Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea

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Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea
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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

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FACULTAD DE ESTUDIOS SUPERIORES ACATLÁN

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Jefa de la Unidad de Servicios Editoriales

Catalogación en la publicación UNAM. Dirección General de Bibliotecas y Servicios Digitales de Información

Nombres: Di Biase, Elisa, autor.

Título: Ciudad de México, ciudad material : agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea / Elisa Di Biase.

Descripción: Primera edición. | México : Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Estudios Superiores Acatlán, 2021.

Identificadores: LIBRUNAM 2111901 (libro electrónico) | ISBN 9786073049764 (libro electrónico).

Temas: Ciudad de México -- En la literatura. | Literatura moderna -- Siglo XX – Historia y crítica.

Clasificación: LCC PN56.3.M47 (libro electrónico) | DDC 809.933272—dc23

Portada: Jael Huerta Morales

Corrección de estilo: Eric Caballeros Medina

Diseño editorial: Zita Patricia Flores Angeles

Primera edición digital: 2021

D.R. © 2021 UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO

Ciudad Universitaria, Alcaldía Coyoacán,

C.P. 04510, Ciudad de México, México.

FACULTAD DE ESTUDIOS SUPERIORES ACATLÁN

Av. Alcanfores y San Juan Totoltepec s/n,

C.P. 53150, Naucalpan de Juárez, Estado de México.

ISBN: 978-607-30-4976-4

Esta edición y sus características son propiedad de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.

Hecho en México

Made in Mexico

Índice

Introducción

1. El agua

1.1 El agua de la Ciudad de México. Condiciones climáticas e hidrográficas

1.2 El agua y la fundación de la ciudad. Realidad y mito

1.3 José Emilio Pacheco: la eternidad y los fantasmas

1.4 Juan Villoro: la hibridez y el sino de la lluvia

1.5 Fabrizio Mejía Madrid: amor, maternidad, memoria y naufragio

2. El fuego

2.1 El fuego y la Ciudad de México. Condiciones geográficas y marco histórico

2.2 Los incendios

2.3 Los volcanes. Geografía física, imaginaria y espiritual

2.4 José Emilio Pacheco: la vida como incendio y el fuego hecho piedra

2.5 Juan Villoro: la ciudad como parrilla y el magnetismo de vulcano

2.6 Fabrizio Mejía: el exilio en el volcán, el incendio amoroso y la urbe a punto de explotar

3. El aire

3.1 La Ciudad de México y el aire: el devenir de la región más transparente

3.2 José Emilio Pacheco: la noche, la asfixia y el polvo

3.3 Juan Villoro: azoteas enloquecidas y las aventuras de un cielo artificial

3.4 Fabrizio Mejía Madrid: el entrañable veneno, el vuelo imposible y el funambulismo urbano

4. La tierra

4.1 La Ciudad de México y la tierra: orografía, geología, crecimiento y ruinas

4.2 José Emilio Pacheco: Jonás de la memoria y las ruinas

4.3 Juan Villoro: las virtudes de la tierra negra, de los bordes y de la materia dispersa

4.4 Fabrizio Mejía Madrid: la vida sin cimientos

Conclusión

Fuentes de consulta

Notas de capítulos

Introducción

1. El agua

2. El fuego

3. El aire

4. La tierra

El presente libro aborda una serie de obras de la literatura contemporánea de la Ciudad de México, en particular –aunque no exclusivamente– de los escritores José Emilio Pacheco, Juan Villoro y Fabrizio Mejía Madrid desde el punto de vista de la geocrítica y de la imaginería de la Ciudad de México ligada a los cuatro elementos. En este sentido, pretende demostrar que, a través de las sustancias primordiales y de las figuras míticas y apocalípticas que con ellas construyen los autores que viven y retratan la megalópolis actual, ésta continúa ligada a sus mitos fundacionales y recurre a ellos de manera consistente con el fin de no disgregarse y mantener su identidad. Por otro lado, señala los fuertes vínculos entre la realidad geográfica y material de la urbe con el imaginario literario que se desprende de ella, fruto de la vivencia de sus habitantes.

Introducción

Existen incontables motivos para odiar y para amar a la Ciudad de México. Difícilmente encontraremos otra urbe en el mundo que despierte sentimientos tan encontrados y tan extremos en sus habitantes y en quienes la visitan. Desmesurada, impensable, la megalópolis mexicana de la posmodernidad es una intrincadísima acumulación de pasados y presentes, de imágenes y de identidades, de calles y vehículos, de peatones a la deriva, de fragmentos. Inaprensible al vuelo, demanda física y emocionalmente mucho de quien quiera reclamarla como propia. Si bien cualquier asentamiento urbano, sobre todo en el marco cultural de los últimos tiempos, representa un reto para el paseante físico o literario, esta megalópolis de las mil caras, que es tantas ciudades como puntos de vista y rincones la han habitado y construido a través del tiempo, que asume todas las capas de piedra y agua y sangre y sucesos que la han edificado y sobreviven en ella tan insistentemente, puede serlo mucho más.

Para Serge Gruzinski, archivista, historiador de las mentalidades y paleógrafo francés especializado en temas latinoamericanos, sin duda, las razones para interesarse en la capital de México abundan. Su misterioso origen precolombino, su pasado “azteca”, la conquista española entre Dios y el diablo, su gigantismo de fin de siglo o aun su obstinación, cualquiera que sea la época, por querer figurar entre las megalópolis del globo: hacia 1520 la ciudad azteca era la más poblada del mundo; la aglomeración de hoy rebasa o le pisa los talones a Nueva York o Tokio, que encabezan el pelotón. La lista de preguntas podría extenderse al infinito delineando los recuerdos prestigiosos y los récords infames: la contaminación atmosférica, las ciudades perdidas. Precursor del enfoque apocalíptico, Julio Verne no pudo evitar esta observación en Un drama en México: “¿No sabe usted que todos los años se cometen mil asesinatos en México y que estos parajes no son seguros?” (Gruzinski, 2004: 17).

Hay, sin duda, un halo magnético que ejerce esta ciudad múltiple, abigarrada, misteriosa y legendariamente hostil que, sin embargo, esquiva todas las negras expectativas y las predicciones terroríficas que la rodean. Las intuiciones apocalípticas de Julio Verne se convirtieron, con los años, en el alegre ejercer del apocalipsis cotidiano que señaló Carlos Monsiváis. Otro extranjero seducido por la ciudad, el periodista neoyorkino David Lida, radicado en la metrópoli mexicana desde 1990, explica su fascinación hacia ella apuntando que la globalización está convirtiendo a las capitales del primer mundo en ciudades cada vez más parecidas y con menos particularidades. Ante este fenómeno, establece como un contraste la manera en la que, gracias a su sólida base tradicional, su enormidad e inmensa diversidad demográfica, económica y espacial, la Ciudad de México ha recibido la globalización como otro tinte de pluralidad. Las cadenas multinacionales se establecen y dan a la urbe un aire cosmopolita sin anular el resto de las fuerzas culturales que operan en ella. La Ciudad de México, de acuerdo con este periodista, se mantiene enfáticamente ella misma, con sus mercados al abierto, sus vendedores de tamales y sus millones y millones de habitantes trasladándose de un sitio a otro. Lida, ante la aparente caducidad de los ordenados modelos urbanos europeos e incluso del planeado arquetipo estadounidense, va tan lejos como para atreverse a proponerla como la capital del siglo XXI, por tratarse de una hipermetrópolis enorme e improvisada, geográfica y socioculturalmente comunicada con el resto de las capitales del mundo occidental (Lida, 2008: 10-11).

 

Llaman mucho la atención las similitudes entre las razones que exponen Gruzinski y Lida para justificar su interés en la Ciudad de México: sus patentes y vivas capas de pasado, su gigantismo desmesurado, sus exageraciones múltiples, su inconfundible personalidad. Más allá de si el autor neoyorquino lleva la razón al nombrar a la metrópolis mexicana la capital del siglo XXI, debemos concederle que es verdad que, en un mundo en el que la división entre ricos y pobres se vuelve cada día más pronunciada, incluso las urbes más ricas están pareciéndose gradualmente al prototipo (si se le puede llamar así) desorganizado y contrastante de esta ciudad, acostumbrada, desde su refundación europea, a las más pronunciadas diferencias.

Pero el hechizo que ejerce la Ciudad de México y que tan bien perciben estos dos autores viene de razones muy profundas. El abigarramiento que se presiente en ella, en sus calles, no es únicamente de población, edificios y vehículos, ni siquiera se trata sólo de capas de tiempo superponiéndose, sino, claramente, es una acumulación de significantes y significados en continuo movimiento, en un hervidero quizás más vertiginoso que el de su transporte público. Pero antes de dejarnos impactar con la súbita cascada de imágenes que vienen a nuestra cabeza, hagámonos aquí la misma pregunta que se hace Pierre Sansot en su Poética de la ciudad: “¿Bajo qué condición el asombro puede convertirse en una revelación?” (Sansot, 2004: 87). Para que una ciudad nos hable es necesario mirarla con ojos inquisidores, formular las preguntas y, sobre todo, lanzarse a recorrerla. Pero no hay que confundir esta mentalidad inquisitiva con el discurso científico, que intenta objetivar los elementos de su estudio. Notemos que Sansot ha dicho “revelación” y no “hipótesis”. Dado que nuestro ser y el de la ciudad están intrincadamente tejidos, el método científico es poco útil para descifrar el jeroglífico urbano. De acuerdo con el mismo autor, el lenguaje urbanista puede introducir una escisión entre el hombre y la ciudad, la vuelve irreal y abstracta mediante la introducción del tono “insulso y razonable” de los tecnócratas. Corre el peligro de expulsar de lo humano aquello que precisamente está destinado a hacer florecer al hombre. En este sentido, el discurso científico no únicamente resulta nocivo, sino inexacto (Sansot, 2004: 20).

No es una novedad afirmar que el espacio vivido por el hombre nada tiene que ver con el espacio geométrico, esterilizado y desprovisto de calidades –correspondiente éste, sin duda, al ojo del científico. El espacio habitado, en general, y no únicamente el espacio urbano, siempre ha sido simbólico. Para apoyar este punto me gustaría citar unas palabras de Michel Foucault, quien considera que

La obra –inmensa de Bachelard–, las descripciones de los fenomenólogos, nos han hecho ver que no vivimos en un espacio homogéneo y vacío, sino, antes bien, en un espacio poblado de calidades, un espacio tomado quizá por fantasmas: el espacio de nuestras percepciones primarias, el de nuestros sueños, el de nuestras pasiones que conservan en sí mismas calidades que se dirían intrínsecas: espacio leve, etéreo, transparente o, bien, oscuro, cavernario, atestado; es un espacio de alturas, de cumbres, o por el contrario un espacio de simas, un espacio de fango, un espacio que puede fluir como una corriente de agua, un espacio que puede ser fijado, concretado como la piedra o el cristal (Foucault, 2008: 46).

Como espacio primordialmente humano, la ciudad nos concierne incluso más que otros espacios y nos da sentido. En contraste con lugares diversos, la urbe, como medio más intrincadamente cultural que natural, ha representado, desde siempre, mayor complejidad significativa, pues es tan deliberada como incidentalmente simbólica. Las ciudades contemporáneas en sus aparentes precisión, pragmatismo y vacuidad nos hacen olvidar el origen de las urbes, pero en la antigüedad y en la Edad Media se tenía una idea de la ciudad cimentada únicamente en la significación. Las ciudades se construían por medio de la sacralización del espacio que ocupaban. Existe siempre un mito fundacional que explica la ciudad y le abre un lugar en el cosmos. El espacio urbano, entonces, se configura formalmente para hacer eco a este significado e incorporarse en el mundo de manera coherente y respetuosa, integrada a la espiritualidad y a la realidad sagrada. El concepto utilitario de un diseño urbano fundado en la funcionalidad brotaría mucho tiempo después y se iría acentuando con la industrialización y la revolución de los transportes, aunque la tendencia a sacralizar el espacio nunca ha desaparecido por completo por más que positivistas y tecnócratas quieran creerlo así. Desde tiempos inmemoriales la funcionalidad y la significación de la ciudad han convivido, en ocasiones complementándose y, en otras, enfrentándose. Un ejemplo muy claro de esto es el daño que la introducción de un sistema de metro suele hacer al patrimonio arqueológico de muchas urbes. La historia y la pertenencia chocan con el flujo de la ciudad moderna.

Desde su fundación, ceremonia para construirla puente entre el hombre y un universo ajeno, inteligible y en diálogo con el Cosmos y las divinidades, hasta las marcas que su espacio va adquiriendo en el contacto con los habitantes y con la historia, la ciudad es un auténtico texto. En palabras de Roland Barthes, “La ciudad es un discurso y este discurso es verdaderamente un lenguaje: la ciudad habla a sus habitantes, nosotros hablamos a nuestra ciudad, la ciudad en la que nos encontramos, sólo con habitarla, recorrerla, mirarla” (Barthes, 1993: 258). Al transitar por una ciudad y, más específicamente, al vivirla, vamos decodificando sus signos, interiorizándolos y actualizándolos. Por supuesto, con esto no sólo quiero decir que seamos capaces de leer los avisos y los letreros que regulan el tráfico o que podamos dominar el funcionamiento de sus vías y su transporte público. Una ciudad es significativa en maneras mucho menos literales y, en ocasiones, mucho más veladas. Los signos de la urbe son complejos, están siempre vivos e interconectados y sus significados son móviles. En realidad, la semiología, en general, no postula nunca que un símbolo, cualquiera que éste sea, tenga un significado definitivo; los significados se convierten en significantes en una cadena infinita: nos encontramos ante sucesiones interminables de metáforas cuyo significado está en constante transformación. En este sentido, es nuevamente Barthes quien nos señala que la ciudad es una escritura, el usuario o paseante se convierte en una suerte de lector que aísla fragmentos del enunciado para actualizarlos secretamente. Así, “Cuando nos desplazamos por una ciudad, estamos todos en la situación de los 1 000 000 millones de poemas de Quenau, donde puede encontrarse un poema diferente cambiando un solo verso” (ídem).

A esta capacidad de la urbe de presentarse como texto infinito y vivo, el semiólogo francés la llamó “dimensión erótica”. El contacto de los símbolos entre sí y con los habitantes es el que genera chispas y se reproduce fecundamente en más imágenes y signos. La cadena deseante, como la describiría Lacan, no tiene fin. Pero ¿cómo se forjan esos símbolos y cómo entran en contacto entre ellos y con nosotros? ¿Qué posibilita el texto urbano interminable? De acuerdo con Pierre Sansot, es parte de la esencia de una ciudad el desplegarse y multiplicarse a sí misma. En este sentido, comparada con el pueblo o la aldea la ciudad resulta “parlanchina”, pues mientras el pueblo se atiene a una sola imagen propia y se ase a ella para no desaparecer, la ciudad alberga un vertiginoso juego de reflejos, de sonidos y ecos, de armonías y cacofonías propias. Y el filósofo va todavía más lejos:

En una ciudad no se sabe nunca qué refleja y qué es lo reflejado, cuál es el sonido y cuál el eco, quién está afiebrado por la noche, si son las luces de la ciudad o los paseantes atareados. No se sabría distinguir lo real de lo imaginario, lo que pasa en la pantalla de lo que ocurre en las calles vecinas al cine, si el póster nos mira o si él entra distraídamente en nuestro campo de visión. Las palabras, tonos de canciones, las bromas del día, los encabezados de los periódicos, todos se mezclan en las cosas y en los seres. No tienen necesidad –para ser tomados en serio– de ser como la firma de Dios. Llenan los bistrots, las tiendas, las manifestaciones (y vacilaríamos para calificar de urbanos los lugares que no presenten este fenómeno de resonancia) (Sansot, 2004: 32).1

He ahí una interesante condición de lo urbano: la producción de resonancia, de reflejos. En efecto, las ciudades y sus habitantes engendran imágenes incesantemente, y éstas, a su vez, alimentan el espacio y a la ciudad misma, configurando la realidad que percibimos, pero ¿cómo afrontar semejante desbordamiento de significados? No por reclamar un acercamiento humanista hacia el espacio de la ciudad se vaya a imaginar que aquí propongo una aproximación laxa. Desde luego, nuestro análisis de la urbe debe establecer un equilibrio entre criterios interpretativos y más o menos objetivos. Se trata de forzar a la ciudad a decir lo que no dice claramente, lo que oculta ante un ojo poco avisado. La interpretación de una ciudad constituye una lectura crítica y, en consecuencia, se requiere trabajar tanto desde la hermenéutica y la semiología como desde la fenomenología y la poética.

Nuestra visión del espacio urbano nunca había sido tan compleja como a partir del final de la Segunda Guerra Mundial. Las atrocidades que sacudieron a la humanidad, que marcaron su historia y la imagen de sí misma, forzaron el comienzo de una nueva interpretación del tiempo (ajena ya a la visión del progreso lineal) y, por supuesto, del espacio. La reconstrucción de las ciudades arrasadas por las bombas abrió paso a una profunda reflexión en torno al espacio de la urbe. La ciudad posmoderna, como el hombre posmoderno, se rehúsa a tener una identidad fija y, por lo tanto, peligrosa y excluyente. La ciudad, como el sujeto, pierde su unidad sólida e inequívoca y se fragmenta y multiplica. La identidad se vuelve un collage vivo, un laberinto en movimiento. La ciudad también.

A la literatura, naturalmente, le ocurre algo similar. La novela, desde el siglo XIX, ha estado fuertemente vinculada a la vida urbana. En este género literario se plasman los grandes retratos de las urbes, la París de Víctor Hugo y Balzac, la Londres de Dickens y Stevenson y la Madrid de Pérez Galdós, por citar algunos ejemplos. Con el advenimiento de la posmodernidad, la novela y la ciudad no se separan, sino que viven juntas la transformación. Más de un lector ha perdido el rumbo en una novela laberíntica de la misma manera en que un transeúnte puede perderse –para siempre, de acuerdo con el escritor Claudio Magris– en la Ciudad de México. Bertrand Westphal, autor de la teoría Geocrítica, que pretende condensar las diversas corrientes vigentes de estudios del espacio urbano y aplicarlas al estudio de los textos literarios con el fin de explorar la dimensión literaria propia de cada ciudad, nos dice acerca de la evolución de la relación entre la literatura y la ciudad:

 

De la ciudad-cuadro, tan querida para Louis-Sébastien Mercier, hemos pasado a la ciudad-escultura, en cuanto a que la estatua es pluridimensional, apreciable en función del punto de vista que se privilegie. Ciudad-cuadro, ciudad-escultura y después, por supuesto, ciudad-libro. Se había pintado la ciudad; se había modelado la ciudad; en lo sucesivo la ciudad se lee. Porque si la ciudad es frecuentemente plasmada en el libro, también sucede que la una y el otro sean aprehendidos en relación de estricta equivalencia. En otras palabras, para ciertos autores –sobre todo a partir de los años cincuenta– la ciudad se ha convertido en un libro, como el libro se ha convertido en ciudad. La creciente complejización concomitante (¿puede ser esto furtivo?) de las estructuras espaciales y de las estructuras de la obra literaria han hecho del espacio urbano una metáfora del libro, y de la novela en específico (Westphal, 2011).2

Las consideraciones de Westphal vienen aquí a redondear las ideas de Pierre Sansot y Roland Barthes, autores que, como hemos visto, señalaban ya la equivalencia entre la urbe y el texto literario. Siguiendo el hilo de estos pensamientos, resulta sumamente interesante la exploración de la metáfora ciudad-libro y acoger uno de los propósitos de la geocrítica3 de Westphal, teoría de la que nos valdremos constantemente en este estudio, es decir, articularla literatura en torno a sus vínculos con el espacio real, de manera que no únicamente se analicen las representaciones del espacio en los textos literarios, sino, más bien, las interacciones entre los espacios vividos y la literatura misma (Westphal, 2011).

Para cumplir con este fin es importante tener siempre en consideración que los espacios humanos no entran en el terreno de lo imaginario al ser plasmados en una obra literaria, sino que la literatura fija ciertos aspectos de su dimensión imaginaria propia, adquirida a través del tiempo en la interacción con las generaciones de habitantes y sus circunstancias naturales, paisajísticas, históricas e individuales. El escritor es un lector de la ciudad y, a la vez, su autor.

La Ciudad de México es muy susceptible a un estudio como éste, ya que sus circunstancias materiales y su devenir histórico la han transformado en una ciudad particularmente literaria. La ciudad material, los edificios de tezontle y granito, de cantera, mármol y ladrillo, han sido víctimas de periódicas destrucciones. La llegada de los españoles y los tlaxcaltecas tuvo la consecuencia de la final destrucción de gran parte de la emblemática Tenochtitlan, que quedó sepultada debajo de iglesias, palacios y conventos; la ciudad ilustrada abominóde la urbe barroca y procuró eliminarla; el romanticismo de la ciudad independiente vio en la religión un síntoma de dominación y oscuridad y se dio a la afanosa tarea de acabar con iglesias y conventos; la dictadura de Porfirio Díaz dio la espalda a España y levantó construcciones y barrios que hacían eco de París; la ciudad del siglo XX arrasó con todo lo anterior y con el paisaje en favor de una ciudad moderna y norteamericana y, como si eso no fuera suficiente, el terremoto de 1985 y, recientemente, aunque en mucho menor medida, el de 2017, tiraron por tierra media metrópolis. La posmodernidad mantiene fragmentos descentrados de todas estas ciudades. He ahí una de las razones por las que en la Ciudad de México se tiene la sensación de una extraña simultaneidad. Pero nos adentraremos más en este tema en capítulos sucesivos. Por el momento, me interesa subrayar el sino de destrucción que parece marcar a esta urbe. En palabras de Gonzalo Celorio:

Esa visión maravillosa de los primeros españoles llegados a estas tierras fue cegada por los españoles mismos. A partir de que Hernán Cortés puso sitio y destruyó la Gran Tenochtitlan, la ciudad de México hizo suyo, sin saberlo, el mito de Coyolxauhqui, la que se pinta de cascabeles las mejillas, quien fue precipitada desde la cúspide del templo por su hermano Huitzilopochtli, el joven guerrero, el que obra de arriba, y yace desmembrada, rota, al pie de las alfardas del teocali. No deja de ser aterradoramente significativo que el gigantesco monolito del Templo Mayor, que sobrevivió a la devastación de las huestes cortesianas sea, paradójicamente, la imagen misma de la destrucción, como si nuestra única permanencia fuera la de nuestro incesante aniquilamiento (Celorio, 2004a: 40).

Así, el perpetuo abatimiento de la ciudad por la ciudad misma parece marcar su ritmo de vida. Acostumbrados a los embates de la naturaleza, temblores, inundaciones, volcanes, hundimientos, nosotros mismos hemos destruido repetidamente la urbe hasta el punto en que su historia puede ser contada a través de sus desapariciones y superposiciones; sin embargo, hay un lugar en el que la Ciudad de México permanece intacta en todas sus versiones: el papel. Ésta es la tesis del ensayo “México, ciudad de papel” de Gonzalo Celorio, que ubica la verdadera ciudad en las crónicas y los textos literarios. Muchos autores coinciden con él. Entre ellos, Vicente Quirarte, autor de la única biografía literaria de la Ciudad de México:

Caída la gran Tenochtitlan, el ejército azteca, vencido y transformado en tropa constructora, entonaba cantos al tiempo que levantaba las edificaciones de la ciudad de fortalezas y atarazanas. Desde entonces, los escritores no han dejado de ser los cartógrafos emotivos de la sensibilidad colectiva. Son ellos quienes, con sus textos, reconstruyen una ciudad donde la imaginación llega a ser más poderosa que la realidad. La escritura constituye la ciudad y de tal modo la Megalópolis vuelve a basar su grandeza en la flor y el canto cultivados por los hombres de palabra (Quirarte, 2010: 598).

Para este estudioso de la ciudad, la fundación de la urbe es la empresa del héroe que, consumándola, cumple con su destino, pero “mantener la grandeza de los edificios que caen con el paso de los años o por la ceguera de los hombres, es labor de la escritura” (Quirarte, 2010: 28). No podría estar más de acuerdo. La Ciudad de México vive muchas veces más plenamente en los textos que la plasman. Su riqueza, abrumadora en una primera impresión, queda detenida en el papel y sobrevive a sus continuos derrumbes.

Mi primera intención al realizar este trabajo era, justamente, extender a contraluz los mapas espirituales de la ciudad posmoderna, y en ellos ir rastreando las trazas imaginarias de las ciudades subyacentes. Quise concentrarme en la megalópolis que emprende su gestación en los albores de la posmodernidad por diversas razones. Aunque la Ciudad de México comienza a aparecer en la literatura desde los poemas prehispánicos, las crónicas de la conquista y los cantos de los incipientes poetas novohispanos, como Bernardo de Balbuena, que la retrata por primera vez en su fase colonial en el poema “Grandeza mexicana”, escrito en el año de 1604, alcanza la dignidad de personaje principal del imaginario cultural y literario, con una auténtica personalidad propia, en el siglo XIX, primero con El periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi y, después en las litografías de Casimiro Castro y las crónicas de Francisco Zarco, y quizá alcanza una de sus cúspides literariasen la última novela que podría asir la totalidad de los contrastes de su existencia moderna: La región más transparente, de Carlos Fuentes, la literatura posmoderna refleja, a mi entender, una ciudad indiscutiblemente única y riquísima en significados a la cuallos escritores –y los habitantes en general– profesan intensas pasiones que oscilan desde el más profundo amor hasta el más feroz odio. Un ejemplo revelador de esta circunstancia son los poemas paralelos de Huerta “Declaración de amor” y “Declaración de odio”, contenidos en el libro Los hombres del alba (1944), escritos al borde del medio siglo, ambos dedicados a la ciudad y de cuyo arrebato no puede sino concluirse que, muchas veces, en una manifestación de odio apasionado no se encuentra sino un imposible amor. Este sentimiento de pasión continuamente frustrada por la urbe aparece incesantemente en los escritores de la Ciudad de México.

Pero la hipermetrópolis nuestra no sólo contiene todas las versiones previas de la capital mexicana, sino que ha dejado de ser una y la misma. Una motivación más para concentrarme en este periodo temporal de la ciudad es el reto que implica ir tras la traza imaginaria de una urbe fragmentada, que ha multiplicado sus centros; el seguimiento de un mapa espiritual que ha roto ya el concepto tradicional del espacio y el tiempo es sumamente seductor. La última razón de este estudio es, por supuesto, que ésa es la urbe en la que me tocó nacer y en la que, como diría Carlos Fuentes, me tocó vivir.

Establecido el periodo temporal de la ciudad en el que quería concentrarme, para la conformación de mi corpus me di a la lectura de diversos autores contemporáneos en cuyos textos la Ciudad de México representa no un simple telón de fondo, sino un sistema de signos que constantemente interactúa con los personajes o, incluso, un personaje más. En estos textos, más que en la búsqueda de hitos urbanos, como los llamaría Kevin Lynch, me concentré en la clasificación de símbolos e imágenes recurrentes en búsqueda de un centro gravitacional en torno al cual hacer girar mis consideraciones. Era preciso seguir de cerca el razonamiento que Pierre Sansot se plantea con respecto a la naturaleza de los lugares: “A la penosa pregunta: ‘¿Cuál es la esencia de un lugar?’ habría que sustituirla frecuentemente con otra pregunta: ‘¿Qué se puede soñar ahí?’” (Sansot, 2004: 38).4