Soy Jesús, vida y esperanza

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Soy Jesús, vida y esperanza
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Soy Jesús, vida y esperanza

Daniel Plenc


Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.

Índice de contenido

Tapa

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Soy Jesús, vida y esperanza

Daniel Plenc

Dirección: Jael Jerez

Diseño de tapa: Andrea Olmedo Nissen

Diseño del interior: Giannina Osorio

Ilustración: Darrel Tank

Libro de edición argentina

IMPRESO EN LA ARGENTINA - Printed in Argentina

Primera edición, e - Book

MMXXI

Es propiedad. © 2012, 2021 Asociación Casa Editora Sudamericana.

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

ISBN 978-987-798-398-2


Plenc, Daniel OscarSoy Jesús, vida y esperanza / Daniel Oscar Plenc / Dirigido por Jael Jerez / Ilustrado por Darrel Tank. - 1ª ed . - Florida : Asociación Casa Editora Sudamericana, 2021.Libro digital, EPUBArchivo Digital: OnlineISBN 978-987-798-398-21. Cristología. 2. Jesucristo. I. Jerez, Jael, dir. II. Tank, Darrel, ilus. III. Título.CDD 226.5

Publicado el 23 de marzo de 2021 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

Tel. (54-11) 5544-4848 (opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)

E-mail: ventasweb@aces.com.ar

Website: editorialaces.com

Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.

Prólogo

Vida, plenitud, sentido y esperanza. ¡Cuánto necesitan estas cosas los seres humanos! ¡Cuánto las buscan por los caminos más diversos! El hombre no se resigna a la mera existencia, efímera y carente de razón y de futuro. El objeto de su búsqueda es huidizo e incierto, aun para las mentes más brillantes y los intelectos más cultivados. Entonces desespera de sí, mismo y mira al cielo en busca de una señal que le devuelva la ilusión y la perspectiva trascendente.

Este libro procura crear un ámbito donde Jesús pueda presentarse a sí mismo y hablarnos de su oferta de una vida en plenitud y esperanza. Toma el Evangelio de Juan como su texto y las ocasiones cuando Jesús se identifica como el “Yo Soy” en el último año de su ministerio.

Las más sugestivas metáforas desfilarán delante del lector, invitándolo a comprenderlas en su simplicidad y cotidianeidad. El pan y la luz; una puerta y un pastor, el camino y la vid, así como los sublimes tópicos de la resurrección, la verdad y la vida. Cada predicado será una fuente de riqueza insospechada, ante el reto de comprobar lo que Cristo vino a traernos.

Jesús puede hacer que lo comprendamos tal como él lo desea. Que miremos por momentos en el misterio de su Persona divina y eterna, convertida en carne humana, apta para el sacrificio redentor. A la luz de Jesús irán apareciendo las doctrinas más importantes que profesarán quienes lo siguen con sinceridad.

Nos proponemos, en definitiva, escuchar lo que el Señor tiene para decirnos sobre su Persona y su obra, con la convicción de que es posible hallar en esas palabras una razón para la vida, con proyección de eternidad y de una existencia de abundancia espiritual y de plenitud de sentido.

Vayan las páginas que siguen al encuentro de todos aquellos que, sabiéndolo o no, necesitan la certeza de haber encontrado un camino para la vida y una razón para la esperanza.

Daniel Oscar Plenc

Capítulo 1
Cuando todo sea rutina

Las actividades rutinarias (esas cosas que hacemos y repetimos casi sin pensar), ocupan una porción importante de nuestro tiempo cotidiano. En ocasiones, la vida misma parece volverse una rutina. Se ahondan las huellas acostumbradas, hasta que lo usual nos sofoca, insensibiliza y automatiza, robándonos el sentido y la alegría. La rutina nos hace actuar sin reflexionar, nos deja existir casi sin vivir. Nos brinda una comodidad que no satisface, una tradición que aburre y agobia.

Esos tiempos de rutina pueden interrumpirse ante lo sorpresivo, que cambia el curso de las cosas y nos obliga a dejar de repetirnos. Esas sorpresas, dichosas o sombrías, sacuden nuestras costumbres, planteándonos desafíos renovados. Descubrir a Dios, acaso sea la mayor de las sorpresas que puede renovar para siempre el sentido de la vida.

El relato bíblico registrado en el capítulo tercero de Éxodo, cuenta de un encuentro de Moisés con Cristo en el Sinaí (también llamado Horeb), que ciertamente lo sacó de su rutina. Esas apariciones divinas de las cuales hablan las Escrituras reciben el nombre de “teofanías”. Bien podría hablarse aquí de una “cristofanía”. La manifestación gloriosa sorprendió al patriarca, pues no esperaba que algo tan singular le pudiera suceder. Nada volvería a ser igual después de este momento.

Según los datos de la cronología bíblica, Moisés debió nacer por el 1525 a.C., y era ya el año 1445 a.C. Habían transcurrido ochenta años desde que Amram y Jocabed, sus piadosos padres de la tribu de Leví, lo recibieran con temor y angustia, por el decreto real de muerte que se aplicaba a todos los hebreos varones que nacían en territorio egipcio. Habían pasado ochenta años desde que la princesa egipcia lo rescatara de las aguas del Nilo, a fin de adoptarlo y educarlo.

Cuarenta años habían quedado atrás desde que una decisión equivocada y temeraria lo obligó a dejar Egipto para refugiarse en Madián, del otro lado del golfo de Akaba. Con Séfora formó una familia, y adoptó el oficio de pastor. Como buen ovejero trashumante, en busca de pasturas llegó finalmente a la llanura frente al Sinaí. Con ochenta años encima, es probable que Moisés no tuviera grandes expectativas para su vida, ni muchos planes para el futuro. Los desafíos usuales de la subsistencia y del hogar lo habían llevado a la rutina. Algo, sin embargo, debía preocuparlo desde hacía largo tiempo, y era la condición de sus hermanos hebreos cautivos y esclavizados en Egipto. Moisés, seguramente, incluyó estas inquietudes en sus reflexiones y en sus plegarias cotidianas.

Fue entonces cuando lo sorprendió la visión de Cristo; visión de la cual aprendió lecciones que marcaron definitivamente su existir. Esas lecciones pueden ser significativas para nosotros, como lo fueron para Moisés, pues Dios no ha perdido su capacidad de sorprender a los hombres. Un acercamiento a la presencia divina puede orientar nuestro derrotero y abrir ante nosotros un camino de esperanza.

El notable pasaje de Éxodo 3:1 al 15 contiene algunas ideas, que podemos adoptar en medio de la rutina de nuestro transitar.

Lección acerca de la santidad y la reverencia

“Apacentando Moisés las ovejas de Jetro su suegro, sacerdote de Madián, llevó las ovejas a través del desierto, y llegó hasta Horeb, monte de Dios.

Y se le apareció el Ángel de Jehová en una llama de fuego en medio de una zarza; y él miró, y vio que la zarza ardía en fuego, y la zarza no se consumía.

Entonces Moisés dijo: Iré yo ahora y veré esta grande visión, por qué causa la zarza no se quema.

Viendo Jehová que él iba a ver, lo llamó Dios de en medio de la zarza, y dijo: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí.

Y dijo: No te acerques; quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es.

Y dijo: Yo soy el Dios de tu padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob. Entonces Moisés cubrió su rostro, porque tuvo miedo de mirar a Dios” (Éxo. 3:1-6).

Moisés se había acostumbrado a las cosas comunes. Todo era común a su alrededor, tan común como su trabajo de pastor. El sol abrasador de aquellos parajes castigaba como siempre el paisaje semiárido del Sinaí. Hasta sus expectativas y esperanzas se habían vuelto vulgares. Es que los hombres se inclinan con naturalidad a las cosas comunes y seculares (aquello que se limita a este tiempo y a este mundo). Sin embargo, el Cielo había comenzado a obrar cosas muy poco frecuentes, delante de sus mismos ojos. La zarza era común, no así el fuego que resplandecía sin quemar. El Ángel de Dios apartó a Moisés de las cosas acostumbradas y lo confrontó con la santidad de las cosas divinas. El Nuevo Testamento suma al antiguo relato algunos detalles interesantes: “Al cabo de cuarenta años se le apareció un ángel en el desierto del monte Sinaí, sobre la llama de una zarza ardiendo. Moisés se maravilló al ver la visión [...] Moisés temblaba y no se atrevía a mirar” (Hech. 7:30-32).

 

¿Tierra santa? La santidad es un tema bíblico de extrema importancia. Santo es, en esencia, aquello que ha sido separado, dedicado o consagrado. Sobre todo, Dios es santo. Dios es el totaliter aliter [totalmente otro], como decía el teólogo suizo Karl Barth. Y ese Dios santo pide que sus hijos también lo sean. Santo puede ser un hombre, un pueblo, un tiempo, un nombre divino, un lugar. Es decir, cualquier cosa que se dedica a Dios o a su servicio. Sobre todo, la santidad tiene que ver con la presencia de Dios, y la reverencia es la respuesta humana adecuada. El lugar que Moisés pisaba no tenía nada que lo hiciera especial, salvo la presencia divina. Esa presencia hizo de aquella tierra profana un lugar santo. Era importante para Moisés saber que Dios estaba allí; solo necesitaba saber cómo acercársele.

¿Cómo pueden los hombres falibles acercarse a un Dios santo? Respondiendo a su invitación y tal como él lo indica, es decir, con reverencia.

La idea bíblica de reverencia, respeto o “temor” indica una actitud de fidelidad y una disposición a la obediencia. Tiene el sentido amplio de un estilo de vida que honre a Dios; un caminar con Dios haciendo su voluntad. Escribió Elena de White: “La verdadera reverencia se manifiesta por medio de la obediencia”.1 De igual forma se ha definido el culto como la manifestación de reverencia en su presencia.

El comentario de Elena G. de White es oportuno. “La humildad y la reverencia deben caracterizar el comportamiento de todos los que se allegan a la presencia de Dios. En el nombre de Jesús podemos acercarnos a él con confianza, pero no debemos hacerlo con la osadía de la presunción, como si el Señor estuviese al mismo nivel que nosotros. Algunos se dirigen al Dios grande, todopoderoso y santo, que habita en luz inaccesible, como si se dirigieran a un igual o a un inferior. Hay quienes se comportan en la casa de Dios como no se atreverían a hacerlo en la sala de audiencias de un soberano terrenal”.2

Una experiencia similar vivió Jacob ante otra manifestación de la presencia de Dios. El patriarca exclamó en aquella oportunidad: “¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo” (Gén. 28:17).

Cuando los hombres son capaces de descubrir la presencia de Cristo en medio de las cosas comunes de la vida, dan lugar a uno de los sentimientos más sublimes y necesarios, el del respeto y la reverencia. Elena de White dice que “la verdadera reverencia hacia Dios nos es inspirada por un sentido de su infinita grandeza y un reconocimiento de su presencia”. Añade: “La presencia de Dios hace que tanto el lugar como la hora de la oración sean sagrados. Y al manifestar reverencia por nuestra actitud y conducta, se profundiza en nosotros el sentimiento que la inspira”.3

Moisés supo, lo que nosotros necesitamos aprender: que Dios está presente, invitándonos a acercarnos con un profundo sentido del privilegio y la responsabilidad de vivir en su presencia.

Lección acerca del interés de Dios por sus hijos

“Dijo luego Jehová: Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustias, y he descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel, a los lugares del cananeo, del heteo, del amorreo, del ferezeo, del heveo y del jebuseo.

El clamor, pues, de los hijos de Israel ha venido delante de mí, y también he visto la opresión con que los egipcios los oprimen” (Éxo. 3:7-9).

Moisés se había alejado de Egipto cuarenta años atrás, sin por ello perder sus raíces ni olvidar a su pueblo esclavizado. Fue por defender a un hebreo maltratado que debió huir a la tierra de Madián (Éxo. 2:11-15). Aunque se había criado en la corte del Faraón, sabía que aquellos esclavos sometidos a las tareas más pesadas eran sus hermanos. Ahora, junto a la zarza que ardía, Moisés entendió que su ansiedad por su pueblo era también la preocupación de Dios.

La lección que el anciano pastor empezaba a entender es todavía significativa: Dios ve la aflicción, oye el clamor, conoce las angustias de sus hijos. El Señor en el que hemos confiado no es un ser distraído, desinteresado o desatento. El Dios de la Biblia no se parece en nada al Dios que imaginaron los filósofos deístas. Estos pensadores racionales creyeron que todo lo que no pudiera explicarse por la razón debía desecharse como superstición. Dejaron de lado la revelación y creyeron en una religión natural, implantada en la naturaleza del hombre. No negaban la existencia de un Dios creador, pero descreían de su intervención en el mundo. Notables patriotas americanos como Benjamín Franklin (1706-1790) y Tomás Jefferson (1743-1826) adhirieron al deísmo. El Señor que se apareció a Moisés tampoco se parecía a la divinidad concebida por el panteísmo. El panteísmo cree que todo es Dios, y que Dios es todo. Dios deja de ser una persona, para confundirse con la naturaleza. Es cierto que Dios trasciende a las cosas que ha creado, mas no al punto de volverse indiferente. Tampoco está tan cerca como para confundirse con los elementos de la naturaleza y dejar de ser una persona.

Dios está en lo alto, sin dejar de mirarnos. Nuestras aflicciones lo conmueven y nuestras súplicas llegan a sus oídos. Cuando comenzamos a vivir en la presencia de Cristo, comprendemos que no estamos solos ni abandonados. La soledad y el desconsuelo ceden ante la esperanza que surge de la confianza en un Dios que ve nuestra aflicción, que oye el clamor de sus hijos y puede librarnos.

Escribió un judío cautivo durante la Segunda Guerra: “Creo en el sol, aunque no esté brillando; creo en el amor, aunque no lo sienta; creo en Dios, aunque esté callado”. El silencio divino no significa indiferencia ni abandono. Como lo expresaba certeramente una anciana creyente, cuando daba testimonio de su vivencia con Dios: “Yo vivo sola, pero no me siento sola; porque cuando me arrodillo para orar, siento que Dios está conmigo”.

Lección acerca de la humildad, la confianza y la obediencia

El diálogo entre Dios y Moisés continuó, mientras la sorpresa del patriarca iba en aumento. Tenía instrucciones adicionales que aprender.

“Ven, por tanto, ahora, y te enviaré a Faraón, para que saques de Egipto a mi pueblo, los hijos de Israel.

Entonces Moisés respondió a Dios: ¿Quién soy yo para que vaya a Faraón, y saque de Egipto a los hijos de Israel?

Y él respondió: Ve, porque yo estaré contigo; y esto te será por señal de que yo te he enviado: cuando hayas sacado de Egipto al pueblo, serviréis a Dios sobre este monte” (Éxo. 3:10-12).

Moisés se había educado en Egipto, el gran centro político, militar y cultural de ese tiempo. Disfrutó de privilegios que se negaron a los demás hebreos. Como “hijo de la hija de Faraón” (Heb. 11:24), gozaba de prestigio e influencia. Dice la Biblia de Jerusalén: “En esa coyuntura nació Moisés, que era hermoso a los ojos de Dios. Durante tres meses fue criado en la casa de su padre; después fue expuesto y le recogió la hija de Faraón, quien le crió como hijo suyo. Moisés fue educado en toda la sabiduría de los egipcios y fue poderoso en sus palabras y en sus obras” (Hech. 7:20-22). Escribió Elena de White al respecto: “En la corte de Faraón, Moisés recibió la más alta educación civil y militar. El monarca había decidido hacer de su nieto adoptivo el sucesor del trono, y el joven fue educado para esa alta posición”.4

Sin embargo, había para su vida planes muy diferentes trazados por Dios; proyectos que entonces no alcanzaba a vislumbrar y para los cuales no era competente. “Moisés no estaba preparado para su gran obra. Aún tenía que aprender la misma lección de fe que se les había enseñado a Abraham y a Jacob, es decir, a no depender, para el cumplimiento de las promesas de Dios, de la fuerza y sabiduría humanas, sino del poder divino”.5 No obstante, esa era historia pasada. Alejado por cuarenta años de “los tesoros de los egipcios” (Heb. 11:26), había ingresado en la escuela del desierto y había aprendido mucho en contacto con las obras del Creador. La austeridad de aquellas soledades le enseñó la humildad y la paciencia, la desconfianza propia y la dependencia de Dios. “Así desarrolló hábitos de atento cuidado, olvido de sí mismo y tierna solicitud por su rebaño, que lo prepararon parar ser el compasivo y paciente pastor de Israel. Ninguna ventaja que la educación o la cultura humanas pudiesen otorgar, podría haber sustituido a esta experiencia”.6

Ante el llamado de Dios, Moisés pregunta: “¿Quién soy yo?”. No quedaba en él rastro alguno de suficiencia propia ni conciencia de su capacidad. “Moisés llegó a ser paciente, reverente y humilde, ‘muy manso, más manso que todos los hombres que había sobre la tierra’ (Núm. 12:3), y sin embargo, era fuerte en su fe en el poderoso Dios de Jacob”.7 Ahora el Señor lo anima a sumar a su vivencia la confianza en Dios y la obediencia a su voz. Le aseguró: “Ve, porque Yo estaré contigo”. Hay aquí un mandato: “Ve”, así como una promesa extraordinaria, tantas veces repetida por Dios a sus hijos: “Yo estaré contigo”. Sus mandatos no son imposiciones ni arbitrariedades, son habilitaciones, promesas y bendiciones disfrazadas. Quien rechaza el mandato pensando que no puede, rechaza a Aquel que lo hace posible. Tal vez no exista otra promesa más sublime que esta: “Yo estaré contigo”; ya que estar con Dios es mucho más que saberse acompañado; es contar con él, es recibir todo lo que falta; es un vínculo vital que fortalece y transforma. Moisés se miró a sí mismo cuando dijo “¿Quién soy yo?”. Una pregunta que no necesitaba respuesta. La réplica de Dios fue: “Yo estaré contigo”. Como si el Señor le dijera: Lo importante no es quién eres, sino quién está contigo.

Un encuentro con la persona gloriosa de Cristo es siempre un recordatorio de nuestra pequeñez, al tiempo que una invitación a la aceptación confiada del plan de Dios para nuestra vida. Más importante que saber quién soy yo, es darme cuenta de quién es el que me llama y quién es el que va conmigo. La humildad es el punto de partida; la confianza en Dios es lo que sigue. La humildad aleja la confianza propia y predispone para la seguridad que podemos tener en Dios. La intimidad con Dios conduce a la obediencia, porque los mandatos divinos son promesas de realización. Esas promesas que vienen de lo alto son portales para un existir lleno de sentido y esperanza.

Lección del conocimiento de Dios

El patriarca tenía en su mente cuestiones no resueltas, las que transfirió al Señor con toda naturalidad.

“Dijo Moisés a Dios: He aquí que llego yo a los hijos de Israel, y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros. Si ellos me preguntaren: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé?

Y respondió Dios a Moisés: YO SOY EL QUE SOY. Y dijo: Así dirás a los hijos de Israel: YO SOY me envió a vosotros.

Además Dios dijo a Moisés: Así dirás a los hijos de Israel: Jehová, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob, me ha enviado a vosotros. Este es mi nombre para siempre; con él se me recordará por todos los siglos” (Éxo. 3:13-15).

El monoteísmo es parte esencial de la religiosidad hebrea. Max Weber dice que el judaísmo fue la primera religión rigurosamente monoteísta. Este concepto se proyectó luego al cristianismo y al Islam. La estructura del pueblo hebreo asienta sobre el lema: “Un Dios, un pueblo, una ley”. Esa cualidad, fundamental desde los tiempos de los grandes patriarcas, se había perdido en gran medida durante la esclavitud de Israel en Egipto. Moisés necesitaba saber a ciencia cierta cómo nombrar a Dios, y se anticipa a la cuestión que bien podría surgir: “¿Cuál es su nombre?” Preguntar por su nombre equivalía a indagar respecto de cómo es Dios; cómo es su naturaleza. La respuesta de Dios, enigmática como parece, deja otra lección que el patriarca y su pueblo necesitaban aprender. Una lección que todavía se necesita escuchar. Antes de poder hacer algo por su pueblo, Moisés necesitaba saber más de Dios. Esa era, sin duda, su mayor necesidad. Es también nuestra necesidad más elemental.

 

La respuesta divina fue: “YO SOY EL QUE SOY”. El texto que la encierra es considerado como una de las revelaciones culminantes del Antiguo Testamento. No obstante, encierra cierta dificultad. “YO SOY EL QUE SOY” equivale a “Yo soy el que existo”. Alude al que existe, desde siempre y para siempre. Describe al Ser que trasciende a todo y que, sin embargo, actúa en todo, incluyendo la historia de los hombres. Los dioses paganos no pasan de ser invenciones y fantasías, con ninguna realidad. El Dios que se había aparecido a Moisés es el único existente. El sagrado nombre que en las Escrituras del Antiguo Testamento se registra con cuatro consonantes hebreas (YHWH) y se traduce como Yahvé, Yahveh o Jehová, está vinculado al verbo “ser”. Un nombre tan sagrado que los israelitas nunca pronunciaban. Lo reemplazaban por “el Señor”. Las implicaciones son inmensas. Dios es eterno y existe por sí mismo. El YO SOY era en sí mismo una promesa, no solo de la existencia, sino de la presencia real de Dios con su pueblo.

Toda la Biblia enseña sobre la eternidad de Dios. Esa existencia sin límite de tiempo nos admira y reconforta. Abraham invocó al Señor en Beerseba y lo llamó “Dios eterno” (Gén. 21:33). David bendijo el nombre de Dios, cuya existencia es “de eternidad a eternidad” (1 Crón. 16:36), “desde el siglo y hasta el siglo” (1 Crón. 29:10), “desde la eternidad y hasta la eternidad” (Sal. 106:48). Isaías se refirió a Dios como “el que habita la eternidad” (Isa. 57:15). El rey Nabucodonosor emergió del paganismo y se dispuso a alabar y glorificar “al que vive para siempre” (Dan. 4:34). Algo similar ocurrió con Darío de Media, quien ordenó temer ante el Dios que “permanece por todos los siglos” (Dan. 6:26). Pablo asegura que solo Dios es eterno (Efe. 3:21; 1 Tim. 1:17; 6:16). El Apocalipsis alude al YO SOY de Éxodo 3:14, cuando dice que los seres celestiales adoran a Dios, “el que era, el que es, y el que ha de venir” (Apoc. 4:8); y los veinticuatro ancianos se postran y adoran “al que vive por los siglos de los siglos” (Apoc. 5:14), diciendo: “Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, el que eres y que eras y que has de venir [...]” (Apoc. 11:16).

La Biblia vuelve vez tras vez a la idea del YO SOY. Quince siglos después de la aparición a Moisés, el Dios eterno se hizo hombre y volvió a manifestarse al mundo en la persona de Jesús. En varias ocasiones singulares de su ministerio empleó la misma expresión que había usado con Moisés, diciendo simplemente “Yo Soy”, sin predicado (véase Juan 4:26; 8:24, 28, 58; 13:19). Siete veces utiliza la expresión “Yo soy” con predicado (véase Juan 6:35, 51; 8:12; 10:7, 9; 10:11, 14; 11:25; 14:6; 15:1, 5). Esas declaraciones constituyen descripciones magníficas de su Persona y de su obra salvadora. Estas afirmaciones serán el motivo de estudio de este libro: Yo soy el pan de vida. Yo soy la luz del mundo. Yo soy la puerta de las ovejas. Yo soy el buen pastor. Yo soy la resurrección y la vida. Yo soy el camino, la verdad y la vida. Yo soy la vid verdadera.

“Fue Cristo quien habló a Moisés desde la zarza del monte Horeb diciendo: ‘YO SOY EL QUE SOY’ [...] Así dirás a los hijos de Israel: ‘YO SOY me envió a vosotros’ (Éxo. 3:14). Tal era la garantía de la liberación de Israel. Asimismo cuando vino ‘en semejanza de los hombres’, se declaró el YO SOY”.8

En estas expresiones Jesús se describió a sí mismo. Por ellas podemos entender su misión y su obra perdurable. Ellas explican la razón por la que Jesús es la esperanza de vida. En realidad, la palabra “esperanza” no está presente en el Evangelio de Juan. Surge, sin embargo, de cada relato, de cada ilustración, de cada palabra del Señor. El Evangelio de Juan no habla mucho de las realidades futuras. En él, las cosas que Dios hará son tan ciertas que ya están presentes.9 En Juan, el futuro ya ha llegado y los dones de Cristo ya están disponibles ahora.