El hotel de cristal

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El hotel de cristal
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El hotel de cristal
Emily St. John Mandel

Traducción de Claudia Casanova

Página de créditos
El hotel de cristal

V.1: octubre de 2020

Título original: The Glass Hotel

© Emily St. John Mandel, 2020

© de la traducción, Claudia Casanova, 2020

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Publicado mediante acuerdo con International Editors' Co. y Curtis Brown, Ltd.

Se declara el derecho moral de Emily St. John Mandel a ser reconocida como la autora de esta obra.

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial en cualquier forma.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: MarioGuti - istockphoto

Corrección: Isabel Mestre

Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@aticodeloslibros.com

www.aticodeloslibros.com

ISBN: 978-84-18217-24-1

THEMA: FBA

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

Contenido

Portada

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Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria

Primera parte

1. Vincent en el océano

2. Siempre voy hacia ti

3. El hotel

4. Un cuento de hadas

5. Olivia

Segunda parte

6. Una vida alternativa

7. Marinera

8. La vida alternativa

9. Un cuento de hadas

Tercera parte

10. El coro de la oficina

11. Invierno

12. La vida alternativa

13. País de sombras

14. El coro de la oficina

15. El hotel

16. Vincent en el océano

Agradecimientos

Sobre la autora

El hotel de cristal
Una novela cautivadora sobre el dinero, la belleza y los fantasmas del pasado

Vincent es camarera en el hotel Caiette, un palacio de cristal y madera de cinco estrellas en la isla de Vancouver, donde su madre desapareció cuando ella era una niña. El dueño del hotel, Jonathan Alkaitis, le da una propina a Vincent y eso marca el inicio de una vida juntos. Sin embargo, la aparición de un inquietante mensaje en el ventanal del hotel pondrá en peligro la felicidad de la nueva pareja.

Trece años después, la misteriosa desaparición de una mujer en alta mar se entrelaza con el descubrimiento de una estafa piramidal y arrastra las vidas de Vincent y Alkaitis a un remolino que ninguno de los dos podrá controlar y donde nada es lo que parece.

Entre barcos, rascacielos de Manhattan y la naturaleza salvaje de la isla de Vancouver, los personajes se mueven como fantasmas en este deslumbrante retrato de la codicia, la reconciliación con el pasado y la búsqueda del sentido de la vida en un mundo caótico.

La nueva novela de la ganadora del Arthur C. Clarke y finalista del National Book Award y el PEN/Faulkner Award.

«De una misteriosa originalidad. […] Una ficción literaria soberbia.»

The Washington Post

«Mandel planta su literatura en el cruce entre la realidad y la fantasía.»

The New Yorker

«Un relato cautivador sobre vidas interconectadas.»

People

«Una novela bellamente escrita y construida, […] llena de momentos memorables y personajes excepcionales.»

Kristin Hannah

«Un libro deslumbrante y absorbente cuyos puntos fuertes son su vitalidad desbordante y el propio alcance de la novela.»

The Economist

«Una novela ingeniosa y cautivadora.»

Publisher's Weekly

«Mandel despliega una prosa luminosa.»

Kirkus Reviews

Para Cassia y Kevin

Primera parte

1. Vincent en el océano

Diciembre de 2018

1

Empezar por el final: desplomarse por el lado del barco en la salvaje oscuridad de la tormenta, sin aliento por el golpe de la caída, mi cámara salta por los aires y a través de la lluvia…

2

«Bórrame». Palabras garabateadas en una ventana cuando tenía trece años. Di un paso atrás y dejé caer el rotulador de la mano, y aún recuerdo la exuberancia de aquel momento, la sensación en mi pecho como un relámpago que desciende sobre cristales rotos…

3

¿He llegado ya a la superficie? El frío es aniquilador, el frío es lo único que existe…

4

Un extraño recuerdo: de pie al lado de la orilla en Caiette cuando tenía trece años, con mi cámara de vídeo nueva, excitante y extraña en mis manos, grababa las olas en intervalos de cinco minutos y, mientras grababa, oí mi propia voz susurrar: «Quiero ir a casa, quiero ir a casa, quiero ir a casa», aunque ¿dónde está mi casa si no está allí?

5

¿Dónde estoy? Ni dentro ni fuera del océano, ya no siento el frío ni nada más, soy consciente de la frontera, pero no sé de qué lado estoy y parece que puedo moverme por entre los recuerdos como si pasara de una habitación a otra…

6

«Bienvenida a bordo», dijo el tercer oficial la primera vez que me subí al Neptune Cumberland. Cuando lo miré, algo me llamó la atención, y pensé: «Tú…».

7

Se me acaba el tiempo…

8

Quiero ver a mi hermano. Lo oigo hablarme, y mis recuerdos de él se agitan. Me concentro mucho y, de repente, estoy de pie en una calle estrecha, en la oscuridad y bajo la lluvia, en una ciudad extranjera. Un hombre está inclinado en el umbral de una puerta frente a mí, y llevo diez años sin ver a mi hermano, pero sé que es él. Paul levanta la mirada y tengo tiempo de fijarme en que su aspecto es horrible, raquítico y desmañado, y él me ve, pero entonces la calle parpadea y se apaga…

2. Siempre voy hacia ti

1994 y 1999

1

A finales de 1999, Paul estudiaba finanzas en la Universidad de Toronto, y eso debería haberle parecido un triunfo, pero todo estaba mal. Cuando era más joven había supuesto que se licenciaría en composición musical, pero durante un bache hacía un par de años habían vendido su teclado y su madre no quería ni pensar en unos estudios que no fueran prácticos, y tras varias rondas de rehabilitación bastante costosa tampoco podía echarle la culpa, así que se había apuntado a clases de finanzas con la teoría de que se trataba de una orientación práctica y de una adultez impresionante («¡Mírame, estudiando mercados y movimientos financieros!»), pero el único fallo de su brillante plan era que el tema le parecía terriblemente aburrido. El siglo se acababa y tenía algunas quejas.

 

Como mínimo, esperaba acceder a una escena social más o menos decente, pero el problema de desaparecer es que el mundo sigue adelante sin uno, y entre el tiempo que había dedicado a una sustancia que lo consume todo, el que había pasado trabajando en empleos que aplastan el alma mientras trataba de no pensar en la susodicha sustancia y el que había pasado en los hospitales y los centros de rehabilitación, Paul tenía veintitrés años y parecía mayor. Durante las primeras semanas de universidad salió de fiesta, pero jamás se le había dado bien conversar con extraños y todo el mundo le parecía muy joven. Los exámenes de mitad de semestre no le fueron bien, así que para finales de octubre se pasaba todo el tiempo en la biblioteca (donde leía, pugnaba por sentir interés por las finanzas e intentaba darle la vuelta) o en su habitación mientras la ciudad se volvía más fría a su alrededor. La habitación era individual porque una de las pocas cosas que él y su madre habían acordado era que sería desastroso que Paul tuviera un compañero de habitación y que el susodicho fuera adicto a los opioides, así que casi siempre estaba solo. La habitación era tan pequeña que sentía claustrofobia a menos que se sentara directamente frente a la ventana. Sus interacciones con los demás eran escasas y superficiales. Había una nube oscura de exámenes en el horizonte cercano, pero estudiar no tenía sentido. Intentaba concentrarse en la teoría de la probabilidad y en las martingalas a tiempo discreto, pero sus pensamientos se deslizaban hacia una composición de piano que sabía que jamás terminaría, una situación de do mayor bastante sencilla, excepto con pequeños tramos de claves menores desestabilizadoras.

A principios de diciembre salió de la biblioteca al mismo tiempo que Tim, que estaba en dos de sus asignaturas y también prefería la última fila de la clase.

—¿Haces algo esta noche?

Era la primera vez que alguien le preguntaba algo en bastante tiempo.

—Tenía la esperanza de encontrar música en vivo en alguna parte.

Paul no había pensado en eso antes de contestar, pero parecía la dirección correcta para la velada. Tim se animó un poco. Su única conversación previa había sido sobre música.

—Quería ver a un grupo que se llama Baltica —comentó Tim—, pero tengo que estudiar para los finales. ¿Los conoces?

—¿Los finales? Sí, voy a pringar seguro.

—No, Baltica. —Tim parpadeó, confuso.

Paul recordó algo en que se había fijado antes, y era que Tim carecía de sentido del humor. Era como si hablase con un antropólogo de otro planeta. Paul pensó que eso debería haber creado algún tipo de apertura para su amistad, pero no se imaginaba cómo empezaría esa conversación («No puedo evitar fijarme en que pareces tan alienado como yo, ¿quieres que charlemos de ello?»), y, de todos modos, Tim ya se alejaba en el oscuro anochecer de otoño. Paul tomó unas copias de los semanarios alternativos de las cajas de periódicos que había en la cafetería y volvió a su habitación, donde puso la Quinta de Beethoven para tener compañía y luego buscó en los listados hasta encontrar Baltica, que tenía previsto un concierto a última hora en una sala de la que jamás había oído hablar, en Queen con Spadina. ¿Cuándo había sido la última vez que había salido a ver un concierto? Paul se puso el pelo de punta, luego se lo aplanó, cambió de idea y volvió a ponérselo de punta, se probó tres camisas y dejó la habitación antes de hacer más cambios, disgustado por su propia indecisión. La temperatura estaba bajando, pero el aire frío tenía algo clarificador, y hacer ejercicio era una recomendación médica que había ignorado, así que decidió pasear.

El club estaba en un sótano bajo una tienda de ropa gótica, al final de unas empinadas escaleras. Esperó en la acera durante unos minutos cuando lo vio, preocupado por si resultaba que era un club gótico donde todo el mundo se reiría de sus tejanos y de su polo, pero el segurata apenas se fijó en él y solo había un cincuenta por ciento de vampiros entre la gente. Baltica era un trío: un tío que tocaba el bajo eléctrico, otro que se volcaba sobre un montón de componentes electrónicos inescrutables conectados a un teclado y una chica con un violín eléctrico. Lo que hacían en el escenario no parecía música, más bien una radio que no funcionase bien, con estallidos extraños de notas estáticas y desconectadas, el tipo de electrónica de ambiente que Paul, que era un fanático de Beethoven desde siempre, no entendía en absoluto. Pero la chica era guapa, así que no le importó, y, aunque no disfrutaba de la música, al menos podía disfrutar mientras la miraba a ella. La chica se inclinó hacia el micro y cantó: «Siempre voy hacia ti», pero había un eco (el tío del teclado había apretado un pedal), así que se oía:

«Siempre voy hacia ti, voy hacia ti, voy hacia ti».

Y era discordante de una manera fascinante, la voz con las notas del teclado y los estallidos de estática, pero luego la chica levantó su violín y resultó que era el elemento que faltaba. Cuando movió el arco, la nota fue como un puente entre las islas de estática y Paul se dio cuenta de que todo encajaba: el violín y la estática y el tono oscuro y subyacente del bajo eléctrico; fue emocionante durante un instante, entonces la chica bajó su violín, la música volvió a deshacerse entre sus distintos elementos y Paul se maravilló de nuevo ante el hecho de que alguien escuchara esa música.

Más tarde, mientras la banda bebía en la barra, Paul esperó a un momento en que la violinista no hablara con nadie y se lanzó.

—Disculpa —dijo—, eh, quería decirte que me encanta tu música.

—Gracias —repuso la violinista. Sonrió, pero a la manera cautelosa de las chicas muy guapas que saben lo que viene después.

—Ha sido realmente fantástico —comentó Paul al bajista para confundir las expectativas de la chica y despistarla.

—Gracias, tío. —El bajista resplandeció tanto que Paul pensó que tal vez iba fumado.

—Me llamo Paul, por cierto.

—Theo —apuntó el bajista—. Estos son Charlie y Annika.

Charlie, el teclista, asintió y levantó su cerveza, mientras que Annika observó a Paul por encima del borde de su vaso.

—¿Puedo haceros una pregunta un poco rara? —Paul se moría de ganas de ver a Annika de nuevo—. Soy nuevo en la ciudad y no conozco ningún sitio para salir a bailar.

—Ve a Richmond Street y gira hacia la izquierda —indicó Charlie.

—No, quiero decir que he estado en algunos sitios por ahí abajo y resulta difícil encontrar un sitio donde la música no sea una mierda, y me preguntaba si podríais recomendarme…

—Oh, sí. —Theo se tragó el resto de su cerveza—. Sí, prueba con System Sound.

—Pero es un agujero infernal los fines de semana —añadió Charlie.

—Sí, tío, no vayas los fines de semana. Los martes por la noche son bastante buenos.

—Los martes por la noche son los mejores —confirmó Charlie—. ¿De dónde eres?

—De lo más profundo de los suburbios —respondió Paul—. Los martes por la noche en System, vale, gracias, lo comprobaré. —Y añadió dirigiéndose a Annika—: Quizá nos veamos por allí alguna vez. —Y se giró a medias para no ver su desinterés, que sintió como un frío viento en la espalda en su camino hasta la puerta.

El martes después de los exámenes (tres aprobados, un aprobado bajo, libertad condicional académica) Paul se acercó al System Soundbar y bailó solo. En realidad, no le gustaba la música, pero se lo pasó bien entre la multitud. Los ritmos eran complicados y no estaba muy seguro de cómo bailar, así que se limitó a avanzar y recular con una cerveza en la mano y trató de no pensar en nada. ¿Las discotecas no servían para eso? ¿Para aniquilar tus pensamientos con alcohol y música? Había esperado que Annika estuviera allí, pero no la vio, ni tampoco a ninguno de los otros componentes de Baltica, entre el gentío. Siguió buscándolos y ellos siguieron sin aparecer, hasta que al final le compró una bolsita de pastillas azules brillantes a una chica con el pelo rosa, porque el éxtasis no era heroína y no contaba, pero las pastillas no funcionaban o a Paul le pasaba algo: mordió la mitad de una, solo la mitad, y se la tragó, pero no sintió nada, así que se tragó la otra mitad con su cerveza, y entonces la sala empezó a balancearse, él empezó a sudar, su corazón se detuvo un instante y durante ese segundo pensó que iba a morir. La chica con el pelo rosa había desaparecido. Paul encontró un banco contra la pared.

—Eh, tío, ¿estás bien? ¿Estás bien?

Alguien estaba arrodillado frente a él. Había pasado una cantidad de tiempo significativa. Ya no había tanta gente. Habían encendido las luces y el resplandor era terrible, había transformado el System en una habitación pequeña y sucia con charquitos de líquido sin identificar en la pista de baile. Un tipo más mayor de ojos muertos con múltiples piercings se paseaba con una bolsa de basura y recogía botellas y vasos, y, después de toda la intensidad de la música, el silencio era un rugido, un vacío. El hombre arrodillado frente a Paul pertenecía a la dirección del club; vestía ese conjunto de tejanos, camiseta de Radiohead y americana que la dirección de las discotecas siempre llevaba.

—Sí, estoy bien —contestó Paul—. Lo siento, creo que he bebido demasiado.

—No sé qué te has tomado, tío, pero no te ha sentado bien —dijo el tipo del club—. Vamos a cerrar, sal de aquí.

Paul se levantó con paso vacilante y se fue; cuando estaba en la calle recordó que había dejado su chaqueta en el guardarropa, pero ya habían cerrado la puerta detrás de él. Se sintió como si lo hubieran envenenado. Pasaron de largo cinco taxis vacíos antes de que el sexto se detuviera a recogerlo. El conductor era un abstemio proselitista que sermoneó a Paul acerca de los peligros del alcohol durante todo el trayecto de vuelta al campus. Paul quería desesperadamente llegar a la cama, así que apretó los puños y no dijo nada hasta que el taxi se paró frente a su calle, y cuando pagó, sin propina, le soltó al conductor que dejara de joderle con sermones y que se fuera a tomar por culo de vuelta a la India.

«Quiero que quede claro que ya no soy esa persona —le dijo Paul al terapeuta del centro de rehabilitación de Utah, veinte años después—. Solo trato de ser honesto acerca de quién era entonces».

—Soy de Bangladés, gilipollas racista —le espetó el conductor, y dejó a Paul en la acera, donde este se arrodilló con cuidado y vomitó. Después se tambaleó hacia el edificio de la residencia universitaria, asombrado ante la escala del desastre. Contra todo pronóstico, se había abierto camino a dentelladas hasta una universidad excelente y era el mes de diciembre de su primer curso y la suerte estaba echada. Ya estaba suspendiendo, con apenas un semestre a cuestas. «Tienes que prepararte para soportar la decepción», le había dicho una vez un terapeuta, pero era incapaz de resistirse a nada, ese había sido siempre su problema.

Un salto en el tiempo de dos semanas, después del fiasco de las vacaciones de invierno (el psicólogo de su madre le había aconsejado que se distanciara de su hijo, que se tomara un tiempo para ella y le diera una oportunidad a Paul de ser adulto, etcétera, así que se había ido a Winnipeg para estar con su hermana en Navidad, sin invitar a Paul; él se había pasado el día de Navidad solo en su habitación y llamó a su padre, con quien mantuvo una conversación incómoda durante la que mintió sobre casi todo, como en los viejos tiempos), hasta el 28 de diciembre, el nadir de esa semana muerta entre Navidad y Año Nuevo, cuando se vistió para ir al System Soundbar otro martes por la noche, con el pelo peinado hacia atrás y una camisa abotonada que había comprado especialmente para la ocasión. Llevaba los mismos tejanos que la última vez y hasta que llegó a la discoteca no recordó que la bolsita de pastillas azules seguía en el bolsillo delantero.

 

Entró en el System y allí estaba el grupo de Baltica, Annika, Charlie y Theo, de pie en la barra. Habrían terminado un concierto cerca de allí. Era como una señal. ¿Estaba Annika más guapa aún que la última vez que la había visto? Parecía posible. Su vida universitaria estaba casi a punto de terminar, pero, cuando la miró, vio una nueva versión de la realidad, otro tipo de vida que podría llevar. Sintió que no era, objetivamente hablando, un individuo poco agraciado. Tenía algo de talento musical. Quizá su pasado lo hacía interesante. Había una versión del mundo en la que salía con Annika y en muchos sentidos era una persona de éxito, aun si la universidad no era el lugar para él. Podía dedicarse a las ventas de nuevo, tomárselo más en serio que la otra vez, ganarse la vida de un modo decente.

«Mire —le explicó al psicólogo de Utah, veinte años más adelante—, es obvio que he tenido tiempo para reflexionar, y por supuesto que me doy cuenta de que pensar así era una locura y muy egoísta, pero ella era tan guapa que pensé: “Es mi salvación”, quiero decir mi salvación ante la idea de sentirme un fracasado…».

«Es ahora o nunca», pensó Paul, y se acercó a la barra envuelto en una armadura de valor.

—Eh —lo saludó Theo—. Tú. Eres ese tío.

—¡Seguí tu consejo! —dijo Paul.

—¿Qué consejo? —preguntó Charlie.

—El System, los martes.

—Ah, sí —aseguró Charlie—. Sí, claro.

—Qué bueno verte, tío —añadió Theo, y Paul se sintió bien. Les sonrió a todos y se concentró especialmente en Annika.

—Hola —saludó ella, y no fue descortés, pero, aun así, lo dijo con irritante cautela, como si esperara que todos los que la miraban le pidieran para salir, aunque, por supuesto, era lo que Paul pensaba hacer.

Charlie le estaba contando algo a Theo, que se inclinaba para escucharlo mejor. (Breve retrato de Charlie Wu: un tipo bajito con gafas y un corte de pelo genérico, apropiado para la oficina, vestido con una camisa blanca y tejanos, de pie con las manos en los bolsillos y la luz reflejándose en sus lentes, de modo que Paul no le veía los ojos).

—Oye —le dijo Paul a Annika. Esta lo miró—. Sé que no me conoces, pero creo que eres realmente guapa y me preguntaba si me permitirías que te invitase a cenar alguna vez.

—No, gracias —respondió ella.

La atención de Theo pasó de Charlie a Paul, a quien observaba de cerca, como si estuviera preocupado ante la necesidad de intervenir, y Paul comprendió: la velada había ido bien hasta que él había llegado. Paul era el problema. Charlie se limpiaba las gafas, aparentemente ajeno a todo, y movía la cabeza al ritmo de la música mientras pulía sus lentes.

Paul se obligó a sonreír y se encogió de hombros.

—Vale —aseguró—, no hay problema, no pasa nada, pensé que no había ningún mal en preguntar.

—Claro, siempre se puede preguntar —corroboró Annika.

—¿Os va el éxtasis? —preguntó Paul.

«No lo sé —le aseguró al psicólogo veinte años después—, a decir verdad, no sé en qué pensaba, en mi memoria tengo un terrible vacío mental, no sabía lo que iba a decir antes de abrir la boca…».

—No es que me vaya a mí —añadió Paul, porque en ese momento todos lo miraban—. Quiero decir que me parece todo bien, es solo que no me va del todo, pero mi hermana me ha dado esto. —Y enseñó la bolsita en la palma de su mano—. No quiero venderlas, eso tampoco me va, pero me parece un desperdicio tirarlas por el lavabo, por eso preguntaba.

Annika sonrió.

—Creo que probé esas la semana pasada —aseguró—. Tenían el mismo color.

«Queda claro por qué nunca he contado esto —le dijo Paul al psicólogo veinte años después del System Soundbar—. Pero no sabía que las pastillas eran malas. Pensé que simplemente había reaccionado mal, ya sabe, como si mi organismo ya estuviera mal porque había dejado los opioides, no que cada persona que se las tomara fuera a enfermar de forma automática, y mucho menos…».

—Pues nada, si las queréis, son vuestras —dijo a esa banda que, como todos los demás grupos que había conocido en su vida, iba a rechazarlo, y Annika sonrió y aceptó la bolsita—. Nos vemos —añadió Paul, que se dirigió a todos, pero a ella en especial, porque a veces «no, gracias» quiere decir «no ahora mismo, pero quizá después», aunque las pastillas, las pastillas, las pastillas…

—Gracias —respondió ella.

«Bueno, la manera en que reaccionó… —le contó Paul al psicólogo—. Ya veo cómo me está mirando usted, pero de verdad pensé que habría probado las mismas pastillas la semana anterior, como aseguró, y la manera en la que sonrió me hizo pensar que el viaje había sido bueno, que obviamente le habían gustado, así que lo que me había pasado a mí cuando las probé parecía una reacción rara, como dije, no algo que necesariamente… Mire, sé que me estoy repitiendo, pero necesito que comprenda que no podía preverlo, sé cómo suena, pero no tenía ni idea de…».

Después de que Paul se fuera, Annika se tomó una pastilla y le dio las otras dos a Charlie, cuyo corazón se detuvo media hora después en la pista de baile.

2

Es fácil, en retrospectiva, burlarse de la histeria del año 2000. ¿Quién se acuerda de eso ahora? Pero en ese entonces el riesgo de colapso parecía real. A medianoche del 1 de enero de 2000, decían los expertos, las centrales nucleares podían sumirse en el desastre, mientras que los ordenadores, afectados por el efecto 2000, desatarían oleadas de misiles sobre los océanos. La red colapsaría, los aviones se caerían del cielo. Pero para Paul, el mundo ya se había venido abajo, así que tres días después de la muerte de Charlie Wu estaba de pie al lado de una cabina telefónica en el vestíbulo de llegadas del aeropuerto de Vancouver y trataba de conectar con su media hermana, Vincent. Tenía suficiente dinero para volar hasta Toronto, pero nada más, así que todo su plan consistía en ponerse en manos de su tía Shauna y suplicar su ayuda; en sus difusos recuerdos de infancia, la tía Shauna poseía una casa enorme con numerosas habitaciones de invitados. Aunque no había visto a Vincent en cinco años, desde que ella tenía trece y él dieciocho, y la madre de Vincent acababa de morir; y no había visto a Shauna desde que tenía, ¿qué?, ¿once años? Pensaba en todo eso mientras el teléfono sonaba sin parar en la casa de su tía. Una pareja pasó a su lado con camisetas conjuntadas que decían «sal de fiesta como si fuera 1999» y solo entonces recordó que era Nochevieja. Las últimas setenta y dos horas habían sido casi alucinatorias. No había dormido demasiado. No parecía que su tía tuviera contestador automático. Había un directorio telefónico en la estantería bajo el teléfono público, y allí encontró el bufete de abogados donde trabajaba.

—Paul —dijo ella cuando hubo pasado a través del filtro de su secretaria—. Qué sorpresa más agradable. —Su tono era amable y cauteloso. ¿Cuánto sabía? Supuso que lo habrían mencionado en las conversaciones a lo largo de los años. «¿Paul? Bueno, vuelve a estar en rehabilitación. Sí, es la sexta vez».

—Siento molestarte en el trabajo. —Paul sintió un hormigueo detrás de los ojos. Estaba extremadamente, infinitamente arrepentido por todo. (Y trataba de no pensar en Charlie Wu sobre una camilla de urgencias en el System Soundbar, con un brazo colgando inerte a un lado).

—No es ningún problema. ¿Llamabas para saludar o…?

—Trato de localizar a Vincent —respondió Paul—, y por algún motivo no me coge el teléfono que tengo de tu casa, así que me preguntaba si tiene una línea propia o…

—Se mudó hará cosa de un año. —La estudiada neutralidad en la voz de su tía sugería que la separación no había sido amigable.

—¿Hace un año? ¿A los dieciséis?

—Diecisiete —precisó su tía, como si eso fuera distinto—. Se fue a vivir con una amiga suya de Caiette, una chica que acababa de llegar a la ciudad. Estaba más cerca de su trabajo.

—¿Tienes su número?

Sí, lo tenía.

—Si la ves, salúdala de mi parte —dijo.

—¿No estás en contacto con ella?

—Me temo que cuando nos despedimos la relación era un poco tensa.

—Pensaba que estaba a tu cargo —afirmó él—. ¿No eres su tutora legal?

—Paul, ya no tiene trece años. No le gustaba vivir en mi casa, no le gustaba ir al instituto y, si hubieras pasado más tiempo con ella, sabrías que no sirve de nada intentar que Vincent haga algo que no le gusta. Es como darse con una pared de ladrillos. Disculpa, tengo que salir corriendo hacia una reunión. Cuídate.

Paul escuchó el tono del dial agarrado a una tarjeta de embarque con el número de Vincent garabateado en la parte de atrás. Había alimentado fantasías de que lo acogieran en una habitación de invitados, pero el suelo empezaba a moverse rápidamente bajo sus pies. Sus auriculares colgaban del cuello, así que se los puso con manos temblorosas; apretó el botón de play en el CD de su discman y dejó que los Conciertos de Brandeburgo lo calmaran. Solo escuchaba a Bach cuando necesitaba orden desesperadamente. «Esta es la música que me llevará a Vincent», pensó, y se dispuso a encontrar un autobús que lo llevara al centro. ¿En qué tipo de apartamento viviría Vincent, y con quién? La única amiga de su hermana que recordaba era Melissa, y solo porque estaba allí cuando Vincent hizo el grafiti por culpa del cual la expulsaron de forma temporal de la escuela.

«Bórrame». Palabras garabateadas con pasta ácida en una de las ventanas norte de la escuela mientras el rotulador temblaba un poco en la mano enguantada de Vincent. Tenía trece años y estaban en Port Hardy, en la Columbia Británica, un pueblo en el extremo más al norte de la isla de Vancouver que era en cierto modo menos remoto que el lugar donde vivía Vincent en ese momento. Paul llegó a la esquina del instituto demasiado tarde para detenerla, pero a tiempo de ver cómo lo hacía, y entonces los tres (Vincent, Paul y Melissa) guardaron silencio un instante y observaron los delgados rastros de ácido que goteaban por el vidrio desde varias letras. A través de las palabras, el aula oscura era una masa de sombras, hileras vacías de pupitres y sillas. Vincent llevaba un guante de cuero de hombre que había encontrado Dios sabía dónde. En ese momento se lo quitó y lo dejó caer en la pisoteada hierba invernal, donde yació como una rata muerta mientras Paul se quedaba en pie, boquiabierto e inútil. Melissa se reía, nerviosa.