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CONCEPTOSFUNDAMENTALES
¿QUÉ ES LA CONSTITUCIÓN?
JOSÉ LUIS CEA E.
La Constitución es la ley suprema de cada Estado Nación. En ella se proclama la dignidad de la persona humana y se aseguran los valores de la libertad, la igualdad, el orden, la justicia y la paz para todos los habitantes sometidos a su imperio. La Constitución es símbolo y prueba de la independencia del país, de su pueblo y de sus autoridades.
La Constitución es humanista porque se funda en esa cualidad de la persona y se establece con el propósito de garantizar el respeto de los atributos esenciales que fluyen de ella, con el cumplimiento de los deberes correlativos. La Constitución reconoce el poder o soberanía del Estado y habilita a los órganos públicos para que lo ejerzan sirviendo a la persona humana.
La Constitución es política porque se refiere al gobierno de las polis como Estado de Derecho. Este es la sociedad política que impulsa al bien común, con sujeción a los límites, controles y responsabilidades que la Constitución establece. Ella es también Ley Suprema porque no existen, ni pueden ser dictadas, normas jurídicas superiores a cuanto fluye de su texto, contexto y espíritu. Por ende, las leyes y tratados internacionales, los reglamentos, sentencias y dictámenes tienen que respetar la Constitución en su forma y contenido. En esto consiste la supremacía constitucional, cuyo alcance llega a los contratos entre particulares y hasta las más modestas reglas de convivencia cuales son las de índole familiar, vecinal y estudiantil. El Tribunal Constitucional es el órgano facultado para velar por tal supremacía.
La Constitución política es inseparable de la democracia, pudiendo afirmarse que no hay democracia sin Constitución realmente obedecida y que esta marca distintiva de la Ley Suprema es posible solo en democracia verdadera. El horizonte de la democracia constitucional, cabe realzarlo, es el desarrollo de la persona hasta el más alto nivel posible, respetando siempre las exigencias que hemos mencionado. Dicho propósito se logra progresivamente, concretando el bien común espiritual y materialmente concebido. Así, la Constitución va paulatinamente arraigándose en la conciencia de todos y cada uno de los habitantes, convirtiéndose en viva porque es vivida, generación tras generación. Eso explica la solidez de una Carta Política, a la cual el pueblo, titular de la soberanía, le atribuye su creciente bienestar individual y colectivo.
Nadie en la ciudadanía puede ser excluido de participar del proceso de debatir, aprobar y, si es conveniente, reformar o incluso reemplazar la Constitución vigente. El tiempo torna obsoleta a múltiples manifestaciones de la civilización y de ello no queda a salvo la Constitución. Llegar, en la mayor medida posible, a la implantación de una Constitución que sea ampliamente reconocida como legítima es uno de los mayores desafíos que enfrenta un pueblo civilizado.
Defender la Constitución existente porque representa los anhelos de justicia y paz en el orden es una exigencia ineludible de todo ciudadano que la aprecia como propia. De la vigencia práctica de esa Constitución, día a día, depende el desarrollo humano individual y colectivo.
Educar sobre lo que es y representa la Constitución, como asimismo sobre las secuelas de eludirla o quebrantarla, es un sello de civismo, típico de pueblos que han llegado a grados encomiables de respeto, ayuda mutua, solidaridad y sacrificio. Educar acerca de qué es el constitucionalismo, por ende, es una tarea que recae en la familia, la escuela y el barrio; en las instituciones de formación superior, sindicatos, gremios y empresas; en los profesionales de cualquier índole. Asumir esa labor con entusiasmo es aspirar a que nuestra vida sea fraternal, segura y progresiva.
“ Educar sobre lo que es y
representa la Constitución,
como asimismo sobre
las secuelas de eludirla o
quebrantarla, es un sello
de civismo, típico de
pueblos que han llegado
a grados encomiables de
respeto, ayuda mutua,
solidaridad y sacrificio”.
JOSÉ LUIS CEA E. (P. 24)
SUPREMACÍA CONSTITUCIONAL
ARTURO FERMANDOIS V.
La supremacía constitucional es el atributo de la norma constitucional en cuya virtud todas las normas jurídicas de un Estado, así como los demás actos emanados de los poderes públicos, deben someterse en la forma y en el fondo a lo previsto y dispuesto por la Carta Fundamental.
Se trata de un concepto intrínseco a la existencia del constitucionalismo desde su consolidación en el siglo XVIII; no hay Constitución si esta no es suprema; no hay poder constituyente si este no obliga también al legislador, como poder distinto de aquel.
La actual Carta Fundamental recoge este principio en una frase simple, en el inciso primero de su artículo 6°: “Los órganos del Estado deben someter su acción a la Constitución y a las normas dictadas conforme a ella…”. Y el inciso segundo del mismo artículo proyecta la supremacía incluso hacia la esfera privada: “Los preceptos de esta Constitución obligan tanto a los titulares e integrantes de dichos órganos, como a toda persona, institución o grupo”. Por no exigir de otra norma para regir de inmediato sobre toda la vida en sociedad, esta cara de la supremacía se denomina principio de vinculación directa de la Constitución. Estos tres ejes son elemento central del concepto Estado de Derecho.
Clases de supremacía
La supremacía constitucional se clasifica en de forma y de fondo, variantes que se deducen de su definición. La supremacía formal consiste en el imperativo exigible a todo precepto legal o reglamentario de someterse a los procedimientos previstos por la Constitución para su tramitación y nacimiento como tal. La supremacía material consiste en la sujeción armónica de los contenidos de todo precepto legal y reglamentario a los derechos, principios y valores contenidos en la Constitución.
Rigidez constitucional
La supremacía, como atributo de todo precepto constitucional, es indisoluble de la idea de Constitución. Para que opere en la práctica, la supremacía constitucional solo es posible gracias a otro principio del constitucionalismo: el de rigidez constitucional. Conforme a este principio, se distingue entre poder constituyente y poderes constituidos, y se entiende que el primero, sea originario o derivado, es conceptual y políticamente distinto al poder legislativo, superior a él. El principio de la rigidez impide que este poder o facultad constituyente sea entregado a los poderes constituidos, o sea, a los diferentes órganos del gobierno, dotados de diferente competencia o ámbito de atribuciones. En consecuencia, los poderes constituidos no pueden tener dentro de su ámbito de competencia el de hacer o modificar la Constitución, salvo que sigan los procedimientos y los quorum previstos para el ejercicio del poder constituyente.
En efecto, si cualquier órgano pudiera alterar radicalmente la Carta Constitucional, ¿qué objeto tendría que fuera considerada Estatuto Supremo? Pero, por otro lado, la rigidez supone la supremacía porque ¿qué sentido tendría que una norma fuera la superior por puro arbitrio inmodificable del constituyente?
Origen histórico del concepto. Coke y Sieyès
El surgimiento del principio de supremacía constitucional fue políticamente complejo por cuanto el constitucionalismo mismo se formó durante el predominio de la soberanía del Parlamento, esto es, de la ley. Conseguir la real supremacía de la Constitución supone partir del presupuesto de que esta se encuentra, incluso, por sobre la ley. Así, sobre la soberanía de las Cámaras hay una autoridad superior: la propia Carta Fundamental.
Esta dificultad de hace 200 años resurge intermitentemente en el plano político en el mundo entero, cuando el legislador resiente el encontrarse constreñido por una Constitución que lo conduce y limita.
Uno de los primeros en plantear el problema de cómo hacer prevalecer la voluntad de la Constitución por sobre la del Parlamento fue, en plena Revolución Francesa, el abate Emmanuel Sieyès en su obra “El Tercer Estado” y en su exposición ante la Asamblea Nacional de 1789. Allí, el abate planteó la necesidad de crear un jurado que se encargara de velar por el respeto de la Constitución y a la Constitución. Sin embargo, lo incipiente de la idea y los avatares de la Revolución hicieron que la intención visionaria de Sieyès se viera, cuando menos, postergada.
Diversos autores fueron tratando el problema y, a medida que pasaba el tiempo y se imponían los principios del constitucionalismo, se hacía más necesario resolver la disyuntiva planteada por Sieyès. Así lo había hecho —quizá sin entenderlo como tal— muchos años antes el juez Sir Edward Coke, al fallar el famoso caso “Bonham” en 1610. Ahí aceptó la idea de que una ley del Parlamento podría vulnerar el derecho común o common law (hoy entendido como Constitución consuetudinaria y suprema) y podría ser anulada. Luego de la revolución, Alexander Hamilton, Alexis de Tocqueville y otros lo hicieron, aunque de modo aislado y poco sistemático. Los primeros ensayos por institucionalizar el principio se dieron al surgir las primeras constituciones rígidas.
Control de la supremacía y control de constitucionalidad. El legado del fallo Marbury v. Madison (1803)
El control de la supremacía constitucional se efectúa mediante los sistemas de control de la constitucionalidad, materia de otra unidad de esta obra. La primera y más famosa prueba a la que se sometió la supremacía constitucional en la historia tuvo lugar con el famoso caso “Marbury v. Madison” en Estados Unidos, 1803. La sentencia es el primer paso formal y consciente de control judicial de la constitucionalidad de la ley, y legó con ello el primer gran triunfo de la supremacía sobre la resistencia legislativa.
Redactada por el famoso juez John Marshall, presidente de la Corte Suprema, recurrió a la supremacía constitucional para resolver un complejo problema político y jurídico que enfrentó a los partidarios de los presidentes Adams y Jefferson.
Marbury era uno de los jueces designados, en los últimos momentos de su administración, por el Presidente John Adams, a cuyo nombramiento
James Madison, Secretario de Estado del nuevo Presidente Jefferson, no quería dar curso. Marbury, en virtud de una ley que lo facultaba, recurrió a la Corte Suprema para que ordenara cursar su designación. La Corte se veía en una difícil posición: por un lado, no quería enemistarse con el nuevo gobierno por el temor de que no obedeciera, pero por otro quería reparar una situación injusta y proteger a Marbury.
Para salvar la situación, la Corte discurrió, bajo la presidencia del juez Marshall, sin pronunciarse sobre el fondo, que la ley en virtud de la cual se le pedía que interviniera iba en contra de la Constitución. La Carta la facultaba para intervenir en segunda instancia o por vía de apelación y la ley le exigía intervenir en primera instancia: ¿qué primaba?
Para justificar su decisión, el juez Marshall redactó uno de los extractos más famosos del constitucionalismo, esencia de la supremacía constitucional: “O la Constitución es una norma superior y suprema y no puede ser alterada por los medios ordinarios o está al mismo nivel que las disposiciones legislativas ordinarias y, como ellas, puede ser modificada cuando al Legislativo le plazca hacerlo. Si lo primero es verdadero, un acto legislativo contrario a la Constitución no es ley. Si lo segundo, entonces las Constituciones escritas son absurdas tentativas de parte del pueblo para limitar un poder que es ilimitado por naturaleza”.
REVISIÓN JUDICIAL DE CONSTITUCIONALIDAD DE LAS LEYES
MARISOL PEÑA T.
La obra del legislador no es infalible, a diferencia de lo que se desprende del pensamiento de Juan Jacobo Rousseau, en su obra “El Contrato Social”. En ella expresaba que la manifestación de la voluntad soberana del pueblo —identificada con la voluntad de la mayoría— era infalible y el que estaba en minoría debía plegarse a la voluntad de aquella. Este paradigma rousseauniano fue complementado por Montesquieu al señalar que el juez “solo es la boca que pronuncia las palabras de la ley”.
La revisión judicial de la constitucionalidad de la ley comprende, entonces, la potestad que se reconoce a los tribunales —ordinarios o constitucionales— para revisar la obra del legislador a fin de determinar su conformidad con la Constitución, tanto desde el punto de vista formal (referido al proceso de formación de la ley) cuanto desde el punto de vista sustantivo (vinculado al contenido mismo de sus normas). Esta revisión se funda, a su vez, en el principio de supremacía constitucional, que reconoce a la Carta Fundamental como la norma de mayor jerarquía del ordenamiento jurídico positivo, a la cual deben ordenarse y subordinarse las normas inferiores del mismo. Ello, como condición indispensable de su validez y legitimidad, pues las Constituciones contemporáneas contienen, además, los valores y principios que informan todo el sistema de normas de un Estado.
Desde el punto de vista histórico, la influencia del pensamiento de autores como Rousseau y Montesquieu derivó en que, por mucho tiempo, fuera impensable que un órgano distinto al propio legislador controlara su obra. Así, y en todo el mundo, la sola posibilidad de que los tribunales controlaran las leyes, anulando aquellas contrarias a la Constitución, tardó mucho tiempo en cristalizar. El primer atisbo en este sentido se produce en el año 1610, con la sentencia del caso Bonham, redactada por el juez Edward Coke en Inglaterra, frente al caso de un médico que había sido multado y privado de libertad por ejercer indebidamente su profesión en la ciudad de Londres. El juez Coke afirma que si una ley del Parlamento está contra la razón o el common law, o repugna o es imposible su realización, el common law lo debe controlar y considerar sin vigencia (“void”).
No obstante, el impulso decidido a la revisión judicial de la constitucionalidad de las leyes se produce con el fallo “Marbury vs. Madison”, redactado por el juez de la Suprema Corte de los Estados Unidos John Marshall, en 1803. Allí se declara que la Constitución, como norma suprema e inmodificable, debe prevalecer sobre la ley en caso de conflicto entre ambas, debiendo el juez dar prevalencia a la primera. En consecuencia, desde esa fecha, no se ha discutido la potestad del máximo tribunal para declarar la inconstitucionalidad de las leyes que contrarían a la Constitución, dando origen al denominado sistema “difuso” de control de constitucionalidad de la ley. Dicha denominación deriva del hecho de que todos los tribunales pueden prescindir de la aplicación de una ley contraria a la Constitución (inaplicarla) en un caso concreto que estén decidiendo. Sin embargo, su declaración de inconstitucionalidad, esto es, la facultad de expulsar la ley inconstitucional del ordenamiento jurídico solo queda reservada a la Suprema Corte, que la aplica previo un examen (“certiorary”) acerca del impacto que pueda tener la eventual declaración de inconstitucionalidad.
En Europa, en cambio, la revisión judicial de la constitucionalidad de la ley solo pudo asentarse después de que Hans Kelsen planteara la necesidad de confiar el control de constitucionalidad de las leyes a un tribunal independiente e imparcial que colaborara con el legislador en depurar el ordenamiento jurídico de normas contrarias a la Constitución. Para Kelsen, este control importaba una verdadera garantía de la regularidad de las normas subordinadas a la Constitución, pero, asimismo, una garantía del ejercicio regular de las funciones estatales, cuyos principales lineamientos están señalados en la propia Constitución. He allí el fundamento en virtud del cual los tribunales pueden anular lo obrado por el legislador declarando la inconstitucionalidad de la ley.
Así, se empezaron a crear las Cortes o Tribunales Constitucionales. Los primeros fueron los de Austria y Checoslovaquia en 1920, que constituyeron una expresión del control “concentrado” de constitucionalidad de la ley que radica en tribunales de alto nivel y especializados, distintos de los tribunales ordinarios, el control de las leyes inconstitucionales. En América Latina existen Tribunales o Cortes Constitucionales en Guatemala, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Chile. Los restantes Estados han optado por conferirle esta potestad a la Corte Suprema de Justicia, ya sea directamente (Argentina) o a través de una Sala Especializada (Costa Rica).
El debate sobre una nueva Constitución para Chile deberá considerar, entonces, cómo contemplará el respeto al principio de supremacía constitucional y qué órgano deberá abordarlo: si el Tribunal Constitucional (como hasta ahora) o la Corte Suprema (como ocurrió hasta la reforma del año 2005). En el caso de mantenerse el primero, habrá de decidirse si las leyes se controlan (o anulan) solo cuando ya están rigiendo o, también, en forma preventiva (evitando que ingresen leyes inconstitucionales al ordenamiento). Asimismo, las competencias que habilitan para ejercer la judicatura constitucional, con independencia y objetividad, será otro tema de gran relevancia para contrarrestar las críticas al actual Tribunal Constitucional como una “tercera Cámara”. Con todo, la existencia de un legislador incontrolable ya no es opción en un Estado constitucional y democrático de Derecho.
“La existencia de un
legislador incontrolable
ya no es opción en un
Estado constitucional y
democrático de Derecho”.
MARISOL PEÑA T. (P. 32)
BIEN COMÚN
FELIPE WIDOW L.
Desde que el estallido de octubre, en Chile, intensificó la discusión constitucional y aceleró hasta velocidades insospechadas el curso de una eventual reforma o refundación de nuestra vida en comunidad, se hizo frecuente escuchar conceptos tales como un “nuevo pacto social” o una “nueva casa común”. La Constitución, al parecer, debía ser el marco normativo de tales propósitos. Una mirada optimista de este escenario podría generar la impresión de que lo que está en el centro de estas conceptualizaciones y propuestas es el bien común. Al fin y al cabo, solo podremos ponernos de acuerdo —en un nuevo pacto social— si lo que perseguimos es el bien de todos. Lamentablemente, la cuestión no es tan sencilla, y desentrañar el lugar de la noción de bien común en la discusión constitucional contemporánea es una tarea difícil.
Un poco de historia
Para explicar esta dificultad es necesario hacer un brevísimo recorrido histórico: la vida política tal como la entendemos en Occidente, esto es, como una empresa colectiva de conciudadanos libres, tiene registro de nacimiento en la polis griega, y especialmente en Atenas. La práctica de hombres como Temístocles, Arístides o Pericles, y la teoría de Sócrates, Platón o Aristóteles son, sin duda alguna, las referencias originarias e ineludibles de todo el pensamiento político posterior. Y, para aquellos antiguos, el bien común político gozaba de unas notas claras y distintas: se trata del bien completo del ciudadano, no de una parte de él —como sería el caso del bien propio de cualquier sociedad intermedia o corporación—; ese bien completo se extiende a tres especies de bienes: los bienes exteriores (como el alimento, el vestido y la vivienda), los bienes corporales (como la nutrición y la salud) y los bienes espirituales (como la sabiduría y la justicia); pero no todos esos bienes entran del mismo modo en el bien común político, sino que los exteriores y corporales son accidentales (lo cual no significa que sean poco importantes en la organización de la vida política) y solo los bienes espirituales son esenciales. La razón de esto se encuentra en el significado más inmediato de lo “común”: es común aquel bien cuya posesión no es excluyente, es decir, que puede ser de unos y otros sin que la participación de unos —en el bien— reste o limite la participación de otros; al contrario, la “comunicación” de estos bienes perfecciona su posesión individual y colectiva. Lo común, por ello, se opone a lo privado que, como su nombre lo indica, es “privativo”, esto es, excluyente. Dos personas no pueden nutrirse del mismo alimento, ni llevar el mismo vestido, ni habitar el mismo espacio; en cambio sí que pueden poseer un mismo saber, participar en una misma tradición cultural y gozar de una sola justicia. Estos últimos bienes, de hecho, son “comunicables”: cada ciudadano los recibe de otros y, con ello, se perfecciona la posesión de todos (alcanzará más sabiduría el hombre que esté rodeado de otros sabios; el arraigo cultural es siempre un fenómeno comunitario, nunca individual; y cuanto más intensamente ame cada uno la justicia, más extensa y profunda es la justicia de la ciudad). La polis griega no fue una república ideal en la que el amor por lo común hiciera desaparecer toda discordia, pero se le debe reconocer por descubrir el único fundamento posible de una auténtica concordia política: la búsqueda de un bien en la que lo excluyente queda subordinado a lo comunicable, es decir, en la que hay una primacía de lo espiritual.
Esta extraordinaria herencia de los antiguos alcanza un nuevo despliegue —y unas nuevas tensiones— en su encuentro con el cristianismo: cuando comienza a tomar forma la república cristiana, aquella centralidad política de lo espiritual aparece íntimamente vinculada a un bien común sobrenatural, y la unidad política parece depender de la unidad religiosa. Pues bien, la seña genética más clara de la modernidad política radica, precisamente, en el esfuerzo por reconstruir la concordia política cuando se ha perdido la unidad religiosa. Pero la división moderna no fue solo religiosa, sino que implicó un progresivo eclipse —lento pero irrefrenable— de toda unidad espiritual: poco a poco se fue resquebrajando la “comunión” cultural, jurídica, filosófica, artística, moral… La teoría y la práctica políticas siguieron empeñadas en posibilitar la convivencia, pero lo hicieron de un modo en que la disgregación era ya un dato constitutivo de la sociedad, y no un obstáculo cuya superación desafiaba a la política. De este modo, el bien común de los clásicos fue reemplazado por el conjunto de las condiciones para que sea posible el bien privado, a pesar de la vida social; y la unidad política se hizo formal y extrínseca, intensificando, con ello, la disgregación social. Este es —si se permite tan extrema simplificación— el factor integrador de los contractualismos liberales, de Locke a Rawls, pasando por Rousseau y Kant. Y a esta privatización liberal de la vida humana no se opusieron más que construcciones teórico-prácticas totalizantes, donde la unidad no se recupera por el rescate de lo común y comunicable, sino por la destrucción de la singularidad de las partes, como duramente nos enseñaron los totalitarismos que emergieron el siglo pasado y perduran hasta hoy.
Abstracción ideológica y crisis política
¿Qué tiene que ver esta historia con la discusión constitucional presente? Mucho, porque somos actores de un drama político —que amenaza tragedia— cuyo núcleo argumental es la más profunda, intensa y beligerante disgregación social que hayamos visto nunca. Nuestra vida social está marcada por fracturas que exceden con mucho las naturales e inevitables diferencias que toda sociedad lleva en su interior: se trata de visiones —ideológicamente distorsionadas— de lo verdadero, lo bello y lo bueno que, lejos de manifestar su esencial comunicabilidad, aparecen como discursos excluyentes, destructivos de la diferencia y el disenso, cerrados a todo diálogo, prestos a adoptar nuevas y sofisticadas formas de violencia comunicacional (y aun física, como tristemente nos ha tocado ver). El diagnóstico es duro, pero realista. Y, ante esta realidad, ¿cómo podríamos integrar la consideración del auténtico bien común —ese que se funda en la comunicabilidad de la perfección espiritual de la persona— en nuestra discusión constitucional? Desde luego, no podemos esperar que un texto legal obre un milagro: una Constitución puede, eventualmente, manifestar la unidad política y colaborar en conservarla y perfeccionarla, pero no la produce.
¿Entonces no tiene sentido —podrá preguntarse alguien— volver, en este contexto, sobre la idea de bien común? Las referencias a este bien, en la discusión constituyente y en el nuevo texto constitucional que resulte de ella, ¿son meras fórmulas retóricas vacías de todo contenido real? Lo serán, desgraciadamente, si es que permanecen en el ámbito de las ideologías abstractas, pues allí es donde los sistemas son irreductibles, las fracturas incurables y los abismos insalvables. Pero el bien común no es un principio ideológico, sino el único fin que causa una auténtica unidad social. Por ello, es posible que tenga un sentido para nuestro momento presente. Pero, para ello, hay una condición indispensable: es necesario sacar a la discusión política de las burbujas de la abstracción ideológica y devolverla al ámbito de las relaciones concretas, pues ellas son las que constituyen la verdadera vida política. Pero las relaciones concretas solo existen en comunidades a escala humana, porque solo en ellas emerge un bien real que diluye la inexpugnabilidad de las posiciones ideológicas: los vecinos se unen —y dialogan políticamente— cuando lo que está en juego es la seguridad de sus hijos en las calles y plazas del barrio, o cuando la paz cotidiana se ve amenazada por la arbitrariedad de un poder extrínseco (el mismo Estado, el crimen organizado, una gran industria, etc.).
Bien común y nueva Constitución
¿Y cómo se vincula esto con la Constitución? ¿Se trata, acaso, de un cosismo legalista exacerbado que pretende constitucionalizar hasta la vida del barrio? Nada más lejos de ello: se trata de mostrar, simplemente, que la abstracción ideológica se revela impotente cuando la discusión política —y el ejercicio del poder— se refieren a un bien común real. De lo que se trata es de que, para que el bien común vuelva a operar como un principio realmente orientador de la política, es necesario que esta recupere su cauce natural, que es el de la comunidad real. Y para esto hace falta que el Estado mengüe —especialmente el poder estatal centralizado—, ¡no para que crezca, en su lugar, el mercado! (esta es una dialéctica reductiva, mentirosa y paralizante), sino para que reaparezca la comunidad política auténtica: la de los vecinos, el pequeño municipio, las múltiples asociaciones que cruzan su vida cotidiana… Lo que en primer lugar deberíamos esperar de este reordenamiento político a que nos fuerza el proceso constituyente es una descentralización real del poder, profunda, no solo administrativa, sino verdaderamente política.
Pero tal descentralización será solo el punto de partida, porque la supresión estatal de la comunidad real ha generado una monstruosidad: un individuo que se desentiende de su propio bien —al menos en lo que tiene de común y comunicable con el bien del vecino— y se encierra egoístamente en su mundo privado, del que sale solo para exigir al Estado que se haga cargo de aquellas de sus necesidades que exceden sus fuerzas. Precisamente a causa de esta patología —que hemos sufrido ya por demasiado tiempo—, el retorno del flujo sanguíneo de la política a las comunidades reales será la condición que posibilite una lenta y difícil regeneración del tejido social. Solo desde allí podrá recuperarse una visión común de lo verdadero, lo bello y lo bueno, y solo entonces será posible una concordia política profunda, firme y duradera. ¿Puede un texto constitucional colaborar en esta regeneración? Sí, pero solo si se abandonan los utopismos que aspiran a una sociedad y un hombre nuevos, y se usa esa ley para el limitado propósito de proteger las semillas de la concordia.
En Chile, hoy, esas semillas no son otras que el reconocimiento de la dignidad personal (¿cómo podrá haber comunicación y comunidad si el otro es reducido a un objeto que puede ser usado y descartado?); el carácter insustituible de la familia fundada en el matrimonio (no se trata de cerrar los ojos a la crisis contemporánea de la familia tradicional, ni de desentenderse de las realidades que han emergido como consecuencia de esta crisis, ¿pero es que cabe esperar la reconstitución de un sano tejido social sin la recuperación de ese núcleo esencial en el que se forja la personalidad de todo ciudadano?); el deber y derecho educativo de los padres (que sea, quizá, el más clamoroso ejemplo de un Estado que incrementa su poder más allá de toda medida razonable); la propiedad como medio —y solo medio— al servicio de lo anterior (la demonización de la propiedad y de su uso productivo no es la respuesta al abuso de la misma y a la transformación del mercado en regla definitiva y superior de justicia. La respuesta a la ideología capitalista es el retorno a las exigencias de la justicia legal, conmutativa y distributiva).
Todo esto debería ser protegido por una nueva Constitución. Si lo hace, y lo corona con un régimen político que limite radicalmente el poder del Leviatán, para que emerjan las comunidades reales —de escala humana— que hoy se encuentran diluidas o aplastadas, entonces, quizá, podamos decir que el bien común vuelve a ser el principio orientador de nuestra vida política.