Amor de la música

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Amor de la música
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Título original: AMOR DE LA MÚSICA: PATRICIO MARCHANT

© SOCIEDAD EDITORIAL LA POLVORA LIMITADA

© Cristóbal Durán Rojas

ISBN: 978-956-9441-07-3

ISBN digital: 978-956-9441-64-6

© Edición

PÓLVORA EDITORIAL

Av. Alberto Reyes 051, Providencia, Santiago.

E-mail: polvoraeditorial@gmail.com

Editor: Lucas Sánchez Anwandter

Corrector de Estilo: Vicente Montenegro Bralic

Diseño Gráfico: Lucas Sánchez Anwandter

Producción: Jaime Sánchez Villaseca

Portada: Simón Jara Correa

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

Índice

AGRADECIMIENTOS

PREFACIO

I

ESCENA-GRAFÍA: UN AGREGADO DE VIDA

PUNTA DE LENGUA

DOS NOMBRES PARA LA INVENCIÓN

DESEO DE PROPIEDAD

EL NOMBRE DE ANTES

II

SEPARACIONES

ANTEDECIR

CUESTIÓN DE RITMO

UNA SINTAXIS DEL DES/ALEJAMIENTO

AMOR DE LA MÚSICA

Cuando amo esa música –y eso me puede suceder en todo momento–, cuando se declara mi amor por una música –sea del tipo que sea, sea del origen, género, tiempo o cultura que sea–, cuando una música me provoca o me estremece de amor, me pregunto lo que quiere decir amar, allí donde amar querría decir amar la música o amar en música.

Jacques Derrida, “Cette nuit dans la nuit de la nuit…”, p. 124.

Pero al decir ‘mi amor’ está presente la intención (por más que no se repare en ello, por más que necesariamente, en menor o mayor grado, se la infrinja) de, a partir, a través, de ‘mi amor en mí’, saliendo de mí, de trascender, de decir algo, esto es, de tocar: tratando de no tocar, la alteridad del otro, el temblor de su inagotable ausencia, de su pérdida siempre ya ahí.

Patricio Marchant, “A M mi amor”, pp. 185-186.

Agradecimientos

Este libro es, de un cabo a otro, fruto de una labor sostenida en una deuda que se multiplica. Quisiera agradecer a todas y todos quienes han venido trabajando, de una forma u otra, los textos de Patricio Marchant –labor implacable de lectura y escritura en torno a una escritura difícil al ser demasiado exigente, y difícil no por ser simplemente oscura, como más de alguna vez se ha dicho al pasar, sino por ser brutal y resueltamente clara en sus golpes. Me limito a agradecer aquí a quienes han sido para mi los más decisivos en mis propias lecturas: Andrés Ajens, René Baeza, Pablo Oyarzún, Cecilia Sánchez, Guadalupe Santa Cruz, Iván Trujillo, Miguel Valderrama.

Agradezco muy especialmente a Lucas Sánchez, por su interés en que este trabajo viera la luz, pese a las trabas que se pudieran interponer en el camino a una escritura que todavía anda a tientas, y a Vicente Montenegro, quien supo sugerir un necesario margen de rigurosidad al prominente desvarío de esa andadura.

Prefacio

Aquí no hay nada que se escriba antes de tiempo. Todo vendrá después, es decir, en un tiempo en que la escritura ya sea una operación de puntuar lo que llega tarde. En dicho gesto, la escritura se dice y se desdice. Desdicha, ya que la escritura hace trabajar su propia impotencia, su paradójica capacidad de inscribirse al ir borrando sus huellas. Quizá sea por eso que propiamente no hay nada propio en ella –una huella de su control y de su soberanía sólo sería una huella, algo que ya le fue hecho, un acta de defunción de quien supuestamente la enuncia o la suscribe. Antes de enfrentarse, antes de decir, y sobre todo antes de articular organizadamente su decir, este præfatio –previo a lo que se dirá, pero también una palabra anticipada– ya se está escribiendo después, anticipando la lectura de lo que él ya presupone. ¿Cómo escapar entonces de este círculo, de esa apariencia dominante del círculo de un discurso?

Este ya es un exergo, fuera de obra. Antes o después, nunca ha llegado a su debido tiempo, y habría que reconocer su franca impuntualidad. Desobra: un prólogo tendría que anticipar aquí el marco y el cometido de las páginas que se leerán, pero no dejaría de arruinar, por ese antes o después, por esa estricta no-contemporaneidad, la tesis que anticipa. Un prefacio para un libro sobre Patricio Marchant tendría que merodear estas preguntas, sobre todo cuando se trata de interrogar el riguroso problema de la instalación de algunas de sus tesis. Hace más de una década se podía celebrar que “afortunadamente Patricio Marchant es un pensador que ya no será olvidado, ni denegado, ni deformado: se sabe quién fue, se sabe qué ha escrito”1. ¿No implica ello cierta ingenuidad, la ingenuidad de pretender saber quién fue al mismo tiempo en que se pretende saber qué ha escrito, y así dominar un saber de su escritura? Pero aquí lo más grave quizá no sea eso, sino más bien señalar rotundamente que esos saberes –o ese doble saber– permitirían destinar (“ya no será”) su ausencia de olvido, de denegación o deformación. Felizmente tendríamos que decir –es una posibilidad– que quizá cada vez sepamos menos de Patricio Marchant, gracias a que tenemos más lecturas, a que se agregan más escenas. Habría que restituir el imperativo de cierta deformación, cierto olvido y, evidentemente, cierta ignorancia, para estar atentos todavía a los ejercicios de denegación que recorren el texto que aquí tomaremos como excusa.

A lo largo de estas páginas citaremos una y otra vez a Patricio Marchant, y no porque simplemente se lo cite cuando haya que citarlo2. Lo citaremos porque el ejercicio de la cita también contribuye a ese desmontaje del imperativo, y al todavía débil pero obstinado aferramiento a la idea de que dicho imperativo no se puede dar desde el mero reconocimiento de una escena, es decir, del discurso en que una escena se reconoce para suspender o dejar fuera-de-juego todo lo que la compone afectivamente y que hasta cierto punto no queda marcado en el mismo discurso. Tampoco como un meta-discurso o un para-discurso. Se trata, más bien, como aquí intentaremos advertir, de algo como un temblor, como lo denomina el mismo Marchant, quizá un drone, un zumbido sostenido, fácilmente reconocible y difícilmente aislable, que golpetea transversalmente –atmosféricamente– el tono de su pensamiento. Que le concede su timbre y que atormenta su escritura.

Afirmar ese temblor no es necesariamente hacer de él un tipo de dato fáctico, un hecho positivo que se tendría que reconocer como la marca crucial de un pensamiento, aunque sea de un modo solapado. Ese temblor quizá sea un nombre demasiado general para dar cuenta de lo que tendría que poner en entredicho a cualquier lectura eventualmente muy aferrada, demasiado identificada con cierto sí-mismo, una diferencia demasiado discreta o discrecional, que a fin de cuentas sólo sería la identidad de una diferencia sin supuesta identidad. Esto sucede porque muchas veces los textos de Patricio Marchant parecieran principiar cierta escena completamente distinta del discurso que define a una escena, y donde en esa medida se marca una escena para desentenderse de ella, para ser desentendido por ella3. Cada escena, escrita contra su época, no deja de acompañarla, es decir, no deja de apropiar cierta pérdida –un riesgo que se ha de correr para intentar escapar de su propia época.

Estos temblores no son nada que se pueda confinar como objeto de una analítica trascendental: ellos recorren, percuten el pensamiento de Patricio Marchant. En este sentido, aquí no se tratará de circunscribir qué se quiere decir sobre la música, sino de hacer legible una estructura del tipo ‘ser-uno-el-otro’, un elemento que deja la estela de su resonancia, un acoplamiento que hace la compañía de dos cuestiones, sin que sea completamente discernible en sus contornos. Sin que sea por derecho propio una única cuestión. Intentaré mostrar que cierta complicidad entre el “amor a la música” y el problema de una anterioridad que se hace cada vez más patente en la medida que se avanza a los textos más tardíos de Marchant, pareciera ser lo que permite pensar una escritura atormentada, perturbada en sus gestos de posición y en la afirmación de sus tesis.

Pero digamos, de forma muy abrupta, que hay en Patricio Marchant una relación entre escritura y separación que se pone en escena, resistiendo la escena, cada vez que se apela a la música. Esto tampoco quiere decir que la música adopte la posición grandilocuente de un síntoma, que hiciese posible la lectura de una constelación, o incluso de un sistema de pensamiento. La música es como la singular improvisación imposible, aquella que se espera liberada cuanto más sujeta se distingue, cuando es capaz de distinguir, de discernir, es decir, de pretenderse crítica. Esa música irrumpe, a la manera de una expectativa con la que no se cuenta por entero.

 

Quizá es por la música, por cierta música, que la separación no puede ser acotada, ceñida a distancia, puesta en frente, y que ella venga a acompañar el paso de la escritura (para recordar en lo más profundo del corazón –es decir, del acuerdo– que no hay acuerdo). Hay una música que acompaña la escritura. Pensar esta compañía, incluso acompañar esta compañía, una escritura de la compañía, quizás haya sido eso lo que nos dejó entreabierto el texto de Patricio Marchant. Una forma singular de pensar en otro, que se debate entre el escamoteo monologante y la reducción de la amenaza de ese otro. Razón tenía Guadalupe Santa Cruz cuando afirmaba que el 15 otro es en Marchant un “obstáculo, insoslayable problema”4. Otro que como nombre dicta su ritmo a la escritura. Ese otro, cualquier otro, condiciona esta escritura, pero la condiciona completamente implicada en y por ella. Otro-nombre que en su ritmo plantea problemas a la escritura. Así, “la escritura lo escribe pero no lo resuelve, lo escribe para no resolverlo”5. A ese gesto quisiéramos atenernos aquí; a su impensable distancia quisiéramos agregar una lectura.

I

Escena-grafía: un agregado de vida

Escribir no conduce a un puro significado, y podría ser que la Biografía se diferencie de la filosofía y que, por el contrario, se aproxime a la pintura y sobre todo a la música, en la medida en que no hay duda de que ella nunca admite un verdadero contenido…

Roger Laporte, Fugue

Esa vida: un gran silencio frente a las cosas, entre las cosas. Una enorme población de fantasmas. Vida que guarda y resguarda su porvenir, que se resguarda en lo que ella disocia, en la discordia que mantiene muy cerca de sí. Vida imposible en su pureza, descartada o descontada: la vida, más bien una vida, una multiplicidad singular que siempre quisiera retenerse cerca de sí por medio de una escritura que captura y archiva una fuga diferencial o disímil. La vida dice que no hay presente; ella tarda en escribirse, aunque secretamente lo haya hecho desde siempre. Cuando tarda, ella misma ya ha sucedido: sin presente, ella sólo se reúne escrita, y así, se desaloja y se expulsa. Se inquieta. De este modo, no hay pureza de la vida. La vida llega tarde a decirse en unos trazos, en unas líneas. La vida se retrasa, como el nombre dado por una madre que da cada vida, esta o cualquiera. Guardar la vida, pretender conservarla para darla sin resto: eso se sobreimprime sobre la escritura de la vida, esa escritura que no sería más que el juego de unas escenas extraviadas, unas escenas que no logran disponerse y de las que no disponemos.

Lo que la vida convoca es lo que ella no puede exponer como si de una simple escritura se tratara. Lo que vive todavía, lo que pareciera no inscribirse todavía, es ese fraseo que no es únicamente un discurso. Ese ritmo es lo que se ha entreabierto: una vida que no es una unidad, o que lo sería sólo si estuviera absolutamente viva. A cada instante, ella no deja de extinguirse en su pasar. Por eso, su paso nunca será distinto de una muerte. Una muerte diferida, que no deja de acompañar, que no deja de morir en vida, pulsando dicho ritmo. Si la vida es cada vez otra cosa que lo que se cuenta, y que eso con lo que se cuenta, ¿cómo contar una vida? Hacerla entrar en escena, pero no para ilustrar un discurso sobre la vida ni para escenificar un concepto de la vida. Contar con la vida, por entero, ¿no sería hasta cierto punto perderla, pretender guardarla demasiado cerca, como algún objeto de museo? La escena bien podría ilustrar un discurso, pero no sólo eso6. De algún modo, las escenas prescriben la vida. Pero decir que algo o alguien la prescribe quizá sea mucho decir: la ateología de la escena de la vida, el hecho de que la vida no responda a ningún punto único que unifique su sentido, se lleva a cabo sobre la prescripción de que la escena de escritura se añade a la vida, siempre y cuando esta última lo sea todo. Para no serlo todo, la escena impide que la bio-grafía sea la escritura directa de un presente viviente centralizador y uniforme: la escritura directa es la indirección de la vida. Series de escenas-grafías hacen de la vida una plenitud: sin confundirse con ella, estas escenas de escritura son un resto de vida, una vida que así no puede coincidir consigo misma, que se desfasa y se quiebra para darse un porvenir.

Desde ese momento, la vida es separación. Pero una separación cuya incisión y cuya encentadura siempre pueden no tener lugar. ¿Dónde comienza así una vida, para comenzar una escritura sobre ésta? Con obstinación, aferrándose a ella, Patricio Marchant intentó pensar la singularidad de esta escena, abriéndose paso en sus trayectos y recovecos. La escritura de la vida –escritura de la propia vida, en primera persona– sólo es verdadera al resumirse absolutamente. Si sólo es verdadera, todavía le falta la posibilidad de su desvío y el ficcionamiento en que se sobrevive y donde se imagina a sí misma. La forma de la vida sería más bien el presente quebrado, con un trazado que busca plegarse a cada instante. Si realmente la vida está lejos de ser el objeto de apropiación soberana de quien por ella se pregunta, si más bien allí se trata de “escenas [que] se juegan, esto es, [que] somos jugados por las escenas7, la vida quizá no sea otra cosa que un nombre para nombrar un singular tumulto de escenas.

De un modo extraño, a veces enigmático, Marchant se acercó a una cuestión muy poderosa en lo referido a cómo se implica esa vida en la lectura, en cómo se lee. Y con ello, a la dificultad de hablar de una escena. Como si se quisiera percutir o inclinar una distancia, no tanto para dirimirla o dominarla sino más bien para dejarse envolver por ella y descubrir así que se está completamente afectado por ella. No hay ninguna verdad para la escena, ninguna verdad trascendental: “¿Cómo hablar, entonces, de una escena sin pretender dominarla, ni contándola ni diciendo su verdad, sin ninguna pretensión de exterioridad respecto a ella? Sin duda, trabajándola, dejándose trabajar por ella”8.

De este modo, pensar la vida sería pensar la escena, y pensar la escritura de la vida, de la propia vida, no sería otra cosa que dejarse trabajar por cierta distancia que ya no sería la distancia impuesta por los significados trascendentales que buscan decirla y otorgarle su sentido desde esa distancia. Esa otra distancia –esa separación– nunca está presente, nunca es un elemento integrante del discurso sobre la vida o de su registro. Si no hay presencia de la vida respecto de sí, el gesto nunca es puramente crítico o perfectamente distante. Nada parece gobernar absolutamente el juego de la urdimbre, sin restitución o reposición, juego enredado que no deja de acompañar la construcción del argumento: el único riesgo es jugar a agregar.

Hacer aparecer la vida en la escritura es también hacer desaparecer la vida. Eso no quiere decir que una vida sea inalcanzable o trascendente. La escritura no se contrapone a la vida, sino que expone su incompletud, su necesaria y congénita fragmentabilidad. Quiere únicamente indicar que la vida del presente viviente, que se tendría que plantear como evidencia, no es más que un agregado. La vida está completa cuando se la escribe; una especie de agregado esencial, es decir, que la vida sólo se inscribe al precio de su justa diferencia. Como dice Marchant, el texto no se percibe y por ello, su evidencia siempre debe ser sobreentendida como agregado9. De ahí que la vida se escriba, pero para darse su ley y su dirección, para otorgarse una autonomía que no es indisociable de cierto automatismo. De ahí, también, que se dé esa vertiginosa impresión de que la escritura de la vida sólo se marque forcejeando a la vida, interrumpiéndola para poder decirla. Pero eso no supone desmentir que la vida se vea abierta en la escritura. Una y otra vez, Marchant no dejará de sostener que la evidencia de ese texto sólo se puede refutar si se muestra que el agregado que la expone no agrega nada o si un nuevo agregado permite leer la ‘evidencia’ como un momento inscrito en él10.

Ahora bien, la vida se deja leer al agregarle escenas: escenas que le faltan, y que así, “la acusan, la delatan, y así acusándola, delatándola, la prestan al suplemento de una efectiva lectura”11. Si la vida se da a leer, ¿no se pondría en juego totalmente en su agregado? ¿No habrá entonces que agregar un bucle suplementario a toda escritura de una vida? De cierta manera, Marchant enfrentó esta pregunta y trató de responderla al menos durante unos veinte años. Y allí se inscribe su obsesión, su tormento: la obligación de la autobiografía depende de la muerte de la madre, del hecho de que ella dé la vida en la que ella vive… todavía, lo que no le permite dejar de morir12. Que dé la muerte, el morir interminable que puede ser la vida. Prestar el ser es condenar a muerte. Y de ahí que una de las obsesiones –e incluso la obligación de la autobiografía– gravite en ese secreto del dar la vida al hijo, de la madre que muere en su hijo, y que así da la separación13. Pero esa separación es necesaria: si la relación madre-hijo aparece como la esencia de la vida, también lo es porque “el acto mismo del nacimiento se convierte […] en la decisión mutua de la separación”14.

La separación no quiere decir simplemente apartar. Pese a que el prefijo se- actúa como índice de negatividad, el verbo parare no denota nada negativo. Se puede incluso decir, como hace Lacoue-Labarthe, que el acto de separar posee un fin enteramente positivo: “‘Separar’ sólo significaría: preparar para apartar. O: apartar en vista de preparar”15. Esto no quiere decir inmediatamente que todo comience con una separación. Quiere más bien sugerir que la Vida, con mayúscula –la esencia de la Vida–, no es otra cosa que un después16. Pero así, indicado tan someramente, no se alcanzaría a hacer inteligible el papel que juega este después: el péndulo entre el antes y el después escandirá todas las páginas de este libro, cada vez que intentemos atenernos al rigor de una escritura cuyo único tema quizá no sea otro que una separación que no deja de acompañar la escritura que ésta, a su vez, no termina de constituir. No se trataría de otra cosa que de escudriñar en ese después un antes que propiamente nunca estuvo, la unidad de una vida que sólo se prueba en la dependencia de una separación con la que no se puede contar y que no se posee.

En este caso, la separación marcaría el lugar imposible de asignar, separación delineada apenas por un temblor que no consigue marcarla con nitidez, donde se mantiene entrelazada la experiencia singular de lo hispano/latino/americano, como una estancia que depende de un antes que sólo podría estar escrito en el después de una violencia impuesta que marca la lengua –nuestra Lengua Materna– que hablamos y (en) que somos. ¿Cómo mantener ese ‘antes’ en el ‘después’? ¿Cómo escucharlo y hacerlo resonar? Tal es, quizá, la tarea que se dio Marchant y que aquí intentamos dar a leer desde su desembocadura más inusitada: una consideración sobre el ritmo y sobre cierta música, que hace pivotear el antes y el después de nuestro origen, permitiría abrir paso a la traducción de las palabras del español en otros nombres, y así, haría lugar al otro en el terreno mismo de la lengua. Otro, y no está de más decirlo, de quien escribe o a quien escribo, otro demasiado cómplice, y que no es otro que el objeto mismo de una verdadera autobiografía: “el yo reducido a momentos de un juego de fuerzas que, ellas, dominan”17.

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