Czytaj książkę: «Su nombre es Luka»
Dirección editorial: Didac Aparicio y Eduard Sancho
Diseño: Ernesto Rodríguez y Emma Camacho
Maquetación: Endoradisseny
Composición digital: Pablo Barrio
Primera edición: Noviembre de 2020
Primera edición digital: Noviembre de 2020
© 2020, Contraediciones, S.L.
c/ Elisenda de Pinós, 22
08034 Barcelona
© 2020, Ernesto Rodríguez, del texto y las ilustraciones
ISBN: 978-84-18282-41-6
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.
ÍNDICE
1 PRIMERA PARTE: OLIMPIA DIECISÉIS MINUTOS EL DRAGÓN DEL ESCUDO LAS LUCES DE LA PISTA SUEÑOS UNA CAMISETA BLANCA
2 SEGUNDA PARTE: UN APRENDIZ EN LA CORTE «HOLA» Y «GUITARRA» EL BUENO DE CHUS LAS COSAS PEQUEÑAS LA BRONCA DE PABLO SERGI
3 TERCERA PARTE: LA CONQUISTA DE EUROPA LECCIONES EL OFICIO DEL GANADOR LA PREGUNTA FOTOGRAFÍAS UNA NOCHE EN NUEVA YORK
4 CUARTA PARTE: EL SUEÑO AMERICANO WELCOME TO THE JUNGLE HOJA DE RUTA LOS GUARDIANES DE SUS SUEÑOS DE INFANCIA LOS DÍAS FELICES MAMBA 4EVER EL MUNDO EN UNA BURBUJA ESTE NO ES EL ÚLTIMO CAPÍTULO
PRIMERA PARTE: OLIMPIA
DIECISÉIS MINUTOS
En dieciséis minutos se pueden hacer muchas cosas. Puedes comerte un helado, incluso dos, si no temes que luego te duela un poco la tripa. Puedes escuchar varias veces tu canción favorita. Puedes bajar a comprar el pan y volver a casa sin poder evitar comer un trozo por el camino. Puedes silbar y bailar un rato. Puedes ver la tele y dejar que esos dieciséis minutos pasen sin dejar rastro en tu memoria.
Dieciséis minutos. El tiempo que se tarda en hacer un huevo duro. Ese fue el tiempo que necesitó el señor Brezovec, entrenador del equipo benjamín de baloncesto del Olimpia de la ciudad de Liubliana, capital de Eslovenia, para darse cuenta de que Luka era un chico especial.
Estaba de pie junto al banquillo, en una de las bandas de la cancha de baloncesto. Brezovec había observado con atención los primeros compases de aquel primer entrenamiento de la temporada y a los dieciséis minutos ya había visto suficiente. Así que cogió el silbato y detuvo el entrenamiento con un sonoro pitido.
—Vale, paramos un momento. Luka, ven aquí.
Luka se acercó a su nuevo entrenador. Grega Brezovec tenía un enorme bigote castaño bajo una nariz más bien achatada y la voz grave. Miraba a Luka con el ceño fruncido. Tenía cara de no entender un difícil problema matemático.
—Luka, ¿de verdad tienes ocho años?
—Sí.
—De verdad, ¿de la buena?
—Sí, señor Brezovec.
Brezovec no daba crédito. Acababa de ver cómo ese chico de sonrisa tranquila hipnotizaba al resto de sus compañeros con su juego. Luka botaba la pelota entre el resto de niños como un experto patinador se desliza por el hielo. Encontraba huecos entre una selva de piernas y manos para poner la pelota naranja siempre donde quería. Leía perfectamente los momentos del juego, sabía qué hacer en cada instante, cómo mover su cuerpo.
Luka tenía ocho años y ya se sabía todos los trucos.
Brezovec se preguntó: «¿cuál es el límite de este chico?». Esa idea le llevó a la siguiente: «quiero ver hasta dónde puede llegar. Quiero formar parte de eso».
Grega le pidió al entrenador ayudante que se encargara del resto de chicos, que miraban a Luka maravillados.
—Ven conmigo.
—¿A dónde vamos, señor Brezovec?
—A la sala de entrenadores.
Salieron de la cancha y se adentraron en los pasillos del pabellón del Olimpia. Luka miraba a un lado y a otro, mientras caminaba tras el señor Brezovec por las instalaciones del club. Después de atravesar pasillos y salones, llegaron a una puerta decorada con el escudo del club: un dragón lanzando fuego.
Luka sintió que estaba entrando en el cerebro de aquel dragón. Brezovec abrió la puerta y entraron en una enorme sala que tenía las paredes blancas y pizarras llenas de anotaciones y esquemas. Allí era donde los entrenadores de las diferentes categorías del club preparaban sus tácticas.
Sentado en una mesa, un señor calvo leía unos apuntes en un cuaderno. Era Jernej Smolnikar, el entrenador del equipo infantil. Grega Brezovec se detuvo delante de él junto a Luka. Smolnikar levantó la mirada.
—Grega, ¿qué ocurre?
—Jernej, te presento a Luka. Este chico va a entrenar contigo a partir de ahora.
—¡¿Qué?! —preguntaron Smolnikar y Luka al mismo tiempo.
Brezovec se llevó a Smolnikar aparte, y en voz baja, para que Luka no pudiera oírle, le dijo:
—Hoy es el primer día de Luka en el club. Ha venido con su padre, Saša Dončić, que desde hace poco está jugando en el primer equipo. Le he visto jugando con los demás chicos de su edad y pierde el tiempo conmigo. No tengo nada que enseñarle.
—Pero Grega, yo entreno a chicos de doce y trece años y, ¿cuántos años tiene este crío? —le preguntó Jernej Smolnikar a Grega Brezovec.
—Ocho.
—¿Ocho? ¡Jajaja!
El señor Smolnikar se carcajeó mientras agitaba la mano como quien aparta moscas.
—Es una locura, mi querido Brezovec.
—Ya lo sé. Es lo que he pensado yo también. Puede que haya sido un sueño, pero quiero que lo compruebes tú. De hecho, si lo que yo creo es cierto, tú tampoco tendrás mucho que enseñarle.
El señor Smolnikar miró a Luka con atención. Se acercó hasta él y le dijo:
—Parece que eres excepcional, ¿verdad, muchacho?
Luka, tímido, no pudo evitar que su rostro se pusiera rojo como un tomate.
—¿Estás preparado para subir de categoría?
Luka no tardó dieciséis minutos, ni dieciséis segundos, ni uno, en responder.
—¡Claro!
Y sonrió con su sonrisa grande, esa que tanto Smolnikar como Brezovec volverían a ver tantas veces en el futuro.
EL DRAGÓN DEL ESCUDO
El coche de Saša Dončić se detuvo delante del jardín de su nueva casa. Estaba en una urbanización repleta de zonas verdes, desde la que se podía ver, a lo lejos, el castillo de Liubliana. Luka salió disparado hacia la puerta, donde le esperaba Mirjam, su madre. Luka se lanzó a sus brazos.
—Cariño, ¿qué tal ha ido el primer día de entrenamiento? —le preguntó después de darle un beso en la cabeza.
Luka alzó el rostro hacia ella y, con su gran sonrisa, le dijo:
—¡Muy bien, mamá! Ahora juego con los infantiles.
—¿Qué? —dijo Mirjam sin entender nada.
En ese momento, llegó Saša a su altura. Mirjam le saludó con una pregunta:
—¿Por qué Luka dice que juega con los infantiles? Si él es benjamín.
Saša le dio un beso a Mirjam en la mejilla. Ese beso llevaba una explicación consigo.
—Brezovec ha decidido subir a Luka al grupo de chicos de doce y trece años.
—Eso es infantiles —dijo Luka sonriendo y asintiendo con la cabeza.
Mirjam contempló la mirada feliz de su hijo y dibujó una sonrisa parecida en su rostro. Estaba orgullosa, pero a la vez le preocupaba que su hijo de ocho años lo pasara mal entre chicos tan mayores.
Mirjam abrazó a su hijo y a su marido. El abrazo de la familia Dončić en aquel instante parecía una postal navideña.
Entraron en la casa y Mirjam le dijo a su hijo:
—Luka, ve a lavarte las manos, que vamos a cenar.
—¿Qué hay para cenar?
—Brócoli.
—¡Mamá! ¡Me vas a fastidiar un día genial!
—El brócoli es sano, hijo. Va a hacer que tu día sea perfecto.
Luka, resignado, se fue hasta el cuarto de baño.
Una vez solos, Mirjam le preguntó a Saša.
—¿Estás seguro de que es buena idea?
—Sí. Luka ha nacido para esto. Tú ya lo has visto.
—Eso es lo que me da miedo, Saša —dijo Mirjam.
—¿El qué?
—Que yo quiero que Luka pueda ser un niño normal.
—Mirjam, tu hijo es el niño más normal del mundo —sonrió Saša—. Lo único que pasa es que tiene talento.
Mirjam sabía que lo que decía Saša era cierto. Había visto a su hijo jugar a baloncesto con niños de su edad y sabía que era muy bueno. Pero también sabía que el talento es como una piedra preciosa. Si Luka era una joya, mucha gente lo querría tener. Y tarde o temprano, alguien se lo llevaría y lo alejaría de ella.
—¿Pero ya ha jugado con los mayores? —le preguntó Mirjam a Saša.
—Sí. Brezovec lo sacó de su grupo enseguida. ¿Te lo puedes creer?
—Sí, puedo, pero no sé si quiero —dijo ella—. ¿Y cómo le ha ido con los mayores?
Saša miró a su mujer. Sus ojos verdes irradiaban emoción y orgullo ante estas noticias, pero sus cejas dibujaban una ese de sospecha. Saša pensó entonces en los ojos del señor Smolnikar cuando fue a recoger a Luka tras el entrenamiento.
Ambos se cruzaron mientras Saša esperaba, junto al resto de padres, a que los chicos salieran del vestuario tras el primer día de entrenamiento.
—Señor Dončić… —le dijo el señor Smolnikar.
—¿Sí?
—Soy Jernej Smolnikar, el entrenador del equipo infantil.
—Ah, encantado.
Ambos se estrecharon la mano.
—Estoy esperando a mi hijo —dijo Saša.
—Sí, Luka.
—¿Lo conoce? Va al grupo de Brezovec.
—No, ya no.
—¿Cómo?
El señor Smolnikar lo llevó aparte del grupo de padres. Sus ojos, muy abiertos, tenían ese brillo de asombro que un rato después Saša volvería a ver en los ojos de Mirjam.
—Verá, hay un asunto que quería comentarle…
Y así, el señor Smolnikar le explicó a Saša todo lo ocurrido esa mágica tarde en la que no solo impresionó a los niños de su edad sino que también destacó en el equipo de los mayores.
Jugando con chicos de doce y trece años, y desde su altura de un niño de ocho años, Luka se lanzaba al rebote como un pequeño canguro saltando sobre una manada de búfalos.
—¡Y cómo bota! —exclamó Smolnikar.
—Ya lo sé, le he enseñado yo —sonrió Saša, orgulloso.
El entrenador Smolnikar apoyó una mano sobre el hombro de Saša y empezó a reírse.
—Lo siento, no quiero que piense que le falto al respeto, pero nadie es tan buen profesor. Usted tampoco. Nadie es capaz de enseñar a un niño de ocho años a botar la pelota así. Luka no necesita mirar la pelota para saber dónde está en todo momento. Es como… como si fuera una extensión de su cuerpo. Es un don. Su hijo tiene un don.
El señor Smolnikar remató esa sentencia con un silencio inquisitivo. Saša lo miraba en silencio, procesando todo cuanto le estaba diciendo. El señor Smolnikar continuó:
—Señor Dončić, su hijo está llamado a hacer grandes cosas. Su lugar natural no está entre los niños de su edad. Pero esto solo puede ocurrir si usted y su esposa dan el visto bueno. ¿Acceden a que Luka entrene en mi equipo?
Saša, baloncestista profesional, conocía lo malo y lo bueno que le esperaba a su hijo. Si era cierto eso, y si su intuición no se equivocaba (y casi nunca lo hacía), el futuro de Luka estaba íntimamente ligado a aquel deporte que él tanto amaba. No podía cortarle las alas a su hijo. No podía cortarle las alas al dragón.
—Adelante. Entrenará con usted.
Poco a poco, jornada a jornada, los partidos del equipo de Smolnikar se fueron llenando de público. Cada vez se oían más voces de aficionados que hablaban sobre el nuevo talento que había aterrizado en el club. Todo el mundo hablaba de aquel niño de ocho años que competía contra chicos de doce y trece pero que jugaba como un muchacho de dieciséis. Todos los hinchas del primer equipo lo veían en los partidos oficiales del Olimpia, cuando salía a la cancha en los descansos entre cuarto y cuarto para jugar con otros niños de las categorías inferiores.
—Oye, fíjate en aquel niño —se decían los aficionados que llenaban el coqueto pabellón del Olimpia.
—Mira, no te pierdas eso.
Y ahí, entre todos aquellos niños que invadían la cancha, Luka manejaba el balón como el malabarista que ha hecho un millón de veces el mismo ejercicio. Lanzaba a canasta sin fallo, como quien lanza una pelota de tenis a una piscina municipal. Hipnotizaba a todos con su juego imposible, de tan sencillo que parecía.
—¿Quién es ese niño? —decían unos.
—¿De dónde ha salido? —preguntaban otros.
—¿Y cómo se llama?
LAS LUCES DE LA PISTA
Luka se convirtió con el paso de los años en un símbolo del Olimpia de Liubliana, casi tanto como el dragón del escudo. Había quien decía que por las venas de aquel niño no corría sangre, sino fuego. Y es que todas las explicaciones eran insuficientes para responder a la gran pregunta: ¿de dónde había salido tanto talento?
Los compañeros de Luka se acostumbraron a lo extraordinario: que el mejor de aquel equipo que dominaba con puño de hierro las ligas infantiles del país fuera un niño de sonrisa tímida que tenía cuatro años menos que el resto. Y ni siquiera despertaba celos o envidias entre sus compañeros, ya que Luka nunca se daba importancia. Para él, nada de aquello era importante. A Luka no le interesaba ni la categoría en la que jugara ni los halagos. Para él, lo importante era el juego. Nada más.
Precisamente por eso, por su amor al juego, Luka no se tomaba días de descanso. Los días en los que los chicos de Smolnikar no entrenaban, Luka iba a entrenar con chicos aún más mayores. E incluso contra muchachos de dieciséis o diecisiete años, Luka destacaba con holgura.
Uno de los mejores amigos de Luka en el Olimpia era Goran. Goran jugaba de base porque era rápido y no muy alto. Sabía usar esa condición a su favor, colándose entre los jugadores rivales para meterse debajo de la canasta. Su gran problema era que nunca sabía qué hacer cuando llegaba ahí. De modo que Goran lanzaba a canasta de cualquier manera, y pocas veces encestaba, o la sacaba de nuevo fuera de la zona sin mirar, sin saber si habría o no un compañero para recibir ese pase. Luka, que sabía estar siempre en el sitio adecuado, solía convertir los malos pases de Goran en asistencias. Jugar a su lado, pensaba Goran, era como jugar con una red de seguridad. Parecía que Luka siempre encontraba la llave que abría la puerta de la victoria.
En abril del año 2012 en Roma, a muchos kilómetros de su hogar, el equipo de Luka iba a competir en un campeonato internacional de categoría sub 13. El día anterior a su debut, tras finalizar un entrenamiento suave, los chicos se sentaron en el suelo de la cancha y empezaron a estirar los músculos. Goran se sentó junto a Zoran, un chico alto y poco coordinado, pero con buena muñeca. Luka solía estirar junto a sus compañeros, pero a menudo alargaba la sesión de tiro un rato más que el resto y estiraba más tarde.
Aquel día, Luka empezó a lanzar a canasta desde una distancia de cuatro metros, bajo la atenta mirada de sus compañeros, sentados en el suelo estirando. Después del enésimo acierto, se alejó dos metros y repitió la dinámica. Una canasta, y otra, y otra. Varios aciertos consecutivos más tarde, Luka se alejó hasta la línea de triple y empezó a lanzar: canastón desde el lateral, canastón desde la esquina, canastón desde la frontal. Una y otra vez sonaba el beso de la pelota con la red. Los otros jugadores se habían quedado embobados mirando el espectáculo y ya no sabían qué músculo estaban estirando. Goran miró a Zoran y este resopló con asombro. Smolnikar, también encandilado, se volvió hacia Goran cuando el pequeño base gritó:
—¡Desde el centro de la cancha!
Zoran, a su lado, se unió a él:
—¡Desde el centro de la cancha!
El resto de los chicos se unió al cántico:
—¡Desde el centro de la cancha!
Luka se volvió hacia sus compañeros y sonrió. El señor Smolnikar se unió al cántico:
—¡Desde el centro de la cancha!
Luka se volvió hacia sus compañeros con la pelota en sus manos.
—¡Desde el centro de la cancha! —repitieron todos.
Luka se situó en el círculo central y echó un nuevo vistazo a la canasta. Dos pasos hacia atrás. Un bote, dos botes, tres botes. Luka imprimió toda su fuerza, la pelota voló y voló y, de nuevo, aterrizó dentro del aro. Luego llegaron los gritos de éxtasis, pero Luka ni los oyó. En su cabeza seguía sonando aquel beso desde el centro de la cancha.
Mientras tanto, a miles de kilómetros de allí, Alberto cogía un avión rumbo a Roma. Alberto había sido jugador profesional de baloncesto en la liga española, y en ese momento trabajaba como ojeador para las categorías inferiores del Real Madrid. Su trabajo consistía en buscar talento, esa piedra preciosa que todo el mundo desea encontrar. Sentado en su asiento del avión, mientras el enorme pájaro de metal surcaba los cielos del Mediterráneo, Alberto releía el correo que le habían enviado unas semanas atrás:
«Su nombre es Luka y tiene doce años. Domina los partidos contra chicos de quince. Posee una excelente lectura del juego y sabe generarse sus propios tiros. Es bueno reboteando y asistiendo, y tiene un lanzamiento exterior demoledor. Pero nada de todo eso es lo mejor. Lo mejor es verlo jugar, porque es como ver un espectáculo de magia. Cuando este chico tiene la pelota en sus manos, nunca sabes lo que va a pasar, pero sabes que el truco va a salir bien.»
Aquella última frase se quedó grabada en la mente de Alberto, y sonaba una y otra vez en su cabeza todavía un día después, cuando se sentó en su localidad del pabellón para ver el primer partido de Luka en el campeonato internacional de Roma. El vuelo había llegado la tarde anterior, y Alberto había pasado toda la noche estudiando los informes sobre los equipos y los jugadores que iba a ver. Nada logró despertar en él la misma curiosidad que aquel niño que se llamaba Luka y que hacía magia bajo las luces de la pista.
Cuando los chicos del Olimpia salieron a la cancha, Alberto se fijó en los números de los jugadores y localizó el que le interesaba. Luka se colocó a la espalda de Zoran, que iba a disputar el salto inicial.
El árbitro lanzó la pelota al aire, y Zoran la palmeó hacia atrás. La pelota llegó hasta las manos de Luka. Alberto, desde su asiento, sonrió y murmuró para sí.
—Que empiece la magia.
SUEÑOS
Unos días después, cuando Alberto volvió a Madrid, se reunió con sus superiores en el club y les dio una copia del informe sobre Luka.
—Recibí esto hace unas semanas, antes del campeonato de Roma. Es de un ojeador de confianza.
Sus jefes leyeron el texto en silencio. Finalmente, uno de ellos leyó la última frase en voz alta.
—… nunca sabes lo que va a pasar, pero sabes que el truco va a salir bien.
—Eso es —dijo Alberto.
—¿Y exagera? —le preguntaron.
Alberto no pudo reprimir una sonrisa.
—Para nada.
Alberto les explicó con todo lujo de detalles la gran actuación del muchacho en la final. Les comentó sus estadísticas, que erizaban la piel con solo oírlas: Luka había sido el mejor jugador del campeonato y en la final había firmado 54 puntos, 11 rebotes y 10 asistencias. Los jefes de Alberto resoplaron.
—Y eso ni siquiera es lo mejor —añadió Alberto—. Lo mejor es ver cómo lo hace. Es imprevisible, ve el juego antes que cualquiera y es un competidor feroz. E insultantemente joven. Si se trabaja bien, si se pule bien ese talento puro... ¡no me puedo ni imaginar hasta dónde puede llegar!
—¿El nuevo Dirk Nowitzki? —preguntó uno de sus jefes.
—¿El nuevo Drazen Petrovic? —preguntó otro.
Alberto sopesó un breve instante su respuesta. Le acababan de mencionar a dos de los mejores jugadores europeos de la historia. ¿Sería arrogante poner a Luka a su altura? Recordó entonces todo lo que había visto en Roma, y respondió.
—O puede que mejor. Luka es uno de esos jugadores que aparecen cada veinte o treinta años. Puede que sea un jugador único. Eso aún no lo sé. Lo que sí sé es que tenemos que conseguir que juegue con nosotros.
Alberto les dio más detalles de lo que había visto de Luka en el campeonato, sobre todo de su impresionante actuación en la final. Lo que Alberto no les contó, porque no tenía manera de saberlo en aquel momento, fue cómo se había sentido aquel pequeño mago después de su noche de magia. Quien sí lo sabía era Goran, que viajó junto a Luka en el autobús a la salida del estadio.
Goran recordaría durante mucho tiempo aquel viaje en autobús y los colores del cielo en el atardecer de Roma. Luka y Goran llevaban la medalla de oro colgada al cuello, y miraban por la ventanilla las luces violetas del horizonte y el perfil del Coliseo alejándose. Luka, a su lado, comentaba con voz tranquila lo bonito que era aquello.
—¿Cómo lo haces? —preguntó Goran.
—¿El qué?
—Jugar. Moverte por la pista. Yo a veces, cuando estoy ahí dentro, con todas esas manos que me quieren quitar la pelota, me hago un lío. Pero tú lo haces fácil. Como sin pensar.
Luka no apartaba la mirada de la ventanilla del autobús.
—¿En qué piensas cuando juegas, Luka? —preguntó Goran.
Luka se volvió hacia él y arqueó las cejas, como si quisiera preguntar algo. Levantó los hombros y suspiró mientras se giraba hacia la ventanilla. Luego, solo dijo:
—Cuando juego es como cuando estoy soñando.
Goran veía la cara de Luka reflejada en la ventanilla, mirando al cielo. No sabía si había entendido bien su explicación, pero suponía que no habría otra manera de describir algo así.
Los sueños de Luka transcurrían bajo la custodia de los jugadores que aparecían en los pósters de su habitación. Dirk Nowitzki, Kobe Bryant, LeBron James y Allen Iverson, entre muchos otros. Aquellos jugadores (Dirk haciendo un gancho, Kobe machacando, LeBron lanzando de tres y Allen driblando) observaban, en silencio, la imaginación desbordada de los sueños de Luka. Sueños de niño, donde todo es posible.
Una mañana, semanas después del triunfo en el campeonato de Roma, Mirjam despertó a Luka de uno de sus sueños. Le dio un beso en la frente y, en un murmullo, le dijo:
—Cariño, despierta. Vas a llegar tarde a clase.
Luka se desperezó y salió de la cama. Mirjam lo miraba caminar cabizbajo hacia el cuarto de baño y cerrar la puerta tras él, y no paraba de pensar en la llamada telefónica de la noche anterior. La llamada de aquel español llamado Alberto.
Alberto le había dicho que en su club estaban muy interesados en Luka. Que querían que jugara, como invitado, un torneo nacional, para ver cómo se sentía el chico enfundado en la camiseta blanca. Alberto le había dicho que, si aceptaban aquella invitación y Luka finalmente decidía pasar a formar parte del Real Madrid, tendría una excelente formación académica. Además, viviría en un entorno ideal para su crecimiento tanto humano como profesional. Alberto le había prometido el cielo, porque el cielo era el límite de Luka.
Allí donde brillan las estrellas.
Mirjam dispuso los platos del desayuno en la mesa de la cocina, exprimió algunas naranjas y sirvió el zumo en tres vasos que colocó junto a los platos. Tardó en hacer todo esto unos dieciséis minutos. Luka entró en la cocina vestido con su chándal del Olimpia. Era como su segunda piel. A Mirjam se le hacía raro imaginárselo con otra camiseta. Se sentaron en silencio a desayunar.
Ella pensaba en cómo sacar el tema. En qué momento hablarle de la llamada de la noche anterior. Entonces una llamada telefónica de Saša precipitó los acontecimientos.
—¡Buenos días, campeón! —dijo Saša, cuando Luka descolgó el teléfono.
—¡Buenos días, papá! —respondió Luka.
Mirjam observó la escena con el corazón en un puño. Su hijo respondía con monosílabos a lo que fuera que le estuviera diciendo su padre desde el otro lado de la línea telefónica. Luka se rio, seguramente Saša le habría hecho una broma y, un instante después, su rostro se quedó perplejo. Mirjam, que no le quitaba los ojos de encima a Luka, comprendió entonces que algo no iba bien. Luka miró a su madre con una ceja levantada y preguntó:
—¿Real Madrid?
Mirjam puso cara de sapo. Si hubiera tenido delante al padre de su hijo, lo habría estrangulado. Menudo bocazas. Aunque, por otro lado, ella no sabía si habría encontrado un buen momento para sacar ese tema. Nunca era buen momento para algo así.
—¿Qué pasa con el Real Madrid? —dijo Luka mirando a su madre.
Mirjam suspiró y forzó la mejor de sus sonrisas.
—Quieren que juegues con ellos un torneo, como invitado.
Los ojos de Luka se abrieron como platos y gritó:
—¿Qué? ¡Eso es increíble!
Saša, desde el otro extremo de la línea telefónica, lanzó una carcajada de padre orgulloso y feliz.
—¿Qué te parece? —dijo.
Luka saltó y gritó de alegría. La respuesta estaba clara.
Darmowy fragment się skończył.