Czytaj książkę: «Entre el azadón y el smartphone»

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Reservados todos los derechos

© Pontificia Universidad Javeriana

© Cristina Giraldo Prieto

Primera edición: abril de 2018

Bogotá, D. C.

ISBN: 978-958-781-302-9

Número de ejemplares: 300

Hecho en Colombia

Made in Colombia

Editorial Pontificia Universidad Javeriana

Carrera 7 n.° 37-25, oficina 1301, Bogotá

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Corrección de estilo:

Camilo Sierra Sepúlveda

Diseño de colección:

Ignacio Martínez-Villalba

Diagramación:

Nathalia Rodríguez

Montaje de carátula:

Carmen Villegas

Desarrollo ePub:

Lápiz Blanco S.A.S.




Giraldo Prieto, Cristina, autora

Entre el azadón y el smartphone: Jóvenes rurales entre políticas culturales / Cristina Giraldo Prieto. -- Primera edición. -- Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2018. --

(Intervenciones en estudios culturales)

134 páginas; 24 cm

Incluye referencias bibliográficas (páginas 127-132).

: 978-958-781-302-9

1. Colombia - Política cultural. 2. Identidad cultural - Colombia. 3. Multiculturalismo - Colombia. 4. Juventud rural - Aspectos sociales - Colombia. 5. Comunidades rurales - Aspectos culturales - Colombia. 6. Conflicto armado - Colombia. 7. Intervención del Estado – Colombia. 1. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias Sociales

306.09861 edición 21

Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S. J.


inp 04/04/2018


Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.

A todos los que han hecho un alto en el camino y han vibrado.


A todo aquel que ha sabido que sus pasos se cimientan

en huellas lejanas y serán rutas para el porvenir.


A las singularidades, sus mapeos y sus resonancias.


Y a quien continúa la marcha, alegre, aun en la desesperanza.

INTRODUCCIÓN

EL debate sobre las relaciones entre la academia y la sociedad ha atravesado varias décadas y ha tenido periodos de incandescencia, en momentos en los que las realidades sociales han hecho temblar los suelos firmes de diversos sectores, al interpelarlos sobre su posición y participación en las distintas situaciones de desigualdad, opresión e injusticia que, aunque vividas cotidianamente, se hacen grito y reclamo cuando se llevan al límite y sin ningún reparo. De eso se conoce bastante en estas latitudes. La pregunta sobre la incidencia de la teoría en la vida práctica de grupos, comunidades o movimientos sociales, así como en su consolidación y sus luchas, ha mantenido en vilo al ámbito académico respecto a las posibilidades de su accionar en las diversas problemáticas sociales que un país como Colombia enfrenta diariamente.

Si bien se han producido reflexiones, propuestas metodológicas y un trabajo político de sectores vinculados con la academia –algunos grupos estudiantiles, programas académicos, institutos u organizaciones– en pro del fortalecimiento del diálogo y de apuestas que establezcan lazos entre lo que hace la academia, sus profesionales y sus producciones y lo que se moviliza en las calles, en los campos y en las ciudades, aún no se observan con claridad las interacciones y las posibles correspondencias. Es un escenario tenso, donde la duda, el conflicto y la impotencia acompañan a quienes han transitado, de disímiles maneras, entre la academia y la realidad de este país.

Uno de esos tránsitos entre la academia y la sociedad es bien específico, debido a la aparición del Estado como ente mediador: 1) a través del ingreso de profesionales e investigadores a las filas laborales del sector estatal, como contratistas mayoritariamente, quienes desarrollan proyectos o forman parte de programas que inciden en distintos grupos sociales; 2) a través de la participación de estudiantes, profesionales e investigadores en convocatorias públicas que otorgan estímulos económicos para el desarrollo de procesos de intervención en y con distintas comunidades. Este es un escenario laboral que parece estar –de hecho, así es– colmado de oportunidades de vinculación desde diferentes profesiones con la realidad “real”, con el conocimiento hecho acción, con el necesario paso de la teoría a la práctica.

Ciertamente, el hecho mismo de trabajar para el Estado o desarrollar procesos desde la institucionalidad, ser de una u otra manera “agente” del Estado, es ya una forma de conocer y comprender las lógicas mediante las cuales lo público-estatal se moviliza y se instala en las cotidianidades de los sujetos y en los distintos grupos sociales. Sin embargo, en esos tránsitos, el rol del profesional puede ser más complejo de lo que a simple vista pareciera, a razón, entre otras cosas, de los tipos de accionar de ese Estado: un Estado colonial que ha mostrado irremediablemente su ineficacia, que arrastra consigo una lista interminable de redes de corrupción y que instaura estrategias de cooptación y neutralización de formas de existencia y movilización singulares, a partir de la creación de políticas, planes, programas y proyectos que abogan por la garantía de derechos, pero que en la práctica pueden resultar todo lo contrario.

En ese marco, este texto recoge una serie de reflexiones sobre las intervenciones del Estado desde las políticas culturales, particularmente de la política de diversidad cultural y su enfoque diferencial, a partir de la experiencia de tres tipos de sujetos/agentes. Así, se presentan dos de estos, quienes transitaron del ámbito académico al ámbito laboral-práctico a través de la mediación del Estado: un sujeto/agente contratista del Estado –de la Biblioteca Nacional, entidad del Ministerio de Cultura–, cuya reflexión directa se circunscribe en estas páginas; y unos sujetos/agentes ganadores del estímulo Pasantías en Bibliotecas Públicas de la Convocatoria de Estímulos 2015 del Ministerio de Cultura, cuyo accionar y reflexión permitieron establecer líneas de sentido para comprender los matices y requiebros de las intervenciones del Estado desde el “sector cultural” en el tercer tipo de sujeto/agente, receptores de aquella intervención –¿escalonada?–, cuyas voces, experiencias y percepciones le dan cuerpo a esta disertación: jóvenes habitantes de zona rural de los municipios de Anzoátegui, Tolima; Lorica, Córdoba, e Inzá, Cauca.

La discusión que se propone atraviesa varias preguntas, cuyo eje es la cuestión colonial. Una de las aristas que bordea la elaboración crítica tiene que ver, justamente, con el rol de cada uno de estos sujetos/agentes en la configuración, la reproducción y la resistencia de prácticas coloniales al interior de procesos que abogan por el reconocimiento de la diferencia, a través del discurso oficial de la multiculturalidad, el cual se ha posicionado como una moda en las últimas décadas, pero que “[…] ha sido el mecanismo encubridor por excelencia de las nuevas formas de colonización. […] Se reproduce así una “inclusión condicionada”, una ciudadanía recortada y de segunda clase, que moldea imaginarios e identidades subalternizadas al papel de ornamentos o masas anónimas que teatralizan su propia identidad” (Rivera Cusicanqui, 2010, p. 60). Todo esto en el marco de un capitalismo global, en el que la exaltación de la diferencia en sociedades infinitamente desiguales ha devenido una forma más de consumo.

En consecuencia, se plantea una serie de cuestionamientos alrededor de las políticas culturales que abordan críticamente nociones como diversidad, diferencia, identidad, ruralidad, cultura escrita, juventud, entre otras, a través de las experiencias y existencias de jóvenes cuyas dinámicas en la zona rural del país evidencian los efectos del conflicto interno armado, la disputa por la tierra, la segregación y un sistema de educación homogeneizante y normalizador; estos asuntos permitirán entrever y complejizar la incidencia que tienen las intervenciones que el Estado hace en nombre de la cultura. Si la cultura es un campo de poder, es una cuestión de la que se habla reiteradamente en instancias académicas; sin embargo, muchas acciones que se realizan con sujetos, grupos sociales o comunidades, y se justifican en nombre de la cultura, del acceso y la garantía de derechos “culturales”, pueden perpetuar esquemas coloniales y reproducir “modos de subjetivación dominantes” (Guattari y Rolnik, 2006, p. 155), sin que los sujetos actuantes ni los “receptores” de tales procesos sean conscientes de aquello y de su papel en semejantes resultados. ¿Cómo no ser uno más en la cadena colonial?

Los trabajadores sociales o, como lo señalan Guattari y Rolnik (2006), “todos aquellos cuya profesión consiste en interesarse por el discurso del otro”, se encuentran “en una encrucijada política y micropolítica fundamental” (p. 44): o terminan haciendo el juego de la reproducción de modelos –coloniales o no coloniales– o, de diversas maneras, inician agenciamientos que permitan salir de allí y articular nuevos modos de ser/hacerse en otras lógicas y con disímiles búsquedas. La cuestión de la micropolítica es, entonces, la de “cómo reproducimos (o no) los modos de subjetivación dominantes” (Guattari y Rolnik, 2006, p. 155) o, para expresarlo desde una voz más cercana, cómo descolonizarse y empezar a desengancharse de estructuras económicas, políticas y mentales de dominación y segregación de larga duración. Las reflexiones que este texto expone no pretenden resolver esta encrucijada ni dan salidas fáciles a las complejidades que esto conlleva; más bien, evidencian tensiones, exponen contradicciones y muestran matices a partir de experiencias surgidas desde distintas posiciones.

La socióloga y activista boliviana Silvia Rivera Cusicanqui (2010) ha advertido que la descolonización no es solo pensamiento: no hay discurso descolonizador sin una práctica descolonizadora. Para que esto ocurra, se deben contemplar varios frentes que van desde lo reflexivo, lo metodológico y lo epistemológico, hasta lo ético, lo pedagógico, lo colectivo y el accionar político transformador. Así, una de las primeras tareas consistiría en reconocer el lugar que se ocupa en aquella cadena colonial, al examinar cómo el pensamiento y el accionar propio redundan o confrontan esquemas de dominación; cómo la participación en proyectos y procesos sociales puede silenciar o potenciar la voz de los distintos involucrados; cómo la aparición de publicaciones –como esta, por ejemplo– y la apertura de nuevos programas académicos cada vez más especializados pueden formar parte de distintas estrategias económicas que operan detrás de los discursos; o cómo la escritura misma de los textos –por ende, lo que está detrás, la cuestión metodológica y epistemológica– significa, dice/hace, mientras transita las reflexiones y los contenidos, al reiterar o confrontar las estructuras autorizadas para la producción académica.

Es un escenario amplio, y aunque las preguntas mencionadas circundan toda la elaboración crítica, es tal vez en esta última cuestión, la de la escritura como acción en sí misma, que este texto se circunscribe, al hacer a la par una serie de interpelaciones a la autoridad de la escritura académica y la preeminencia de la producción y validación de conocimiento desde allí. Los lectores que ingresen a estas páginas encontrarán un tipo de escritura bien distinto al de esta introducción; un tipo de escritura más narrativo que formal, el cual intenta tejer las reflexiones polifónicamente: las experiencias, los afectos y las sensaciones de los distintos sujetos involucrados se tejen con teorías, conceptos y contextos sociales y económicos que permiten plantear los problemas culturales y entrever sus repercusiones políticas. Precisamente, hay una apuesta por pensar la escritura como praxis, como un acto político que hace pensar en las situaciones a través de la resonancia de las sensaciones; allí el discurso reflexivo-social no se antepone al discurso estético-narrativo, sino que lo integra e intenta desdibujar los límites, siempre tan fríos, de las elaboraciones académicas. Tal vez este texto está en busca de lectores diversos, de otros actores de lo social que no necesariamente hablan de teorías, que configuran su existencia en un contexto que no siempre ellos determinan y que se ve intervenido por políticas estatales que muchas veces no se ponen en cuestión; pero también de agentes de cambio que realizan acciones en contextos marcados por la violencia y la indiferencia y que desde sus prácticas elevan una voz potente, la cual puede alimentar las reflexiones y posibilitar nuevas rutas teóricas y nuevas propuestas epistemometodológicas para un decir/hacer más articulado y consciente.

Aún hoy estamos en ciernes en ese proceso. Este texto, el cual surgió como un ejercicio transdisciplinar, con un enfoque etnográfico y autoetnográfico, es apenas un atisbo de una apuesta que, en medio de la maraña de cuestionamientos relacionados con la incidencia de las políticas culturales en jóvenes de zonas rurales, se interroga por las posibilidades de la palabra y de la escritura en la investigación social, más allá del mero trabajo de descripción y representación, al considerar que “revelar es cambiar y que no es posible revelar sin proponerse el cambio” (Sartre, 1967, p. 53). Así, la voz que articula las reflexiones, y que se expone en primera persona en el preludio y en las consideraciones finales, se revela a sí misma y a los otros para confrontarse y devenir en acciones; sin embargo, en los tres capítulos que componen el grueso de la elaboración crítica, esa voz se esfuerza por ser más que un yo enfrascado en su interioridad y asume una posición que intenta tejer las discusiones, al integrar las distintas voces de los actores, los lugares y los procesos con una narrativa que apela a lo sensitivo y lo emocional, intentando no perder el análisis riguroso y la crítica social. ¿Hacer vibrar para poner a pensar? Se está a medio camino, y este texto sigue en proceso… que las lecturas activen cajas de resonancia inimaginadas; que contradigan, cuestionen y mantengan vivos los espacios del pensar, el sentir y el hacer en las vertiginosas realidades que se sortean diariamente.

PRELUDIO: TRÍPTICO DE ESPEJOS

Al hablar, descubro la situación por mí mismo propósito de cambiarla; la descubro a mí mismo y a los otros para cambiarla; la alcanzo en pleno corazón, la atravieso y la dejo clavada bajo la mirada de todos; ahora, decido, con cada palabra que digo, me meto un poco más en el mundo y al mismo tiempo salgo de él un poco más, pues lo paso en dirección al porvenir.

JEAN PAUL SARTRE,

¿Qué es la literatura?

I

LLEGAMOS tarde, la sala era pequeña y ya solo quedaban algunos asientos en la primera fila. Rápidamente, los colores y los sonidos de la selva se volvieron parte del lugar y, mientras afuera en la noche bogotana volvíamos a tener un aguacero memorable como los de épocas pasadas, aquí adentro el calor denso y húmedo de la Amazonia se hacía presente a través de rostros, imágenes y músicas que nos mostraban el departamento del Vaupés, un territorio tan desconocido y tan imprevisible como el mismo argumento del documental: el suicidio de jóvenes indígenas. Llegué al estreno de La selva inflada por lo que ingenuamente supongo una casualidad.

La semana anterior me habían citado a una reunión con representantes de distintos grupos de la Biblioteca Nacional de Colombia, del Centro de Estudios de la Orinoquia (CEO) y de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de los Andes. El propósito era conversar sobre un proyecto interinstitucional que se quería desarrollar en la Orinoquia colombiana con recursos de regalías. Cuando me avisaron de la reunión, la mañana misma del encuentro, me enviaron un borrador de proyecto, el cual leí rápidamente para ponerme al tanto, pues llegaba a la segunda reunión programada. En el proyecto se proponía como objetivo general recuperar y difundir prácticas culturales de la Orinoquia, un tema demasiado amplio y poco concreto. Después de una rápida conversación, de ponernos al tanto y especificar algunos asuntos, se propuso que, dado el interés que el gobernador del Vaupés había manifestado en generar acciones a favor de la recuperación de saberes y prácticas ancestrales indígenas, se iba a pensar el proyecto en este departamento y se iban a proponer dos líneas de acción: recuperar el material bibliográfico y documental producido por y sobre este territorio (siguiendo fielmente la misión de la Biblioteca Nacional de Colombia) y registrar y dinamizar las prácticas y saberes tradicionales, todo esto con el fin de fortalecer las bibliotecas públicas del Vaupés.

De esta manera, fui designada representante del Grupo de Bibliotecas Públicas para concretar y escribir este proyecto, en compañía de tres compañeros de otros grupos de la Biblioteca Nacional de Colombia. Yo estaba allí porque era la contratista encargada de los “proyectos transversales” de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas, lo que incluía todo lo relacionado con bibliotecas en comunidades rurales, indígenas o afrodescendientes, entre otras variopintas iniciativas. Sin embargo, para mí, el Vaupés era tan desconocido como lo puede ser Kosovo o Kazajistán; con el poco tiempo del que disponíamos para desarrollar el borrador de la propuesta, tres días, tuvimos que, en una carrera frenética y en medio de acaloradas discusiones, empaparnos del tema y tratar de pensar una propuesta que lograra articularse con las dinámicas y los procesos del territorio. La coordinadora de la red de bibliotecas del Vaupés nos mostró un panorama general del departamento y nos permitió acceder a algunos planes de vida de las etnias indígenas que habitan esta zona.

Así, entre la lectura rápida de los planes de vida de las organizaciones indígenas, el conocimiento inicial de etnias como los bará, los desanos, los cubeos, los sirianos, entre otras, la información sobre la relevancia que tuvo para el departamento la toma guerrillera de Mitú por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), acaecida en 1998, y la investigación por internet, llegué a noticias que hablaban de un fenómeno particular que estaba ocurriendo en el Vaupés y que llamó poderosamente mi atención: la alta tasa de suicidios de jóvenes indígenas en los últimos años. La noticia más antigua que encontré sobre el tema era del año 2008 y la más reciente tenía que ver con el próximo estreno de un documental, cuyo tema central era este y sobre el cual se estaban adelantando algunos conversatorios en Cali y Bogotá antes de su estreno. Tendría que ver el documental, pero, por lo pronto, conocer esta realidad y leer en algunos planes de vida de las comunidades indígenas la preocupación manifiesta en relación con la pérdida de identidad de los jóvenes y con la falta de valoración de sus saberes ancestrales nos hizo proponer que el proyecto se enfocara en este grupo poblacional y que lograra integrar el tema de las nuevas tecnologías, un interés creciente en la población juvenil en general, en el registro de las prácticas ancestrales que se esperaban documentar en la Zona Central Indígena de Mitú (OZCIMI).

En el transcurso de los días en los que velozmente escribimos la propuesta, los cuales antecedieron al estreno del documental, pensaba en la molestia que sentía cada vez que me enfrentaba a estas iniciativas que surgían no desde las mismas comunidades, sino mediadas por entidades estatales o privadas que, en muchos casos y con ingenuas aunque buenas intenciones, se planteaban la necesidad de intervenir en estos territorios para propiciar una infraestructura cultural, un programa de recuperación de las “tradiciones” y de las lenguas, o de recopilación de información y documentación, entre otros temas; así, y aunque se intentara buscar la participación de algunos miembros de la comunidad en su formulación, con la idea de que fuera la misma comunidad la que desarrollara los proyectos en las etapas posteriores, estos se seguían haciendo desde el centro y con ideas preconcebidas. En este caso, el gobernador del Vaupés, miembro de una de las etnias indígenas del territorio, mostraba su preocupación por la pérdida de su cultura y tenía intenciones de apoyar proyectos que buscaran dinamizar y rescatar esas prácticas identitarias; sin embargo, me preguntaba por qué ese era un tema que había llegado hasta él, traído desde dónde y, aunque fuera una inquietud legítima, me llamaba la atención que fuéramos unos agentes externos a su comunidad los que pensáramos el proyecto y los que tuviéramos la autoridad para decir qué y cómo debía hacerse.

Siempre se tuvo claro que las decisiones sobre los temas específicos que se iban a tratar y los mejores modos de hacerse tenían que consultarse con la comunidad en pleno; no obstante, la supuesta experticia de las instituciones del Estado y la espera de orientación a la que están acostumbradas las comunidades, o a la que fueron moldeadas las gobernaciones, los municipios y las mismas comunidades, me hacía pensar en que este proyecto, como otros que he visto gestarse, se hacía al revés y, así, difícilmente tendría incidencia en la vida real de las etnias indígenas. ¿Quién, cómo y cuándo debía hacer preguntas y generar procesos para supuestamente recuperar una identidad ya trastocada? ¿Por qué, a razón de qué y bajo qué circunstancias es que muchas etnias indígenas del Vaupés están en riesgo de extinción física y cultural? ¿Cuál es la responsabilidad del Estado colombiano allí? ¿Extinguir o recuperar? Y en medio de todo esto, ¿por qué los jóvenes indígenas del Vaupés se están matando? ¿Qué ha sucedido para que un departamento como el Vaupés tenga la tasa más alta de suicidios en el país?

La música y los sonidos que acompañaban la escena resultaban perturbadores: un joven indígena martillaba enormes pedazos de piedra en medio de la selva… el golpe sordo que hacía eco en la vegetación no solo presentaba la respuesta mística que tenían algunos estudiantes respecto a los suicidios de sus compañeros –la extracción de piedras de lugares sagrados para la construcción era castigada a través del suicidio–, sino que, para mí, se convirtió en una metáfora de aquella impotencia relacionada con el querer hacer de algo otra cosa, es decir, con esa situación en que las dinámicas propias de las comunidades indígenas se ven alteradas por la llegada de las dinámicas del mundo “blanco”, del mundo occidental… un martillo que, a fuerza de golpes secos, va resquebrajando lo que parecía inmutable, lo quiere convertir en otra cosa, y la piedra se resiste, pero lentamente va cediendo, se agrieta, y ahí, en medio de ese sonido sordo, están los jóvenes martillando su propia piedra, resquebrajando su experiencia vital.

El proceso de colonización del Vaupés se desarrolló tarde y de manera acelerada. Solo hasta después de la toma guerrillera de 1998 el Estado empezó a hacer una fuerte presencia en la zona; con este, muchas lógicas del mundo “blanco” ingresaron a estos territorios que, debido al conflicto interno armado y al difícil acceso, se habían mantenido aislados de las ideas de modernidad y progreso. Los jóvenes de esta generación salieron de sus territorios para estudiar en un internado en Mitú, un lugar con otras dinámicas y con un proceso educativo que está bastante lejos de su cotidianidad y de las cosmogonías ancestrales. En el documental, asistimos a los salones de clases y escuchamos a los profesores decir que si uno no sabe inglés y si no tiene conocimientos sobre las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), está out, está fuera del mundo global y desarrollado; mientras tanto, los jóvenes indígenas dirigen su mirada al tablero y parece que sueñan otros sueños y que las palabras del docente llegan a sus oídos como un ligero ruido, el cual se instala rápidamente y comienza a martillar. La colonización con armas ya no está bien vista en este mundo de los derechos humanos; sin embargo, esta colonización del saber y del ser que se hace a través de la educación, de la cultura, de los deseos, es tan profunda y tan avasalladora como lo fue aquella de las armas… ya no se empuña una espada, sino un diploma; ya no se enarbola el evangelio bíblico, sino la biografía de Steve Jobs.

Los procesos de aculturación son evidentes y, aunque no es posible creer ya en ideas esencialistas sobre las comunidades indígenas, las cuales han devenido nada más ni nada menos que en un mercado, donde el etnoturismo y las experiencias espirituales a través de plantas ancestrales son el último grito de la moda de jóvenes citadinos que quieren sentirse fuera del sistema, es necesario reflexionar sobre las implicaciones de ciertas intervenciones y de nuestro papel en cada una de ellas. Mientras se presentaban los créditos del documental, y con una sensación de impotencia que hacía tic tac en mi cabeza, volvía a pensar que no deberíamos hacer ningún proyecto de recuperación de nada en ninguna lógica de sustentar el Estado multicultural y pluriétnico establecido en la constitución; no deberíamos hacer procesos para preservar, ni reconocer, ni difundir nada, pues los mismos verbos que implican dichas acciones son ya una imposición: simplemente deberíamos salir de allí, todos, cerrar los colegios y traernos los libros y los pupitres y dejar de pensar que los indígenas necesitan alguna intervención. Lo único que el Estado debería garantizar es el territorio, así como dejarlos vivir como lo venían haciendo. Yo pensaba eso, sí, lo pensaba y rápidamente me daba cuenta del absurdo de la idea y el tic tac se hacía más fuerte; pensaba entonces que ya no era posible, el contacto estaba hecho, la interacción ya había comenzado y el asunto debía ser otro. Sin embargo, el tic tac continuaba y solo me permitía enlistar los diversos casos en que mis conclusiones habían sido similares: recordé aquella noche estrellada en la Sierra Nevada de Santa Marta en la que, fuera de toda lógica en mi experiencia vital, sentí deseos de quemar aquella biblioteca instalada en el resguardo kogui-malayo-arhuaco.

II

Había sido un día intenso y la noche llegaba con algo de frescor y sosiego. Habíamos hablado con Iván desde la salida de Riohacha hasta ese momento. Los únicos lapsos de silencio se dieron en el transcurso en moto de Mingueo a Dumingueka, por las trochas que se adentraban en la Sierra Nevada, y mientras recorrimos el caserío de los kogui en la tarde de ese día. Yo tenía muchas preguntas y muchas ganas de conocer de cerca el proceso que Iván había adelantado allí durante más de tres meses, como ganador del estímulo de Pasantías en Bibliotecas Públicas del año 2014; él también tenía muchas cosas que contar, preguntar y discutir. Ya no eran las mismas preguntas ni las mismas discusiones que tuvimos en la semana de inducción en Bogotá, en julio de ese año, cuando nos encontramos todos, los pasantes ganadores y yo, la tutora de ese proceso por parte de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas. Desde el momento en que vi a Iván en Riohacha supe que muchas cosas habían pasado. Del joven antropólogo bogotano graduado de la Universidad Nacional de Colombia, con el que discutimos acaloradamente el proyecto de educación propia que había propuesto con las comunidades indígenas, me encontré con un joven sin la cabellera con la que lo conocí, tranquilo, quien afrontaba bien las inclemencias del calor, escuchaba más y hablaba pausadamente, como si los ritmos de la Sierra Nevada y esa otra forma de existencia se hubieran arraigado en él gratamente. Yo también estaba distinta, había visitado ya a los pasantes que estaban en el Chocó y el Vichada y venía con muchos cuestionamientos encima y con el cansancio natural de estar en distintas latitudes, conocer y retroalimentar procesos y tratar de comprender la situación, el empeño y las frustraciones de estos jóvenes pasantes que habían decidido salir de sus casas para emprender un proceso cultural y comunitario a través de las bibliotecas públicas del país.

Las conversaciones entre Iván y yo habían sido fructíferas y reflexivas; habíamos revisado los alcances de su proyecto y los modos de cerrarlo de manera que hubiese alguna clase de continuidad de los procesos iniciados, ya con la certeza de un compromiso por parte de la bibliotecaria de Dumingueka, con quien nos habíamos reunido el día anterior en Riohacha. Así, ya en la noche profunda de la Sierra Nevada, con el frío que empezaba a descender de las montañas y toda la disposición para contemplar el cielo estrellado que Iván había prometido como uno de los más increíbles que vio en su vida, sacamos dos pupitres del salón en donde pasaríamos la noche en chinchorros; el mismo salón en el que Iván había dormido durante los más de tres meses de estadía allí y que compartió con algunos estudiantes kogui que venían de caseríos lejanos. Nos sentamos serenamente en aquella oscuridad a contemplar la luz que empezaba a brotar de los miles de estrellas que iban apareciendo en el cielo. Guardábamos silencio, ese silencio que solo viene cuando el encuentro con la naturaleza nos hace sentir tan pequeños y nos quita las palabras con las que intentamos defendernos.

A lo lejos, empezamos a escuchar ruidos que poco a poco se sentían más cerca; atentos, avivábamos nuestros oídos y nuestra vista para tratar de descubrir quién o qué se acercaba. Inmediatamente, vimos la luz de una linterna que se movía al ritmo de un caminar pausado pero experto en plena oscuridad, y comenzamos a atisbar dos figuras que se acercaban hacia nosotros, vestidas de blanco, una de ellas con su poporo en la mano. Eran un padre y su hijo, un joven de unos 16 años, estudiante de la Institución Educativa Dumingueka, donde estaba la biblioteca pública en la que Iván había desarrollado su pasantía; él conocía a Iván y saludó tímidamente. Al instante, su padre se dirigió a Iván en lengua kogui; mientras, yo, al reconocer que como mujer y de acuerdo con lo que Iván explicó en el transcurso del día sobre la cultura de los kogui, no iba a tener un papel protagónico en la conversación, guardé silencio y escuché. El padre habló un rato con Iván directamente, y sé que Iván comprendía algunas palabras de lo dicho porque asentía, pero luego se dirigió al joven y le dijo que por favor tradujera lo que su padre estaba diciendo, porque no lograba comprenderlo. El joven se lo anunció a su jate1 y, así, se empezó a aclarar la solicitud. El jate le pedía a Iván que se llevara a su hijo para Riohacha, que lo ayudara a matricular en un colegio allá para que pudiera salir adelante. Decía que, si su hijo no salía de allí, no iba a aprender a hablar bien el castellano y tendría que sufrir y trabajar duro como le había tocado a él. Iván le preguntó al joven si eso era lo que él quería, si quería irse y dejar a su familia y su territorio. El joven respondió que no sabía, que su jate le decía que eso era lo que tenía que hacer y que ellos creían que la vida era mejor en Riohacha o en Santa Marta, por eso el padre estaba haciendo esa solicitud. De manera respetuosa, Iván se dirigió al jate, mientras su hijo traducía: le dijo que él no podía hacer eso, que allí tenían el colegio y que afuera no iba a ser necesariamente más fácil, pero sí se iban a alejar de su territorio y de sus costumbres y, tal vez, perderían más de lo que podían ganar al salir de allí. El padre decía que no, que no era así, que su hijo tenía que irse para poder salir adelante, que no debía quedarse allí, que no había futuro para él y que era necesario que se fuera. El joven traducía y le decía a Iván: “eso dice mi jate”. Antes de irse, el padre volvió a decirle a Iván que lo ayudara; este, sin contestar que no, pero tampoco que sí, le dijo que tenían que valorar la tierra, sus dinámicas y su forma de vida, que afuera no necesariamente estaba la solución; sin embargo, agregó que iba a averiguar qué podía hacer, pero que pensaran entre ellos si eso era lo que realmente querían. Así, se fueron por el mismo camino que habían llegado y con el mismo paso pausado que habían traído.

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