Czytaj książkę: «Illska»
EIRÍKUR ÖRN NORÐDAHL
TRADUCCIÓN DE ENRIQUE BERNÁRDEZ
SENSIBLES A LAS LETRAS, 48
Título original: Illska
Primera edición en Hoja de Lata: noviembre del 2018
Segunda edición: enero del 2019
© Eiríkur Örn Norðdahl, 2012
Published by agreement with Forlagid Publishing House, www.forlagid.is
© de la traducción: Enrique Bernárdez, 2018
© de la ilustración de la cubierta: Iceland, Yury Pustovoy, 2016
© de la fotografía de la solapa: Johann Pall Valdimarsson
© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2018
Hoja de Lata Editorial S. L.
Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212 Xixón, Asturies [España]
info@hojadelata.net / www.hojadelata.net
Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.
Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu
Corrección de pruebas: Textosfera S. L.
ISBN: 978-84-16537-41-9
Depósito legal: AS 02817-2018
ISBN del e-book: 978-84-16537-73-0
Este libro ha sido traducido con el apoyo financiero del
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La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ace Traductores.
ÍNDICE
PRIMERA PARTE
SEGUNDA PARTE
TERCERA PARTE
CUARTA PARTE
PRIMERA PARTE
El show de Patty Winters de esta mañana era sobre los nazis e, inexplicablemente, me lo pasé en grande viéndolo. Aunque no es que lo que hicieron me pareciera estupendo, tampoco me resultaron antipáticos, y puedo añadir que lo mismo le sucedería a los demás espectadores. Uno de los nazis, con un raro sentido del humor, incluso hacía malabarismos con pomelos y, encantado con el numerito, me senté en la cama y aplaudí.
Bret Easton Ellis, American Psycho
CAPÍTULO 1
Aproximadamente dos mil personas fallecieron durante la realización de este libro. Doscientas mil personas. Seis millones de judíos. Diecisiete millones de hombres, mujeres y niños. En torno a ochenta millones de personas. El mundo no volverá a ser nunca el mismo.
¡No, es broma!
***
Seguramente habréis oído hablar de la segunda guerra mundial. Está en todos los libros de historia de la humanidad. Incluso, en la mayoría de ellos, en la primera página. Fotos de tanques, Adolf Hitler en pleno ataque de histeria, y judíos escuálidos tirados en fosas comunes. La nube de una explosión atómica, con forma de seta. La historia de la humanidad. Seguramente no hay nadie que no se haya enterado.
Ómar no participó en la segunda guerra mundial. Ni siquiera nació hasta mucho después de que hubiese terminado. Pero la guerra fue una presencia permanente en su vida durante casi cuatro años —un poco menos de lo que duró—. Un día, Agnes se dejó caer en brazos de Ómar. En los brazos de Agnes estaba Adolf Hitler junto a todos sus esbirros, por no hablar de unos dos mil habitantes de Jurbarkas, doscientos mil judíos lituanos, seis millones de judíos europeos, diecisiete millones de víctimas del Holocausto y ochenta millones de víctimas de la guerra en seis años: de 1939 a 1945.
Pues vale.
***
Agnes no llevaba la guerra mundial solo en los brazos. Llevaba la guerra mundial en el cerebro y en el corazón. Y como suele suceder en algunas relaciones amorosas felices, los intereses de Agnes se fueron convirtiendo poco a poco en los de Ómar: a este se le metió Agnes en los brazos y en el cerebro, y con ella todos los «actores» de la segunda guerra mundial, víctimas, agentes y espectadores inocentes. Después quemó hasta los cimientos la casa donde vivían y huyó del país. Y aunque quizá pueda sonar inverosímil, en todo esto había una extraña relación de causa-efecto.
Probablemente no haga falta señalarlo, pero preferimos decirlo explícitamente: tampoco Agnes participó en la segunda guerra mundial. Sí participaron, en cambio, sus bisabuelos, Vilhelmas Lukauskas e Izsak Banai. No combatieron en la primera guerra mundial, eran demasiado jóvenes. En realidad, tampoco «combatieron» en la segunda guerra mundial, porque ya eran demasiado viejos. Pero justamente cuando terminó la primera comenzó la lucha de los lituanos por su independencia, y Vilhelmas e Izsak ya habían crecido suficiente para matar gente a tiros, según las normas de reclutamiento del Ejército. Más tarde se convirtieron, cada uno de una forma, en víctimas de los nazis. A nadie le gustó demasiado, y a ellos menos que a nadie. Agnes Lukauskaite era de la aldea lituana de Jurbarkas, que en el año 1940 contaba aproximadamente con cinco mil quinientos habitantes. De ellos, dos mil trescientos eran judíos. Hoy en día viven en Jurbarkas catorce mil personas, pero no hay ningún judío.
***
Pero no, así no. Retiro lo dicho. Agnes Lukauskaite era de Kópavogur. Sus padres eran de Jurbarkas. Dalia y Kestutis Lukauskas huyeron del comunismo haciendo escala en Israel y llegaron a Islandia en el verano de 1978, en pleno furor de Grease, seis meses antes de que Agnes naciera en la maternidad de la calle Eiríksgata de Reikiavik. No eran judíos —al menos, no del todo—, pero, de todas formas, ese frío invierno se indignaron al encontrarse con la SS, abreviatura islandesa de los Mataderos del Sur, con la especie de esvástica que servía de logo a la naviera Eimskip y con los divertidos artículos de prensa sobre la «solución final» (aunque no tenía nada que ver con el Holocausto, sino que se refería a la prohibición de importar levadura para la fabricación casera de bebidas alcohólicas). Se encogían de miedo cuando los islandeses, tan dramáticos, hablaban de alguna «catástrofe»… porque resulta que ese es el nombre que dan los lituanos al Holocausto. Que si una exposición de arte era una catástrofe absoluta, que si los horarios de los autobuses eran una catástrofe absoluta, y poco faltaba para que las frutas de los supermercados KEA no fueran también ejemplos perfectos de alguna terrible catástrofe.
Cuando Agnes empezó a «florecer», como suele llamarse al periodo en que las chicas empiezan a tener ganas de follar, el nazismo se le metió entre los brazos y se hizo un hueco allí. Mientras las chicas de su edad se dedicaban a ir de discoteca y beber alcohol, sobar chicos y fumar, Agnes se metía de cabeza en las fosas comunes que excavaron sus abuelos, y donde los enterraron.
***
Aunque, naturalmente, todo el mundo lo sepa todo sobre absolutamente todo, no tenemos más remedio que recordar unos detalles. La segunda guerra mundial empezó el 1 de septiembre del año 1939, según especifican las fuentes, cuando los alemanes invadieron Polonia. En realidad, para entonces, los alemanes ya habían anexionado Austria y Checoslovaquia al Tercer Reich, la guerra civil española había empezado y terminado, los italianos habían conquistado militarmente Abisinia y Albania, y los japoneses habían invadido China y la Unión Soviética. De modo que ya había habido guerra en tres continentes durante muchos meses antes de que «empezara» la guerra mundial. Solo cuando a los ingleses se les hincharon las narices empezó a llamarse guerra mundial en un idioma civilizado.
Se calcula que los nazis mataron entre doce y diecisiete millones de personas en el Holocausto, de ellos, seis millones de judíos. Se trataba de aniquilar a dos grupos: judíos y gitanos, pero además de ellos fueron enviados a los campos de concentración toda clase de gentuza indeseable y gente rara: comunistas, demócratas, anarquistas, socialistas, testigos de Jehová, miembros de sectas y eslavos bocazas.
Porque lo cierto es que a los eslavos se les daba muy bien ser unos bocazas.
Pero primero fueron los discapacitados. Deficientes mentales. Idiotas. O como se les llamara en las órdenes de ejecución nazis. Eran otros tiempos y otras costumbres. No es que pretendamos hacerlos nuestros.
En Lituania había unos 208 000 judíos antes de la segunda guerra mundial. Después de la segunda guerra mundial había ocho o nueve mil.
Eso fue una de las cosas que más le llamaron la atención a Agnes.
CAPÍTULO 2
¡Hola!
¡Hola!
¡L-E-E-R!
¡Hola! ¿Sigues ahí?
Soy el texto. Somos el texto. Pienso hablar un montón sobre el Tercer Reich. ¡No desenchufes el libro!
***
Esto es un intento de contextualización.
Diecisiete millones de personas equivalen a la población de Chile. Si todos los habitantes de Chile metieran diez coronas en una hucha, con el total se podrían comprar cien todoterrenos Mitsubishi Montero. Diecisiete millones de personas pesan aproximadamente 1300 millones de kilos y si se pusieran a saltar todas a la vez (y aterrizaran en el mismo sitio), la Tierra se desplazaría de su órbita. En comparación, se puede señalar que cien Mitsubishi Montero pesan unos doscientos mil kilos. En diecisiete millones de personas hay aproximadamente cien millones de litros de sangre y diecisiete millones de corazones laten 595 000 000 000 000 veces al año. 170 millones de dedos de la mano, 34 millones de orejas, 17 millones de narices; aproximadamente 8,5 millones de penes y otros tantos de vaginas. 8,5 millones de penes (de tamaño medio) en plena erección son 1360 kilómetros. Es casi tanto como la línea costera de Irlanda.
Si 17 millones de personas se pusieran en fila india, darían una vuelta completa alrededor de la Luna. Bueno, si no las hubieran masacrado.
***
Pero estábamos hablando de Agnes Lukauskaite. Como casi todo el mundo, Agnes tenía cuatro bisabuelos y cuatro bisabuelas —magníficas personas todos ellos, canosos y ancianos y sabios y con una insolencia muy simpática, como suele suceder con ese tipo de personas—. Un bisabuelo de Agnes por vía masculina directa, Vilhelmas Lukauskas, y la bisabuela con la que estaba casado, Saula Lukauskiene, eran lituanos católicos. La bisabuela por vía femenina directa, Masza Banai, y el bisabuelo con el que estaba casada, Izsak Banai, eran judíos askenazíes. Los otros dos bisabuelos y las otras dos bisabuelas interesan poco en esta historia, porque, si bien todos ellos fueron espectadores de la parte de historia que afecta a bisabuelos y bisabuelas, no participaron, excepto en tanto en cuanto los espectadores son también partícipes en virtud de sus opiniones sobre lo que sucede. Es conveniente señalar que esas opiniones eran distintas a las de quienes os podéis permitir el lujo de leer sobre estos hechos setenta años después de que se produjeran. La imagen que os hacéis vosotros de tales sucesos es más global que la que se podría leer en los cuchicheos de los espectadores presenciales sentados a las mesas de su cocina en Jurbarkas; y por lo mismo, vuestra participación en las atrocidades que se relatarán aquí es menor. Afortunadamente.
***
A lo mejor, todo esto suena ridículo, pero es inevitable. La contextualización depende de la historia que se cuenta, y aquí se cuenta un relato sobre la historia contada. Así que estas extrañas comparaciones quizá tengan algún valor. Arrojan, o al menos eso esperamos, algo de luz sobre la extraña luz con la que podemos iluminar las cosas. Sea lo que sea lo que convierte la historia en relato. Quizá penséis que no hago más que dar vueltas sin avanzar, pero os aseguro que no es así. Este relato no remite a sí mismo, sino a otros relatos, nuestros y de otras personas.
***
Reikiavik, año 2009. Van a ser las cinco de la madrugada del domingo 11 de enero. Agnes Lukauskaite tenía 29 años cuando conoció a Ómar. Le faltaban dos días para cumplir los treinta, pero esa noche estuvo festejando su cumpleaños, a fin de prolongar un poco el alborozo de las navidades y el fin de año hasta entrado ya el año nuevo, para que no se produjera ninguna interrupción de la felicidad y el arrebato. Para no tener que descansar ni para tomar aire.
Reinaban el hielo y la niebla sobre la fila de taxis que se extendía, como una lombriz retorciéndose, delante del chiringuito de perritos calientes de la calle Lækjargata. La Revolución de las Cacerolas se iba desinflando, aunque le quedaban aún unos cuantos coletazos —precisamente, los más relevantes—. Más allá de la contaminación lumínica, el cielo estaba estrellado, aunque habría podido estar cubierto. Todos los de la cola estaban borrachos, así que tenían frío. Los chicos se daban empujones de fastidio. Las chicas castañeteaban los dientes. Los taxis iban apareciendo de uno en uno. Y la cola avanzaba despacio.
***
Otro intento de contextualización:
Pobres nazis suecos. Pobres xenófobos de Lund. Pobrecitos ellos.
Los persiguen y pierden el trabajo.
Se ríen de ellos en la calle.
Se burlan de sus ideas. La gente dice: «Menudo idiota estás hecho. ¡Lárgate con los nazis, con tus botazas de clavos!».
***
Agnes apretó la barbilla contra el cuello de su anorak rojo vivo, metió las manos sin guantes bajo las axilas e intentó reprimir los temblores que le provocaba el frío. Debajo del largo anorak no llevaba nada más que un vestido corto de fiesta, ropa interior, pantis de nailon y zapatos de tacón alto. En la cabeza llevaba un gorro de lana, negro y gris. Para morirse de frío. Siempre acababa por cabrearse cuando se empeñaba en ponerse guapa en invierno. Para ir de bares. Acababa cabreándose por vestirse de forma tan inapropiada cuando hacía frío, aunque, eso sí, maquillada como si le horrorizase la perspectiva de morir sola. Con tacones altos como si no tuviera la más mínima consideración por sí misma. Le dolían los dedos de los pies.
Y eso que los tacones no eran demasiado altos, porque, si no, sería imposible bailar. El twist. Los zapatos eran negros y gruesos y, además de proporcionar a Agnes varios centímetros extra de altura, producían en el cuerpo una curva que, vista en el espejo, la hacía mucho más atractiva. Pero cuando el frío se le metía por los dedos, no existían zapatos más asquerosos en todo el hemisferio occidental.
En la cola, detrás de ella, estaba Ómar, sonriendo como un tonto. No se conocían. Cada uno estaba esperando su taxi, como si el futuro no les tuviera nada reservado, como si no tuvieran ni la menor idea de que pronto irían los dos por el mismo camino.
***
Pero los pobres, los desdichados xenófobos de Lund albergan enormes deseos de vivir en Dinamarca. Ojalá Dinamarca fuera como el País de las Tres Coronas, ojalá Dinamarca fuera amarilla y azul igual que su pobre tierra patria.
Porque, en Dinamarca, ser nazi es algo perfectamente aceptable. Más aún, allí hasta las tías son nazis —la jefaza es la Oberste SA-Führerin—, y los diarios liberales no se dedican a otra cosa que a fustigar a los extranjeros. A esos extranjeros intolerantes que les hacen la ablación a las niñas y meten a las mujeres en burkas mientras ellos se dedican a quemar la bandera danesa.
Porque Dinamarca está construida sobre la tolerancia.
Y Suecia, en cambio, está construida sobre el compromiso.
Islandia está construida sobre el aislamiento y la ignorancia voluntaria.
A menos que quien lo dice sea mi mala fe.
Nuestra mala fe.
Tu mala fe.
***
Ómar tenía los ojos vidriosos y se tambaleaba por la borrachera. Estaba con la mirada perdida, parecía un poco rollizo con su grueso abrigo viejo de marinero, con dos filas de botones plateados hasta el cuello. No llevaba gorro, pero el frío no parecía afectarle.
—Perdona —dijo Agnes, que se había dado la vuelta y ahora miraba a Ómar a los ojos—. Pero no tengo más remedio. —Y entonces extendió las manos, con guantes de lana, y le desbrochó varios botones del abrigo. Le metió las manos por la espalda, por debajo de la camisa blanca y el chaleco azul, le puso las palmas frías sobre los omóplatos y la cara sobre el hombro—. Qué asco de frío —añadió, levantando los ojos—. ¿Te molesto? Tengo un frío espantoso.
Ómar no respondió, sino que se puso a olerle el pelo. Tenía el cabello negro que olía como a Head & Shoulders.
***
Tercer intento de contextualización.
Nos interesa saber lo que pensáis del Holocausto. ¿Conocéis a alguien que «acabara» en él? ¿Conocéis a alguien que conozca a alguien que participara? ¿A alguien que conozca a Leif Müller, prisionero de un campo, o al oficial nazi, participante en el Holocausto, Evald Mikson, o al jefe nazi que era hermano mayor de nuestro primer ministro Geir H. Haarde (o como quiera que se llame)? ¿Sabéis algo de las «protestas» de los neonazis? ¿Qué pensáis de ellas? ¿Es necesario someter a una «revisión» radical el Holocausto? ¿Ha llegado el momento de debatir sobre él? ¿Llegará algún día ese momento? ¿«Concluirá» el Holocausto en algún momento?
***
El día siguiente, Agnes despertó y se encontró a Ómar lavándose los dientes con su cepillo. Le pareció una desfachatez, pero no dijo nada. Todo era como tenía que ser. Cotidiano, hermoso y bueno, y la única noticia era ese hombre que estaba en calzoncillos en la puerta del baño cepillándose los dientes con su cepillo. Como si fueran un matrimonio. Y él parecía un novio estupendo, recién salido de la ducha, limpio y peinado, con la mirada limpia.
—Gracias por lo de anoche —dijo Ómar después de escupir el dentífrico.
—Gracias a ti —respondió Agnes.
—¿Dónde nos conocimos?
—¿Te refieres a ayer?
—Si no fue ayer, estaba más borracho de lo que creía.
Agnes meditó un momento.
—Te eché el gancho en la cola de los taxis.
—¿Me echaste el gancho?
—En la cola de los taxis.
—¿Y qué estaba haciendo yo en la cola de los taxis?
—Supongo que esperar un taxi —se incorporó y se apoyó sobre los codos.
—Yo vivo en Þingholt —dijo Ómar.
—Entonces no pensabas ir muy lejos.
***
Cuarto intento de contextualización.
El sentido de grandes acontecimientos como el Holocausto va más allá de lo de «sucedió de verdad» hasta llegar a «¿cómo pudo suceder?» y de ahí a «¿qué beneficio podemos sacar de esto?».
Aquí, los nazis hacen un doble juego. Por un lado, el Holocausto no sucedió nunca: Rudolf Hess lo llamó una conspiración sionista para atacar al nacionalsocialismo; pero, por otra parte, los judíos se merecían «eso». («Nosotros no os matamos, pero teníamos todo el derecho a hacerlo»).
Toda protesta contra la ocupación de Palestina por los israelíes se califica de continuación del Holocausto (los europeos ya no pueden seguir dando rienda suelta a su connatural antisemitismo y lo disfrazan de preocupación humanitaria, más o menos como los derechistas se transforman de pronto en feministas cuando hablan del islam).
El Holocausto se ha convertido en una experiencia universal, que todos conmemoran a su manera, a fin de servir a los propios intereses. Nosotros no visitaremos las fosas comunes sin más: aquí se habla del Holocausto únicamente para vender libros.
***
Agnes volvió a tumbarse. Se volvió de espaldas a Ómar mientras se ponía las bragas y una camiseta. El sol de invierno se multiplicaba en la nieve de fuera y se filtraba al interior del angosto apartamento de sótano. Ómar entornó los ojos para mirar a Agnes, que cogió el preservativo del suelo, hizo un nudo en el extremo y se volvió hacia él, hacia el chico.
—¿No tienes resaca? —preguntó.
—Sí, un poco.
—No se te nota.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Ómar.
—¿Tampoco te acuerdas?
—No.
—Me llamo Agnes —dijo Agnes.
—Agnes —dijo Ómar.
—Agnes.
—He usado tu cepillo de dientes.
—Ya lo vi —Agnes atravesó la habitación con paso rápido y tiró el preservativo a la basura, parecía molesta.
—¿Pasa algo? —dijo Ómar. Agnes tenía ojos verdes, piel clara y se le notaba el vello púbico a través de las braguitas blancas.
—Casi llegué —dijo ella, con la cabeza en otro sitio, tras un breve silencio.
Ómar se movió nervioso y se acercó a la cama.
—¿Sí? ¿Anoche, quieres decir?
—Espero que fuera anoche. Desde luego que no llegué ni anteanoche ni la noche antes.
—¿Y la anterior a esa?
—Eso no es asunto tuyo.
—Perdona —se movía inquieto en la puerta.
—¿Perdona por no haberme hecho llegar o por ser tan divertido?
—Por las dos cosas.
Agnes sonrió.
—No hay nada que perdonar. Pero me parece ridículo estar aquí casi desnuda y que no te acuerdes de nada. Ni siquiera te acuerdas de cómo me llamo.
Ómar se subió la cinturilla del pantalón hasta el ombligo y se rascó la cabeza.
—De algo sí que me acuerdo.
—¿De qué?
—De que no llegaste.
—Acabo de decírtelo.
—Pero me acuerdo. Me acuerdo.
***
Quinto intento de contextualización:
Los nazis no vencieron en la segunda guerra mundial. Pero consiguieron llevar a cabo el Holocausto. Vencieron en el Holocausto. En Europa no quedan judíos. Prácticamente.
***
Agnes se sentó en la cama deshecha y Ómar se aproximó y se sentó a su lado, cogió los pantalones del suelo y se los puso sobre las rodillas.
—Recuerdo todo lo del taxi y luego cuando llegamos aquí.
—Enhorabuena. —Callaron.
—¿Quién eres? —preguntó Ómar después, metiendo los pies por las perneras del pantalón.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que… no recuerdo, o no sé si sé algo de ti.
—¿Quieres saber lo que «hago»?
—Algo por el estilo.
—Tú primero.
—Yo pregunté primero.
—No importa. Tú primero. —Agnes sonrió. Ómar devolvió la sonrisa. Ya no estaban discutiendo. Ahora estaban jugando.
—¿No lo sabes? —preguntó Ómar—. Yo creía que te acordabas de todo.
—No te lo pregunté —respondió Agnes—. Y tú no me lo dijiste. Camino a casa no hablamos mucho.
—Nada.
—¿Qué quieres decir? Algo sí que hablamos.
—No, me refiero a que no hago nada. Estoy en paro. Soy un «subsidiado».
—¿Cuántos años tienes? —Agnes se levantó y se puso el sujetador por debajo de la camiseta.
—¿Te puedo ver los pechos? Te los vi ayer. No los he olvidado.
—Entonces estaba borracha. ¿Cuántos años tienes? —Se abrochó el cierre y se inclinó sobre Ómar para recoger los pantalones, que estaban en el suelo a sus pies.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Porque sí. ¿Cuántos años tienes?
—¿Los pechos?
—Las cosas no funcionan así.
***
Sexto intento de contextualización.
Anders Breivik mató a 77 personas en dos atentados, en Noruega. En el Holocausto murieron 17 millones de personas. Pero, naturalmente, por algún sitio hay que empezar. Roma no se saqueó en una hora.
***
—¿Hay que tener una edad determinada para poder verte los pechos? ¿Hay límite de edad? No tienes por qué avergonzarte de tus pechos.
—Y no me avergüenzo. ¿Cuántos años tienes?
—Veintiocho.
—¿Por qué estás en paro?
—Porque no encuentro trabajo.
—¿Ah, sí, de verdad? —Agnes suspiró—. No digas tonterías. ¿Por qué no encuentras trabajo? —Se puso una camisa encima de la camiseta.
—Acabé Islandés a finales de año y acabo de empezar a buscar.
—¿B. A., o máster?
—Máster.
—¿De qué hiciste el trabajo?
—¿No piensas decirme nada sobre ti?
—Sí, enseguida. ¿Sobre qué lo hiciste?
—Sobre las nuevas pasivas.
—¿«Fue disparado» y eso?
—Justo.
—Y eso ¿no es un poco 1998?
—Pues sí. Si tú lo dices.
***
Séptimo intento de contextualización:
Stalin mató a más gente que Hitler. En el sentido de que Hitler no mató a tantos, pero quizá también en el sentido de que Stalin (prácticamente) mató a Hitler (y otros más). No recuerdo cuántos fueron, no es tan fácil sabérselo todo de memoria. Podéis buscarlo en algún sitio. ¿Para qué creéis que existe Wikipedia, si no?
***
Agnes fue a la cocina y dejó a Ómar solo en el dormitorio. Él se puso la camisa y miró a su alrededor. En la pared, delante de la cama, había un cuadro torpemente pintado, de una madre con un niño en el regazo. ¿O era una reproducción? Madre e hijo estaban enmarcados por amplias pinceladas rizadas de rojo oscuro. Era como si no tuvieran nariz, solo dos agujeros abiertos en mitad de la cabeza. La madre tenía un gesto de fúnebre seriedad, mientras el niño sonreía como si fuera mongólico. Ómar se puso a pensar si la idea era que el niño pareciera mongólico, o si era tan solo cuestión de estilo. Evidentemente, la obra no pretendía ser una representación exacta de ninguna realidad. Le produjo cierta sensación de repugnancia. Como si fuera algo enfermizo. Una madre como esa no vacilaría a la hora de asfixiar a su hijo mientras dormía. Estaba seguro.
—¿Quieres café? —preguntó Agnes desde la cocina.
—Sí, gracias —respondió Ómar, que se abrochó el chaleco e hizo la cama.
***
Octavo intento de contextualización.
En islandés hablamos del helför de los judíos: el viaje de los judíos a hel, el infierno, el reino de los muertos.
«Otras gentes» hablan (en «extranjero») de holocausto o sacrificio total (del griego holókauston). El holocausto es un método bíblico de sacrificio en honor del Señor, en el que la víctima se quema por completo, hasta no dejar nada. Los holocaustos eran los sacrificios más potentes y preciados que se podían hacer al Señor. A los judíos, como es natural, no les gusta demasiado esta expresión y prefieren hablar de shoah o catástrofe. En Lituania se habla de holokaustas o de katastrofa, que originalmente significa contrario a lo que se esperaba, y hasta mucho después no empezó a significar desgracia de grandes proporciones.
***
La cama era de matrimonio. No se había dado cuenta hasta ese momento. Directamente, al menos. Ómar también tenía una cama de matrimonio en la que siempre dormía solo. Probablemente a Agnes le pasaba igual. En realidad, cuando compró la cama de matrimonio, Ómar no contaba con que solo serviría para agrandar su soledad. Pero así eran las cosas. Y la mitad de la cama estaba casi siempre vacía, pese a los deseos de Ómar. Una cama doble era una evidente declaración de intenciones. No se podía entender de otro modo una cama de matrimonio medio vacía.
Cuando terminó de arreglar el doble símbolo de soledad, fue a la cocina. Era una estancia estrecha, en forma de U con una ventana a la altura de los hombros que daba al parterre. Agnes vivía en un apartamento de sótano. Armarios a ambos lados, arriba y abajo, y un fregadero al extremo. Estaba lleno de platos sucios. En la mesa de la cocina, delante de los fogones, se veían rodales viejos dejados por tazas de café y un ordenador portátil también viejo, una antigualla conectada a dos pequeños altavoces portátiles rodeados de cables. Agnes abría y cerraba armarios, gesticulaba y rebuscaba.
—Se ha acabado el café.
***
Noveno intento de contextualización.
En la expresión «viaje a hel de los judíos», el atributo es de los judíos. Lo mismo sucede en Shoah, Holocausto, Katastrofa, donde se sobreentiende de los judíos. Naturalmente, sería totalmente absurdo hablar de viaje de los nazis a hel —porque ellos no se fueron al infierno durante el Holocausto (eso pasó más tarde)—. El énfasis recae en que el crimen fue contra los judíos, no en que fue realizado por los nazis. Hay que verlo en pasiva, no en activa. El énfasis no se centra en que los nazis asesinaron, sino en que los judíos fueron asesinados.
***
Agnes se pasó con fuerza la mano izquierda por la cara mientras se mordía el labio superior, pensativa.
—¿Salgo a comprar café? —preguntó Ómar.
—¿Y si nos vamos a una cafetería y nos alegramos el día?
—¿Qué maravillas hemos hecho para merecernos semejante cosa?
—¿Es que hay que hacer maravillas para merecerse un café?
—Pues lo dijiste tú misma hace un momento.
—Conseguí que te corrieras. Podemos festejarlo.
—¿Entonces yo no puedo tomar café?
—Claro que sí, yo te invito. El vencedor invita. El perdedor recoge las migajas que caen de la mesa. ¿No es así como funciona? —Agnes dio dos pasos rápidos hacia Ómar, lo cogió por la cintura y lo besó en la boca—. Estás más guapo vestido, ¿lo sabías?
***
Décimo intento de contextualización.
Por algún resquicio entre las palabras se nos escapan dos millones de católicos polacos, millón y medio de gitanos, se nos escapan prisioneros de guerra, presos políticos, misioneros, sacerdotes, homosexuales, dementes, discapacitados, travestis, en conjunto se nos escapan once millones de víctimas del viaje a hel, y las olvidamos.
Pero no osamos decirlo en voz alta, porque alguien podría pensar que nuestra intención es minimizar el Holocausto. Al contrario, lo que queremos es maximizar el Holocausto y decir: No, no moristeis solos. Nosotros morimos con vosotros. Y seguimos muriendo con vosotros.
***
Casi una hora después estaban sentados en un café de la calle Hamraborg, alternándose para mirar por la ventana. Habían hecho un recorrido rápido por la información principal: edad, sexo y trabajos previos. Agnes había terminado el grado en Historia y estaba haciendo el máster; Ómar estaba en paro. Agnes había nacido en Hjallir, en Kópavogur, donde se había criado, pero sus padres eran de Jurbarkas, en Lituania. Ómar había nacido en Akranes y se había criado alternativamente en casa de sus padres divorciados, que entre otros sitios vivieron en Selfoss, Egilsstaðir, Akureyri, Keflavik, Patreksfjörður, Látrarbjarg y Thisted, en Dinamarca. Dos años después de irse él de casa, sus padres volvieron a juntarse. Y se volvieron a casar. Agnes, en realidad, no tenía el pelo negro, sino castaño oscuro, y Ómar afirmó que ya la había visto una vez.
—Me atendiste en la librería Pennan de Kringla hace como un mes. Compré El jugador, de Dostoyevski.
—Así que no eres totalmente desmemoriado —dijo ella.
—No —respondió él, y los dos siguieron mirando por la ventana. A lo largo de la mañana había ido subiendo la temperatura, y el hielo de las calles se había convertido en un barrillo marrón medio helado. Los coches recorrían Kringlumýri arriba y abajo a toda velocidad, la nieve se fundía en la ensenada de Fossvogur y Ómar y Agnes miraban alternativamente la ventana y sus tazas de café.