricias, volvió realmente en sí; aquella reaccion fue terrible; primero, apartó lentamente á Yaye, le miró, le reconoció, comprendió toda la verdad y se alzó rugiente, excitada por su dignidad y por su virtud.

Yaye, sorprendido, trémulo, porque comprendió que estaba colocado en esa indigna posicion del fuerte que abusa del débil, pronunció en vano algunas palabras de disculpa. Doña Isabel le interrumpió, y le dijo con acento severo; pero profundo, y lleno de amargura y de desprecio:

– Habeis sido tres veces infame conmigo: primero, fingiéndome un amor que no sentiais; despues, cuando ya mi alma era enteramente vuestra, abandonándome, sentenciándome á un sacrificio que jamás podreis apreciar bien: despues, cometiendo la última de las infamias.

Yaye quiso contestar; pero Isabel le hizo guardar silencio con un ademan supremo de desprecio. Luego tomó lentamente el camino de los muros, se perdió á lo lejos y entró en la ciudad sola, en aquella misma ciudad de donde Yaye la habia sacado pretendiendo salvarla, para perderla.

¿Por qué no la habia seguido Yaye?

Porque la amaba, porque la habia ofendido, porque comprendia con cuánta razon le despreciaba doña Isabel; porque aquel desprecio le habia anonadado, cubriéndole de confusion y de vergüenza, y habia quedado inerte, sin fuerzas, en el mismo lugar donde se habia desplomado sobre él el desprecio de su víctima.

Cuando ya habia pasado largo tiempo desde que habia desaparecido la jóven, Yaye logró sobreponerse á su fascinacion: se pasó la mano por su frente calenturienta, y exclamó:

– ¡Ah! ¡he perdido toda esperanza! ¡he sido infame con ella, y ella, la conozco bien: jamás me perdonará!

Y dos lágrimas solas, representando el despecho del jóven, brotaron de sus ojos.

¿Eran aquellas lágrimas hijas del amor y de la dignidad, ó del egoismo de Yaye?

No lo sabemos.

Porque acerca de un hombre tal que llamaba caridad al amor, amor al deseo y dignidad al amor propio, no es fácil aventurar suposiciones, sin exponerse á incurrir en un error.

Lo que nosotros creemos es que Yaye, educado para ser déspota, lo era.

Tomó á paso lento el mismo camino que antes habia tomado la desolada Isabel, y entró en el Albaicin. La casa de don Diego de Válor, estaba aun ardiendo; pero los vecinos se ocupaban en apagar el incendio. Los moriscos habian desaparecido: por mejor decir, se habian ocultado, y las gentes de guerra del capitan general, los caballeros y vecinos honrados de la ciudad, con las armas en la mano, y tras ellos el corregidor y los alguaciles, con el presidente de la Chancillería y los alcaldes de casa y córte ocupaban el Albaicin.

Sin embargo, de esta ocupacion, Yaye pudo llegar sin ser visto por callejas excusadas á la casa de Abd-el-Gewar, á aquella misma casa donde habia vivido tanto tiempo, que lindaba con la de don Fernando de Válor y donde habia conocido á doña Isabel.

Abd-el-Gewar, que esperaba con ansiedad al jóven, le recibió sollozando de placer entre sus brazos, y sin detenerse un punto, le hizo montar á caballo y montando en otro, salió con él de la casa. Aquella era una medida prudente: no se sabia si habian sido presos algunos de los moriscos que conocian á Yaye y á Abd-el-Gewar, y hubiera sido harto imprudente no probar un medio de salvacion, antes de resignarse á caer entre las manos de la justicia del rey.

Cuando abrieron la puerta del huerto, se les presentó un hombre.

– Deteneos, les dijo.

Yaye echó mano á un pistolete.

– Nada receleis, dijo aquel hombre notando la acción de Yaye: soy don Fernando de Válor.

– ¿Y qué quereis? dijo con aspereza Yaye.

– Mi hermano don Diego ha sido preso; su casa incendiada y acometida esta noche; su esposa ha desaparecido, y mi hermana doña Isabel, acaba de presentárseme aterrada, trémula, entregada á la mayor desesperacion: he sentido desde mi casa en el huerto vuestros caballos, cuando preparaba el mio, y puesto que vos, señor, sois emir de los monfíes, os ruego que me permitais partir con mi hermana en vuestra compañía, y trasladarnos á las Alpujarras, donde cuento conque me amparareis.

– Cabalgad, don Fernando, dijo Abd-el-Gewar; pero cabalgad al momento; no tenemos un solo instante que perder.

Yaye habia quedado en un profundo silencio.

Poco despues Abd-el-Gewar y Yaye salian de la ciudad, por el portillo de la cerca de don Gonzalo, por donde antes habia sacado Yaye á doña Isabel desmayada.

Detrás iba otro ginete que llevaba sobre su arzon delantero una mujer que lloraba de una manera desconsolada.

CAPITULO XXV.
Cómo encontró Yaye á su padre

Caminaron harto de prisa nuestros personajes, mientras estuvieron dentro de la jurisdiccion de la ciudad; pero cuando empezaron á penetrar en la montaña, dieron vado á su temor y mas descanso á sus caballos.

Amanecia en aquel punto.

Atravesaban ásperos desfiladeros, y profundos valles, solitarios; pero rientes y magníficos bajo la diáfana luz de la alborada. Cuando Abd-el-Gewar se encontró ya dentro de las Alpujarras, detuvo su caballo sobre la ladera de un monte que á la sazon trepaban, y lanzó tres vezes un grito agudo semejante á una seña.

A aquel grito, aparecieron en los picos de algunas rocas algunos bultos indecisos, que descendian con rapidez al lugar donde se encontraban los viajeros, y que al acercarse dejaron conocer que eran monfíes.

– ¡El santo faquí! exclamó uno de los que llegaron primero.

– Y el poderoso emir nuestro señor, añadió el anciano señalando á Yaye.

– ¡Que Dios proteja al emir! dijeron los monfíes, inclinándose profundamente.

– ¿Tú eres walí? dijo Yaye dirigiendo la palabra á uno de los monfíes, que por su trage mas rico y esmerado, parecia capitan de los otros.

– Sí, poderoso señor, contestó inclinándose de nuevo y mas profundamente el preguntado.

– ¿Cuántos hombres acaudillas?

– Cincuenta valientes muslimes, señor.

– Pues bien, dijo Yaye, señalando como con miedo y apartando de ellos la vista, á don Diego, que habia detenido á algunos pasos su caballo, y á doña Isabel, que ocultaba su rostro contra el pecho de su hermano. Aquel que ves allí es don Fernando de Válor: aquella dama su hermana. Quedaos con ellos; acompañadles y llevadles á donde quieran ser conducidos en seguridad.

– Queremos entrar esta noche secretamente en Andarax, donde tenemos parientes que nos ampararan, dijo don Fernando que habia escuchado el encargo de Yaye.

– Resguardareis, pues, y conducireis á don Fernando y á su hermana, á Andarax, con seguridad: ¿lo entiendes, walí?

– Si señor.

– Ahora, cuatro de vosotros adelante hácia mi alcázar, dijo Yaye.

Cuatro monfíes se echaron las ballestas al hombro, y empezaron á trepar á gran paso por la ladera.

– Adios, exclamó Yaye, saludando de una manera indeterminada á don Fernando y á doña Isabel.

– Que él os proteja, señor, dijo el jóven.

Doña Isabel guardó un obstinado silencio; pero don Fernando la sintió extremecerse.

Yaye y Abd-el-Gewar picaron á sus caballos, y desaparecieron muy pronto por un recodo de la montaña.

Al mediar el dia llegaron al pinar en cuyo centro se encontraba la cueva por donde se entraba al alcázar subterráneo.

Pero con gran asombro de Abd-el-Gewar, encontró delante del pinar un ejército acampado: los monfíes, extendidas sus atalayas por las lomas inmediatas rodeaban el bosque.

Los dos viajeros se vieron obligados á darse á reconocer de punto en punto, hasta que llegaron á una magnífica tienda, alzada en medio del bosque, en el centro de un claro.

Habia impresionado á Yaye y al anciano, el aspecto de profunda reserva y de sombría tristeza que se notaba en el semblante de todos, singularmente en el de los capitanes; no era aquel el aspecto ni de un ejército que hubiese sido vencido, ni que esperase al enemigo.

– ¿Qué significa esto? dijo Abd-el-Gewar á uno de los walíes.

– ¡Dios lo quiere, santo faquí! contestó gravemente el moro.

– ¡Que Dios lo quiere! ¿y esa tienda alzada en medio de ese bosque?

– Los médicos han dicho, que el poderoso Yuzuf, á quien Dios salve, necesita aire puro que no encontraria en el subterráneo.

– ¡Pues qué!.. exclamó con ansiedad Yaye.

El walí no conocia personalmente al jóven, que aunque emir por la abdicacion de su padre, no habia tenido tiempo de darse á conocer de todos los monfíes. Por lo mismo, el walí, que no sabia con quien hablaba, contestó:

– Nuestro valiente y magnánimo emir, Yuzuf, está á las puertas de la muerte, á consecuencia de una herida que recibió anoche en la cabeza en el desfiladero de Dar-al-Huet.

Yaye no acabó de escuchar al walí, exhaló un grito salvaje, se arrojó del caballo y se precipitó en la tienda.

Yuzuf estaba postrado en el fondo de ella, en un lecho, y rodeado de médicos. Estos abundaban entre los monfíes, porque los moros, lo mismo que los árabes, eran muy dados al estudio de la medicina y de las ciencias naturales.

Yaye se precipitó al lecho y asió las manos de su padre, al que miró de una manera anhelante.

Yuzuf, á pesar del estado en que se encontraba, le reconoció y sonrió lánguidamente.

– ¡Ah! ¡la misericordia de Dios es infinita! exclamó alzando los ojos al cielo; el Altísimo no ha querido que yo muera sin verte, hijo mio; sin hacerte conocer mi última voluntad.

Yaye quiso contestar y no pudo; la voz se habia anudado en su garganta.

– ¡Ah! ¡eres tú, tambien, mi buen amigo, mi hermano! añadió Yuzuf viendo á Abd-el-Gewar, que habia penetrado tambien en la tienda, y, transido de dolor y de sorpresa, estaba de pié á algunos pasos del lecho: bien venido seas á recibir mi última despedida, santo faquí. Pero en estos momentos, tú, Abd-el-Gewar, y vosotros, mis buenos doctores, dejadme solo con mi hijo. Que nadie nos interrumpa.

Todos salieron, excepto Yaye, que estaba arrodillado junto al lecho y lloraba sobre las manos de su padre.

– ¡El Altísimo es el dador de la vida y de la muerte, Yaye! dijo con acento solemne y tranquilo Yuzuf. ¡El da la victoria y él la quita! ¡suyos somos, y como dueño dispone de nosotros! No llores, Yaye: las lágrimas que el guerrero vierte por su padre, le honran; pero es necesario secar el llanto, para pensar en la venganza.

– Os vengaré, padre mio; exclamó Yaye alzando fieramente la cabeza, y mostrando sus ojos secos como si en un instante hubiese evaporado sus lágrimas el fuego de un volcan. Os vengaré, primero del infame don Fernando de Válor, despues de los cristianos.

– Escúchame con atencion, dijo Yuzuf, porque me quedan pocos momentos de vida. No es don Diego de Córdoba y de Válor el que nos ha hecho traicion.

– ¿Quién es, pues?

– Un infame castellano á quien yo habia amparado; un capitan de infantería española, llamado Alvaro de Sedeño.

– ¡Ah! exclamó Yaye.

– Escucha, ademas: en poder de ese hombre hay cautivas dos mujeres.

Yaye lanzó toda su vida á sus oidos.

– Esas dos mujeres son la esposa y la hija de un hombre, que, como yo, lucha contra los españoles: ese hombre, rey como yo, de un pueblo valiente, es nuestro aliado natural: ademas, á ese hombre debemos mucho, y tú podrás deberle mas: es riquísimo; tiene tesoros inmensos.

Yaye escuchaba con suma atencion á su padre.

– Ademas, Yaye, continuó Yuzuf; tu proyectado enlace con doña Isabel de Válor, es ya imposible, porque doña Isabel está casada.

– Pero dícese que ha muerto Miguel Lopez.

– No, Miguel Lopez vive: vive en un lugar donde te conducirá cualquiera de nuestros walíes, solo conque le digas que quieres ir á la morada del cazador de la montaña.

– ¿Y quién es ese cazador?

– Ese cazador es Calpuc, el rey del desierto de Méjico.

– ¡Ah! ¿y ese es el padre de Estrella?

– ¿Conoces tú á la hija de Calpuc?

– Si, padre mio, y la tengo amparada en mi poder.

– ¡Y esa mujer!..

– Es noble y pura.

– ¿Hermosa?..

– Como un ángel.

– Sea tu esposa, Yaye.

– ¿Mi esposa?.. ¿Y doña Isabel?..

– ¡Doña Isabel! ¡Una mujer casada!..

Ya delante de dos lechos de muerte habia escuchado Yaye las palabras: sé esposo de Estrella.

Yaye quedó profundamente pensativo.

– Los oprimidos deben unirse á los oprimidos, continuó Yuzuf: ademas, la amistad de Calpuc será preciosa para tí. Cuando yo muera, que será muy pronto, busca primero á Calpuc, dile que ponga en libertad á Miguel Lopez; entrega despues su hija á ese hombre; no te pregunto cómo te has apoderado de esa mujer, ni dónde has estado oculto durante quince dias. Te he vuelto á ver y esto me basta: creo ademas en tu honor y en tu virtud. Recuerda bien: véngame y véngate de ese capitan infame, procura la amistad de Calpuc, y el amor de su hija, y en cuanto á lo demás, lo que como padre debo aconsejar al emir de un pueblo que lucha, y que lucha con tan justa causa como el nuestro, escrito está en estos pergaminos: ellos guardan mi voluntad. Espero que la cumplas. Es lo que conviene á nuestra patria, que tiene derecho á exigirnos toda clase de sacrificios. Grava bien en tu memoria las últimas palabras que voy á decirte: un rey debe sacrificarlo todo por su pueblo: su corazon, su felicidad doméstica, su vida, y si es preciso Yaye… hasta su honor.

Yuzuf entregó el rollo de pergaminos á Yaye que se habia arrodillado para escuchar las últimas palabras de su padre: este tendió las manos sobre él y le bendijo.

Aquella noche Yuzuf, el valiente, el magnifico, el vencedor, como le llamaban los monfíes, murió, y Yaye fue proclamado de nuevo emir de las Alpujarras.

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12+
Data wydania na Litres:
28 września 2017
Objętość:
1330 str. 1 ilustracja
Właściciel praw:
Public Domain