Pocos son los elegidos perros del mal

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Pocos son los elegidos perros del mal


Pocos son los elegidos perros del mal (2012) Eusebio Ruvalcaba, 2012

D. R. © Editorial Lectorum, S. A. de C.V., 2012

D. R. © Portada: José Antonio Valverde

D. R. © Fotografía de portada: Pablo Navajas

D. R. © Fotografía del autor: Ignacio Valdez

D.R. © Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Cõeditor digital

Edición: Febrero 2021

Diseño de portada: Gabriela León

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  .

2  .

3  La Pietro Beretta tenía un mensaje que darle

4  Isis

5  Ajuste de cuentas

6  Luz roja

7  Odiaba estorbar

8  Crónica de un día sin retorno

9  La tanga

10  Me tiemblan las manos pero no estoy crudo

11  La representante de Dios

12  Adrenalina en el aire

13  Día de San Valentín

14  Venganza materna

15  De que soy fiel, soy fiel

16  Rata

17  El gambusino de la colonia Condesa

18  Un minuto

19  Historia de amor

20  Esa mujer sigue siendo mía

21  Un viaje en el metro

22  Confeso

23  Ley de vida

24  Preceptos divinos

25  La obra maestra

26  Tragos y sangre

27  Violación

28  El cumpleaños del abuelo

29  Una madre como cualquier otra

30  Instrucciones

31  Mil pesos por un insecto

32  El arete

33  La noche es una llaga purulenta

34  Apéndice

35  Los amigos

36  El incidente

37  La boda del ángel

.

Arrodillada en el suelo del vestíbulo, Cora le hundía una navaja en el pecho a un hombre que tenía que ser su padre. James Ellroy

Hay cuatro cosas que pueden destruir el mundo, dijo: las mujeres, el whisky, el dinero y los negros. Cormac McCarthy

Dios perdona, los perros del mal no. Graffitti en Tlalpan, de donde también fue sugerido el título del presente libro

.

Para Los Bastardos de la Uva

Para Juan Manuel y José Luis Landeros, hermanos de casta

Y para Nacho Valdez

El autor agradece el apoyo

del Sistema Nacional de Creadores del

Consejo Nacional para la Cultura y las Artes de México.

La Pietro Beretta tenía un mensaje que darle

Para Eréndira López

Precisamente cuando el niño iba a servirse agua, su mamá le arrebató la jarra y se llenó el vaso. Se lo bebió casi de un sorbo y cayó fulminada. Echando espumarajos por la boca. El niño salió corriendo de ahí. Alguien en la vecindad podría ayudarlo. No era común que un niño de seis años viera desplomarse a su madre cayendo al suelo como una tabla. Todavía la quiso reanimar con un grito imperioso, pero su progenitora no abrió más los ojos.

Fue de puerta en puerta tocando para que alguien le abriera. Tocaba y gritaba. Gritaba y tocaba. Su padre no estaba. Solía llegar del trabajo hacia las diez de la noche. Obrero escasamente capacitado, tenía que ajustarse a los horarios que le imponían en la fábrica.

Por fin le había abierto doña Teofilita, la señora del 5. El niño se precipitó en sus brazos sin parar de llorar. Balbucía las palabras mamá, suelo, vaso de agua... Doña Teofilita salió de la mano de él y llegó hasta la cocina. Allí estaba la madre, una señora veinteañera, más o menos linda, más o menos bien aceptada en la vecindad. Cuando vio el vaso, de inmediato comprendió que había tomado veneno. No se necesitaba mucha ciencia para inferirlo. Aunque también podría haber muerto de un infarto, pero ¿tan joven? No, envenenamiento seguro. Por los espumarajos.

Cuando el marido llegó, ya habían hablado a la policía. Doña Teofilita lo estaba esperando en la entrada principal. “Cálmese”, le dijo a tirabuzones, “su esposa fue envenenada. Está muerta. Ya falleció. Pablito está conmigo. El pobrecito la vio morir.Ya usted le dirá qué fue lo que pasó. La palabra envenenamiento es muy dura.Y me dijo algo terrible: que si él se hubiera tomado el agua, su mamá no estaría muerta. Pobrecito. Hágame favor. Dios mío. Es mucho para un corazón infantil”.

El hombre se dirigió a la casa y contempló a su esposa, aún tirada en el piso.“¿Es usted el esposo?”, le preguntó un oficial.“Necesito hablar con usted”.

Lo siguió y respondió todas las preguntas. Pero en su cabeza lo único que le preocupaba era el destino de su hijo. ¿Qué haría sin su madre? ¿Cómo enfrentaría la vida? La muerte de su mujer no le afectaba de igual modo. Creía intuir quién lo había hecho, eso ahora era lo de menos. ¿Pero su hijito? Las lágrimas sobrevinieron. El oficial le alcanzó un clínex.“Mañana necesito hablar con usted, lo acompañaré a su trabajo y de ahí iremos al Ministerio Público”.

Vio cómo los paramédicos envolvían el cuerpo de su mujer y lo sacaban de ahí.

Se quedó solo en la casa, que apenas contaba con dos piezas y el baño. Sacó un Bacardí para servirse un trago, pero en el último momento prefirió beber a pico de botella.Y no fue un trago sino un torrente. El ron hizo trizas su garganta.Y cuando aquella cantidad de líquido cayó en su estómago sintió que le había caído un incendio. Pero a la vez percibió un alivio inusitado.

Esto no era más que el resultado de la vida que había llevado. Mujer tras mujer, amor tras amor, alguna se había excedido y lo había querido nada más para sí, de su propiedad privada. Había una que lo amenazaba constantemente con matarlo si no era nada más para ella. No con matar a su mujer, sino a él. Tal vez había sido ella, y tal vez no, pero como si lo fuera.

Se puso de pie y sacó la olla tamalera.

Nunca había querido colgarla porque a él le servía como escondite ideal para su Beretta 9 mm. Reflexionó sobre lo que estaba a punto de hacer. De nada le servía matar a la mujer que con toda seguridad había envenenado a su esposa (¿cómo había entrado a la vecindad?, ¿nadie la había visto? Todo eso a él no le interesaba un carajo, la policía se encargaría de averiguarlo; el punto era que si mataba a aquella mujer eso no le devolvería la vida a su esposa). Se puso la pistola al cinto y se dirigió a la casa de doña Teofilita. Cargó a su hijo y se lo llevó de regreso con él pasando por alto los ofrecimientos de la señora de que se lo dejara esa noche, de que ella se encargaría.

El camino a su casa se le hizo infinito. Diez metros era un tramo sembrado de minas que podían hacer explosión en cualquier momento. Esos diez metros los había recorrido centenares de veces con su esposa primero y con su hijo después. Ahora sentía que iba levitando con su niño en los brazos. De que estaba a punto de ascender al cielo. De que las estrellas parecían decirle “ven”. De pronto descubrió que todos los vecinos atisbaban por las ventanas o de plano desde el marco de las puertas. Levitaba pero aun así sentía que llevaba el peso de una tonelada en sus brazos.

 

Cruzó el umbral de su casa, se dirigió a la única recámara y acostó a su hijo. Qué frágil era. ¿Cuánto pesaría, veinte kilos, veintiuno?; él nunca había sido bueno para calcular, siempre se equivocaba. Se dirigió a la cocina. Se sentó en una de las sillas de aquel antecomedor. Bebió otro tanto de la botella y detuvo su mirada en la pistola. No tenía puesto el seguro. Revisó acuciosamente que sólo tuviera una bala. Se la puso en la sien. La Beretta tenía un mensaje que darle. Miró a su hijo. Sufriría mucho cuando despertara y lo mirara. Pero sobreviviría. Él no tenía valor para enfrentar la vida con el peso de su hijo encima. Cualquiera diría que ahora tendría un motivo fuerte para vivir. Pero era al revés. No resistiría la mirada de su hijo. No con el veredicto en los ojos. La culpa había sido suya, no de su hijo. Algo que su hijo habría de entender tarde o temprano. Que no abrigara ningún sentimiento de culpa. Era el resultado de la vida que él, su padre, había llevado. Sólo de eso.

Disparó.

Isis

Mientras recorría las calles de aquel barrio bravo de Guadalajara, salpimentado de cantinas, cabaretuchos, burdeles, vecindades, hoteles de paso y mariachis que ofrecían sus servicios, gente que iba y venía como si fueran las once de la mañana y no las once de la noche: prostitutas con niños aferrados a sus faldas, bebedores con su anforita en la mano, padrotes que no podían ocultar su peligrosidad, parejas de homosexuales en ropa de mujer que corrían dando pasitos como niñas en el recreo, parejas besándose en la zona más oscura de la calle, mientras recorría estas calles, no podía evitar que un estremecimiento de nostalgia recorriera su columna vertebral. Ya era un cincuentón que se ganaba la vida como proveedor de laboratorios en la ciudad de México, pero en su época la noche lo había llamado como gata en celo. Casi cuarenta años habían pasado desde entonces, en que la vida lo había obligado a llevar una existencia de prohibiciones. Pero ahí, esa noche, todo parecía aventarlo al pasado. Incluso leyó un letrero escrito a mano en una cartulina:“pacen a ver a la bellícima Isis, la reina de Ejipto, con su corte de prinsesas”. El nombre de Isis le dijo algo. ¿No sería la misma vedette de su juventud? ¿Y si sí? Los recuerdos casi lo hicieron trastabillar. Sin pensarlo más, se metió al tugurio.

De joven, de adolescente más bien, la había visto bailar en el burlesque. Más bien, él iba a aquel teatro de farándula para verla a ella. A ella y a ninguna otra, que las había a montones. Esperaba a la expectativa, con un sudor recorriéndole la nuca, el instante en que Isis, que con ese sobrenombre era conocida, saliera al escenario. Todo era entonces un momento de nerviosismo punzante. Tenía grabada en su mente cada forma de ella, cada rincón, cada centímetro cuadrado de aquella piel en la que soñaba untar la lengua. Porque al compás de la música, y para complacer a sus fanáticos, que se desgañitaban pidiéndole que enseñara más y más, que se desnudara por completo, cosa que ella nunca hacía, que se contoneara hasta provocar tumultos, prácticamente le daba gusto a las exigencias de todos. Tales exigencias se reducían a que les enseñara la vagina. Y no rasurada sino colmada de pelos. A que se acostara enfrente de ellos y les mostrara sus labios vaginales. Cosa que no tenían más remedio que hacer en su imaginación, porque exactamente cuando se quitaba el calzón, se ponía la mano, se daba media vuelta y se perdía tras el telón.

Al compás de aquella música, él eyaculaba como un torrente.

Entró, guiado más por la curiosidad que por el morbo. Porque lo más probable era que no fuera ella. Finalmente, Isis era un nombre que se le podía ocurrir a cualquiera.

No tenía nada de relevante aquel lugar ni tenía por qué tenerlo, se dijo. Unas cuantas mesas alrededor de la pista. Una rockola que iba de Los Tigres del Norte a José José, pasando por Luis Miguel y Rocío Dúrcal, y un sistema de luces azules y naranjas que de pronto se encendían y apagaban en forma intermitente para anunciar a la próxima estrella.Vio desfilar dos, vio desfilar cuatro, cada vez más adiposas y torpes. Mi abuelita, que en paz descanse, ha de bailar mejor en los infiernos, sonrió. Pero entonces escuchó al maestro de ceremonias, que se equivocaba cuando menos un par de ocasiones cada vez que hablaba, anunciar a la próxima chica “una mujer que volvía locos a los hombres y que había despreciado a una larga fila de pretendientes entre los que se contaba un político prominente, un actor de cine de Hollywood y un millonario de Francia, con tal de seguir con su espectáculo y hacer felices a los hombres. ¡Isis, la reina de Egipto!”.

Sin dejar de beber su acre tequila, que a estas alturas empezaba a saberle menos hostil, detuvo sus ojos en las cortinas violetas que servían de puerta hacia los camerinos. De un momento a otro saldría Isis por ahí. ¿Sería ella? ¿Después de cuarenta años? El mismo nerviosismo que había sentido de joven le sobrevino ahora. No puede ser. No era posible. De qué privilegios gozaba para poder remontarse así en el tiempo. Era un hijo favorito de Dios. Una más de las causas por las que debía dar gracias, ir al día siguiente a la catedral de Zapopan y agradecerle a laVirgen tanta clemencia.

El reflector se dirigió a la cortina violeta, alguien puso un compacto en un reproductor enorme, de ésos con agarradera, y la estrella hizo su aparición. Envuelta en gasas, velos y un tocado de plumas muy al estilo de Moctezuma Xocoyotzin, ahí estaba delante de él la mujer que le había llevado a hacer de la masturbación el ejercicio del deber. ¡Era ella! Ahí estaba delante de él, la mujer de la cual apenas lograba entrever su cuerpo pero en la que veía, aun a estas alturas, cierta gracia y donaire. Cierta. En cuanto a la cara, con gran esfuerzo trató de adivinar los rasgos que se sabía de memoria, pero que ahora le resultaba muy difícil reconocer por tanta cirugía plástica. Pero lo confirmó, era ella. La música parecía hecha especialmente para ayudarla a salir del paso: su ritmo era lento, al grado de que más parecía música de una película de terror que de una noche de cabaret. Los hombres la dejaron de ver a los pocos minutos y se dedicaron a lo suyo: a beber con sus amigos o con la mujer que los acompañaba. Pero él no. La aplaudía rabiosamente, al grado de que llamó la atención de la mujer. Le gritaba hurras y le lanzaba besos, se ponía de pie y casi se trepaba en la mesa. Más bien la concurrencia lo volteaba a ver a él.

Por fin la mujer terminó su número, agradeció los aplausos nada más de él y se perdió tras la cortina. Pero el hombre quería más, así que llamó al mesero y le pidió mediante una propina generosa que le dijera a aquella dama que él la invitaba a su mesa.Voy a ver si quiere, respondió el fulano, es muy solicitada y seguro ya la apartaron. Déme un poco más para que le insista. Ahorita vengo.

En esa época aún vivían sus padres. Más recuerdos le vinieron hasta casi cubrir la mesa de cochambre. Como no tenía dinero para pagar el boleto del espectáculo, les robaba mitad y mitad. Lo indispensable. Hasta eso, ni un centavo más. Mitad a su madre y mitad a su padre. No eran ricos, ni siquiera de clase media. Su padre trabajaba dos turnos y su madre lavaba ropa ajena. También se acordó de que acostumbraba guardar los talones de los boletos en la biblia casera. Como nadie la leía, tenía la caja fuerte asegurada para guardar su tesoro. Por cierto, hacía mucho que no iba a visitarlos al panteón. Llegando a México sería lo primero que haría. Aunque ni su esposa ni sus hijos quisieran acompañarlo. No importaba.

—¿Quieres que beba contigo?

—Por supuesto —dijo él, se levantó y la ayudó a sentarse. —Eres de otra época. Caballeros como tú ya no se consiguen

ni yendo a bailar a Chalma. Pídeme un coñac.

Pidió el coñac para la dama, a sabiendas de las consecuencias.

Sabía de lo que se trataba. La cuenta bárbara que habría de pagar por el más corriente de los brandys, pero no le importaba. Estaba bebiendo con la mujer más hermosa del planeta, no iba a escatimar en tragos.

Pero como si ese dios en la mente de él interactuara en la de ella, pronto, al tercer coñac, y antes de que él pudiera contarle su experiencia de aquellos años, Isis pidió esquina. “Llévame a mi cuchitril”, dijo, “quiero hacerte mi show especial para ti, porque eres un caballero”. Él no esperaba que tan pronto la vida le sonriera a ese grado, pidió la cuenta, el quíntuple de lo que habría pagado, ella se fue a cambiar en cosa de minutos, y salieron del brazo. Tomaron un taxi de los que había en la puerta. Con la voz más cantarina que pudo le dijo al sacaborrachos: “apunta la placa, no quiero que me violen”, y pronto estuvieron en el departamento de Isis. Por el barrio de Mexicaltzingo.

El edificio estaba semidestruido. Al fondo de aquella planta baja, entre un montón de zapatos y de periódicos, alguien lloraba. En el cubo de la entrada, bajo un foco de cuarenta watts, había un espejo de botiquín.“Yo lo mandé poner para preguntarle cada mañana quién es la más bonita”, dijo Isis. “Es mi espejito-espejito”. Subieron tres pisos y por fin la mujer abrió la puerta de su departamento. Todo parecía estar en su lugar, bien acomodado y limpio. Excepto por las paredes, que se encontraban tapizadas de recortes de periódicos ya amarillentos. Era una especie de biografía fotográfica de Isis,“la reina de Egipto”. Casi no había espacio que no estuviese cubierto de aquellos reportajes, entrevistas, crónicas y fotografías, sobre todo fotografías en ropa interior, en combinados de lentejuela, en minifaldas. Excepto desnuda.

—Voy a ponerme algo más cómodo, como dicen en las películas —dijo, y se metió a lo que seguramente sería su recámara—. Ahí te dejo una botella —alcanzó a escuchar.

Él siguió viendo los recortes. Eran de aquella época, precisamente de cuando él se había convertido en el fan de aquella mujer que ahora estaba cambiándose y que no tardaría en llevárselo a la cama.

—Mi amor, ya estoy aquí.

Pero no solamente fue la presencia física ya desnuda de la mujer, sino la música a todo volumen y una esfera que estaba en el techo y que empezó a dar vueltas hasta inundar aquella estancia de reflejos luminosos. El cuerpo de Isis estaba colmado de celulitis, várices, callosidades, quistes enormes bajo la piel que simulaban tumores a punto de reventar. Sobre todo en los senos y en los muslos. No era posible mirar aquel cuerpo sin horrorizarse. “Tómate otro trago, quita esa cara de niño asustado y vamos a coger. Pero antes déjame bailar para ti”.

“Oquéi”, dijo él. Se puso de pie rumbo a la cocina, donde estaba la botella, pero en el camino cambió de dirección y se dirigió a la salida. Todavía alcanzó a escuchar la voz de ella que le gritaba: “¡Puto! ¡Regresa! ¡Eres un puto, como todos los hombres! ¡Malandrín! ¡Payaso! ¡Fantoche!”.

Cuando llegó hasta el zaguán, se miró en aquel espejito-espejito. ¿Aquella calavera era él? Torturado por la abulia y el fracaso, tumefacto, en estado de putrefacción, miró sus ojos inexpresivos, su sonrisa estúpida, sus facciones que lo definían como un ser decadente, a punto de arrojarse al vacío.

Alcanzó la salida. Iba a dar las gracias al cielo de que por fin estaba fuera. Pero se contuvo. Un pensamiento lo asaltó. Los segundos se sucedieron, uno a otro. ¿Veinte?, ¿treinta?, ¿cuarenta? Dio media vuelta y caminó los mismos pasos que había dado. Aquel llanto que había escuchado al final del pasillo, ahora era un gemido. Se miró al espejo una vez más. Subió hasta el tercer piso y se plantó ante la puerta del departamento de Isis; aún podía arrepentirse. Levantó la mano y tocó. Escuchó los pasos de la mujer acercarse. Lastimeros.

Ajuste de cuentas

Se enfurecía por haber perdido el ímpetu creador o el furor, como él lo llamaba. Las ideas no venían más a su cabeza, a no ser en jirones que la mayoría de las veces de plano era imposible hilvanar y construir una sola que sonara congruente. Pedía su copa, bebía dos, bebía cuatro, y aquella pluma permanecía infértil, como si tuviera congelada la tinta.

 

“¿Puedo sentarme aquí?”, la sola pregunta interrumpió su concentración o, mejor dicho, el esfuerzo que empezaba a perlar su frente. Era una mujer de aspecto irrelevante, asexual por completo. No había nada en ella que la hiciera especial, nada proveniente de su fachada ni de su interior, algún brillo en los ojos, cierto matiz en su tono de voz. Una mirada como las de cientos con que se topaba todos los días en la calle, un cuerpo equis, tan convencional como el de las secretarias de una oficina burocrática; y menos por fuera: jeans, playera con un letrero que no decía más que una frase fácilmente olvidable “ésta soy yo”, un cinturón de metal que intentaba un malogrado baño de plata. Le dio exactamente lo mismo que aquella mujer se sentara. Pero movido por una caballerosidad de la que alguna vez se había sentido orgulloso, asintió.

De inmediato la chica dijo:“me llamo Natalia, ¿y tú?”. Ordenó un vodka con jugo de naranja. “Desarmador, así se llama”, estuvo a punto de acotar él, pero la sola idea lo ruborizó. Seguramente resultaría ridículo; era obvio que la chica sabría el nombre de su bebida.

—Francisco José —respondió—, y mi apellido es...

—No me lo digas, qué hueva los apellidos. No son otra cosa que una maldición. Los nombres son lindos, pero los apellidos son una porquería. No son más que grilletes. ¿Te imaginas que nadie tuviera apellidos? Ser como mucho más libres, ¿no crees?

Él nunca había reflexionado sobre eso. Por supuesto que no estaba de acuerdo. Qué imbecilidad. Su padre, economista de carrera y político sobre la marcha, ya muerto, siempre había insistido en que había que mantener muy en alto el apellido. Y tan pensaba como su padre que en ese momento juró que defendería su apellido contra viento y marea. Un enrojecimiento imperceptible lo hizo pensar en lo cursi que se estaba volviendo.“Ya tengo cincuenta y cinco años”, se dijo, y sorbió un trago de su ron blanco pintado. Era lo que más le gustaba: beber a solas sin tener que brindar con nadie, por eso cuando se le presentaba la oportunidad de echarse un alcohol con su amiga la soledad no lo desperdiciaba. Y por eso sintió avanzar por su columna vertebral una oleada de desesperación. Ya se había arrepentido de haberle permitido a aquella mujer sentarse a su mesa.

Algo había en ella que le parecía melcocha. Cómo decirlo, como una pose estudiada horas ante el espejo. Ese algo no tenía nombre, o cuando menos él ignoraba cómo nombrarlo.

—¿A qué te dedicas?

¿Por qué siempre tenía que surgir esa estúpida pregunta? A masturbarme, estuvo a punto de responder, pero quién sabe cómo se lo tomaría. Todas las mujeres que había conocido que sumaban, casi medio centenar pecaban de solemnidad, y ésta no sería una excepción.

—Manejo un taxi...

—Nunca lo hubiera pensado, ¿y qué haces escribiendo? Más bien pareces escritor.

—Si fuera escritor no habría aceptado que me interrumpieras. Y no estoy escribiendo, estoy haciendo cuentas.

—Cuéntame algo interesante que te haya sucedido últimamente...

¿Qué diablos podía contarle? Yo era un pseudoescritor, no llevaba la cuenta de los premios que había ganado, mis libros me habían dado hasta una agregaduría cultural en Europa, condominio en la Roma, dos automóviles, y no se me ocurría nada. De algún lado tenía que sacar la jodida inspiración. Con tal de que se fuera y me dejara en paz. ¿Y por qué no me atrevía a correrla? Por mi pusilanimidad, ¿por qué otra cosa?

—No sé si te resulte interesante, pero te lo cuento. El otro día decidí invertir los términos de la ecuación y convertirme en asaltante. Me quedé callado, mientras la mujer (la estúpida mujer) digería

la enormidad de lo que le estaba diciendo. —¿Qué pasó? Cuéntame... —No te lo puedo contar, porque si te lo cuento, te conviertes

en mi cómplice, salvo que me denuncies. ¿Quieres ser mi cómplice? —No lo pensaría dos veces. Por supuesto que sí. Me aviento el tiro macho. Tú cuéntame. Pero antes déjame pedir otra, para que no nos interrumpan. Seguro los millonarios desayunan jugo de naranja

con vodka para llevarse la fiesta en paz. —A mí eso me importa un carajo. ¿Quieres que te cuente o no? —Pues claro. No quise interrumpir. —Entonces déjate de decir tanta pendejada y quédate callada

un minuto. Le trajeron su desarmador y la mujer lo paladeó como si fuera

un dulce y refrescante jugo de naranja. Lo batió con el agitador, se echó a la boca un puño de cacahuates y esperó a la expectativa lo que yo estaba dispuesto a contarle. Pero había decidido hacerme del rogar. En primer lugar porque no tenía nada qué contar, y en segundo porque el hecho de tenerla ahí, esperando mis palabras, me hacía sentir bien. Era como darle a oler un pedazo de carne a un perrito. Me sentía apremiado por sus ojos inquisidores, pero de ahí no pasaría. La sensación de tenerla esperando me llenaba de dicha, aunque por fuera simulaba cierta zozobra.

—De veras que no sé si contarte o no. No es algo que me guste andar desparramando, como si fuera algo de lo que te puedes sentir orgulloso. Siempre he sido un hombre de principios, respetuoso de la vida humana. Si huelo la violencia me hago a un lado. Sería incapaz de agarrarme a golpes por cuestiones tan estúpidas como defender a un tercero, poner a salvo mi honor, mi pinche y jodido honor, o por lo que gustes y mandes.

—¿Si alguien me faltara al respeto aquí y ahorita mismo, me defenderías a golpes?

Solté una carcajada tan fuerte que yo mismo me sorprendí.

—Ni aunque fueras mi madre metería las manos por ti. No hay que madrearse por nadie, menos por una mujer, porque esa misma noche se lo cuenta a tu mejor amigo, cuando esté cogiendo con él. Y ya ves, ya me volviste a interrumpir. Quitas la inspiración a cualquiera.

—No, no, perdóname, se me salió. Te juro que ya me voy a estar calladita.

—Eso espero. La próxima te levantas de la mesa y te vas a beber a la barra. Allí no interrumpes a nadie. Magdaleno, el cantinero, está acostumbrado y no pela ni a las monjas. Es lo que yo debí haber hecho contigo. Pero me vi blandito dejándote sentar. En fin...

—Qué enojón y maleducado eres, ¿eh? Ya síguele.

—Pues fue a un anciano. De esos ancianos jorobados y de bastón, pero que se les ve que llevan cartera abundante, nomás porque no sacan la mano del bolsillo. De buen traje. Billete a la vista, pues. Se subió con muchos trabajos al taxi. Hasta lo ayudaron, una pareja que pasaba por ahí. “¿Adónde va?”, le pregunté. Y respondió muy meloso, como haciéndose el querendón: “A la Obrera. ¿Me cobra con taxímetro, verdad?” “Sí claro, más o menos han de ser sesenta o setenta pesos, de Polanco a la Obrera a esta hora”. Porque eran como las doce del día. Igual y hasta menos le salía.

Sorbí un trago y me la quedé mirando. Por primera vez descubrí que sus labios eran hermosos, grandes y jugosísimos. No los había visto antes, lo juro. Al contrario, y ya lo dije, su fealdad me había hartado. Pero ahora los vi, ahora que la tenía en las manos. Ella había decidido estar ahí. No yo.

—Prefiero ya no contarte nada. —No, no, cuéntame, por favor. —No te veo mucho interés. —No, sí, me muero de ganas de oírte. —Bueno. Agarra la onda que cuando el megarruco se subió,

yo no llevaba esa intención. Se me ocurrió en el camino. No sé exactamente por qué, si por su modo de hablar, con un modito como mandón, o porque salpicaba cada vez que abría la boca, o simplemente porque me decía hijo, y a mí no me gusta que nadie me ande diciendo hijo. No sé cuál fue de esos motivos, pero algo disparó en mí ese modo de ser que a toda costa trato de mantener con el seguro puesto.

—¿Pues no que no eres violento?

—No se trata de violencia. Se trata de algo menos obvio. Ignoro cómo llamarlo. Más bien como una necesidad de probarme. De un ajuste de cuentas que sólo ocurre en mi cabeza. Porque míralo bien, ¿quién tendría algo contra un anciano que está en los límites de la vida? Salvo que sea una cuestión personal, no creo que nadie.

—¿Lo mataste? —preguntó, con un hilito de su bebida escurriéndole por las comisuras y los ojos un tanto cuanto fuera de sí.

Vi en esos ojos el asombro y la reprobación. Se llevó la mano a la frente como pidiendo paz. Como si se quisiera quitar de encima una sensación que no podría superar el resto de su vida. Se había acercado más de la cuenta al precipicio y ahora estaba arrepentida. Cómo gocé ese instante. No hay para mí mayor placer que hacer sentir mal a una mujer. Tal vez porque las ponía a prueba y nunca salían bien libradas. Me imaginé matando a un anciano y casi le revelo la mentira. No es que yo amara precisamente a los viejos decrépitos, pero en la vida le haría daño a ninguno. Mi padre no había muerto anciano pero mi abuelo sí. Y a través de él aprendí a guardarles tolerancia. Y ahora debía mantener la mentira de principio a fin. Que encima ya empezaba a cansarme. En cualquier momento me quitaba la máscara y le decía a esta mujer cuyo nombre a estas alturas ya había olvidado que todo era un juego y que no había hecho más que divertirme a su costa. De todas maneras se lo iba a decir, tarde o temprano, nomás por ver su cara de bruja con otra expresión.

—Sí, las cosas se pusieron violentas.

Sentí que una suerte de voluptuosidad crecía dentro de mí. Una sensación que bien conocía pues la había vivido desde niño. Cuando estaba a punto de cometer una maldad que habría de perjudicar a un tercero la sentía crecer dentro de mí, como un volcán a punto de estallar. Y este placer ¿mórbido?, ¿enfermizo?, no sé cómo llamarlo, se incrementó hasta alturas insospechadas durante mi adolescencia. Pondré un ejemplo a modo de explicación. Mis padres, siempre adinerados, no tenían empacho en contratar sirvientas de buen ver “para no pasar vergüenzas con las visitas”, situación de la que saqué provecho como un buen delantero de un penal puesto en charola de plata. Sirvienta que entraba, sirvienta que me la cogía. Yo andaría por los dieciséis o diecisiete años, pero la gracia (el chiste, dirían algunos despiadados) estaba en que siempre buscaba el modo de que mis padres descubrieran aquel palo, y la corrieran a las de ya. Desde entonces, descubrí que no podía vivir sin un acicate semejante, que me permitiera reírme de mis prójimos cristianos.