Introducción al sistema interamericano de derechos humanos

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Introducción al sistema interamericano de derechos humanos
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Elizabeth Salmón es doctora en Derecho Internacional por la Universidad de Sevilla y profesora principal de Derecho Internacional en la PUCP. Es directora ejecutiva del Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la PUCP (IDEHPUCP) y presidenta del comité asesor del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Asimismo, es jurista experta extranjera para actuar como amicus curiae en la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) en Colombia. Es autora de varias publicaciones en derecho internacional público, derecho internacional de los derechos humanos, derecho penal internacional, derecho internacional humanitario y justicia transicional. Ha sido directora de la Maestría en Derechos Humanos de la PUCP, consultora en los ministerios de Justicia y Defensa del Perú, así como en la Comisión de Verdad y Reconciliación peruana, las Naciones Unidas y el Comité Internacional de la Cruz Roja. Además, es profesora visitante y dicta cursos especializados en diversas ­universidades.

Elizabeth Salmón

CURSO DE DERECHO INTERNACIONAL PÚBLICO


Introducción al Sistema Interamericano de Derechos Humanos

© Elizabeth Salmón, 2019

© Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2019

Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú

feditor@pucp.edu.pe www.fondoeditorial.pucp.edu.pe

Diseño, diagramación, corrección de estilo

y cuidado de la edición: Fondo Editorial PUCP

Fotografía de portada: Belén Boza Salmón

Primera edición digital: febrero de 2019

Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores.

ISBN: 978-612-317-459-0

A Olga,

mujer valiente y luchadora

Introducción

Es posible situar los orígenes del Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH) setenta años atrás, cuando en la Novena Conferencia Internacional Americana realizada en Bogotá, entre marzo y mayo de 1948, se aprobó, entre otros instrumentos, la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre. Desde entonces, las sucesivas normas e instituciones resultantes —la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la Convención Americana sobre Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH)— se han convertido en el último y más elevado recurso para la defensa de los derechos humanos de la población del continente. Al poner freno a los excesos o abusos del poder estatal, estos mecanismos han permitido hacer avanzar entre nosotros el principio de la igualdad ante la ley y del respeto a la dignidad de todos los seres humanos. Y por esa razón se podría decir, también, que el sistema interamericano debe ser contado como uno de los factores más importantes en la larga travesía de la región hacia la consolidación de la democracia y el Estado de derecho.

No obstante su fundamental relevancia, también es factible señalar que el sistema interamericano debe conocerse fuera del ámbito de los expertos en derecho, de las organizaciones civiles promotoras de los derechos humanos o de los ciudadanos que acuden a él en busca de justicia y protección. Más aún, por su misión intrínseca de hacer valer los principios jurídicos por encima de los intereses del poder o del simple sentido común, se trata de un sistema a veces incomprendido y, en no pocos casos, deformado por quienes se sienten perjudicados por sus normas, recomendaciones y fallos. Por ello se hace necesario procurar, por todas las formas disponibles, un conocimiento más amplio del marco jurídico, los mecanismos, los procedimientos, los alcances y los objetivos que constituyen la acción del SIDH. Propagar ese conocimiento equivale a poner en manos de la ciudadanía mejores herramientas para defender sus derechos y, del mismo modo, incentivar a quienes ejercen la autoridad pública a conducir sus gestiones dentro de los cauces jurídicos de respeto a los derechos, adoptados soberanamente por los países de la región. Por ello, este libro tiene como objetivo brindar ese conocimiento y ayudar a que la protección de los derechos humanos sea, a la vez que una realidad institucional, un elemento vivo de la cultura pública americana.

Creado en el seno de la Organización de Estados Americanos (OEA), el SIDH es el mecanismo más influyente en materia de promoción y protección de los derechos humanos en el continente americano —donde protege a más de 700 millones de personas— y uno de los sistemas regionales con mayor relevancia mundial. Este sistema constituye el último recurso de defensa, una vez agotados los que brinda la jurisdicción interna o activada alguna de sus excepciones, frente a violaciones de los derechos humanos cometidas en la región cuando una persona considera que no ha obtenido una respuesta conforme a la protección de sus derechos.

Para comprender adecuadamente el sistema interamericano resulta necesario entender la realidad política y jurídica de los Estados de la región. En sus inicios, aquel enfrentaba un contexto de gobiernos autoritarios que transgredían los principios y normas esenciales de protección de los derechos humanos. Ello determinó que, a pesar de que la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre fuera aprobada el 2 de mayo de 1948, la Convención Americana sobre Derechos Humanos entrase en vigor recién el 18 de julio de 1978, casi diez años después de su aprobación, y que la Corte IDH no emitiera sus primeros fallos emblemáticos sobre desaparición forzada sino hasta 1988.

El escenario político interamericano actualmente presenta nuevas características; los Estados que lo componen atraviesan, en diversos casos, procesos de transición posconflicto o postautoritaria. Por ello, una de las contribuciones más significativas del sistema interamericano es precisamente ofrecer maneras de enfrentar los crímenes del pasado para evitar la impunidad. No obstante, en algunos Estados parece existir la falsa percepción de que, por su situación transicional, merecen un tratamiento especial en la evaluación del cumplimiento de sus obligaciones internacionales1. En esta tensión se halla la base de algunos de los retos actuales.

Es importante reconocer que esta tensión se traslada al escenario más amplio de la relación entre el sistema interamericano y los Estados. Si por una parte se reconoce su enorme importancia, por el otro lado emergen sucesivas limitaciones de orden político, presupuestal y jurídico para su pleno funcionamiento. Esos retos obedecen en algunos casos a los cambios políticos en la región y la aparición de regímenes políticos incómodos con la supervisión jurídica supranacional, y los consiguientes intentos de controlar el sistema interamericano. Una expresión de esto último son los cíclicos pedidos de reforma del sistema surgidos en la última década: algunos de ellos buscan reformar los mecanismos para fortalecerlos, mientras que otros enarbolan esta bandera para debilitar la actuación de los órganos y permitir, en consecuencia, mayor control de los Estados.

El sistema interamericano, así, hace frente a un conjunto de retos operativos como sustanciales. Estos no se agotan en la simple ausencia de voluntad política, sino que involucran, también, a la capacidad de los Estados de cumplir a cabalidad sus compromisos en materia de derechos humanos.

Desde un punto de vista operativo, la dotación baja e irregular de recursos financieros por parte de los Estados cuestiona la sostenibilidad misma del sistema. Esto repercute en que los recursos humanos para el desempeño de sus funciones sean más bien escasos y que el retraso procesal sea un problema persistente.

En efecto, la OEA destina entre el 7% y 8% de su presupuesto anual a la CIDH, mientras que asigna solo entre el 3% y el 4% a la Corte IDH; es decir, en conjunto, un poco más del 10% del total. Esto hace que una porción significativa del presupuesto ejecutado de estos órganos (cerca del 41,5% del presupuesto de la Corte IDH en 2017) deba provenir de aportes voluntarios de terceros Estados o de fuentes de cooperación internacional. La continuidad de estos fondos es, por definición, aleatoria, lo que impide planificar acciones en el largo plazo.

Asimismo, el trabajo de la CIDH y de la Corte IDH está marcado por dos elementos problemáticos para el cumplimiento de sus funciones. En primer lugar, la modalidad de trabajo de sus miembros es reducida, ya que ni las y los comisionados ni las y los jueces ejercen funciones de forma permanente. Ello contrasta con lo establecido en el Sistema Europeo de Derechos Humanos. De otro lado, el número de abogados que asiste a las y los comisionados y a las y los jueces es extremadamente escaso. En particular, las y los jueces cuentan con el apoyo de 21 abogados (ni el 10% del total de 270 abogados que trabajan en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos-TEDH) para la realización de todas sus labores.

Consecuentemente, hay niveles preocupantes de atraso procesal, lo que afecta a la obtención de justicia por parte de las víctimas y genera tensiones con los usuarios del SIDH. Por ejemplo, durante el año 2015, la Comisión recibió 2164 peticiones y abrió a trámite 208 peticiones, es decir, solo el 9,6% del total. Además, solo sometió 14 casos a la Corte IDH en 2015. Por esta razón, la CIDH creó el denominado Grupo de Atraso Procesal que funcionó desde 2014 a 2016.

Desde un punto de vista sustancial, el sistema enfrenta sus dificultades mayores cuando los Estados se niegan a cumplir sus pronunciamientos o solo lo hacen parcialmente. La Corte IDH ha resuelto 237 casos y en 225 ha establecido la responsabilidad del Estado. De estos 225 casos, resulta que 194 aún se encuentran en etapa de supervisión y solo 31 han sido archivados por haber sido totalmente cumplidos.

 

La explicación de este bajo grado de cumplimiento recae en dos tipos de factores. En primer lugar, hay factores generales originados en que las medidas de reparación ordenadas por la Corte IDH no son solo indemnizatorias, sino que son complejas, numerosas, incluyen medidas de largo plazo e involucran a múltiples actores nacionales en su proceso de ejecución. Las estadísticas muestran que las medidas que alcanzan un mayor nivel de implementación son las simbólicas y de carácter pecuniario porque dependen directamente del Poder Ejecutivo; mientras que las medidas que exigen al Estado iniciar investigaciones o modificaciones legislativas ocupan el primer lugar en niveles de incumplimiento.

En segundo lugar, hay factores específicos surgidos del contexto de cada Estado y su voluntad de cumplimiento. Por ejemplo, en periodos posteriores a dictaduras o conflictos armados, la sociedad suele estar tan polarizada que no acepta la reparación a miembros de determinados grupos. En la normativa peruana, por ejemplo, el concepto de «víctima» como sujeto titular de reparaciones no incluye a personas vinculadas a grupos armados a pesar de que la Corte IDH ha encontrado responsabilidad estatal por torturas o ejecuciones judiciales en determinados casos contra miembros de grupos armados organizados.

Asimismo, no se puede dejar de lado que la legitimidad del sistema debe reforzarse permanentemente. Esto implica la necesidad de democratizar el proceso de nominación estatal de candidatos y su elección en la propia organización internacional. No resulta aceptable que instancias que van a tomar decisiones y, por tanto, impactar en los derechos de las personas en la región, tengan una composición de miembros que no esté basada en procedimientos transparentes, éticos y equitativos en términos de género o identidad étnica, por mencionar algunos supuestos especialmente relevantes.

Afrontar y superar los retos mencionados requiere el concurso de diversos sectores de nuestras sociedades. No puede ignorarse, ciertamente, el papel que en ello corresponde a la propia OEA ni a las variadas organizaciones de la sociedad civil. Pero hay que afirmar de manera inequívoca que son los creadores del sistema, es decir los Estados, los primeros y principales responsables de asumir la tarea de dotarlo de las herramientas y competencias necesarias para el cumplimiento de sus funciones.

Se trata, en primer lugar, de la construcción y aceptación universal de un marco normativo suficiente y adecuado para la protección de los derechos humanos. Si bien los órganos del sistema, a través de sus interpretaciones, pronunciamientos y reglamentos de actuación, contribuyen decididamente al enriquecimiento del contenido de los derechos humanos, no debe perderse de vista que los Estados deben comprometerse con estas normas pues son ellos los llamados a respetar y garantizar estos derechos en su jurisdicción.

En segundo lugar, los Estados deben garantizar la existencia de un aparato institucional interamericano que esté en condiciones de prevenir violaciones de derechos humanos, pero también de responder a las demandas de los particulares si estas se producen. Como se sabe, la actuación de sus dos órganos principales, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte IDH, ha transformado —en los hechos— aspectos fundamentales de su procedimiento, como la mayor participación de la víctima, el papel de la Comisión Interamericana en el procedimiento ante la Corte IDH, las reformas de las medidas cautelares o la fase de admisibilidad, entre otras. Asimismo, estos órganos han recordado a los Estados sus obligaciones internacionales en la materia, al declarar la responsabilidad internacional, de ser el caso; y al haber ordenado reparar a las víctimas de dichas violaciones, lo cual ha contribuido a los procesos de democratización y a la consolidación del Estado de derecho.

En tercer lugar, los Estados tienen la responsabilidad de cooperar de buena fe con los órganos en el desempeño de sus funciones (por ejemplo, respondiendo a los pedidos de información, brindando facilidades para visitas al territorio estatal, litigando correctamente, etcétera), como con la provisión de los recursos económicos que esta institucionalidad demande. Esto último resulta crítico en el sistema interamericano hasta el punto de suscitar que la CIDH, en mayo de 2016, anunciara que estaba atravesando una «crisis financiera extrema» que afectaba gravemente su capacidad para cumplir con su mandato y funciones básicas.

Se trata de tres cuestiones básicas, no excesivamente onerosas y que tampoco deben resultar políticamente controversiales si es que se conoce y se entiende la función esencial e indispensable del sistema interamericano. Lamentablemente, ese conocimiento no es moneda corriente entre las élites políticas, el funcionariado y la ciudadanía de nuestros países y ello ha dificultado, en parte, la concreción de todas sus promesas.

El texto que ahora presento ofrece al lector una introducción a las coordenadas principales del sistema interamericano: sus antecedentes y su origen; el marco normativo que le sirve de base; el soporte institucional que brindan los órganos; el sistema de peticiones y casos que es el más visible y activo del sistema y, finalmente, sus principales aportes en la protección y promoción de los derechos humanos en la región. Para hacerlo, me he nutrido de mi trabajo en la docencia e investigación universitarias. Tales actividades, a su vez, me han brindado la oportunidad de dialogar con mujeres y hombres brillantes, quienes con sus preguntas, críticas e inquietudes han abierto paso a nuevos cuestionamientos e ideas. Expreso mi gratitud particular a algunas de ellas, como Juana María Ibáñez, Lorena Bazay, Valeria Reyes y Lorena Vilchez. También debo declarar mi reconocimiento al Vicerrectorado de Investigación de la Pontificia Universidad Católica del Perú, mi querida alma mater, por apoyarme, a través de la concesión de una ayuda para la investigación, en la reflexión y elaboración de esta Introducción al Sistema Interamericano de Derechos Humanos.

El fruto de este trabajo y de estos invalorables apoyos es un libro que, según espero, resulta al mismo tiempo riguroso en sus contenidos y sencillo en su método de exposición. No es un equilibrio fácil de alcanzar, pero es un esfuerzo que vale la pena hacer para rendir un servicio que considero estimable: difundir el conocimiento del sistema interamericano, fortalecer su uso en defensa de los derechos humanos y, en suma, convertir cada vez más en realidad palpable su enorme potencialidad.

1 Según González, «para muchos Estados el proceso de incorporación a todos los ámbitos del Sistema Interamericano de Derechos Humanos se centraba principalmente en procurar separar aguas con las prácticas masivas y sistemáticas de violaciones a los derechos humanos que habían asolado el continente en décadas anteriores. No les resultaba tan evidente, en cambio, que ese paso implicara también que en lo sucesivo la Comisión y la Corte Interamericana supervisarían la situación de los derechos humanos en un amplio rango de materias o por lo menos no que lo harían con la intensidad con que estos órganos han emprendido dicha tarea» (2013, p. 458).

Capítulo 1.

Antecedentes y origen de la creación del Sistema Interamericano de Derechos Humanos

El Sistema Interamericano de Derechos Humanos (en adelante, SIDH) no se construyó en un solo momento, sino que se ha ido forjando a través de la adopción de medidas paulatinas que finalmente han dado como resultado el sistema dual que conocemos. Este capítulo analiza los principales hitos de este proceso complejo, con énfasis tanto en los instrumentos normativos como en los mecanismos de supervisión y sus competencias.

1. Derechos humanos en la Organización de Estados Americanos

Debido a la intervención constante de Estados Unidos en los asuntos internos de los Estados americanos durante la primera parte del siglo XX, las primeras iniciativas regionales se encaminaron a fortalecer el principio de no intervención y la igualdad soberana de los Estados (Goldman, 2007, p. 110). En este contexto, desde 1889 hasta 1954, se realizaron diez Conferencias Internacionales Americanas, también conocidas como las Conferencias Panamericanas, y siete conferencias extraordinarias (Figueroa, 1989, p. 457). Más adelante, en 1970, fueron reemplazadas por los periodos de sesiones de la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (en adelante, OEA).

Una vez finalizada la Guerra del Pacífico entre Chile, Bolivia y Perú, se comenzó a desarrollar el proyecto de una «Paz Americana», bajo el liderazgo de Estados Unidos en la solución de los conflictos en el continente (Vieira, 2008, p. 92). Por ello, el gobierno estadounidense convocó a los Estados a la Primera Conferencia Internacional Americana, que se realizó entre el 2 de octubre de 1889 y el 19 de abril de 1890.

Según Arrighi, este hecho marca el punto de partida del sistema jurídico interamericano (2012, p. 243). Los representantes de dieciocho Estados americanos2 se reunieron en Washington DC con tres objetivos principales:

1 Discutir y recomendar a los respectivos gobiernos la adopción de un plan de arbitraje para el arreglo de los desacuerdos y cuestiones que pudieran suscitarse en el futuro entre ellos.

2 Tratar asuntos relacionados con el incremento del tráfico comercial y de los medios de comunicación directa entre dichos países.

3 Fomentar aquellas relaciones comerciales recíprocas que sean provechosas para todos y asegurar mercados más amplios para los productos de cada uno de los referidos países3.

Este acontecimiento fue clave, en tanto los Estados americanos tomaron la decisión de crear una unidad regional que les permitiera compartir determinadas normas e instituciones. En consecuencia, el resultado de esta conferencia fue, entre otras cosas, la adopción de una resolución que disponía el establecimiento de la Unión Internacional de Repúblicas Americanas y su Secretaría Permanente, con sede en Washington DC, mediante la cual se buscaba la distribución de datos comerciales importantes y la creación de la Oficina Comercial de las Repúblicas Americanas.

La Unión Internacional de Repúblicas Americanas fue posteriormente transformada en la Unión Panamericana y, finalmente, en la Secretaría General de la OEA. Sus atribuciones fueron ampliadas a través de una resolución emitida en el marco de la Quinta Conferencia Internacional Americana, celebrada en Santiago de Chile en 1923. De este modo, la institución quedaba facultada para: a) compilar y distribuir informaciones y folletos referentes al desarrollo comercial, industrial, agrícola y educacional, así como al progreso en general de los países americanos; b) cooperar con el desarrollo de las relaciones comerciales y culturales, y a un conocimiento mutuo más íntimo entre las repúblicas americanas; c) actuar como Comisión Permanente de las Conferencias Internacionales Americanas; d) guardar sus informes y archivos; e) cooperar para obtener la ratificación de los tratados y convenciones, así como también procurar que se respeten los acuerdos tomados y preparar el programa y los reglamentos de cada conferencia; entre otros.

Las Conferencias Internacionales Americanas contribuyeron de manera especial en el desarrollo progresivo y en la codificación del derecho internacional (Villalta, 2007, p. 67). Entre sus principales aportes destacan el desarrollo del arbitraje, la solución pacífica de controversias, la prevención de conflictos, el principio de no intervención, el mantenimiento de la paz, la nacionalidad, el asilo, las relaciones diplomáticas y consulares, la extradición, entre otros.

Como se puede apreciar, la lógica detrás de la creación de una organización de naciones americanas obedecía principalmente a móviles comerciales y a intereses generales de los Estados. En otras palabras, el establecimiento de este tipo de alianzas partía de concebir a los Estados como sujetos principales de derecho internacional —lo que no era ajeno a la época—, velar porque las relaciones comerciales entre ellos fueran más sencillas, transparentes y eficientes, y porque sus intereses soberanos no se vieran afectados como consecuencia de una interacción mucho más intensa con otros Estados de la región.

En paralelo a las conferencias, el 6 de enero de 1916 el Instituto Americano de Derecho Internacional, que fundaron James Brown Scott y Alejandro Álvarez, adoptó, en su primera sesión, la Declaración de los Derechos y Deberes de las Naciones. Este documento presentó los principios generales que debían regir las relaciones entre los Estados que luego serviría de base para la elaboración de la Convención sobre los Derechos y Deberes de los Estados de 1933. Resulta muy importante que en su Preámbulo se reconociera la universalidad de los derechos humanos4.

 

Si bien en un inicio la preocupación de las conferencias no fueron los derechos humanos, algunos pronunciamientos estuvieron dirigidos a la protección y la regulación de determinados derechos civiles y políticos, específicamente, en el caso de las mujeres. La primera referencia la encontramos en la Convención relativa a los derechos de extranjería de 1902, adoptada en la Segunda Conferencia Internacional Americana, en la que se señalaba que tanto nacionales como extranjeros tenían los mismos derechos civiles. Cuatro años después, en la Tercera Conferencia Internacional Americana de 1906, se aprobó una convención que fijaba la condición de los ciudadanos naturalizados que renuevan su residencia en el país de origen.

También, en el Acta Final de la Quinta Conferencia Internacional Americana, aprobada el 26 de abril de 1923, se encomendó a la Unión Panamericana la inclusión de estudios sobre los medios para abolir las incapacidades constitucionales y legales en razón del sexo, con el objetivo de que las mujeres pudieran ejercer sus derechos civiles y políticos en igualdad de condiciones. Asimismo, se recomendó la revisión y la modificación de las legislaciones internas, cuando perpetuaran la desigualdad en razón del sexo, y la preparación de memorias sobre la situación de las mujeres en cada uno de los Estados5.

Seguidamente, en la Sexta Conferencia Internacional Americana de 1928, se creó la Comisión Interamericana de Mujeres, que tuvo como encargo la realización de un estudio sobre la situación legal de las mujeres en las Américas6. Durante la Sétima Conferencia Internacional Americana, celebrada en Montevideo en 1933, los Estados americanos adoptaron la Convención sobre Asilo Político y Extradición, y una resolución sobre los «Derechos civiles y políticos de la mujer». En esta última, recomendaron a los gobiernos «establecer la mayor igualdad entre hombres y mujeres en todo lo que se refiera a la posesión, goce y ejercicio de los derechos civiles y políticos»7, lo que ciertamente refleja una terminología excesivamente deferente a los Estados que se explica por las características de la época.

En la misma conferencia, se suscribió la Convención sobre la Nacionalidad de la Mujer, en la que se proscribía la distinción por razones de sexo en materia de nacionalidad. Asimismo, otro paso importante fue la adopción de la Declaración de Defensa de los Derechos Humanos en la Octava Conferencia de 1938, en la que se reconocía que la guerra no era un medio legítimo para resolver las controversias y la importancia del respeto de los derechos humanos en estas circunstancias.

Algunos acontecimientos en el escenario regional y mundial como, por ejemplo, la Guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay, el auge del populismo, los regímenes dictatoriales, la Segunda Guerra Mundial, el surgimiento de la Organización de Naciones Unidas (en adelante, ONU o Naciones Unidas) y la Guerra Fría, interrumpieron el desarrollo de las conferencias durante diez años (Arrigui, 2012, pp. 256-257). No obstante, ello no impidió la realización de Conferencias Extraordinarias, como la Conferencia Interamericana de Consolidación de la Paz de 1936, en la que se suscribió la Convención sobre Mantenimiento, Afianzamiento y Restablecimiento de la Paz8; la Conferencia sobre Problemas de la Guerra y la Paz de 1945 (Conferencia de Chapultepec); y la Conferencia para el Mantenimiento de la Paz y la Seguridad del Continente de 1947, en la que se adoptó el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR)9.

En marzo de 1948, se convocó la Novena Conferencia Internacional Americana. Su objetivo principal era la creación de una organización regional que sirviera para coordinar el sistema interamericano con el sistema de las Naciones Unidas (Arrigui, 2015, p. 25). Durante la IX Conferencia Internacional Americana, el 30 de abril de 1948, 21 Estados americanos adoptaron la Carta que crea la OEA10 (en adelante, Carta OEA o Pacto de Bogotá). Con esto se empezaron a sentar sólidas bases para dotar de mayor relevancia —y, con ello, mayor protección— a los derechos humanos de todos los individuos que habitan la región. Cabe anotar que, en dicha conferencia se adoptaron también la Convención Interamericana sobre la Concesión de los Derechos Civiles a la Mujer y la Convención sobre los Derechos Políticos de la Mujer, que establece el derecho a voto de la mujer y el derecho a ser elegida para desempeñar cargos de representación.

El texto de la carta indica de forma explícita y en calidad de principio fundamental para la OEA que «los Estados americanos proclaman los derechos fundamentales de la persona humana sin hacer distinción de raza, nacionalidad, credo o sexo»11. Asimismo, el artículo 45 recoge una serie de obligaciones que recaen sobre los Estados con la finalidad de garantizar que los seres humanos puedan alcanzar la plena realización de sus aspiraciones dentro de un orden social justo, acompañado de desarrollo económico y verdadera paz, a través, por ejemplo, del reconocimiento del trabajo y el acceso a la justicia como derechos fundamentales12.

2. El primer catálogo de derechos: la pionera Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre

Junto con la creación de la OEA, el avance más relevante en relación con la promoción y protección de los derechos humanos en la región llegó con la adopción de la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre (en adelante, Declaración Americana o DADDH) el 2 de mayo de 1948. Como se ha visto, tanto la Declaración Americana como las disposiciones de la Carta de la OEA referidas a la protección del ser humano «tienen importantes antecedentes que fueron adoptados en reuniones y conferencias interamericanas celebradas con anterioridad» (CIDH, 1987, p. 9).

Como señala González, «que se haya adoptado un instrumento de envergadura al mismo momento del establecimiento de una nueva organización solo se explica por el hecho de que esta fue precedida por otra —la ya mencionada Unión Panamericana—, que trabajó en la preparación de dicho instrumento» (2013, p. 29). De este modo, algunos antecedentes directos de la Declaración Americana son las resoluciones sobre la «Libre Asociación y Libertad de Expresión para los Trabajadores», la «Declaración de Lima en favor de los Derechos de la Mujer» y la «Resolución XXXVI» sobre persecución por motivos raciales o religiosos, aprobadas en la Octava Conferencia Internacional Americana (CIDH, 1987, p. 9). En esta última resolución, se hacía referencia a la relevancia de tener en consideración lo dispuesto en la Declaración de Defensa de los Derechos Humanos de 1938.

Sin embargo, lo que determinó su adopción fue la aprobación de la Resolución XL sobre la «Protección Internacional de los Derechos Esenciales del Hombre» en la Conferencia Interamericana sobre los Problemas de la Guerra y de la Paz de 1945 (CIDH, 1987, p. 9). En esa oportunidad, se proclamó la adhesión de los Estados americanos a los principios consagrados en el derecho internacional para la salvaguardia de los derechos humanos, a la necesidad de contar con un sistema de protección internacional y de una declaración adoptada en forma de convención por los Estados. Teniendo en cuenta todo ello, se le encargó la preparación de un proyecto de Declaración al Comité Jurídico Interamericano, órgano creado en la Tercera Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores de 1942.