Mentiras que no te conté

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Mentiras que no te conté
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Mentiras que no te conté

Se terminó de editar en octubre de 2021

en las oficinas de la Editorial Universidad de Guadalajara,

José Bonifacio Andrada 2679, Lomas de Guevara, 44657. Guadalajara, Jalisco

Índice

Presentación

Qué nos va a pasar

The Curse of the Sikuaka Heart

Fantasmas

La balada del Two-Face

Mercurio retrógrado

All tomorrow’s parties

No van a sentir nada

Un cuento de violencia

Presentación

El Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola está organizado por el Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara, en colaboración con la Editorial de la Universidad de Guadalajara. Este concurso nace como homenaje a la memoria y el trabajo literario de Juan José Arreola, escritor originario de Ciudad Guzmán, y por la necesidad de convocar desde su ciudad natal un premio en uno de los géneros literarios más interesantes: el cuento. La Universidad de Guadalajara instituyó este concurso, que se ha ido consolidando a lo largo de estos años, con la finalidad de estimular el trabajo creativo de cuentistas mexicanos, el cual está abierto para obras inéditas de escritores residentes en el país. La obra ganadora de esta XX edición es Mentiras que no conté, de Elma Aurea Correa Neri.

El jurado estuvo integrado por Luis Estrada Orozco, Magali Velasco Vargas, Juan Carlos Quezadas, quienes entregaron el premio a este libro por su capacidad de construir atmósferas e interioridades narradas desde diferentes puntos de vista y una pluralidad de voces. “Desde ella y desde las particularidades de personajes sólidamente construidos hace que los conflictos de los mundos interiores y exteriores resuenen, vayan al unísono o hagan evidente su falta de armonía. Destacan también temáticas contemporáneas en torno al género y al cuerpo, la violencia y la multiculturalidad fronteriza, que enriquece sus ambientes, además de un humor mordaz y original”.

Qué nos va a pasar

Me fascina que existan personas con determinación y fuerza de voluntad. No para grandes sucesos o movilizaciones, no como Gandhi o la Madre Teresa. Personas comunes que no van a cambiar el mundo, pero que se levantarán una mañana decididas a pedir ese aumento, a dejar a su pareja, a iniciar un régimen de jugos desintoxicantes, o que despertarán jurándose no volver a salir de su casa sin haber tendido la cama y lo harán. Esas personas que eligen, que no dudan, que disponen de lo que está a su alrededor de modo que contribuya a sus fines, para después marcharse satisfechos, con la frente hacia adelante y el viento ondeando su cabello.

—Almendras —dice Mariana—, las almendras del reto de Bárbara de Regil. Tengo hambre todo el día pero me siento más inteligente. —Cambia la mancuerna de dos libras con la que hace bíceps por una de cuatro.

—Yo tengo tres semanas haciendo ayuno intermitente —dice Manuel, empujando la prensa para piernas. Estamos en un gimnasio de lujo al que Mariana nos arrastró convenciendo a Manuel de lo barata que era la membresía grupal. En realidad, Mariana y Manuel lo decidieron, yo solo tuve que poner mi parte y después fajarme unos leggings incomodísimos que dejan expuesta la grasa de mis muslos y trasero como si estuviera desnuda. Por eso también me puse una enorme camiseta que me cae hasta las rodillas, y Mariana y Manuel se burlaron de mí cuando nos encontramos en la entrada del lugar.

Desde la universidad se hacen llamar los M&M. Estoy segura de que se le ocurrió a Mariana, pero no puedo probarlo. Me amarga ese modo en que les gusta demostrar lo profunda que es su conexión. Manuel y yo hemos sido pareja tres años, me vio pelear con la lycra acostada en la cama, sacudiéndome, estirándome la piel para obligar a mi carne a entrar en la tela, pero solo cuando apareció Mariana con su conjunto deportivo combinado con los tenis, le vino bien hacerme esa broma tonta.

Manuel flexiona las piernas otra vez y sus increíbles femorales se contraen y se expanden como si tuvieran vida propia. Suda. Me hace un gesto dulce y le paso una toalla para que se seque. Toma la toalla con ambas manos y se cubre el rostro por completo. Cuando se quita el pedazo de felpa de encima es como si descorriera un telón, como si buscara revelar algo que queda opacado por su belleza y el atractivo de sus mandíbulas. El corazón me implosiona en la caja torácica y un dolor antiguo se me instala en los huesos.

Mariana está en la máquina para abductores abriendo y cerrando las piernas. No hay otro modo de hacer ese ejercicio, pero no puedo dejar de verla y de pensar que es un acto muy desagradable. Mariana es la mejor amiga de Manuel. Durante un tiempo tratamos de volvernos cercanas saliendo solas, pero no funcionó, y como ellos no iban a dejar de verse, ahora somos una especie de trío platónico. Cuando comemos en un restaurante, se ofrecen comida del plato del otro con sus propios tenedores y ya no recuerdo la cantidad de veces que los desconocidos han pensado que ellos son la pareja y que yo hago de mal tercio.

Pienso que Mona, nuestra gata, debe estar durmiendo apaciblemente en el departamento sin que nadie la moleste y deseo mucho estar ahí con ella. Mona, un nombre ridículo que he aprendido a amar, aunque no tuve nada que ver con su elección. Cuando adoptamos a la gatita estaba casi recién nacida. Era la única sobreviviente de una camada de siete cachorros cuya madre había sido atropellada. Los otros seis gatitos murieron porque no se adaptaron a las mamás sustitutas o al biberón.

Era lo más tierno que yo había visto alguna vez. Tenía el espíritu de una luchadora y su pelaje entre amarillo y rosado la hacía parecer de la realeza. Merecía un nombre mejor pero Mariana le dijo a Manuel que si las gatas anaranjadas fueran mujeres serían stripers y él estuvo de acuerdo. Mona fue el nombre menos vulgar de una lista de nombres infames que elaboraron durante una tarde entera. Manuel dice que estar con Mariana es como pasar tiempo con otro hombre, que es su versión del best man. Lo dice como si fuera una cosa de la que yo no debiera de preocuparme, como si no hubiéramos vistos, los tres, La boda de mi mejor amigo y las cosas no se hubieran puesto tensas.

Como si Mariana no hubiera dicho: “Al final, la novia se queda con él”.

Manuel está haciendo abdomen y Mariana trata de ligarse al instructor de pilates. Cuando el instructor está distraído voltea a vernos con una amplia sonrisa triunfal. Manuel no necesita ejercitarse, nunca lo ha necesitado. Tiene lo que mi mamá conoce como buenos genes. Trabaja para una empresa que desarrolla software y le han ofrecido una promoción en otro estado. No es necesario que se mude, puede trabajar desde la oficina local o ir y venir, pero él ha decidido marcharse. Ni Mona ni yo iremos con él.

Un nuevo comienzo, una vida distinta. Eso había dicho Mariana, que estaba feliz y orgullosa de su mejor amigo. Ella también se irá pronto. La aceptaron en un posgrado en Barcelona y todo el asunto de la dieta y el gimnasio es una suerte de preparación para sus vidas nuevas. Mariana está acostada bocabajo y el instructor de pilates le sostiene los brazos hacia atrás, apoyado en su cintura con una rodilla. Parece que están en un round de lucha.

Yo me he estado haciendo tonta en la caminadora, porque no hay algo que me interese menos que la tonificación cardiovascular. Manuel se estira y se acerca mientras doy pasitos en el nivel más lento. Miramos a Mariana y al instructor. Manuel me toma de la mano y camina junto a mí en el piso. Nuestras manos están entrelazadas en el aire, a la altura de nuestras cabezas, con los brazos doblados en un ángulo exacto, como si fuéramos a bailar minué. Nos imagino con pelucas blancas y esa imagen me lleva a la de nuestros cabellos canos, pero no envejeceremos juntos. Se me humedecen los ojos y para disimularlo suelto a Manuel y subo la velocidad del aparato.

—Pero no se lo pediste —me dijo Miranda, mi propia mejor amiga y la cuarta eme de mi atribulada existencia.

—Cómo vas a saber si no se lo pides —parecía que iba a continuar pero simplemente se quedó callada del otro lado del teléfono.

—No se supone que yo se lo pida, él debería querer quedarse conmigo —dije sin mucha convicción.

—¿Estás leyendo Cosmopolitan otra vez, como en la secundaria?

 

Nos reímos. Tal vez tenía razón y yo debía pedirle a Manuel que se quedara. O tal vez quien tenía razón era yo, pero de cualquier modo la decisión no me correspondía.

Manuel se va.

Manuel se va y está poniéndose en forma para irse más hermoso y perfecto que ahora.

Quince minutos de carrera y siento que voy a tener un paro cardiaco. Busco a Manuel con la vista y lo encuentro en las bicicletas estacionarias con Mariana. Ahora busco al instructor de pilates. Que regrese, que se la lleve a dar vueltas en la lona.

Llega una mujer mayor, casi anciana, vestida como Jane Fonda en los setenta. Con mallones lilas, calentadores morados, leotardo rosa y púrpura con el corte de la pierna hasta la cintura y banda en la frente a juego. Es algo que Mariana usaría para una fiesta de disfraces. Sonrío por haber pensado eso y la mujer me regresa sonrisa. Yo inclino la cabeza en un saludo y me siento en una banca para deltoides que está desocupada. La mujer hace una rutina de estiramientos que parece muy profesional.

Trato de no ver demasiado a Manuel y a Mariana, pero no puedo evitarlo. Jadeantes, competitivos, sonrientes, pedaleando sin descanso. La mujer me descubre fisgoneando y hace un gesto de disgusto hacia la pareja. Debe creer que son unos recién casados de esos que planean actividades para cada momento del día. Yo también lo pensaría si no los conociera. La mujer termina de estirarse y parece que va a dar inicio a una sesión aeróbica de antología, pero en lugar de eso se sienta a mi lado y bebe un gran trago de su termo. Me ofrece.

—Es proteína —dice.

Limpio la boca del termo con la orilla de mi camiseta y tomo un poco.

Es algún tipo de licor mezclado con jugo que no puedo reconocer. La mujer me anima a beber más. Lo hago.

Me cuenta que si fuera por ella estaría en el bar de un hotel tomando cocteles, hace la especificación de que sería en el bar de un hotel y no simplemente en un bar, porque los bares de los hoteles no cierran nunca. Que el médico recomendó que se ejercitara después de su última cirugía y que sus hijos no entienden que recomendar no es lo mismo que ordenar. Entonces los deja pagar la suscripción y llevarla y recogerla, pero que no les va a permitir salirse con la suya sin un poco de vergüenza. Abre los brazos mostrándome su outfit. Entiendo.

Al principio, cuando Manuel no esté, será más o menos como ahora: yo pasaré más horas de las que debería revisando sus redes sociales, yendo de un perfil a otro cada vez que vea algún like que me provoque suspicacia y gastaré días en el intenso desarrollo de la más pulcra autoconmisceración. Es probable que durante algunas semanas me anime a cosas que nunca he querido hacer, como el sexting o el intercambio de nudes. Pero será sin convicción, sin ánimo, y Manuel se aburrirá y simplemente dejaremos de comunicarnos.

La mujer mayor se llama Mónica, pero no tengo energía para decirle sobre las emes y la coincidencia. La verdad es que pienso “curiosa coincidencia” y de pronto me siento de su edad. Ella termina el brebaje del termo en un trago largo y me informa que irá al baño para el refill. Yo nunca bebo tan temprano y siento el sonrojo del alcohol colorearme la cara, pero está bien, porque las personas creerán que es por el ejercicio.

Un grupo de adolescentes irrumpe con gritos y risas y ponen música muy ruidosa. Una entrenadora habla por un micrófono de diadema y les pide atención. Baja un poco el volumen para darles instrucciones. Me levanto de la banca para buscar a Manuel, pero no me muevo de mi sitio, solo alargo un poco el cuello y veo por encima de las cabezas y las extensiones de los aparatos que por un segundo parecen las ramas retorcidas de un bosque encantado. Perdida, lo busco y como no lo encuentro busco a Mónica y su termo mágico. Tampoco está. Quizá también haya caído rendida ante el embrujo del hada mala y si doy un paso me toparé con Mariana abrazada de Manuel y Mónica, los tres borrachos, cantando una canción.

Me siento otra vez y veo la coreografía de las niñas. ¿Por qué vendrían chicas tan jovencitas a hacer ejercicio? Pienso en lo que yo estaba haciendo a su edad y después me veo las caderas gruesas y dejó de pensar.

Las chicas saltan, suben los brazos, arquean la espalda. Son la apoteosis de la mocedad y la primavera. No recuerdo haberme visto así jamás. Me esfuerzo pero solo logro recordarme hasta hace tres años. Como si hubiera empezado a existir cuando Manuel decidió mirarme en aquella fiesta. Quisiera ser buena feminista y alzar los brazos al cielo clamando por haberme convertido en este contenedor de codependencia, pero siempre fui así, solo estuve agazapada dentro de mí misma esperando que Manuel me trajera a la superficie.

Cuando Manuel no esté y Mariana pasee por la Rambla como una verdadera cosmopolita, yo pasaré mis mañanas con Mónica, Miranda y Mona. Aprenderé a preparar mojitos, martinis y daiquiris, y en lugar de ejercitarnos beberemos tanto que me volveré alcohólica funcional. Cada mediodía llamaré a Manuel al número fijo de su oficina y cuando conteste, colgaré. No adoptaré más gatos pero compraré plantas que irremediablemente se secaran, aunque llore sobre ellas cada noche. O quizá por eso sea que se sequen.

Es esta la resolución de mi futuro. Yo también puedo diseñar y ejecutar planes y proyectos. No son Manuel y Mariana quienes se deshacen de mí, soy yo la que elige quedarse y comer lo que me dé la gana cuando me dé la gana. No más lechugas ni almendras en mi cocina. No me doy cuenta de que estoy hablando en voz alta hasta que Mónica me toca el hombro y veo sus ojos llenos de pena y condescendencia. Cómo se atreve, señora, por lo menos yo no voy disfrazada a la calle y todavía tengo los dos pechos. Me muerdo la lengua. Mónica se empequeñece y las arrugas de su frente se acentúan, no con beligerancia, más bien con una pregunta que me hace huir de ella porque no le quiero contestar.

Camino entre las chicas que pasaron de brincar la cuerda a una rutina con pelotas para yoga. Ya no me importa dónde está Manuel o Mariana, decido que por mí, como si ya se hubieran ido, pero me siento atrapada entre las máquinas y las personas sudorosas. Es como estar en un laberinto o una casa de los espejos.

Las chicas sonríen y mueven las pelotas con fiereza y vigor, endureciendo unos músculos que nacieron firmes. Tengo ganas de ponchar las enormes bolas plásticas que se levantan como globos aerostáticos sostenidos por sus deditos largos, como de bailarinas, para luego bajar hasta el suelo con una gracilidad dolorosa. En una exhibición de ese equilibro y flexibilidad que a mí me han sido negados. También es como estar secuestrada en un videoclip indie.

A lo lejos, veo a Mariana intercambiando su número con el instructor de pilates y a Manuel conversando con una mujer bellísima. El tipo de mujer que, exactamente igual que las niñas y el mismo Manuel, no tiene nada que hacer en un gimnasio. Una de las muchachitas me roza con su pelota. Volteo a verla y tengo el logo de la marca en cara. MPlus. Doy unos pasos para alejarme de ella y choco con otra bola. MountainFit. Max. MamboGym. MyHealth.

Las emes gigantes, deformadas por las curvas de las pelotas, van y vienen y creo que estoy a punto de gritar. La muchacha me habla, se disculpa por haberme tocado con la pelota, pero yo se la arrebato y la lanzo con todas mis fuerzas contra Mónica, que sigue bebiendo en la banca. Tengo mala puntería y la pelota, además de ligera, viaja con una lentitud ingrata, así que no la golpeo, pero todas las chicas se dan cuenta de lo abusivo de mi acción.

Atacar de ese modo a una abuelita y ponerme con una joven menor que yo. Me siento como una acosadora escolar y quiero explicarme, pero antes de que me dé cuenta soy rodeada por las adolescentes que blanden las bolas infladas, amenazantes.

Tartamudeo algo, trato de llamar la atención de Manuel.

La entrenadora no las detiene, de hecho, sube la música para que no se escuche lo que digo.

Las pelotas rebotan en mi cuerpo, me escudo con los brazos y cuando estoy lista para enfrentarlas, una nueva acometida de pelotazos me retiene en el centro de la ronda. Me comporto como si no tuviera importancia y les sostengo la mirada hasta que los pelotazos me hacen caer. Trato de incorporarme pero los golpes me mantienen doblada. Las chicas van cerrando el perímetro y cada vez me dan más fuerte. Veo las emes enormes venir hacia mí y siento que con cada golpe se quedan marcadas en mi cuerpo, como si estuvieran hechas de hierro candente.

Marcada, como las reses.

Propiedad de.

Miembro de un ganado.

Dejo de luchar contra los pelotazos, contra mí misma y me río. Me carcajeo y me retuerzo en el piso. Me río y es como si alimentara la ira adolescente que tira las pelotas con más ganas.

Cierro los ojos y cuando los vuelvo a abrir, Manuel, Mariana, el instructor de pilates y la mujer hermosa observan la escena con una mezcla de pasmo y curiosidad. Es probable que también con algo de miedo.

Una pelota me da en la frente y sale volando. Mis carcajadas se van volviendo roncas, mi garganta hace un ruido que suena similar a un rebuzno. Nadie interviene. Otra pelota me da en el hombro, y otra más, en el tobillo. Es extraño pero empiezo a sentirme liberada. Pienso en cómo voy a contarle esto a Miranda. Pienso en Mona lamiéndose las patitas. En Manuel alejándose con la mujer hermosa, pretendiendo que no me conoce. En Mariana tomando video con su celular.

Mi risa ya es solo un hipo, un sonido irritante como una serie de eructos discontinuos. Veo a las chicas, mis verdugos. Me dan ganas de abrazarlas, de agradecerles, de decirles que las quiero. Cierro los ojos otra vez y me abandono a la golpiza.


The Curse of the Sikuaka Heart

Somos tres morras hacinadas en un departamento diminuto que nos cobran en dólares. Por lo menos está en el centro y tiene renta congelada. Una suerte que muy pocos tienen en Tijuana. ¿Ya dije que somos tres morras? No podemos pagar una ayudante así que nos repartimos las tareas domésticas. Carola es la Jefa de Grupo. Le decimos así porque es neurótica y nos controla, porque nos hace funcionar con sus reglas y reprimendas. La otra es la Shivi, Silvia, que antes era Silvano allá en su Michoacán natal. Nos conocimos en el Dragón Rojo antes de que lo convirtieran en bar norteño, cuando era alternativo y lo frecuentaban los intelectuales de la ciudad. La city, como le decían en esa época porque todavía era cool hablar en spanglish.

Las tres detestábamos a Nortec. Nos caímos bien de inmediato.

Yo trabajo en el Omnimax de La Bola, el cine planetario, y ahorita estamos pasando un ciclo de películas de subgénero mexicanas con las que estoy obsesionada. Tengo un novio haitiano que era arquitecto antes del terremoto allá en la isla, pero luego hizo de constructor en Brasil y de chichifo en Cancún. Aquí trabaja como guardia de seguridad en el Latinos. Tiene esposa y cuatro hijos en Canadá. Les manda exactamente el ochenta y tres por ciento de su sueldo y yo sé que cualquiera que se fije en nuestra relación dirá que me dejo padrotear, pero no me molesta. Yo siempre he creído que una de novia tiene que saber apoyar a su pareja. Además, no soporto a los hombres desobligados. Jeoffrey es muy buen papá. Tiene varias pulseritas hechas con cuerda y cabello de sus niños y en las noches las pone en un altar. Cosas haitianas.

Nosotras vamos mucho al Latinos, las tres, a ver el show, porque la Shivi anda dándose cariño con una que imita a María José. Y Carola, mustia, mustia, regañona, regañona como tía quedada, pero bien que se enreda con mi haitiano a veces. Por eso tarda años en arreglarse cuando vamos a ir al Latinos y cuando Jeoffrey me visita se pasea por el depa en menos ropa que un niñito Dios de pesebre. No me molesta. Ni que esa que le gusta de mi moreno se acabara. Tiene para todas, hasta para la Shivi. Yo siempre he creído que una de amiga tiene que saber ser comprensiva y compartida. Y la verdad es que últimamente Carola me da miedo. Me recuerda a la mocosa horrible de “Veneno para las hadas”, la que se cree bruja y termina quemando viva a su amiguita.

Esa es la cosa importante de contar. Que Carola, mi roomie, mi amiga de hace casi diez años, la que se tira a mi novio pensando que no me doy cuenta y administra nuestra casa con nada más que un pintarrón, plumones y post its de colores, no es la Carola de verdad.

 

Es una copia, estoy segura.

La semana pasada se tardó mucho en el baño del Latinos. Ese baño es terrorífico. Bueno, no tanto como terrorífico, aunque sí es una batalla abrirse paso entre los fiesteros un sábado en la madrugada, para llegar al almacén que hace de baño unisex en el lugar. El asunto es que Carola se fue a dar unas puntitas de esa coca que le gusta comprar en el Green Recreational de San Diego, porque dice que la coca barata de los gringos está más buena que la coca cara de los mexicanos y porque esos dispensarios de mariguana son como las tienditas de las cinco esquinas: todo hay.

Total que allá fue Carola a meterse sus pases y la María José cantó las de Daniela Romo, las de María del Sol, las de Pimpinela y todas las que ponen loca a la audiencia del Latinos y nada que regresaba Carola. Esa vez la María José dio un showsazo. Era una noche particularmente alegre, hasta parecía que todos andaban en tachas. Luego siguió la que hace de Paulina Rubio y se me hizo raro que Carola no llegara corriendo a cantar que tu mirada me hipnotiza y siento pau, pau, pau, pau, pero cuando de verdad me preocupé fue cuando salió Jenni Rivera. Ahí sí me puse a repartir codazos para que me dejaran pasar y mientras caminaba empujando gente, pensé que primero hubiera ido a ver si Jeoffrey estaba en la puerta principal, porque si los encontraba juntos en el baño ya no iba a tener manera de hacerme la desentendida, y lo último que yo quería, era avergonzar a Carola.

Pero ya casi llegaba y mi inquietud honesta era que no fuera estar Carola con la lengua torcida, echando espumarajos y con la nariz de moño como Carmen Campuzano. Cuando di con el pasillo, me acuerdo que lo que se me hizo más extraño fue que no hubiera fila. Ni un alma. Abrí la puerta muy despacio y entonces lo vi todo. Carola estaba parada delante del espejo iluminada por una mancha verde que flotaba encima de ella. Como soy muy dispersa me vino a la mente una escena de “El Santo contra la invasión de los marcianos” y también tuve chance de pensar que qué guapo Wolf Ruvinskis.

Ahí estaba yo pensando esas babosadas en un microsegundo y Carola siendo abducida por sabrá qué outsider espacial, o más bien, siendo poseída y reemplazada por esa presencia, así que sin detenerme a averiguar entré haciendo un escándalo, saqué mi body spray de cherry vainilla y empecé a disparar con el aspersor como si en ello me fuera la vida, como si el perfume fuera insecticida y la mancha verde un enjambre de cucarachas. Cuando el sitio se volvió irrespirable, Carola, la nueva Carola, me miró con unos ojos envolventes durante varios minutos que se me hicieron eternos. Hasta parecía como si la Carola de antes intentara decirme algo, pero en lugar de lograr salir a la superficie de sus pupilas, se despeñara por un precipicio.

En eso, un montón de cacatúas entraron como si nada estuviera pasando y Carola y yo salimos de nuestro trance y regresamos a la mesa.

Desde entonces trae esa cara de Ana Patricia Rojo a los nueve años y yo no quiero terminar achicharrada. Hace rato, en la cocina, en nuestra reunión semanal para asignarnos tareas, le dijo de cosas a la Shivi porque no había ido a la lavandería y la Shivi, que es muy sentida, se puso a llorar. Yo sé que la Carola original nunca habría sido tan cruel, pero esta Carola no tiene sentimientos. Me dan ganas de preguntarle a Jeoffrey si nota algo raro cuando están juntos, pero me voy a ver muy mal. A los hombres lo que les gusta es vernos la cara de mensas, si una sale con que se entera de que están con otras y no le preocupa, no lo soportan, piensan que algo nos falla en el seso o que nos merecemos que nos traten fatal. Prefiero que Jeoffrey y Carola crean que tienen su secreto muy bien escondido.

Desde el cuarto de la Shivi se escucha que Jeoffrey prende sus velas. Casi puedo verlo colgando las pulseritas de los niños con las manos resplandecientes. Luego le habla en su francés criollo a Carola. Tengo ganas de ir con él, pero se lo voy a dejar a Carola porque la Shivi sigue muy triste. Le prometo que mañana voy a acompañarla a lavar y la arrullo hasta que se queda dormida.

* * *

Estamos separando la ropa y la Shivi no ha parado de maldecir a Carola, yo le digo que no se fije, pero la Shivi dice que nunca la va a perdonar. En la lavandería ya nos conocen y la señora nos deja usar varias lavadoras al mismo tiempo. La Shivi es vengativa. Mete la blusa favorita de Carola en una máquina y le echa cloro. Yo hago como que no veo pero sé que en el departamento va a arder Troya. Entonces llega la María José y la Shivi me encarga las secadoras para irse a seguir hablando mal de Carola con su novio. La María José es hermosa, tiene una de esas auras imponentes, como de aparición, como de ponerle su propia iglesia nomás para irla a adorar. Y cuando no anda de vestida es guapo de veras. La Shivi se le cuelga del brazo y se van.

Las miro alejarse pensando cómo se puede ser una criatura tan perfecta: bellísima como mujer y bellísima como hombre. La señora de las lavadoras tampoco puede dejar de verla. Platicamos. Me pregunta por mi moreno y le presumo de sus chamacos y su altar. La señora me dice que tenga cuidado, que los zombis vienen de Haití y no sé qué del vudú y los muñecos con alfileres y la santería. Trato de no hacerle mucho caso. Saco la blusa echada a perder de Carola y la pongo hasta abajo en la canasta. Antes de irme al depa la señora me alcanza y me entrega una estampita de la Santa Muerte, que para que nos proteja de las fuerzas oscuras. Si no supiera lo de Carola me hubiera dado risa, pero en estas circunstancias hago como las abuelitas con el monedero: me guardo la imagen en el brasier procurando que sea en el lado del corazón.

Más tarde, en el trabajo, entro a la sala y están proyectando “Los misterios de la magia negra”. Casi me caigo encima de un espectador. Le piso los juanetes. Para disculparme le regalo unas palomitas que compro con mi descuento de empleado. No puede ser coincidencia. Es una señal. No lo de haberle pisado los callos a uno de nuestros espectadores asiduos, sino lo de la magia negra. Trato de concentrarme y pensar. No sé si ahora imagino cosas, pero se me hace que anoche una de las pulseras de Jeoffrey se veía más clara, como si le hubieran trenzado unos cabellos güeros, güeros L’Oréal, como los de Carola.

Me persigno y como hace siglos que no lo hago me persigno mal. Me pone nerviosa que persignarme con la mano equivocada o desde un lado que no es vaya a resultar en una cosa diabólica. La señora de las lavadoras dijo que el maligno está en todas partes buscando donde meter la cola. Esa vieja perra me dejó paranoica. Voy al baño y leo la parte de atrás de la estampita. Poderosa Santísima, escucha mis ruegos para que venga a mí tu ayuda, solicito tu protección en esta situación tan difícil por la que atravieso, conoces el dolor por el que estoy padeciendo. No puedo terminar el rezo porque dan ganas de orinar del miedo.

Hago lo mío y me quedo sentada un rato en el cubículo con el pantalón arrugado en los tobillos. A lo lejos se escucha que la permanencia voluntaria va a dar otra vuelta. Siguen “El extraño hijo del Sheriff” y luego “La noche de los mil gatos”. El programador me tira la onda y yo me hago la que sí, pero no le digo cuándo, como la negrita de los pesares, nomás para que me ponga las pelis que yo quiero. Cómo me gustaría vivir para siempre en el Omnimax mirando cine. No tener que regresar al depa a enfrentar a la Carola poseída. Escucho los balazos del western y me acuerdo de lo buena que está esa escena. Beso la estampita y me acomodo la ropa para ir a ver la película.

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