Czytaj książkę: «Nieves en La Habana»

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nieves en la habana

Eduardo J. Pérez Ríos

Todos los derechos reservados conforme a la ley

D.R. © 2020

Por la obra: Eduardo J. Pérez Ríos

Primera Edición: 2020

Diseño de portada: © Lalo Cortés de la Paz

Cuidado editorial: Victoria Gutiérrez Cárdenas y el autor.

Proyecto gráfico e impresión: Punto&Coma Editores.

informes@puntoycomaeditores.com

www.puntoycomaeditores.com

www.galaxialiteraria.com

Guadalajara, Jalisco. México.

Tel. 33 14822765

ISBN-13: 978-607-96443-8-3

Esta obra se terminó de imprimir en abril de 2020.

Impreso y hecho en México.

Printed and made in Mexico.

Queda estrictamente prohibida la reproducción parcial o total de los contenidos de esta obra por cualquier medio o procedimiento, sin para ello contar con la autorización previa, expresa y por escrito de los autores e instituciones titulares de los derechos.

Para Fernanda, por obligarme a iniciar el viaje.

Para Sarahy, por acompañarme.

Para Karla, por obligarme a regresar.

“Tengo la impresión de que se considera insoluble este misterio por las mismísimas razones que deberían inducir a considerarlo fácilmente solucionable”

—E.A. Poe

Los Crímenes de la Calle Morgue

“Amor cuerdo, no es amor”

—José Martí

Dicen que en literatura también hay un zodiaco. Tal vez estoy maldita por haber nacido bajo el signo de Rimbaud. No sé si la culpa fue de mis padres, del destino o de los astros. Ahora solo estoy segura que la casualidad no existe cuando te engendran bajo la constelación del escritor.

Siempre he pensado que lo más difícil de esta profesión es comenzar a redactar un nuevo texto. Las palabras no suelen presentarse con facilidad cuando te presionas a ti misma para encontrar la inspiración. Si en verdad tienes la paciencia y capacidad de llegar al final del texto entenderás por qué creo que esta historia es en realidad un cuento de hadas: no tiene principio, tampoco tendrá un final.

No es ningún secreto que vine a Cuba para borrarte completamente de mi mente. Debí haberme dado cuenta hace mucho tiempo que se trataba de una tarea imposible, debí saber desde un principio que me seguirías permanentemente mientras caminaba por las viejas calles de La Habana. Es solo después de un par de semanas recorriendo la isla que me doy cuenta de que me será imposible dejarte ir.

Hoy me encuentro sola en un lujoso hotel del Parque Central intentando comenzar a escribir mi último relato. Es mucho más fácil culpar al clima y no a la falta de imaginación el que me esté costando tanto trabajo empezar. Debo reconocer que siempre tuviste razón… ¡claro que me advertiste que el calor era insoportable en Cuba en esta época del año! Es tan sofocante que apenas te quedan energías para poder pensar. También sé que debo hacer un mayor esfuerzo para poder concentrarme. Después de todo, tal vez no me quede mucho tiempo ya.

Por supuesto que me gustaría que las personas siempre recordaran las primeras palabras contenidas en esta nota. Claro que deseo que sean tan memorables para el lector como las de Scaramouche de Sabatini: “Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ese era todo su patrimonio”.

Pero hace mucho tiempo descubrí que no tengo el talento de Sabatini para las letras. Y por supuesto que jamás llegué a construir ningún patrimonio. Es por eso por lo que iniciaré este relato de la forma más sencilla posible:


Pueden ustedes llamarme Owen.

I

Pueden ustedes llamarme Owen. No espero que se conceda la más mínima credibilidad al relato que estoy a punto de describirles en las páginas de esta maltratada libreta. Después de todo, se trata del primer registro que intento dejar plasmado sobre mi propio protagonismo en un misterio que se asemeja a un relato de novela negra de la vida real.

Si usted, lector, es lo suficientemente curioso y sagaz, estará de acuerdo conmigo en la aseveración de que uno no puede simplemente salir a la calle a rastrear misterios para retar al intelecto, al miedo propio y a la imaginación. Los misterios nunca se buscan: los misterios siempre te encuentran.

II

“¿Crimen literario? Desaparición de famosa escritora conmociona al mundo”

Son las palabras que leí a lo lejos en la primera plana de un periódico que sostenía un comensal de edad avanzada que visitaba esa mañana el café La Flor de Cuévano en el centro de la ciudad de Guadalajara. Aunque estaba ocupado pensando en mis pendientes laborales y acompañado de mis propias preocupaciones, la noticia del periódico llamó mi atención como si se tratara de un viejo recuerdo posándose de nueva cuenta en mi memoria.

Recuerdo que di un último trago a la taza de té que sostenía en ese momento con mi mano y dejé un par de monedas de propina sobre la mesa en donde me había sentado. La misma mesa en la que me siento todos los días desde hace 15 años, por lo menos.

Salí del local a buscar el puesto de periódicos más cercano para enterarme más del suceso. ¿Cómo podría haberme dado cuenta en ese momento que sería el último misterio que resolvería en mi vida?

“Patricia Adler, afamada escritora de novelas de misterio, dejó hace dos semanas su domicilio ubicado en el centro de Coyoacán en la Ciudad de México. La señorita Adler dejó el país rumbo a la isla de Cuba donde comenzaría a realizar una investigación de campo en La Habana Vieja, recolectando el material para lo que sería su próximo libro por publicar. Se sabe por los registros migratorios que aterrizó en la isla caribeña. Jamás llegaría a hospedarse en el hotel de acuerdo con el itinerario trazado por su editorial. No se ha vuelto a saber de ella” —terminé de leer en la nota publicada.

Yo también soy escritor de profesión, o al menos lo fui hace algún tiempo. No pueden culparme por pensar que la noticia contenía todos los elementos necesarios para llamar la atención de alguien que estuvo siempre a la espera de ser encontrado por innumerables misterios.

III

Entre semana comparto un despacho con un contador retirado de apellido Gómez-Letras. Nuestra austera oficina está en el segundo piso de un viejo edificio patrimonio de la ciudad ubicado en la esquina de la Avenida Presidente Cruz-Mori y la calle del cura Periñón.

Gómez-Letras, quien a pesar de lo rimbombante de su apellido, es solo descendiente de una prominente familia de plomeros originaria de la Ciudad de México, llegó a ser el contralor general de un importante corporativo inmobiliario hasta que una rara enfermedad reumática truncó su vida y su carrera. Ya sea por lástima de alguno de los dueños de la empresa, o porque Gómez-Letras sabía demasiados secretos sobre la mala fiscalización del corporativo, mi compañero de oficina jamás fue despedido a pesar de su condición y se hizo acreedor a una temprana y jugosa jubilación.

Desde hace muchos años, Gómez-Letras no tiene ninguna responsabilidad laboral importante que atender. Mi compañero de oficina no tiene un horario fijo de trabajo y por lo mismo casi nunca está en el despacho antes de la una de la tarde. En ocasiones he llegado a pensar que me rentó un espacio solo para no sentirse más solo de lo que ya está.

Cuando Gómez-Letras llega a la oficina siempre me saluda cordialmente diciendo:

—Buenas tardes, Owen, ¿se ofreció algo?

Nunca sé qué responder. Simplemente contesto a mi vecino moviendo la cabeza de lado a lado en señal de negación. Como si se tratara de un extraño ritual consagrado al dios de los oficinistas, después de pronunciar estas palabras, el contador se dirige inmediatamente a su lugar y comienza a sacar lentamente de un maltratado portafolios de piel café un sinnúmero de papeles y servilletas con cosas escritas en su peculiar caligrafía. Mi amigo tarda casi tres cuartos de hora acomodando las anotaciones sobre su escritorio y después solo se sienta todo el día a escribir más cosas en más papeles y más servilletas.

—Yo también quiero ser escritor como usted, don Owen. Estoy editando mi novela en horarios de oficina. Pero prométame que no dirá nada. No quiero que la empresa me corra si se enteran —dice Gómez-Letras cuando se da cuenta que contemplo fascinado su ritual. ¡Cómo no apreciar a mi despistado y excéntrico casero!

IV

Apenas media hora después de haber salido de La Flor de Cuévano, recibí en el despacho de Gómez-Letras la llamada de un importante ejecutivo de la editorial que publica en México las novelas de la escritora Patricia Adler. Era poco antes de la una de la tarde de un día común entre semana, así que mi vecino de despacho no se encontraba en la oficina para contestar:

—¿Señor Owen? —preguntaron al otro lado del auricular.

—Ajá. El mismo.

—¿Ulises Nicanor Owen?

—Prefiero que me llamen solamente Owen. ¿Puedo saber quién llama?

—Por supuesto que puede, ahora que lo pregunta. Me llamo Heberto Tintaverde, aunque mi nombre no es importante por el momento señor “Solamente Owen” —dijo la voz haciendo énfasis en mi apellido con un tono serio que quise interpretar como sarcasmo.

—Solo debe usted saber que soy abogado —continuó el hombre— y represento los intereses legales de la editorial de la señorita Patricia Adler. Estoy seguro de que un hombre culto como usted ha escuchado hablar de ella… o tal vez también de mí. Se podría decir que soy un personaje conocido en ciertos círculos.

—Justo me voy enterando de la desaparición de la señorita Adler por las noticias en el periódico —respondí. —Un misterio digno de una novela negra de la vida real, ¿no lo cree así?

—Ajá. Tal vez tenga usted razón.

—Sin embargo, usted entenderá que el corporativo que represento no escatimará en gastos para resolver este enigma a la brevedad posible, señor Owen. Verá usted, Patricia Adler es nuestra mente creadora más prolífica y rentable.

—Ajá. Estoy seguro de que la literatura barata de aeropuerto es la que mejor se vende en estos días, pero… ¿qué diablos tengo que ver yo en esto? —pregunté a Tintaverde. ¿Por qué no simple llama a la policía? ¿O a la Interpol? —continué mi reclamo.

—La despistada policía mexicana ya ha dejado claro en el pasado que no puede hacer nada en este tipo de casos, señor Owen. Resolver misterios no es su fuerte. E involucrar a las agencias internacionales está fuera de la discusión. Queremos que este asunto se maneje discretamente. Queremos que sea usted quien averigüe qué le ha pasado a la señorita Adler —hubo un breve silencio en la línea antes de que me atreviera a responder.

—¿Yo? ¡Vaya! Me halagan de verdad, usted y su editorial… pero creo que se han equivocado de persona, señor Tintaverde. ¿Por qué habrían de encomendarme a mí una tarea semejante? Solo soy un periodista… escritor a lo mucho... y estoy retirado… y nunca fui lo bastante bueno… para nada. Mucho menos para resolver enigmas policiacos.

—Bueno… “los misterios siempre lo encuentran a uno”, ¿no cree usted, señor Owen? Recuerdo haber leído esa cita en algún lado —interrumpió el abogado.

—No soy un detective, señor Tintaverde —respondí haciendo énfasis en su apellido con un tono despectivo para devolverle su sarcasmo inicial. ¿Y si acaso un crimen se ha cometido? ¿Qué podría hacer yo al respecto?

—Lo sé, señor Owen. Y mi organización también lo sabe. Pero es usted escritor también. ¿No es así? Usted mismo lo acaba de afirmar. Esta historia podría terminar siendo buen negocio para usted también.

—Soy un escritor retirado —aclaré. Ahora se podría decir que soy como cualquier otro jubilado que vive de sus “rentas”. Aunque en mi caso en lugar de rentas, gracias a ustedes abogados, les llamo solo “migajas” o “regalías”.

—Digamos entonces que tiene usted la experiencia, la curiosidad y, sobre todo, las credenciales y recomendaciones necesarias para llevar a cabo este trabajo.

—¿Recomendaciones? ¿De qué diablos está hablando? ¿Cómo dice que consiguió mi número, Tintaverde? ¿Le ha estado usted preguntando a alguien sobre mí? ¡Conteste!

—Taibo Jacques, señor Owen. Agradézcale usted a Taibo Jacques.

“Taibo Jacques”, había respondido Heberto Tintaverde antes de colgar el teléfono. ¡Ese nombre maldito que jamás me dejará volver a estar en paz con mi conciencia!

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