Tres poemas

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Tres poemas
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colección la furia del pez

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Primera edición, febrero de 2012

Director general: Alejandro Zenker

Director de la colección La furia del pez: Víctor Roura

Cuidado editorial: Elizabeth González

Coordinadora de producción: Beatriz Hernández

Coordinadora de edición digital: Itzbe Rodríguez Ciurana

Portada: Carlos González

Agradecemos el apoyo para esta publicación de la Fundación Grupo Anjor, A.C.

© 2012, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.

Calle 2 número 21, San Pedro de los Pinos.

Teléfonos y fax (conmutador): 5515-1657

solar@solareditores.com

www.solareditores.com

www.edicionesdelermitano.com

ISBN 978-607-8312-07-8

Hecho en México

Índice

El águila

10 de junio

El último canto del cisne

El águila

a Sebastian y Gabriela

Naciste en las alturas, donde el aire serpea

los espacios vacíos, poblados de sonidos

primitivos y puros, intocados, serenos,

cuando el arrullo leve, majestuoso, de un canto

eufónico crepita en la oquedad del cielo

anunciando el nuevo, sutil advenimiento.

Las nubes se aglomeran hacia el círculo oscuro

a contemplar el agua donde nace la luz

y tus ojos se cierran con el deslumbramiento.

Azorada, te asomas al infinito espacio

que, incrédulo, arremete sobre tu tierna vida

con todos los dilemas que la natura esconde

en su entraña perfecta. Pero no sabe, ilusa,

que naciste dotada de enigmáticos dones,

que para sobrevivir con el cielo y la estrella,

con la nube y el agua, con el sol derretido,

el fuego calcinado, el colérico viento,

un relámpago interno te sostiene en el aire.

La montaña es altura, envidiosa del cielo,

y no puede subir más allá de la piedra

aunque te haya parido. En cambio tú remontas

con viril aleteo todas las superficies

planas, curvas o rectas; te las bebes discreta

sin acusar cansancio, como si devoraras

una línea del cielo. La montaña te envidia,

se te queda mirando, como si por sus ojos

destrozados de ira maldijera tu vuelo.

Tu destino está escrito en el libro del cielo.

Con el paso del tiempo descubrirás si sientes

todos los aleteos, que tu mágico nombre

trajo a sentar sus reales. Figurará tu efigie

en usos imperiales, en escudos de sedas

devorando serpientes, en monedas antiguas,

en emblemas monarcas, en modernas banderas,

en cuadros nacionales, y en regias esculturas

que borrarán del todo tu depredada historia.

Por eso en las alturas tú reinas sin recelo.

El majestuoso vuelo irrumpe los espacios

altaneros del aire. En él se fortifican

las alas con sus remos. El pecho vigoroso

ensancha el colorido, escondido y secreto,

de tu plumaje aéreo. Las garras son el éter

que adormece a las aves del alimento diario.

Y en la cabeza llevas la potestad del cuerpo

bajo cuya mirada la noche se adormece.

La historia te recuerda a través de los siglos.

Y formas parte activa del quehacer rutinario

de los antepasados de los pueblos del mundo

que admiran tu esplendor. Eres la majestad

y la victoria alada que dirige su vuelo

en plena llamarada de agua, viento y sol.

Y nada te detiene. Y tu cabeza altiva

la imitan las deidades en el cuerpo de un hombre

que presume su raza, su gloria y su poder.

Eres la libertad. Tu reinado se extiende

no sólo a las alturas; en la verde llanura

o en el seco desierto no hay quien te derrote.

Sin muchos aspavientos impones desafíos

y en la supremacía de tu vida guerrera

sucumben a tu fuerza. Por eso muchos piensan

que eres peligrosa. No saben que en tu sangre

se esconde la realeza y que en tu libertad

es la soberanía la que alardea de vida.

Cuauhtémoc no es águila que cae,

Cuauhtémoc es águila que desciende.

Carlos Pellicer

Tu mirada es certera. No se pierde, curiosa,

el vasto panorama que congrega el paisaje.

Como el joven Cuauhtémoc, desciendes y no caes.

Vuelas altiva, lenta, por todos los espacios

y desde allí buceas. Interrogas al cielo,

abandonas montañas, trizas nubes azules

que algodonan tu viaje. Y desde las distancias

más grandes que tu ojos, espejeas, serena,

el momento supremo de la víctima diaria.

En la ruda tormenta de aires montañosos,

de relámpagos grises que ensombrecen el cielo,

de aguaceros cerrados que apachurran tus plumas,

de vientos milenarios que airean la conciencia

—el espíritu bronco que anida en tu garganta—,

te pertrechas, gozosa, con tus garras profanas

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