Madrugada sin retorno

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Madrugada sin retorno

Eduardo Fernández Jurado

Madrugada sin retorno

ediciones doce calles

Créditos

1ª Edición: abril 2020

Diseño de portada: Doce Calles

Fotografía: Ángel Luis González

© de los textos: Eduardo Fernández Jurado

© de la presente edición:

Ediciones Doce Calles S.L.

Apdo. 270 Aranjuez. 28300 (Madrid)

Tel.: (+34) 91 892 22 34

docecalles@docecalles.com

ISBN: 978-84-9744-300-5

Impreso en España

Queda prohibida, salvo excepciones previstas en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados pueden ser constitutivas de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y siguientes del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos. Diríjase a este organismo si necesita fotocopiar algún fragmento de esta obra.

Dedicatoria

«A la memoria de los fusilados en el Cementerio

del Este durante la represión franquista (1939-1944)»

«A Ángel Luis González Galazo y a todos

los que despiertan la memoria dormida»

«A Sergio Olid por su interés, gracias»

«A Alicia Mencias, por todo lo que nos das»

ÍNDICE

Créditos 6

Dedicatoria 7

Prólogo 11

Introducción del autor 13

La Espantá. Historia de una decepción 15

La enfermedad 17

El discurso 27

Los hermanos 37

Las elecciones 45

La sublevación 51

El verano 61

La guerra 85

Mi madre 95

El final 107

Pablo 115

Torrijos 135

El hambre 151

14 de abril 171

La sentencia 183

La muerte 197

El archivo 211

Bibliografía consultada 219

Biografías 223

Anexo 227

PRÓLOGO

La ya famosa Memoria Histórica es algo que acompaña a la política de este desdichado país desde que acabó nuestra Guerra Civil; se puede afirmar sin miedo al error, que ya este es un tema histórico.

Así, Eduardo Fernández Jurado, lo aborda desde un punto empírico y estructura los capítulos de Madrugada sin retorno de manera trifásica: en primer lugar, cuenta la historia de su protagonista, hombre que con fría evidencia presiente que su muerte está cercana y su deseo (podríamos hablar de “su última voluntad”) es encontrar los restos de su hermano mayor, ajusticiado por las medidas vengativas que llevaron a cabo los vencedores de nuestra contienda intestina durante la incipiente posguerra; de forma inmediata, el relato es interrumpido por cierta suerte de archivo histórico que va exponiendo los hechos acontecidos en España desde la proclamación de la II República hasta los años seguidamente posteriores a nuestra Guerra Civil; por último, el relato narra la historia de una familia durante esos mismos años. Hacia el tercer capítulo de la obra (Los hermanos), el lector va inquiriendo que esa tercera parte de los capítulos es lo que en la actualidad se conoce como una “precuela” del primer relato; o mejor, que nuestro relato principal, el que inicia la obra, es la secuela del último, el que la cierra.

Expuestas así las cosas, esta última novela de Eduardo Fernández Jurado exige un poco más de esfuerzo de los lectores que las anteriores (El vino en bota y Avalado sea Dios). No es que sea difícil, sino que si bien antes el relato era expuesto y el lector iba siguiendo esa senda, ahora la intención es la de que sea el lector el que vaya construyendo el relato, que vaya tirando de esas tres madejas y el receptor vaya tejiéndolas para terminar en tres historias, en tres narraciones que devienen en una sola. Es una única historia, quizás la de casi todos los españoles; por este motivo, resulta este relato próximo, cercano y, en definitiva, emotivo.

Es asimismo una característica del autor que los hechos de sus novelas se sucedan con un ritmo familiar, sin abruptos saltos ni largas detenciones descriptivas, por lo que la lectura resulta amena y entretenida y el reto que el autor nos propone, fácil de superar.

Sin embargo, no deja de ser Madrugada sin retorno la obra más lírica de su autor. A la narrativa en tercera persona se le une esta vez la lírica primera persona, y esta novela es nutrida por abundantes personificaciones y, como no podía ser de otra manera, por el recurso más utilizado desde principios del siglo xx: la metáfora.

Por último, es importante mencionar que Eduardo Fernández Jurado tiene acostumbrados a sus lectores a historias en las que el viaje es su elemento principal: Avalado sea Dios es un viaje de búsqueda al estilo de la leyenda de Jasón y los Argonautas, y un viaje de regreso al estilo de la Odisea; Madrugada sin retorno no es un viaje geográfico, sino cronológico: un viaje en el que la memoria recorre setenta años luchando contra poderosos enemigos, el mismo paso del tiempo y, sobre todo, las políticas del gobierno y de la propia población, políticas antirrepublicanas en principio y contra la Ley de Memoria Histórica, después. Pero la memoria se convierte en un sagaz detective que inicia un indagatorio recorrido de examen y pesquisa; es esta una investigación en la que no pueden faltar los archivos, los testigos, los entornos, los responsables, las víctimas…

Estos aspectos se ven encarnados en los personajes: la antítesis olvido-recuerdo es vivida por personajes que pretenden recordar y otros (¡incluso dentro de la propia familia!) que creen que es mejor olvidar; la investigación es encarnada por los propios protagonistas de la historia que no dudan en satisfacer el deseo de nuestro moribundo personaje principal. Todo ello hace que conceptos abstractos y tan propios de la lírica más oscura como memoria, investigación, muerte, tomen vida y devengan en cercanos, asequibles y fáciles para los receptores.

En definitiva, la Memoria Histórica se convierte en algo de lo que no podemos escapar, un cicatrizante necesario para sanar las heridas que este país aún sufre, único suministro que puede servir y aportar lo imprescindible: dignidad, honor… PAZ.

Sergio Olid Heredero

INTRODUCCIÓN DEL AUTOR

El camino de la memoria es sinuoso y empedrado cuando ha sido adormecido por la anestesia del miedo. Relatos de mayores, contados al calor de una chimenea en invierno, o al relente de la brisa que calme el calor en verano. Contados a media voz, de oreja a oreja, para que no se expandan más allá del corro de confianza que crean los presentes. Recuerdos que están en las alacenas del olvido, cual pucheros viejos de barro que ya han cumplido su cometido y que solo sirven para adornar. Sin tocarlos, solo mirarlos, con añoranza, porque el paso del tiempo los ha dotado de la vejez que provoca que se puedan agrietar y se derramen las historias que aún están por cerrar.

Miedo que se alargó, que aletargó el recuerdo, que arrinconó la memoria que nunca debió volverse senil. Memoria que apenas se delegó de padres a hijos, para no hacer del sufrimiento una herencia yerma, que lo único que pudiera engendrar fuera rencor y odio.

Infancias sin memoria, pese a la presencia en los relatos, pero nubladas por el consabido consejo paternal: Tú oír, ver y callar y de esto chitón. Siempre acompañados por el gesto de la cremallera que cierra la boca. Recuerdos que revolotean, que son retales de nuestras vivencias, que magnifican lo vivido, lo añorado, incluso lo soñado. Que están ahí, para recordarnos que tuvimos un pasado impregnado de historia que no se puede ignorar porque se enquista, y al final llega el olvido.

Olvido que se envolvió en lágrimas, creando una distancia que el tiempo marcó. Que se trata de recuperar a través de la memoria que queremos avivar, para acortar el tiempo, para hacerla presente aportando lo que nunca debió faltar: el recuerdo.

 

Recuerdo que nos llega a través de la memoria maniatada, obligada por el adoctrinamiento recibido en las escuelas de paredes presididas por crucifijos custodiados por retratos de jerárquicos señores. Pizarras enlutadas, donde el maestro plasmaba —más con convencimiento adoctrinado que con sabiduría—, el ideario a seguir, para crear en las mentes sin labrar una forma de pensar encorsetada en una sola idea.

Idea que se ensalza en la construcción de mausoleos, construidos por manos que un día lucharon por la libertad, para abocarnos al olvido y suplantar la memoria libre.

LA ESPANTÁ.

Historia de una decepción

Que mi madre tirara de mi para que no me detuviera cuando pasábamos delante de aquel edificio, no era impedimento para que yo no despegara mis ojos de aquellas mujeres que se asomaban a sus ventanas. Nunca me dijo que hacían allí, ni que era ese edificio, pero a pesar de mi corta edad, yo lo sabía... Era la cárcel de mujeres de Ventas.

No solo ese edificio atraía mi atención. A unos doscientos metros de nuestra casa estaba la Plaza de Toros. La proximidad del famoso coso y la afición de mi padre, crearon en mi el deseo de ser torero y mas cuando me dijo que yo me llamaba Ángel Luis por su torero favorito: Ángel Luis Bienvenida. Poco hizo falta para que se derramara mi imaginación. Felipe, un gallo que yo crié y enseñé a envestir a un delantal de mi abuela, fue suficiente para montarme mis corridas de toros en las que la chiquillería me aplaudía y aclamaba al grito de ¡ole! y ¡torero! Pero todo se truncó, para desilusión de mi padre, el día que me llevó a una capea y salí espantao al ver de cerca los retoños cuernos de un tierno becerro. Ya no quería ser torero y mis deseos profesionales tomaron otros derroteros.

La prisión de Ventas, la Plaza de Toros, el gallo Felipe y la cara de decepción de mi padre, cuando le dije que ya no iba a ser torero, sino que quería ser Guardia Civil, nunca desaparecerán de mi memoria.

LA ENFERMEDAD

La lluvia moría en el asfalto de la amplia campa, donde los trailers maniobraban para acularse y descargar sus mercancías. Los goterones, que caían del techo de la nave, creaban una cortina intermitente de agua en las puertas de los muelles de carga y descarga. El día era gris, ideal para que brotara en mí la nostalgia, porque atrás quedaban cuarenta años de trabajo que la enfermedad había truncado. Me quedé mirando el empapado patio, y la memoria me transportó a mis diecisiete años, cuando entré a trabajar como mozo de almacén, recomendado por un amigo de mi padre. Una amalgama de recuerdos que iban desde mi primer día de trabajo, pasando por el primer sueldo con el que le compré una cruz de oro a mi madre, que ella no se había quitado desde entonces, hasta la tarde antes en la que había firmado mi jubilación anticipada. También, la mañana que nació mi hijo Alex, que salí corriendo loco de contento, sorteando todo lo que encontraba a mi paso en busca de los vestuarios, cuando me dieron la noticia de que mi mujer, Rita, había dado a luz. Miles de anécdotas alimentaron mi mente, que al igual que las gotas que creaban los charcos, desaparecerían con el paso del tiempo, pero que regresarían de vez en cuando; como la lluvia.

Mi destino dentro de la empresa ya no estaba en los muelles. Los últimos años los había pasado en las oficinas de logística, pero siempre que podía me escapaba, aunque fuera cinco minutos, a ver el movimiento de los camiones: como se retorcían para acular, escuchar el ruido que provocaba el aire al ser aplicado el freno de mano, oler la mezcla de humo, gas-oil y goma caliente... Todo un cóctel de sentidos que a mí me agradaba, que solo percibía en el lugar donde había crecido y forjado como un hombre. Ese lugar era la nave. Crucé la puerta y salí por última vez, dando por finiquitada una etapa, que se había truncado por la enfermedad heredada de mi padre: cáncer de colon.

Su enfermedad me robó la preocupación por la mía y también dejó en un segundo plano mi nueva situación de jubilado. Lo que más deseaba era pasar el mayor tiempo posible con mi padre. El cáncer poco a poco le estaba ganando la batalla, debido a que se lo diagnosticaron demasiado tarde. El compartir enfermedad nos acercó, y desde que era niño, no recuerdo haber pasado tanto tiempo a su lado. Muchas tardes iba a visitarlo, y hablábamos de los tiempos pasados, de cuando era joven y de la guerra. No le preguntaba por su enfermedad, eso se lo dejaba a Rita, que lo hablaba con mi madre por teléfono.

La guerra llenaba gran parte de nuestras amenas charlas. Sentía que todo lo que me contaba me atrapaba. Nunca había tenido curiosidad por lo acontecido en aquellos años. ¿Por qué ahora sí? ¿Me estaría haciendo mayor? ¿Sería la proximidad de su muerte lo que aceleraba mis ganas por saber? Eran un montón de preguntas las que yo me hacía y que dejaba sin respuesta, pero su pasión contándome lo que él vivió me cautivaba y me transportaba como si yo lo estuviera viviendo.

Lo que narraba me proporcionaba más preguntas que me crearon una obsesión: ¿por qué una guerra? ¿para qué? ¿por qué esa herida no se cerró? Cuando volvía a casa leía libros y buscaba en internet, pero aunque encontrara todo tipo de explicaciones sobre las causas, motivos y desarrollo de aquellos años fatídicos para España, no era igual que cuando me lo contaba mi viejo; así era como yo le llamaba a escondidas. Me narraba sus vivencias, que aunque eran escuetas y no dejaban de ser las mismas siempre, me servían para hacerme una idea casi real de lo ocurrido.

—¿A su hermano lo mataron en la guerra? —levantó las cejas cuando le pregunté, el movimiento fue rápido y denotaba sorpresa, pero a su vez parecía que le ayudaba a recordar.

—Mira, Ángel, a mi hermano le fusilaron cuando acabó —recalcó.

—¿Qué diferencia hay entre matar y fusilar?

Su rostro expresivo me indicó que tenía una respuesta. Dio un sorbo de agua y movió la lengua, entre sus labios secos, antes de contestarme.

—Al que moría en el frente se le mataba, pero a los que cuando acabó la guerra se les llevaba a las paredes para quitárselos de en medio, se les fusilaba. —Acabó la frase haciendo hincapié en la última palabra, echando su cuerpo hacia delante y abriendo bien los ojos para que me quedara claro—. Se los llevaban sin explicación alguna, luego te comunicaban dónde estaba preso, si no se lo habían cargado al momento, y si estaba encerrado se producía una larga agonía hasta que le juzgaban; fue el caso de mi hermano.

Con mi bombardeo de preguntas provocaba que se desperezara su pasado. No siempre encontraba respuesta al momento, alguna vez, me las daba a los dos o tres días. El tiempo había desfechado sus recuerdos, pero él se esmeraba en complacerme rebuscando en su memoria.

—Lo único que tenían en común los que morían en el frente y a los que se les fusilaba, era que todos morían por defender sus ideas —continuó—. Fueron años duros para los que defendieron a la República. Se les perseguía, y a los familiares cada dos por tres se los llevaban para hacerles las mismas preguntas. Había que machacarlos, recordar que tener ideas de izquierdas en este país ya no estaba permitido. —Volvió a beber agua, a mojarse los labios, para continuar con su triste narrar de lo que el percibió siendo un niño—. Recuerdo que apenas se hablaba de lo ocurrido, y en las familias que hubo algún fusilado, ni nombrarlo. Esa era una de las penas que tenían mis padres, que no podían hablar de su hijo con libertad.

—No entiendo eso que dice, ¿por qué no se podía hablar de los muertos propios? —inquirí.

—Porque los rojos, como ellos decían, habían hecho mucho mal a la patria, al pueblo, a los curas… Hablar de un rojo, aunque estuviera muerto, era… —dudó en calificarlo—, no sé que decirte… un pecado, por eso mismo ellos les mataban: por ser el mal. Para ellos matar un rojo no era pecado, al contrario… ¡qué contrariedad! —reflexionó, a la vez que movía la cabeza para sacudirse las dudas; así lo interprete.

—Padre, nunca entenderé que la Iglesia permitiera que se matara a la gente por sus ideas.

Se revolvió en su asiento antes de contestarme. Mis dudas habían aclarado las suyas y me respondió con rabia.

—¡La Iglesia era la que señalaba a quién se tenía que purgar!

—¿Purgar?

—Pues claro, hijo, para ellos alguien que no tuviera sus mismas ideas era un enemigo de la patria y de Dios... y de sus privilegios. ¡Que en la mayoría de los pueblos los curas tenían en cuenta quién iba a misa! ¡Que en las confesiones se averiguaban muchas cosas!

Algunos episodios me los repetía, pero yo no le interrumpía, me gustaba oírselos narrar. Le venía bien. Era la manera que tenía de evadirse de la enfermedad que, cuando se la diagnosticaron, le llevó a una profunda depresión. Los cuidados de mi madre y el que yo compartiera enfermedad con él le habían levantado el ánimo, a mí también, pero no se había desprendido de ese mal carácter que siempre había demostrado y que con la enfermedad se le había agudizado.

Mi madre o yo le aconsejábamos que tenía que cambiar, ser más amable y no empeñarse en demostrar que podía ser una persona insociable; nos miraba con indiferencia. Era la manera que él tenía de llevarnos la contraria. Yo pensaba que se había vuelto como un niño caprichoso, que cuanto más le prohibías hacer una cosa más la hacía. Pero era mi padre, con sus defectos y sus virtudes, que también las tenía, aunque las mostrara a cuentagotas.

Cuando estaba con sus nietos experimentaba un cambio radical, y se desbordaba en atenciones hacia ellos, saliendo a relucir aquel niño que no fue porque la guerra le arrebató su infancia. Les contaba cómo pasó de ser el más pequeño de la casa a ser el único hombre, al fallecer su padre a los tres años de emigrar del pueblo a Madrid, a consecuencia de un infarto. Les hablaba de su hermano Pablo, al que fusilaron al acabar la guerra, siendo más explícito con ellos que lo había sido con mi hermana y conmigo.

—Abuelo, cuéntanos cuando cayó la bomba cerca de ti.

Raúl, el hijo de mi hermana, siempre le pedía que comenzara narrando la misma historia. Mi padre no se negaba en complacerle y exageraba uno de los recuerdos que siempre le habíamos escuchado. Su niñez no quería recordarla, pero la comprimía en varias anécdotas, fabulando e hinchando la verdad para dejar a sus nietos con la boca abierta. Uno de aquellos momentos, y que a Raúl tanto gustaba, era la bomba que casi lo mata y que hizo un agujero en el asfalto que se podía ver el metro de Madrid.

Raul y Pablo, los pequeños, se imaginaban a su abuelo como a un héroe, que había sido capaz de esquivar la bomba más grande que ellos podían imaginar y que un inmenso avión alemán escupió de sus tripas.

—Abuelo, háblanos de tu hermano, el que se llamaba igual que yo.

Era otra de las peticiones de Pablito, el más pequeño de los hijos de mi hermana, quién se la solicitaba. Mi padre no mostraba el mismo ánimo cuando hablaba de su hermano, pero nunca desoía los deseos de sus nietos. Les contaba que fue alcalde, y que era tan grande que casi no entraría por la puerta, y los dos pequeños se miraban fascinados por las historias, tan verdaderas para ellos, que su abuelo contaba y que tiempo atrás había contado a Marta y a Alex. La hija mayor de mi hermana Carmen se aburría con las historias del abuelo. Marta, pensaba que había que olvidar el pasado, que no conducía a nada recordar la guerra. Alex, mi hijo, era diferente a su prima. Era partidario de recuperar la memoria. Le gustaba hablar con su abuelo, y se sentía afortunado por tener a alguien que había vivido aquella etapa tan negra de nuestra historia.

Lo que había hecho mi padre con los dos, ahora lo hacía con Pablito y Raul.

—Y tú abuelo, ¿a qué jugabas? —insistía Raúl.

Mi padre reía antes de contestarle, porque para sus dos nietos siempre había un gesto agradable.

—Yo no jugaba. —Le miraron extrañados, ellos no entendían que un niño no jugara—. Desde bien pequeño tuve que trabajar. Sí os diré que me gustaba retener el agua cuando estábamos regando, para luego soltarla y ver como discurría por los surcos con más fuerza.

—Y a eso ¿cómo se juega? —Pablito no entendía a su abuelo.

—Era una manera de divertirme mientras que ayudaba a mis padres y hermanos en la huerta. Había que estar muy atento con la azada para llevar el agua por donde me mandaba mi padre—. Movía las manos simulando el recorrido del agua entre los surcos de la tierra fértil.

 

Los niños le miraban fascinados, aunque no supieran que era una azada, un surco o un simple huerto. Que el abuelo fuera otro cuando estaba con ellos reconfortaba a mi madre. Ella también intervenía cuando Pablo y Raúl la requerían si dudaban de lo que narraba el abuelo, porque la exageración, acompañada con los gestos, a veces se desbordaba, creando en los pequeños dudas.

—Abuela, ¿es verdad lo que dice?

—Pues claro que es verdad, nosotros no teníamos juguetes —les hablaba con voz cariñosa, envuelta en un halo de tristeza—, pero éramos muy felices.

—¿No tenías muñecas como Marta cuando era como nosotros?— Raúl no dejaba de preguntar.

—¡Uy, muñecas dice! —los abuelos rieron a la par—. Ojala hubiera tenido yo una muñeca de aquellas que eran de cartón, con los ojos y la boca pintados —decía con añoranza moviendo la cabeza.

—Eso era para los ricos… nosotros éramos pobres —puntualizaba mi padre—, bastante teníamos con tener para comer.

—¿Tan pobres como el señor que se pone en la puerta del super a pedir?

Volvían las risas por las ocurrencias de Pablito. Raúl enseguida mandaba callar a su hermano para que el abuelo continuara con sus historias.

—¿Os he dicho que yo no fui al colegio?

—Entonces si no has ido al cole, ¿cómo es que sabes leer?

—Raúl le arrebató la pregunta a su hermano.

—Me enseñó Pablo…, era muy listo.

Y así era como mi padre se transformaba en una persona afable, que se podía pasar las horas que hiciera falta hablando con sus nietos, transportándose, junto con ellos a su niñez, dejando apartado al viejo gruñón que se empeñaba en ser con mi madre y sus dos hijos.

Memoria

A principios del siglo xx, España estaba envuelta en una serie de sucesos (Guerra de Marruecos, terrorismo, corrupción política, agitaciones obreras, separatismo catalán...), que desembocaron en un golpe de Estado el 13 de septiembre de 1923 por parte del General Miguel Primo de Rivera. El rey Alfonso XIII fue condescendiente con el golpe de Estado, dando de lado a la democracia existente hasta el momento. Se derogó la Constitución de 1876, y Primo de Rivera se proclamó único jefe del gobierno provisional. El objetivo era desalojar a los políticos del poder para acabar con el caciquismo existente. La población, el cambio político, lo aceptó entre la indiferencia y la aprobación. La derecha católica y la patronal lo recibieron con entusiasmo. Los comunistas y anarquistas no estaban de acuerdo con la situación impuesta. Los socialistas no reprobaron su descontento.

El primer gobierno se denominó Directorio Militar y el 3 de diciembre de 1925 se creó el Directorio Civil. Los militares dieron paso a los políticos que no tuvieran que ver con la etapa anterior al golpe de Estado.

El crecimiento industrial europeo de los años veinte, dotó a España de una bonanza económica que tendría su fin al terminar la década con la dimisión del General Primo de Rivera, el 27 de enero de 1930. El Rey se apresuró en aceptarla.

6 de febrero de 1926

La helada caída durante la madrugada, había dejado un manto blanco que el tímido sol, que poco a poco iba apareciendo, se encargaba de deshacer para que empapara la hierba que ya no tenía su verdor por culpa del invierno que tocaba a su fin. Una fina capa de hielo cubría el remanso de agua del arroyo donde las mujeres lavaban la ropa.

Luisa bajó temprano a lavar. Un par de golpes con un canto fue suficiente para desquebrajar el frío hielo. No quería ponerse de parto y encontrarse con las cosas de su humilde casa sin hacer. Lo primero, la camisa de su Lorenzo, su marido, que se la había manchado de vino el día de la fiesta de San Blas. Esperaba su octavo hijo, si era niña igualaría la balanza entre hombres y mujeres en su hogar, si naciera varón éstos serían mayoría. Se arrodilló para comenzar a frotar la ropa contra la lancha de piedra. Su avanzado estado de gestación le impedía lavar con soltura. Mojada y enjabonada, la frotaba con fuerza contra la lancha de piedra; pasado un rato, el agua fría le amorató las manos. Estaba sola, el ruido del arroyo era su única compañía. Colocaba la ropa lavada, antes de enjuagarla, a su derecha, sobre una roca. Al girarse, para continuar lavando, sintió un dolor fuerte en su tripa y notó cómo un líquido pegajoso corría por sus piernas. La experiencia de sus siete partos anteriores le dijo que había roto aguas. Su bebé se había presentado sin avisar, porque no había tenido ninguna contracción que le hubiera alertado del parto. Luisa, en lugar de ponerse nerviosa, se arrastró ayudada por las manos hasta la roca. Apoyó su espalda, flexionó las piernas, y empujó con todas sus fuerzas para que su bebé viera la luz. Escuchó a alguien acercarse, y con su esfuerzo emitió un grito, para que quien andaba cerca del arroyo la viera. Era la Angustias, que al oírla soltó su cesto de ropa y se acercó apresurada a la roca donde Luisa estaba pariendo sola.

—¡Pero mujer! —No sabía qué hacer, dudó, pero rápido ayudó a Luisa—. Venga, sigue empujado que ya está aquí.

Luisa se agarraba con sus manos a la hierba que le servía de cama, sintiendo que a la vez que su cuerpo se vaciaba, nacía el llanto de su hijo. Angustias, cogió de su cesto una sábana y envolvió al recién nacido antes de dárselo a su madre. El instinto maternal le alertó de que entre sus brazos tenía un niño. Miro a la improvisada comadrona que también estaba emocionada.

—Es un niño —certificó.

Angustias, se lavó las manos en el arroyo antes de acercarla una colcha para que se cubrieran.

—Acurrúcate con esto, a la que yo voy a buscar al Lorenzo.

—Tomó la vereda que la llevaba al pueblo. Luisa, mientras, limpió con saliva la cara de su bebe sin despegarse de él, para darle el mismo calor que tenía cuando estaba dentro de su cuerpo.

Lorenzo, con andar apresurado, encabezaba el séquito de sus siete hijos. Al llegar junto a su mujer, observó que todo estuviera en orden, y cuando comprobó que era así, le dio un beso y se apartó para dar paso a sus hijas. Las tres mujeres se arrodillaron junto a su madre. Benita la primera, que para eso era la mayor. Luisina y María, la comían a besos, mientras que ella les presentaba a su nuevo hermano. Pepe, Pablo, Loren y Antonio se situaron detrás de su padre, desprendiendo gestos de alegría entre los cuatro. El recibir un hermano, después de seis años, que eran los que tenía María, era motivo suficiente para estar contentos. Todos sabían que habría que aportar más para sacar al nuevo miembro de la familia; pero eso no iba a ser obstáculo.

Corría el año de 1926 cuando nació Alejandro, que era como las mujeres de la casa decidieron llamar al nuevo miembro, oponiéndose a los deseos de su padre que pretendía llamarle igual que a un antepasado suyo de nombre impronunciable.

EL DISCURSO

Era la Navidad de 2008. Como todos los años nos juntábamos en la casa de mis padres. Ese año mi viejo, había hecho mucho hincapié en que acudiéramos todos. Mi hijo Alex había discutido con la novia por el empeño de su abuelo. Desde que estaban juntos, ya hacía seis años, se iban todas las navidades a una casa que tenían los padres de ella en la comarca de El Bierzo; pero ese año mi hijo no iba a defraudar a su abuelo. Mi mujer, Rita, no se había tenido que ocupar de preparar nada de cena, al igual que otros años; la cabezonería de mi padre aquel año había ido más allá, ordenándonos de que no aportáramos nada, que ellos se encargaban de todo. Mi hermana, Carmen, y su marido, José Luis, junto a sus tres hijos, habían llegado mucho antes que nosotros. A mi hermana le gustaba adornar la casa ese día a su antojo, colocando en un rincón del salón un sobrecargado árbol de Navidad; también lo hacía porque a ella y a mi cuñado, que era un cocinillas, les gustaba ayudar a mi madre a preparar la cena. Los tres niños, Marta, Raúl y Pablito, se sentaban alrededor del abuelo para que este les contara alguna batallita, aunque a Marta, la mayor, le aburría; ya eran muchos años escuchando las mismas historias.

—Ángel ¿qué vino has traído?... Porque el año pasado te luciste, con tanto ribera del no sé qué, aquello no había cristiano que se lo bebiera.

Ese fue el recibimiento de Nochebuena que me dio al verme entrar en el salón. Mis tres sobrinos se levantaron para demostrarme el cariño que me tenían con sus besos y sus abrazos; los que él no me daba.

—Usted no tiene que beber. —Le susurré al oído, a la vez que le daba un par de besos, los que jamás era capaz de dar aunque lo deseara; era su manera de ser—. Si madre se entera que bebe, nos da la noche.

—Eso de que yo no puedo beber lo has dicho tú, que eres muy listo —me contestó, lanzándome una mirada que indicaba que yo no era nadie para decirle lo que tenía que hacer—. A ver qué vino has traído y déjate de monsergas, que ya tengo suficientes con las de tu madre —insistió.

—Está en la cocina, luego lo verá —le dije, dejando que atendiera a sus nietos, que le solicitaban, con insistencia, para que les contara un consabido chiste de los suyos.

En la cocina se respiraba Navidad, la que a mí me transportaba a mi juventud, la que a mis cincuenta y ocho años no había olvidado. A mi madre se le notaba en el rostro la alegría de vernos a todos allí, juntos, en especial a mi hijo Alex, que se prodigaba poco en ir a ver a sus abuelos.