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La música de la República
Ensayos
sobre las conversaciones de Sócrates
y los escritos de Platón
Eva Brann
La música de la República
Ensayos
sobre las conversaciones de Sócrates
y los escritos de Platón
Edición de Antonio Lastra
Traducción de Antonio Lastra, Daniel Martín Sáezy Carmen Rodríguez
PUV
39 Estètica & Crítica
Romà de la Calle, director
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente,
ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información,
en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico,
por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.
Título original:
The Music of the Republic
© 2004 Paul Dry Books, Inc.
Published under agreement with Paul Dry Books,
Philadelphia, P.A. USA
© De la traducción: Antonio Lastra, Daniel Martín Sáez
y Carmen Rodríguez, 2015
© De esta edición: Universitat de València, 2015
Producción editorial: Maite Simón
Diseño del interior y maquetación: Inmaculada Mesa
Corrección: Pau Viciano
Diseño de la cubierta:
Celso Hernández de la Figuera y Maite Simón
ISBN: 978-84-370-9959-0
Índice
ESTUDIO PRELIMINAR, Antonio Lastra
LA MÚSICA DE LA REPÚBLICA
Eva Brann
Prefacio
1. Introducción al Fedón (con Peter Kalkavage y Eric Salem)
2. El legado de Sócrates: el Fedón de Platón
3. La ofensa de Sócrates: Apología
4. La templanza del tirano: Cármides
5. Introducción a la lectura de la República
6. La música de la República
7. ¿Por qué la justicia? La respuesta de la República
8. Poesía imitativa: el libro X de la República
9. El tiempo en el Timeo
10. Introducción al Sofista (con Peter Kalkavage y Eric Salem).
11. Noser envuelto en Ser: Sofista
12. Sobre la traducción del Sofista
13. La «Teoría de las Ideas» de Platón
14. «Enseñar a Platón» a estudiantes universitarios
FUENTES Y AGRADECIMIENTOS
ÍNDICE ONOMÁSTICO Y TEMÁTICO
Estudio preliminar
En 1925, [Martin] Heidegger vino a Marburgo. [Jacob] Klein asistió a sus clases con regularidad y, como es natural, quedó profundamente impresionado. Pero no se convirtió en un heideggeriano. El procedimiento de Heidegger incluye y exige lo que denomina Destruktion de la tradición. (Destruktion no es algo tan malo como destrucción. Significa echar abajo, lo opuesto a construcción.) Intentaba desarraigar la filosofía griega, especialmente a Aristóteles, pero eso suponía dejar al descubierto sus raíces, dejarlas al descubierto de modo que mostraran la filosofía griega tal como era por sí misma y no como aparecía a la luz de la tradición o de la filosofía moderna. A Klein le atraía más el Aristóteles que Heidegger había sacado a la luz y a la vida que la propia filosofía de Heidegger. Más tarde Klein me convenció de dos cosas. Primero, de que, filosóficamente, lo único necesario es un retorno, o redescubrimiento, de la filosofía clásica; segundo, de que el modo como se lee a Platón, especialmente [como lo leen] los profesores de filosofía y quienes se dedican a la filosofía, es completamente inadecuado, porque no tiene en cuenta el carácter dramático de los diálogos, especialmente de aquellas partes que casi parecen tratados filosóficos.
Se me hizo evidente que tenía que distinguir el modo clásico de pensar del modo de pensar moderno. Nuestro mundo y nuestro entendimiento, tal como son en la actualidad, se basan en cierto cambio ocurrido hace quinientos años, un cambio que no solo domina nuestro pensar, sino también el mundo que nos rodea.
Ese cambio hizo posible uno de los mayores logros del hombre: la física matemática y todas las disciplinas adicionales relacionadas con ella. Hizo posible lo que llamamos, con una extraña palabra latina, ciencia. Esa ciencia deriva del modo clásico de pensar, pero esa derivación es también una dilución que nubla nuestra vista. Mis estudios me llevaron a concluir que teníamos que volver a aprender lo que los antiguos sabían; debíamos ser capaces de persistir en las investigaciones científicas, en las que el verdadero progreso es posible, aunque la ciencia a la que estamos acostumbrados sea susceptible también de retrocesos y de provocar un olvido fundamental de las cosas más importantes. A consecuencia de esos estudios y ese entendimiento, surgió la pregunta de saber cómo debía educarse a la gente. En esa época cierta convulsión política me obligó a venir a los Estados Unidos y establecerme en el campus del St. John’s. La gran pregunta de cómo educar a la gente se convirtió de inmediato en una pregunta práctica.
Los dos párrafos que sirven de epígrafe a esta presentación forman parte de una rendición de cuentas ofrecida en 1970 por dos ancianos en cuyo aspecto y forma de hablar aún quedaban huellas, aunque hubieran obtenido su carta de ciudadanía en los Estados Unidos muchos años antes, de su condición de emigrantes en una tierra de acogida. Hablaban de sí mismos, con el privilegio que la edad concede a los seres humanos para mostrarse más osados incluso que desinhibidos, como amantes de la sabiduría, como filósofos y amigos, ante un auditorio formado por estudiantes y profesores del St. John’s College en Annapolis, uno de los lugares de enseñanza más antiguos de América, consagrado por entero a la educación liberal y la lectura de los grandes libros de la tradición occidental. Entre el público se encontraba Eva Brann, judía también y exiliada como ellos de la Alemania nazi, aunque perteneciente a una generación más joven, que recordaría con posterioridad ese encuentro como una ocasión truncada. Algo, en efecto, en el diálogo entre aquellos dos extranjeros que podrían haber salido perfectamente de los diálogos de Platón –en los que la vejez y la extranjería parecen corresponderse de una manera extrañamente familiar con el ϑυμός o la παρρησία–, había impedido una comunicación central con los oyentes; probablemente, aunque no solo, debido al hecho de que no todos fueran capaces de reconocer en aquellos interlocutores de lengua suelta a los profesores (o, según la manera platónica de hablar del St. John’s, «tutores» o «guardianes del aprendizaje») que habitualmente impartían sus enseñanzas en el aula con la reserva propia de quienes poseían una especie de sabiduría secreta –o sabían, en cualquier caso, más de lo que decían y daban continuamente la impresión a los estudiantes de haberles enseñado desde el principio solo lo que ya sabían– que, en el caso de Leo Strauss, era proverbialmente impenetrable.1
Sin embargo, en lo que decían tanto Strauss (Kirchhaim, Alemania, 1899-Annapolis, 1973) como Jacob Klein (Livaba, Rusia, 1899-Annapolis, 1978) pueden rastrearse los orígenes o la genealogía de la propia obra de Brann, de la que La música de la República –hermosamente dedicada a Klein– es, sin duda, la piedra angular. Esos orígenes se remontan a la constelación formada en Marburgo en la segunda década del siglo XX alrededor de un joven astro de la filosofía, Martin Heidegger, que había ocupado el lugar fundado por Hermann Cohen y luego haría lo mismo con la cátedra de Edmund Husserl en Friburgo. Ser y tiempo vería la luz en esa época. Strauss comenzaría sus póstumos Estudios de filosofía política platónica con un capítulo dedicado a la filosofía como ciencia estricta de Husserl y los terminaría con otro capítulo dedicado a la Religión de la razón desde las fuentes del judaísmo de Cohen, delimitando así la influencia casi omnímoda de un Heidegger cuyo procedimiento ideológico –la «destrucción» de la tradición, de la que el neokantismo o la fenomenología eran las últimas manifestaciones y cuyo representante por antonomasia, desde la Edad Media, había sido Aristóteles, el «Filósofo»– había desarraigado la filosofía griega hasta el punto de que, a los entonces jóvenes estudiantes Strauss y Klein, ya no les resultaría posible seguir leyendo a Aristóteles ni, especialmente, a Platón como lo habían hecho hasta entonces ni como lo hacían (y seguirían haciéndolo) los profesores de filosofía.2 Para Strauss, tan importante como la influencia de Heidegger fue el hecho de que Klein lo convenciera (Strauss no había logrado convencerlo a él en su intento de reclutarlo para el sionismo político) de que el carácter dramático de los diálogos –la imitación de una acción, más cómica, en última instancia, que trágica– ofrecía una clave insospechada de lectura de Platón. Strauss interpretaría esa clave en función de la relación del filósofo con la ciudad, lo que lo llevaría a redescubrir el esoterismo o la escritura reticente de los filósofos, dirigida solo a lectores inteligentes y dignos de confianza, y abonaría la impresión de que el extranjero que siempre fue Strauss lo fuera también en Atenas o en América. El ensayo dedicado a Cohen, casi testamentario, puede leerse como la refutación más profunda del paganismo heideggeriano que se haya intentado nunca. Strauss dedicaría sus últimos seminarios en St. John’s College a la interpretación de las Leyes de Platón, siguiendo la intuición de Avicena de que era en ese diálogo entre dos ancianos y un extranjero ateniense, el menos leído de los diálogos de Platón en la tradición occidental, donde se encontraba el tratamiento más adecuado de la profecía y la ley divina.
Klein no se remontaría a las fuentes del judaísmo ni vería en la omisión de la filosofía política en la filosofía como ciencia estricta de Husserl un defecto esencial, como Strauss pensaba. En cierto modo más extranjero y gentil que Strauss o mucho más cercano a los diálogos de Platón que a las interpretaciones medievales, eminentemente políticas, que Strauss seguiría in ultimitate literalitatis, Klein vio en la revolución científica, no en la política, el verdadero problema al que había que enfrentarse en la actualidad.3 La «extraña palabra latina» ciencia traducía la antigua palabra griega filosofía y había que averiguar lo que hubiera podido perderse con la traducción y causado con ello el «olvido fundamental de las cosas más importantes». (La frase de Klein «fundamental forgetfulness of most important things» era una modificación o retoque deliberados de la frase de Heidegger sobre el olvido del ser –«Seinsver-gessenheit»– y las modificaciones o «retoques» –«Verschiebungen und Übermalungen»– con la que empieza Ser y tiempo.) La ciencia moderna era en sí misma el resultado de la tradición filosófica, de una «investigación efectiva» interrumpida, por seguir con la manera de hablar heideggeriana, que debía ser «destruida» o simplemente interpretada a la luz de la necesidad de educar, de aprender a enseñar en un mundo condenado, por decirlo así, al progreso. El tema husserliano de la crisis de las ciencias se sobrepondría, para Klein, al olvido del ser. Aunque autor de numerosos escritos que constituyen una de las menas por explorar del pensamiento del siglo XX (a la altura, desde luego, de sus compañeros de Marburgo, de Strauss a Karl Löwith, de Hannah Arendt y Günther Anders a Hans Jonas, de Hans-Georg Gadamer a Gerhard Krüger, de Eric Auerbach y Karl Reinhardt a Max Kommerell), Klein hizo del diálogo, de la conversación, de la oralidad, del habla o del discurso la vía principal de la enseñanza de la filosofía. El Menón –que se convertiría en el founding text del St. John’s y sobre el cual escribió un comentarium perpetuum– fue el diálogo de Platón que le sirvió siempre de pauta.4 La amistad entre Klein y Strauss escondía el secreto de la relación misma entre las conversaciones socráticas y los escritos platónicos. Podríamos añadir que la relación entre las conversaciones socráticas y los escritos platónicos, que incluyen naturalmente sus cartas o los apócrifos, es incompleta sin las propias conversaciones platónicas, i.e. sin la Academia. La Academia platónica no es menos el resultado de las conversaciones socráticas que los diálogos. Klein solía usar la frase de Homero «palabras aladas» (ἔπεα πτερόεντα) para referirse a las palabras que un hombre dirige a otro de una manera casi espontánea y segura de su éxito. Las palabras aladas son las palabras que la amistad emite y recibe cuando desea saber, sin las cuales la filosofía sería casi inexpresable y no se podría enseñar.
No es una exageración afirmar que Klein encontró en St. John’s College su Academia platónica y que, a diferencia de Strauss, prefirió, a la hora de enseñar y transmitir las formas y los contenidos de la filosofía, el habla a la escritura, mucho antes de que esa diferencia se hiciera temática entre los discípulos de segunda generación de Heidegger. En el discurso de conmemoración de los 155 años de existencia de la institución, un acto que serviría también de despedida a los graduados en 1947, Klein les dijo prospectivamente a los estudiantes que ahora debían enfrentarse al mundo:
La Academia platónica, el modelo de todas las instituciones educativas hasta el día de hoy, no se fundó, en tiempos que se parecen a los nuestros, para servir sino para ser servida; no se fundó con la mirada puesta en los deseos ni en las necesidades de orden práctico, sino contra esos deseos y necesidades. Preparaba a sus estudiantes, al parecer, para una vida que nunca quedara fuera de su alcance. Les imponía reglas cuyo origen no era la sumisión, sino más bien la oposición al orden práctico. No trataba de descender a un nivel inferior, sino más bien de elevar el orden práctico al suyo. Tal vez sea única al respecto. Su legado es la idea misma de educación, pues educar a una persona es alejarla de las regiones en las que no puede ver la luz.5
Fue a esa Academia a la que Eva Brann llegó en 1957, tras un breve paso por la Universidad de Stanford, un año antes de que Klein acabara de desempeñar sus funciones como decano del St. John’s, y donde quedó cautivada enseguida por la personalidad de Jasha, como familiarmente se conocía a Klein en Annapolis, y la atmósfera de aquel «little place» donde parecía posible «recuperar la civilización». Brann sustituiría en St. John’s a Seth Benardete, que le recomendó que leyera el estudio de Klein sobre el pensamiento matemático griego y el nacimiento del álgebra si quería entender el programa del College. Brann asumiría años después, en 1990, el cargo de decana, aunque, desde la muerte de Klein en 1978, se había convertido en la representación misma de una manera de entender la filosofía y la enseñanza de la filosofía. Sigue siendo, hasta la fecha, la tutora en ejercicio más longeva de la institución, en la que ha ejercido sus funciones ininterrumpidamente desde hace más de cincuenta años. En un artículo reciente, Brann ha resumido los dos descubrimientos más importantes de su maestro, «interpretaciones ambos de los escritos platónicos»: en el «reconocimiento de la imagen» («image-recognition» o «image-comprehension», que traducen la εἰκᾰσία de la Línea Dividida) y en el análisis –que exigía una tarea previa de «desedimentación» husserliana– de lo que significa que un número sea y de lo que hace posible ese tipo de ser que, a su vez, hace posible el Ser en general –el «número eidético» que Klein consideraba la solución platónica al problema de la participación–no es difícil ver un intento de responder a la pregunta por el Ser con la que Heidegger cautivó en su momento a Klein y a Strauss. (El lector de La música de la República descubrirá por sí mismo, en los capítulos dedicados a la República y el Sofista, las propias modificaciones y retoques de Brann al respecto.) Lo decisivo, sin embargo, no es la interpretación heideggeriana de Platón, sino la incapacidad de Heidegger para convertir esa interpretación en enseñanza: la educación liberal que Klein y Brann han encarnado en el St. John’s College son una respuesta a las aporías del Discurso de Rectorado o la Carta sobre el humanismo y, podríamos añadir, a la industria cultural en la que se ha convertido la publicación de las obras de Heidegger.6
Brann nació en Berlín en 1929 en el seno de una familia judía y llegó a los Estados Unidos en 1941, el mismo año en el que Strauss publicó su artículo sobre la persecución y el arte de escribir, que luego daría nombre a su libro más famoso y señalaría la tendencia de sus investigaciones sobre un fenómeno que el nazismo había vuelto a poner de relieve. (Durante mucho tiempo, Brann añadiría a su nombre las siglas «T. H.» en recuerdo de sus dos abuelas, Toni y Helene, que se habían quedado en Europa.) Brann se formó en el Brooklyn College de Nueva York y en la Universidad de Yale, donde en 1956 obtuvo su doctorado en arqueología. En el capítulo 4 de La música de la República Brann explica cómo una joven arqueóloga descubrió, en el descanso de unas excavaciones en Corinto, los diálogos de Platón y la filosofía. La arqueología dejaría paso, por decirlo así, a la forma más antigua de discurso o λóγος sobre el ἀρχή o principio de todas las cosas. En 1962 publicaría Cerámica tardía geométrica y protoática, su primer y último libro sobre la disciplina.7 Stanley Rosen solía contar que Benardete (ambos habían sido discípulos de Strauss en la Universidad de Chicago y se convertirían en eminentes platónicos) le confesó una vez que le parecía inmoral amar a los seres humanos; desconcertado respecto a cuál debía ser entonces el objeto del amor, Benardete le contestó que la cerámica griega. El profundo conocimiento de la cerámica griega (que exige, por su parte, una atención a la figura y a la pintura que abre las puertas al reconocimiento de la imagen) no le impidió a Brann dedicar su amor a un objeto aún más atractivo: la sabiduría. El amor a la sabiduría antigua en un sentido tan arqueológico como filológico le inspiraría, años después, uno de sus libros más hermosos: Momentos homéricos, en el que también se trataba de desenterrar «tesoros escondidos».8 Su libro más «arqueológico», sin embargo, sería El logos de Heráclito. Si, como hemos señalado, una de las consecuencias de la «destrucción» heideggeriana fue, para Strauss y Klein, la omisión del neoplatonismo, ni Strauss ni Klein parecieron dispuestos a volverse, como Heidegger, hacia los «presocráticos» más allá de su aparición en los diálogos platónicos. El logos de Heráclito suple esa omisión que es, también, una omisión platónica: no hay ningún diálogo que lleve el nombre de Heráclito, a diferencia del Parménides. La cuestión de la prioridad argumental de Parménides o Heráclito, de su importancia e influencia –decisiva para la constitución de la ontología–, se convierte, para Brann, en una cuestión sobre la originalidad misma del pensamiento filosófico. La sección sobre «El logos de Heráclito» que ocupa el centro de El logos de Heráclito, acaba, precisamente, con el Ser de Parménides y la futilidad de todo intento por determinar si el logos de Heráclito hacía innecesario el «parricidio» del Extranjero de Elea en el Sofista.
Creo que es mejor –escribe Brann– referirse no tanto a sus personalidades individuales [i.e. las de Heráclito y Parménides] cuanto a sus capacidades para ir al origen y dejar al descubierto las raíces de las cosas. Por eso la cuestión de la prioridad ha de plantearse de nuevo de una manera distinta, especulativa: ¿es uno de los dos modos de pensamiento inherentemente anterior al otro? ¿Tiene el filosofar un origen basado puramente en el pensamiento, un origen no cronológico?9
Sin embargo, el amor a la sabiduría, que inevitablemente supone dejar al descubierto las raíces de las cosas, ha de suponer también alguna forma de amor a la ciudad y a los seres humanos que componen, de palabra y de hecho, la ciudad. Que de algún modo haya que «seguir lo común» (ἕπεσθαι τῷ ξυνῷ, Frag. 2) es el imperativo de Heráclito. «Heráclito –escribe Brann– encontraba incomprensible la incomprensión humana en un mundo comprendido por el Logos».10 Que la verdad sea patente de la manera más ordinaria y que, sin embargo, pase por ello completamente inadvertida es, según Brann, el principal motivo de la filosofía y lo que causará luego el asombro y la ironía de Sócrates, que corregirán la soledad del pensador de Éfeso. La constitución de la ciudad forma parte esencial de la educación del filósofo y suscita siempre lo que Brann ha llamado las «paradojas de la educación en una república». A diferencia de su maestro y de Strauss (y también de Heráclito o de discípulos geniales como Benardete y Rosen), Brann ha podido distinguir perfectamente la comunidad política mayor que rodea la comunidad de aprendizaje y cultivado una forma de escritura constitucional que se refleja, principalmente, en su detallada lectura de la Declaración de Independencia de Thomas Jefferson, de la retórica de James Madison o del Discurso de Gettysburg de Abraham Lincoln. En su reseña del estudio de Rosen sobre la República de Platón (en la que mantiene su fidelidad a Klein y su alejamiento del esoterismo de Strauss), Brann ha resumido a la perfección su perspectiva de la República:
El Bien no queda suficientemente delineado como, tal vez, una serie de propiedades de las ideas ni descartado por ser demasiado críptico para dar de él una explicación completamente satisfactoria [La cursiva se corresponde aquí con pasajes de Rosen.] La tradición antigua consiste en que El Bien era un nombre para El Uno, la fuente comprensiva de la unidad, el principio de uno-de-muchos, no un ser en sí mismo sino la unidad de todos los seres. Es el principio de nuestra república [i.e. los Estados Unidos]: E pluribus unum. Por eso los filósofos rey han de contemplarlo; lejos de ser inútil, es el conocimiento de las comunidades, ya sea de seres ideales en su contexto ontológico o de seres humanos en sus amistades privadas o en sus asociaciones cívicas. Aunque los filósofos rey no gobiernen ninguna ciudad, en mi opinión, sino a sí mismos, son amigos y conciudadanos. ¿No albergamos, aquellos de nosotros que seguimos enseñando las artes liberales (las mismas que expone el currículum de los filósofos rey en la República), la esperanza de educar a los ciudadanos de esa manera, preguntándoles qué significa estar juntos en una comunidad que surge de los individuos?11
Esa educación para la ciudadanía expresada por medio de la escritura constitucional proviene, en última instancia, de la «constitución», «república» o πολιτείᾳ de Platón, de la intención de comprender la educación de una manera «temporalmente cosmopolita y espacialmente provinciana».12
En la introducción a su reciente traducción del Político de Platón (escrita, como en los casos de las versiones del Fedón y el Sofista, en colaboración con Peter Kalkavage y Eric Salem), Brann retoma la necesidad de volver a la filosofía clásica y distinguir el modo de pensar característico de los pensadores antiguos a propósito de uno de los diálogos más difíciles de leer, un diálogo que plantea dudas sobre la seriedad misma de la conversación que mantienen dos ancianos –el Extranjero de Elea y un Sócrates que habría de compararse enseguida con un extranjero ante el tribunal de la ciudad– en presencia de dos interlocutores más jóvenes –uno de ellos explícitamente llamado así, νεώτερος, además de compartir el nombre con Sócrates–, poco antes de que tuvieran lugar los acontecimientos que describe la Apología. (Compárese el capítulo 3 de La música de la República, sobre la «ofensa de Sócrates» a la ciudad, con la última intervención del Extranjero en el Político.) La jovialidad con la que el Sofista y el Político parecen parodiar las grandes cuestiones forma parte de la «flexibilidad, la franqueza inteligente y la musicalidad general del temperamento filosófico».
Platón –escriben Brann, Kalkavage y Salem– presenta la investigación filosófica no en forma de tratado, sino mediante la forma jovial del diálogo. Esa forma –con sus personajes y trama, arraigada en lugar, tiempo y circunstancia– atrae la atención hacia el mundo cotidiano que es el contexto y el origen de la filosofía. La forma del diálogo no es solo una máscara detrás de la cual Platón esconde sus pensamientos reales. Es el medio con el que trata de involucrarnos como participantes activos en la conversación y suscitar nuestro deseo de sabiduría, nuestro eros. Esa forma nos invita a unir los discursos que oímos a las almas de los distintos interlocutores, a examinar la fuerza y la debilidad de las opiniones y argumentos de un personaje y a ganar en autoconocimiento al examinar críticamente nuestras propias opiniones y argumentos.
El paso del «sofista» al «político» supone pasar de un falso conocedor a un verdadero conocedor de las cosas. Que la explicación del «político» sea más difícil que la explicación del «sofista», i.e. que la explicación de la verdad sea más difícil que la explicación de la falsedad constituye el asombro peculiar del diálogo, al que se añade la extrañeza que el Extranjero mismo procura respecto a quién sea en realidad –no sabemos su nombre– y por qué lo es, precisamente, en Atenas, donde la filosofía se encontrará dramáticamente con la ciudad a propósito de Sócrates, que es el responsable dramático del diálogo. Saber qué y quién es el «político» exige «ser más dialécticos con todas las cosas» (Político 285 d) o conocer la textura misma del ser. Los elementos del diálogo –la división, las matemáticas, el mito, el paradigma– preparan la cuestión última de la «facción» (στάσις). El político verdadero es el que sabe dominar las facciones al hacer de muchos uno. La facción más profunda tiene su origen en la división entre las formas del valor y la sensatez, que son hostiles entre sí y peligrosas por igual para la ciudad. La oposición entre el ser de una y el noser de otra, que había sido la cuestión principal del Sofista, hace que la ontología y la política se encuentren. La finalidad de la acción política es la de urdir una trama de valor y sensatez, de vida en común (κοινὸν... τὸν βίον, 311 b-c). Al término del diálogo se guarda silencio sobre el diálogo propuesto acerca del filósofo.13
La música de la República no es el único libro de Eva Brann. De hecho, comparte con todos sus otros libros una cualidad que los despoja de su carácter libresco y los abre en innumerables direcciones. La introducción a la traducción del Político que acabamos de mencionar, o la reseña del estudio de Rosen sobre la República podrían formar parte perfectamente de La música de la República. Sin embargo, la misma cualidad que hace de los libros de Eva Brann una imitación de las conversaciones socráticas y los diálogos platónicos exige una unidad, una imagen o idea del bien que, tal vez en el caso de La música de la República más que en sus otros libros, lo convierte en un ejemplo del libro único de un autor, del libro que aspira a convertirse en el reconocimiento más completo de lo que un autor se ha propuesto. Esa es, al menos, la impresión que deja al contemplar cómo se ha ido formando alrededor de un núcleo –el capítulo 6 sobre «La música de la República»– que fue la primera conferencia de Brann en St. John’s en 1967 y que adquirió muy pronto, como la imagen de los círculos concéntricos sobre la que se construye, una tendencia omniabarcadora. Los catorce capítulos que lo componen –como los Dos Veces Siete que se reúnen en el Fedón– empiezan con un legado y terminan con otro: la enseñanza de la filosofía en mundos, como advertía Klein, que tienden a parecerse. En su corazón late la Idea del Bien (véase infra la p. 211).
Nuestro capítulo de agradecimientos es una de las tareas más gratas de llevar a cabo. Una tarde sonó el teléfono. Al otro lado, en un perfecto español, Paul Dry, desde Filadelfia, llamaba para preguntarme qué interés tenía yo por Eva Brann para pedirle un ejemplar de The Music of the Republic. Le dije entonces cuál era la razón que nos ha llevado a traducir este libro: dar a conocer al mundo de lectores en español uno de los comentarios platónicos más profundos que se hayan escrito. El cotraductor Daniel Martín Sáez reseñó el libro en lo que fue la primera noticia de Brann en español.14 Por su factura tanto como por su contenido, los libros de Paul Dry son uno de los tesoros de nuestro mundo y le agradecemos su inmensa amabilidad. Poco después, Daniel y yo recibimos una carta hermosamente escrita a mano por Eva Brann. Confiamos en que nuestra traducción –que ha seguido con toda la fidelidad posible las pautas del capítulo 12– establezca un inicio de compensación con lo que le debemos. Peter Kalkavage, cotraductor del Fedón y el Sofista con Brann y Eric Salem, ha sido extraordinariamente receptivo a nuestras dificultades. Le agradecemos en especial que nos enviara la traducción de Eva Brann de «Was ist das –die Philosophie?» de Heidegger, paradigma de lo que una traducción puede hacer por el texto original. Agradecemos a Nathaniel Cochran la generosidad con la que nos ha permitido usar su edición en curso de las obras menores de Klein. A este lado del océano, Román de la Calle ha sido el principal impulsor de nuestro trabajo. A Maite Simón, y a todo el equipo de Publicaciones de la Universidad de Valencia, les agradecemos su maravillosa profesionalidad.
ANTONIO LASTRA
Instituto Franklin de Investigación
en Estudios Norteamericanos
Universidad de Alcalá
BIBLIOGRAFÍA ESCOGIDA
Libros de Eva T. H. Brann
(1962) Late Geometric and Protoattic Pottery, Mid 8th to late 7th century BC, The Athenian Agora: Results of Excavations conducted by The American School for Classical Studies at Athens, vol. VIII, Princeton, Nueva Jersey.
(1989) Paradoxes of Education in a Republic, Chicago y Londres, The University of Chicago Press.