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Los grandes errores que cometemos los padres al educar a nuestros hijos


Los grandes errores que cometemos los padres al educar a nuestros hijos (2012) Enrique Villarreal Aguilar

D. R. © Editorial Lectorum, S. A. de C. V., 2012

Batalla de Casa Blanca Manzana 147 Lote 1621

Col. Leyes de Reforma, 3a. Sección

C. P. 09310, México, D. F.

Tel. 5581 3202

www.lectorum.com.mx

ventas@lectorum.com.mx

L. D. Books, Inc.

Miami, Florida

ldbooks@ldbooks.com

Primera edición: abril de 2012

ISBN: 978-607-457-219-3

D. R. © Portada: Lucero Elizabeth Vázquez Téllez

Características tipográficas aseguradas conforme a la ley.

Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización escrita del editor.

Los grandes errores que cometemos los padres al educar a nuestros hijos

1  Dedicatorias

2  Introducción

3  Error de tiempo

4  Errores de liderazgo

5  Error de comunicación

6  Error de paradigmas

7  Error de ejemplo

8  Error de planeación

9  Error de aptitudes

10  Error de actitudes

11  Error de conocimientos

12  Error de imaginación

13  Error de prejuicios

14  Error de emociones

15  Error en la forma de resolver los problemas

16  Error de color

17  .

18  .

Dedicatorias

A Dios: por ser el mejor padre del firmamento, porque de sus enseñanzas hemos aprendido el arte de amar, de comprender, de ser, de aprender y ayudar a los demás para ayudarnos a nosotros mismos.

A Sonia Aguilar (mi madre, q. e. p. d.): hermosa señora, conforme pasan los años, más te extraño y entiendo, no cabe duda que no comprendemos realmente a nuestros padres hasta que no lo somos. Y es en ese momento cuando les damos su verdadera valía. Si Dios me diera la oportunidad de escoger a mi madre, sin pensarlo, te volvería a escoger. Te amo.

Maricela (mi hermana): gracias, Mary. Desde que murió mi madre, tú me has escuchado, guiado y aconsejado. En los momentos más difíciles me has brindado tu apoyo y comprensión. Como hermana mayor, has tenido tu toque de madre.

A Luis Enrique y Mauricio: que fueron mis pequeños traviesos y que se han convertido en jóvenes inquietos que buscan su propia realización: empezar a volar. Falta algo de tiempo; no desesperen, siempre tendrán en mí a alguien en quien apoyarse; siempre obtendrán mi amor, mi hombro para llorar, mi comprensión y una mano que estará con ustedes cuando la necesiten.

A todos los padres: porque no nos enseñaron a ser padres, pero queremos que nuestros hijos sean exitosos, que logren todos sus objetivos, que alcancen sus sueños y que tengan la firme voluntad de que sus hijos sean mejores que ellos mismos, alcanzando la felicidad.

Introducción

Cuando era pequeño tenía un buen padre, y mi mejor amigo tenía un padre bueno.

Su padre, padre bueno, trabajaba día y noche y casi nunca lo veía debido a sus múltiples ocupaciones; pero claro, a mi amigo nunca le faltaba nada material: era el primero que estrenaba los tenis que estuvieran de moda, lo último en tecnología lo tenía en su habitación; sus televisiones y audios avanzados nos deslumbraban a todos. Era un lujo visitar su casa, lástima que pareciera que ni su padre ni su madre vivían ahí, ya que rara vez los veíamos; eran demasiado importantes para dedicar un poco de tiempo a su hijo.

En cambio, mi padre, un buen padre, siempre nos dedicaba tiempo, platicaba con nosotros y nos aconsejaba, pero no podía darnos todos los lujos que otorgaba el padre bueno de mi amigo. Sin embargo, podíamos salir con él los fines de semana al parque o a visitar un lugar distinto en la República. Mi padre y mi madre estaban siempre unidos y al pendiente de todo lo que nos sucediera.

A mi amigo lo veías en todas las fiestas. Su padre bueno siempre lo dejaba y no tenía problemas con los horarios, ya que era muy complaciente. De hecho, mi amigo podía llegar hasta altas horas de la noche, ni siquiera se enteraban en su casa y menos que llegaba tomado, embrutecido por el alcohol. El cambio, mi buen padre me iba a recoger a las fiestas y fijaba una hora para pasar por mí. Si no salía a tiempo me castigaba y establecía normas en el hogar; cuidado y llegara

tomado porque entonces me castigaba de por vida.

Mi amigo creció con vicios y sus padres buenos ni se inmutaron, decían que todos tenemos vicios, que eso es normal. Así que el alcohol, los videos pornográficos y las drogas eran algo normal, no eran tanto como para armar un escándalo; claro, ellos ni enterados estaban.

En cambio, mi buen padre estableció valores en el hogar

y nos comentó acerca de los peligros en los que podíamos caer cuando algún vicio se apoderaba de nuestro ser. Frecuentemente nos hablaba de las personas que podían influir en nosotros para atraernos a los vicios, y como incluso te amenazaban para que tomaras o como tus amigos se burlaban de ti porque no hacías lo que ellos hacían. La comunicación era una constante en mi hogar.

Mi amigo decía que en la vida había clases y que no podías intimar con cualquiera, que la posición económica te ponía por encima de los demás, a los cuales había que pisotear para que no abusaran de ti. “Los valores no importan cuando hay dinero”, decía. Su padre bueno lo había aleccionado bien.

En cambio, mi buen padre me educó con valores, a respetar a mis semejantes, sin importar su sexo, raza o posición económica. En la vida, me decía, todos somos importantes. En la medida que nos ayudemos unos a otros, está va a ser más placentera. Los valores eran el puntal de nuestro hogar y teníamos que respetarnos unos a otros.

Mi amigo no estudiaba ni se esforzaba en nada. Su padre bueno lo protegía de todos y se peleaba con los maestros cuando su hijo no sacaba buenas calificaciones. En ocasiones corrieron a varios maestros por la influencia de su padre bueno. Cómo iba a permitir que ningunearan a su hijo que nunca estudiaba, aunque tuviera que comprar su calificación por supuesto, que no iba a reprobar.

Su padre bueno era sobreprotector, no permitía que nadie le llamara la atención, aunque éste estuviera mal. Él era el único que podía hacerlo y nunca lo hacía. Mi buen padre dejaba que yo asumiera las consecuencias para madurar. Claro, si veía que la otra persona estaba abusando, entonces me defendía y externaba su opinión.

Mi amigo hizo lo que quiso, no avisaba a qué hora llegaba de las fiestas, asistía a todas, se iba a todos los viajes, disfrutaba todas las reuniones, estaba en todas las casas y podía reprobar materias sin que nadie le dijera nada. Hacía lo que quería; tenía un padre bueno.

En cambio, yo tenía que decir a qué hora llegaba, sólo asistía a unas cuantas fiestas, no podía viajar si los padres de mis amigos no pedían permiso para que fuera, no disfruté de todas las reuniones, tenía la obligación de esforzarme, de obtener buenas calificaciones, actitudes correctas, fortalecer mis conocimientos y aptitudes, obedecer y aprender. Yo no hacía lo que quería, tenía un buen padre.

Después de muchos años, los negocios no salieron bien para el padre bueno de mi amigo y, como no tenía estudios ni quién lo mantuviera, el fracaso, el hambre y el arrepentimiento tocaron a sus vidas. Lástima que fuera demasiado tarde: unos años después, las drogas y el alcohol terminaron con su existir.

Yo terminé mi carrera. Los que están a mi lado me quieren y admiran, y actualmente gano un excelente sueldo, tengo proyectados varios negocios donde funjo como director y me dedico a dar conferencias.

Saben, hace años murió mi buen padre. Jamás vio cómo me realicé y el bien que hizo en mi vida. No se imaginan cuánto lo extraño, cómo anhelo sus consejos. Gracias a la manera en que me educó ahora tengo la vida, los hijos y la pareja que quiero. Ojalá que pueda ilustrar a mis hijos como él me educó a mí.

¡Que en paz descanses, viejo!

Error de tiempo

En un sinnúmero de ocasiones, hemos escuchado en las conversaciones de los padres una justificación que todos comentan para deslindar su responsabilidad como tales, señalando: “Cometí este y aquel error, ¿por qué nadie me enseñó a ser padre o madre?, ¿no existe una escuela para padres?”

Mientras, ya le fastidiaron la vida a sus hijos. En Derecho existe una máxima que señala: la ignorancia no exime de responsabilidad.

De alguna manera, nosotros somos los responsables de la educación de nuestros hijos; somos los garantes de su futuro y el aval de su porvenir. Cuando nos casamos pensamos en lo que vamos a hacer como pareja; pero casi nunca pensamos en los que vamos a hacer como familia. Una vez que nazcan nuestros hijos, ¿cómo los vamos a educar?, ¿cuáles son las reglas que vamos a tener en el hogar?

Mis padres, como muchos de nuestros padres, fueron intolerantes ante nuestros caprichos y la educación que nos proporcionaron fue demasiado estricta. Sin embargo, a pesar de sus restricciones, salimos adelante y fuimos felices. Sin querer, nos volvimos audaces y esa audacia de algún modo se ha perdido con la juventud de ahora y ha cambiado en forma de agresión.

Los menos quieren educar a sus hijos como los educaron sus padres, volviéndose autoritarios e intransigentes; otros quieren cambiar drásticamente la forma en que los educaron y darles a sus hijos todo los que ellos no tuvieron, volviéndose permisivos y tolerantes. Lo peor es que mientras el autoritarismo asfixia, el permisivismo liquida. Eso en el mejor de los casos, cuando los padres piensan en sus hijos, porque otros ni siquiera piensan en ellos, simplemente se vuelven proveedores materiales y creen que con eso ya cumplieron.

En una conferencia que impartí hace algunos años sobre superación y escuela para padres, un destacado autor de libros de historia vociferó ante unos quinientos espectadores:

––A mí no me sirven de nada las conferencias de escuela para padres, son obvias.

Y le pregunté, interrumpiendo mi conferencia: ––¿Le parece obvio el tema?

Me contesto:

––¡Sí, por supuesto!

Le volví a preguntar:

––¿Eres casado?

Me contestó que no.

––¿Cuántas veces te has casado? Tres, fue su respuesta.

––¿Tienes hijos?

Contestó que una niña.

––¿Es feliz? ––volví a preguntar.

Y su respuesta fue:

––¡Qué te interesa!

Volví a preguntar,:

––¿Es feliz?

––No sé ––respondió.

Y le contesté:

––Precisamente para eso sirven estas conferencias, para que no existan padres como usted, ya que nuestro principal interés es que nuestros hijos sean felices.

Se puso de pie y se fue entre el aplauso de la multitud.

Muchos creemos que con ofrecerles cosas materiales a nuestros hijos ya cumplimos como padres, ya que les estamos dando todo lo que nosotros no tuvimos, cuando lo que ellos piden a gritos es nuestro amor, que los escuchemos y que los entendamos. El dinero pasa a un segundo término.

Cuando el dinero ya cumplió su cometido, el amor grita, desesperado: “te necesito”. Todo hombre sabio ama a su familia.

Escúchenlo una vez más, papás que sólo proporcionan dinero en el hogar:

“Cuando el dinero ya cumplió su cometido, el amor grita desesperado, te necesito. Todo hombre sabio, ama a su familia”.

Estimados padres: nos pasamos toda la vida tratando de que nuestros hijos sean felices; trabajamos día y noche para que no falte nada en nuestra casa, pero nos olvidamos de lo más importante: nuestros hijos.

Sócrates decía al respecto: “Si yo pudiera escalar al lugar más alto de Atenas, proclamaría con mi voz: ‘Ciudadanos, ¿por qué trabajan tanto para buscar riqueza y toman tan poco tiempo con los niños, quienes un día lo heredarán todo?’”.

Ésta es una de las grandes contradicciones en la vida: trabajamos para nuestros hijos pero no les damos lo más importante: nuestra presencia y atención, que es lo primero que reclaman.

Damos tiempo de cantidad, pero no tiempo de calidad. Rara vez comemos con nuestros hijos y casi nunca los escuchamos. A veces platicamos con ellos en la comida o algún fin de semana con toda la familia, pero casi nunca salimos con ellos y les dedicamos tiempo.

Dale Carnegie señala: “Cada semana debemos dedicarle tiempo a cada uno de los miembros de la familia, donde se haga lo que ellos quieran, no lo que quieran los demás. Así que un día del fin de semana es el de alguno de la familia y él decide lo que vamos a hacer todos en ese día, pero también hay que brindarle su espacio a cada uno de nuestros hijos y pareja, donde nos cuenten sus sueños, sus pretensiones, sus anhelos para poderlos guiar y enseñarles el camino”.

Eso es lo primero que debemos de entender los padres; somos guías de nuestros hijos, no son de nuestra propiedad, nos los han prestado para después dejarlos ir.

Un hermoso proverbio hindú señala: “A los hijos les dejamos dos cosas: raíces y alas”.

Las raíces son los principios bajo los cuales van a regir su vida, las alas las tendrán para volar e irse de la casa para formar su propia vida.

Cuántos errores hemos cometido porque no nos enseñaron a ser padres.

Éste es el momento de establecer un parte aguas en nuestra vida y pensar cómo vamos a educar a nuestros hijos. ¿Cuánto tiempo de calidad les vamos a dedicar?

––Papi, ¿cuánto ganas por hora? ––con voz tímida y ojos de admiración un pequeño recibía así a su padre al término de su trabajo.

El padre dirigió un gesto severo al niño y repuso: ––Mira hijo, esa información ni tu madre la conoce. No me molestes, estoy cansado.

––Pero, papá ––insistía el pequeño––, dime por favor cuánto ganas por hora.

La reacción fue menos severa; el padre sólo contestó:

––Ochocientos pesos por hora.

––Papi, ¿me podrías prestar cuatrocientos pesos? ––preguntó el pequeño.

El padre, muy enojado y tratando con brusquedad al hijo, le dijo:

––Así que esa es la razón de tus preguntas. Vete a dormir y no me molestes, muchacho aprovechado.

Cayó la noche. El padre meditó sobre lo sucedido y se sentía culpable. ¡Tal vez su hijo necesitaba algo! Como quería descargar su conciencia, se asomó al cuarto del niño. Con voz baja, preguntó:

––¿Duermes, hijo?

––Dime, papá ––respondió el niño.

––Aquí tienes el dinero que me pediste ––respondió el padre.

––Gracias, papá ––contestó el pequeño mientras metía su manita bajo la almohada, extrajo unos billetes y dijo: ––Ahora ya completé, papi, ¡tengo ochocientos pesos!

¿Me podrías vender una hora de tu tiempo?

Estimados padres, ¿cuánto tiempo le vamos a dedicar a nuestros hijos? A escucharlos, a entenderlos, a quererlos. No se requieren muchas horas (tiempo de cantidad) en la que estén encerrados en una habitación poniéndose jetas, sino unas cuantas horas para platicar de todo lo que les acontece: cuáles son sus sueños, quiénes son sus amigos, cómo los tratan los demás, cómo les va en el colegio... Recuerden, no existe ninguna relación, comunión ni compañía más amorosa, amistosa y encantadora que una buena familia. Como señala Montaigne: “Gobernar una familia es casi tan difícil como gobernar todo un reino”.

No dejemos que nuestros hijos se vuelvan invisibles ante nosotros, que dejemos de observar lo que hacen, lo que desean, lo que sueñan, porque así estaremos perdiendo parte de nuestra razón de ser, de nuestra razón de trascender y ellos podrían desviarse por un camino que nos puede amargar la existencia a todos.

Ahora es un buen momento para dejar de decir “es que no nos enseñaron a ser padres” y empezar a tener una excelente relación con nuestros hijos: a amarlos, comprenderlos y demostrarles el inmenso cariño que inspiran en nuestra alma.

Hijo, sólo por hoy voy a sonreír cuando vea tu rostro; intentaré no regañarte a la menor provocación.

Sólo por hoy no pelearé contigo por la ropa que quieres ponerte ni por cuanto tardas y la prisa que tengo.

Sólo por hoy te llevaré al parque a jugar, me olvidaré de los negocios y mis problemas y pensaré sólo en ti.

Sólo por hoy voy a dejar los platos en la cocina y a pedirte que me enseñes cómo armar ese rompecabezas o a jugar con tus videos.

Sólo por hoy voy a desconectar el teléfono y a apagar la computadora para sentarme junto a ti en el jardín y hacer pompas de jabón.

Sólo por hoy no voy a reclamarte, ni siquiera a murmurar, cuando tú grites y llores cuando pase el carro de los helados, y voy a salir contigo a comprarte uno.

Sólo por hoy no voy a preocuparme sobre qué va a ser de ti cuando crezcas.

Sólo por hoy te estrecharé en mis brazos y te contare la historia acerca de cuando tú naciste, de la gran bendición que eres en mi vida y, sobre todo, de lo mucho que te quiero.

Sólo por hoy te dejaré salpicar en la tina: no me voy a enojar.

Sólo por hoy te dejaré despierto hasta tarde, mientras nos sentamos en el jardín a contar las estrellas y a pedir deseos.

Sólo por hoy, cuando pase mis dedos entre tu cabello mientras rezas, daré gracias a Dios por el mayor regalo que he recibido.

Sólo por hoy voy a pensar en las madres y en los padres que están en estos momentos buscando a sus hijos extraviados, que los visitan en sus tumbas, en lugar de cobijarlos en sus camas; en aquellos padres que están llorando en los hospitales, sufriendo con sus hijos, clamando en su interior por su recuperación por no poder hacer nada más.

Y cuando te dé un beso de buenas noches, te voy a estrechar un poco más fuerte y un poco más largo, diciéndote al oído: ¡¡¡hijo, te amo!!!

Así agradeceré a Dios por ti y no le pediré nada, excepto un día más en el que pueda repetir: sólo por hoy...

Errores de liderazgo

Líder es aquel que tiene seguidores. El liderazgo es el conjunto de capacidades de un individuo para influir en un grupo de personas.

Créanme, si a alguien siguen nuestros hijos y si alguien puede influir en ellos, somos los padres. El problema es que vamos perdiendo liderazgo a través del tiempo debido a nuestra inseguridad al momento de guiarlos.

Cuando tomamos clases de liderazgo o dirección se nos enseña que existen tres tipos de liderazgo.

El autócrata: cuando un director se hace cargo de toda la responsabilidad y en él se centran todas las decisiones; nadie puede opinar más que él.

Dejar hacer (laissez faire): ejerce poco control y deja que cada quien haga lo que quiere y como quiere. No meterse en la vida de los demás.

Demócrata: decide todo consultando a su equipo, entre todos toman una decisión y emiten un veredicto sobre lo que más conviene a todos.

Tal parece que esos modelos de liderazgo se repiten en nuestras casas y, posteriormente, en las casas de nuestros hijos así como en sus oficinas. Esto se remonta al tiempo bíblico: “Por tus frutos te reconocerán” (Mateo 7:20), porque aunque no lo creamos, los líderes tienen sus bases en el hogar y los jefes que ves en las oficinas son en muchos casos producto de lo que sus padres hicieron de ellos. Ojo: no siempre se comportarán igual con su familia. Con ella van a ser diferentes. Su conducta, en muchos casos, es producto de cómo los educaron sus padres. Sófocles señala: “¿Qué adorno más grande puede haber para un hijo que la gloria de su padre, o para un padre que la conducta honrosa de su hijo?” En la familia el liderazgo cambia de nombre.

El autócrata es autoritario: el padre trata de tener controlados a sus hijos, es estricto y se apega a las reglas que impone. Brinda poco amor y afecto. La mayoría de los hijos son infelices y tienen poca comunicación con sus padres y los demás. La conducta del padre afecta a los hijos en su forma de ser.

El dejar hacer ahora es permisivo: Tratan a sus hijos de igual a igual, como si fueran sus amigos. Buscan la aceptación de sus hijos y éstos los desobedecen constantemente. Pierden autoridad ante ellos. Establecen pocas reglas y no cumplen sus amenazas cuando sus hijos los desobedecen, por lo tanto, éstos hacen lo que quieren con sus padres.

El demócrata se convierte en democrático. Mantiene una figura de autoridad frente a sus hijos estableciendo un ambiente cordial. Establece reglas y permite que sus hijos se expresen y digan lo que sienten. No ejercen control, sólo establecen reglas y si alguien no las cumple impone sanciones, no golpes. Enseña a sus hijos a ser responsables y a tener confianza en sí mismos, haciéndolos independientes, adaptados y maduros.

Como lo mencionamos anteriormente, muchos tuvimos padres autoritarios que nos ponían límites severos y crecimos con la mentalidad de que no íbamos a permitir eso con nuestros hijos, que con ellos seríamos totalmente diferentes: que los dejaríamos ser y nos comportaríamos como amigos. Por supuesto que también les compraríamos todo lo que nosotros no tuvimos para que ellos pudieran disfrutar la vida y que no se amargaran como nosotros.

Sin embargo, caímos en el error de ser padres permisivos y dejamos ser a nuestros a hijos a costa de nuestro propio mal, porque esos hijos ahora nos reclaman y nos dicen “no te metas en mi vida, déjame ser yo y vivir mi juventud”.

Esto lo reflexionó un sacerdote...

Escuché a un joven gritarle a su padre:

––¡No te metas en mi vida!

Y pensé cómo le respondería si tuviera un hijo.

––¡Hijo, un momento, no soy yo el que se mete en tu vida, tú te has metido en la mía! Hace muchos años, gracias a Dios, y por el amor que mamá y yo nos tenemos, llegaste a nuestras vidas, ocupaste todo nuestro tiempo, aun antes de nacer: mamá se sentía mal, no podía comer, vomitaba todo lo que ingería y tenía que guardar reposo. Yo tuve que repartir mi tiempo entre las tareas de mi trabajo y las de la casa para ayudarla. Los últimos meses, antes de que llegaras a casa, mamá no dormía y no me dejaba dormir.

Los gastos aumentaron increíblemente, tanto que gran parte de lo nuestro se gastaba en ti, en un buen médico que atendiera a mamá y la ayudara a llevar un embarazo saludable; en medicamentos, en la maternidad, en comprarte todo un guardarropa. Mamá no veía algo de bebé que no quisiera para ti: un vestido, un moisés... Todo lo que se pudiera, con tal de que tú estuvieras bien y tuvieras lo mejor.

––¡¡¡No te metas en mi vida!!! ––Llegó el día en que naciste:

Hubo que comprar recuerdos para los que te vinieran a conocer (dijo mamá); hay que adaptar un cuarto para el bebé. Desde la primera noche no dormimos; cada tres horas, como si fueras una alarma, nos despertabas para que te diéramos de comer; algunos días te sentías mal y llorabas y llorabas, sin que nosotros supiéramos qué hacer, pues no sabíamos qué te sucedía y hasta llorábamos contigo.

––¡¡¡No te metas en mi vida!!!

––Empezaste a caminar. Yo no sé cuándo he tenido que estar más detrás de “ti”, si cuando empezaste a caminar o cuando creíste que ya sabías. Ya no podía sentarme tranquilo a leer el periódico o a ver una película, o el partido de mi equipo favorito, porque te perdías de mi vista y tenía que salir detrás de ti para evitar que te lastimaras.

––¡¡¡No te metas en mi vida!!!

––Todavía recuerdo el primer día de clases, cuando tuve que llamar al trabajo y decir que no podría ir ya que tú, en la puerta del colegio, no querías soltarme y entrar. Llorabas y me pedías que no me fuera. Tuve que entrar contigo a la escuela y pedirle a la maestra que me dejara estar a tu lado un rato, para que fueras tomando confianza. A las pocas semanas no sólo ya no me pedías que no me fuera, hasta te olvidabas de despedirte cuando bajabas del auto corriendo para encontrarte con tus amigos.

––¡¡¡No te metas en mi vida!!!

––Seguiste creciendo. Ya no querías que te lleváramos a tus reuniones, nos pedías que una calle antes te dejáramos y pasáramos por ti una calle después, porque ya no era cool ni top. No querías llegar temprano a casa, te molestabas si marcábamos reglas; no podíamos hacer comentarios acerca de tus amigos sin que te volvieras contra nosotros como si fuéramos unos perfectos desconocidos para ti.

––¡¡¡No te metas en mi vida!!!

––Cada vez sé menos de ti por ti mismo, sé más por lo que oigo de los demás. Ya casi no quieres hablar conmigo, dices que te estoy regañando, y todo lo que yo hago está mal o es razón para que te burles de mí. Pregunto: ¿con esos defectos te he podido dar lo que hasta ahora tienes? Mamá se la pasa en vela y al mismo tiempo no me deja dormir a mí diciéndome que no has llegado y que es de madrugada, que tu teléfono está desconectado, que ya son las tres y no llegas. Hasta que por fin podemos dormir cuando acabas de llegar.

––¡¡¡No te metas en mi vida!!!

––Ya casi no hablamos; no me cuentas tus cosas; te aburre hablar con los viejos que no entienden el mundo de hoy. Ahora sólo me buscas cuando hay que pagar algo, o cuando necesitas dinero para la universidad o para salir; o, peor aún, te busco yo cuando tengo que llamarte la atención.

––¡¡¡No te metas en mi vida!!!

––Pero estoy seguro que ante estas palabras: “No te metas en mi vida”, podemos responder juntos:

¡¡¡Hijo, yo no me meto en tu vida... tú te has metido en la mía, y te aseguro que desde el primer día y hasta el día de hoy, no me arrepiento que lo hayas metido en ella y la hayas cambiado para siempre!!!

¡¡¡Mientras esté vivo, me meteré en tu vida así como tú te metiste en la mía, para ayudarte, para formarte, para amarte y para hacer de ti una persona de bien!!!

¡¡¡Sólo los padres que saben meterse en la vida de sus hijos logran hacer de éstos hombres y mujeres que triunfan en la vida y son capaces de amar!!!

Recuerda: instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él, señala la sagrada Biblia en los Proverbios 22:6. También en Proverbios (13:24) encontramos: “El que detiene el castigo, a su hijo aborrece; más el que lo ama, desde temprano lo corrige”.

Hay quien recomienda no casarse con una mujer a la que sus padres le dicen princesa o un hijo al que le dicen mi rey porque vas a ver en ellos personas intolerantes y acostumbrados a hacer lo que quieren. Claro, como en todo, existen excepciones. Sin embargo, estas princesas y reyes suelen ser hijos de padres permisivos que los dejaron a hacer todo lo que quisieron, protegiéndolos y dejando que cumplieran todos sus caprichos. Ésa no es la mejor forma de educar. Señala Salomón: “Más te ama quien te corrige por los defectos que tienes que quien te alaba por las cualidades que no tienes”. Es importante ver los defectos de nuestros hijos y no darles todo porque no lo tuvimos nosotros.

Un líder es un guía; las personas no nos pertenecen. Recuerda, los hijos son huéspedes, no te pertenecen. ¡Después de a Dios, se pertenecen a sí mismos!

Hay quien señala que el liderazgo es situacional, es decir, que lo debes ejercer según la etapa que estés viviendo. Por supuesto, lo ideal es un liderazgo democrático que debes ejercer en todo momento, pero cuando estás educando a un niño pequeño o tienes que imponer una regla firme tendrás que ejercer un liderazgo autoritario. En ese momento no puedes pedir ninguna opinión porque la inmadurez de nuestros hijos los puede llevar a tomar decisiones que afecten su vida.

Cuando los hijos son mayores, debemos entender que tienen que tomar sus propias decisiones y que en muchas ocasiones se van a tropezar, pero ésta va a ser la única manera de hacerlos madurar. Entonces ejercerás un liderazgo permisivo, donde sólo los vas a aconsejar.

A los directivos se les aconseja dirigir, instruir, apoyar y delegar a y en sus empleados. Con los hijos es muy parecido. Debemos dirigirlos por medio de valores, instruirlos en todo momento para que reaccionen correctamente, apoyarlos en sus decisiones siendo guías no tomando las decisiones por ellos y, cuando son mayores, delegar en ellos todas las responsabilidades que les corresponden.

Como líder del hogar, debes establecer reglas y hacer que se respeten. Como puedes observar, en todos los lugares existen reglas y si las quebrantamos habrá ciertas consecuencias. Lo mismo sucede en el hogar: si deseas dirigir correctamente a tus hijos deberás establecer los parámetros que los llevarán a alcanzar tus objetivos y éstos se fijaran mediante normas que todos, los padres en primer lugar, deberán respetar. Recuerda: lo que haces suena tan fuerte que no alcanzo a escuchar lo que dices.

En un estudio que realizó Banamex examinó qué tiene influencia sobre nuestros hijos y llegó a la siguiente conclusión.

En los años setenta, quien más influía era la familia, después la Iglesia, enseguida la escuela, a continuación el medio ambiente y por último los medios masivos de comunicación.

Todos preferíamos compartir con la familia, teníamos que escuchar misa, respetábamos a nuestros maestros, que incluso nos llegaban a pegar en las manos con una regla y nadie decía nada. No había psicólogos ni niños traumados, simplemente sabías que si le faltabas el respeto a tus maestros te iba a ir mal. Nos encantaba salir a jugar con los amigos el yoyo, al balero, al avión, al burro castigado, etcétera. Y la televisión no nos llamaba tanto la atención como jugar con nuestros amigos.

En los ochenta, quien más influía era la familia, la escuela, la Iglesia, los medios masivos de comunicación y el medio ambiente.

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