Cosas pequeñas como esas

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Cosas pequeñas como esas
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COSAS PEQUEÑAS COMO ESAS

Claire Keegan

Qué quietud había ahí arriba, pero ¿por qué nunca estaba en paz? El día aún no despuntaba, y Furlong miró hacia el río oscuro y brillante cuya superficie reflejaba partes equivalentes del pueblo iluminado. Eran tantas las cosas que se veían mejor, cuando no estaban tan cerca. No pudo decir cuál prefería; si la vista del pueblo o su reflejo en el agua.

Invierno de 1985 en un pequeño pueblo irlandés. Bill Furlong es un hombre amable y un trabajador infatigable, vende carbón y madera. Su única preocupación es que a su esposa y a sus cinco hijas no les falte nada. Lleva una vida tranquila y rutinaria, hasta que un día, mientras entrega un pedido en el convento del pueblo, se involucra en una situación que le devuelve otra imagen de su pasado, dejándolo en medio de una encrucijada definitiva: por un lado, seguir su instinto de autopreservación y mirar hacia abajo, por el otro, actuar con coraje y hacer lo correcto, sin importar las consecuencias. Claire Keegan, una de las voces más potentes de la literatura irlandesa contemporánea, se detiene con perspicacia en esas pequeñas cosas que hacen la diferencia y construye una novela de una delicadeza conmovedora.

En Cosas pequeñas como esas, Claire Keegan crea escenas con asombrosa claridad y lucidez. Esta es la historia de lo que sucedió en Irlanda, contado con simpatía y precisión emocional.

Colm Tóibín


Placa conmemorativa ubicada en St. Stephen’s Green Park, Dublín.

Cosas pequeñas como esas

CLAIRE KEEGAN

Traducción de Jorge Fondebrider


Índice

  Cubierta

  Sobre este libro

  Portada

  Dedicatoria

  Epígrafe

  1

  2

  3

  4

  5

  6

  7

  Nota sobre el texto

  Agradecimientos

  Sobre la autora

  Página de legales

  Créditos

Esta historia está dedicada a las mujeres y niños que padecieron en los hogares para madres e hijos y en las Lavanderías de la Magdalena de Irlanda.

Y a Mary McCay, maestra.

“La República de Irlanda tiene derecho a la lealtad de todos los irlandeses e irlandesas, y por la presente, la reclama. La República garantiza la libertad religiosa y civil, la igualdad de derechos y la igualdad de oportunidades para todos sus ciudadanos, y declara su determinación de buscar la felicidad y la prosperidad de toda la nación y de todas sus partes, valorando a todos los niños de la nación por igual”.

DEL ACTA DE PROCLAMACIÓN DE LA REPÚBLICA DE IRLANDA, 1916

1

En octubre hubo árboles amarillos. Después, se atrasó la hora de los relojes y los prolongados vientos de noviembre llegaron, soplaron y desnudaron los árboles. En el pueblo de New Ross, de las chimeneas salía humo que se disipaba y desvanecía en extensos hilos desmelenados antes de dispersarse por los muelles, y pronto el río Barrow, oscuro como cerveza negra, creció con la lluvia.

La mayoría de la gente soportaba tristemente el clima: tenderos y comerciantes, hombres y mujeres en la oficina de correos y en la cola de los desempleados, en el mercado de hacienda, la cafetería y el supermercado, en el bingo, los pubs y en el negocio que vendía pescado y papas fritas comentaban, a su manera, sobre el frío y la lluvia que había caído, preguntando si ese clima inusual no era un mal presagio porque, ¿quién iba a creer que, de nuevo, ese era apenas otro día de frío glacial? Los niños se subían las capuchas antes de dirigirse a la escuela, mientras que sus madres, ya muy acostumbradas a agachar la cabeza y a correr hacia el tendedero, o casi sin atreverse a colgar nada, tenían poca fe en que, antes de la noche, se les secara siquiera una camisa. Y luego llegaban las noches y las heladas volvieron a imponerse, y por debajo de las puertas se deslizaban cuchillas de frío y les cortaban las rodillas a los que todavía se arrodillaban para rezar el rosario.

Bill Furlong, quien manejaba el depósito de carbón y madera, se frotó las manos, diciendo que si las cosas seguían así, iban a necesitar un nuevo juego de neumáticos para el camión.

–Está en el camino todo el tiempo –dijo–. Pronto vamos a estar en llanta.

Y era verdad: apenas salía un cliente del patio, llegaba otro, pisándole los talones, o sonaba el teléfono, y casi todos decían que querían la entrega de inmediato o pronto, que la próxima semana ya no serviría.

Furlong vendía carbón, turba, antracita, carbonilla y troncos. Se los encargaban de a cien kilos, de a cincuenta, o por tonelada o camionada. También vendía fardos de briquetas, leña y garrafas. El del carbón era un trabajo muy sucio y, en invierno, había que recogerlo mensualmente en los muelles. Dos días enteros les tomaba a los hombres recogerlo, transportarlo, clasificarlo y pesarlo en el depósito. Mientras tanto, los marineros polacos y rusos eran una novedad, yendo por el pueblo con sus gorros de piel y sus abrigos largos y abotonados, sin decir apenas una palabra en inglés.

En épocas ocupadas como esa, Furlong hacía personalmente la mayoría de las entregas, dejando que los trabajadores empaquetaran los otros pedidos y cortaran y dividieran las cargas de árboles talados que traían los granjeros. Por las mañanas, se podía escuchar las sierras y las palas trabajando duro, pero cuando sonaba la campana del Ángelus, al mediodía, los hombres dejaban las herramientas, se lavaban las manos y se iban a Kehoe’s, donde los viernes les servían almuerzos calientes, con sopa, pescado y papas fritas.

–Coman hasta saciarse –le gustaba decir a Mrs. Kehoe, de pie detrás del nuevo bufé de su cantina, cortando la carne y sirviendo las verduras y el puré con grandes cucharas de metal.

Con gusto, los hombres se sentaban para deshelarse y comer hasta saciarse, antes de fumar y volver a salir al frío otra vez.

2

Furlong había venido de la nada. De menos que la nada, diría alguno. Su madre, a los dieciséis años, había quedado embarazada, cuando trabajaba como empleada doméstica para Mrs. Wilson, la viuda protestante que vivía en una casona a unos pocos kilómetros del pueblo. Cuando se supo el problema de su madre, y la familia dejó en claro que ya no tendrían más que ver con ella, Mrs. Wilson, en lugar de despedirla, le dijo que debía quedarse y seguir trabajando. La mañana en que Furlong iba a nacer, fue ella quien la llevó al hospital, y la que los trajo de vuelta a la casa. Fue el primero de abril de 1946, y por eso alguno dijo que el chico resultaría un tonto.1

La mayor parte de su infancia Furlong la pasó en un moisés en la cocina de los Wilson y luego lo engancharon con arneses en el gran cochecito, junto al aparador, para que no alcanzara las altas jarras azules. Sus primeros recuerdos eran de platos, de una estufa negra –¡caliente! ¡caliente!– y de un piso brillante de baldosas cuadradas hecho de dos colores sobre el que gateó y caminó, y luego supo que se parecía a un tablero de damas, cuyas piezas saltaban unas sobre otras o eran comidas.

A medida que iba creciendo, Mrs. Wilson, que no tenía hijos propios, se fue haciendo cargo de él, le asignó pequeñas tareas y lo ayudó a aprender a leer. Ella tenía una pequeña biblioteca y no parecía preocuparse mucho por los juicios que otros emitieran, porque vivía su propia vida con moderación, manteniéndose con la pensión que recibía por la muerte de su marido en la guerra, y con los ingresos que le daban los pequeños rebaños de sus bien cuidadas vacas Hereford y de sus ovejas Cheviot. Ned, el peón, también vivía ahí, y rara vez había mucha fricción en el lugar o con los vecinos, ya que la tierra estaba bien vallada y administrada, y no se debía dinero. Tampoco había demasiada tensión a propósito de las creencias religiosas que, de ambos lados, eran tibias; los domingos, Mrs. Wilson simplemente se cambiaba el vestido y los zapatos, se sujetaba el sombrero bueno en la cabeza y Ned la conducía hasta la iglesia en el Ford, que luego conducía un poco más allá, con madre e hijo, hasta la capilla; y cuando regresaban a la casa, tanto los libros de oraciones como la Biblia se dejaban junto al perchero hasta el próximo domingo o el siguiente día festivo.

 

En la escuela, se habían burlado de Furlong y lo habían apodado con nombres desagradables; una vez, había vuelto a casa con la parte de atrás de su abrigo cubierta de saliva, pero su vínculo con la casona le había dado cierta libertad y protección. Por un par de años, continuó sus estudios en la escuela industrial antes de terminar en el depósito de carbón, haciendo prácticamente el mismo trabajo que otros hombres ahora hacían bajo sus órdenes y había ido progresando. Tenía cabeza para los negocios, era conocido por su buen trato y se podía confiar en él, ya que había desarrollado buenos hábitos protestantes; era dado a levantarse temprano y no le gustaba la bebida.

Ahora, vivía en el pueblo con Eileen, su esposa, y sus cinco hijas. Había conocido a Eileen cuando ella trabajaba en la oficina de Graves & Co. y la había cortejado de la manera habitual, llevándola al cine y, por las tardes, dando largos paseos por la costanera. Se sintió atraído por su cabello brillante y negro, por sus ojos color pizarra, su mente práctica y ágil. Cuando se comprometieron, Mrs. Wilson le dio a Furlong algunos miles de libras para que comenzara. Algunos decían que le había dado el dinero porque el que lo había engendrado era uno de los suyos (si no, no lo habrían bautizado William).2

Pero Furlong nunca pudo descubrir quién había sido su padre. Su madre había muerto repentinamente, desplomándose un día sobre los adoquines, mientras llevaba a la casa una carretilla con manzanas silvestres para hacer gelatina. Un derrame cerebral fue lo que dijeron los doctores más tarde. Furlong tenía doce años en ese entonces. Años después, cuando fue al registro civil a buscar una copia de su partida de nacimiento, lo único que decía en el espacio donde debería haber estado el nombre de su padre era “desconocido”. La boca del empleado que se la entregó por encima del mostrador se torció en una fea sonrisa.

Ahora, Furlong no estaba dispuesto a quedarse en el pasado; su atención estaba centrada en atender a sus hijas que tenían el cabello negro como Eileen y la tez blanca. En la escuela, ya se mostraban prometedoras. Kathleen, la mayor, los sábados iba con él a la pequeña oficina prefabricada y, por un poco de dinero, lo ayudaba con la contabilidad, clasificaba lo que se había acumulado durante la semana y llevaba la cuenta de la mayoría de las cosas. Joan también tenía una buena cabeza sobre los hombros, y felicitados y muy bien en sus cuadernos, y además recientemente se había unido al coro. Ambas ahora cursaban la secundaria, en St. Margaret’s.

Sheila, la hija del medio, y Grace, la penúltima, que habían nacido con once meses de diferencia, podían recitar las tablas de multiplicar de memoria y nombrar los condados y los ríos de Irlanda, cuyos contornos a veces dibujaban y pintaban con marcadores en la mesa de cocina. También ellas se inclinaban por la música y tomaban lecciones de acordeón en el convento los martes, después de la escuela.

Loretta, la menor de todas, era tímida con la gente, pero ya estaba leyendo a Enid Blyton y había ganado un premio Texaco por su dibujo de una gallina azul y gorda patinando sobre un estanque helado.

A veces, Furlong, al ver que las niñas hacían las pequeñas cosas que debían hacerse –una reverencia en la capilla o agradecer al comerciante por el cambio–, sentía una alegría profunda y privada de que fueran sus hijas.

–Qué suerte tenemos –le comentó a Eileen una noche en la cama–. Hay tantos que son pobres.

–Sí, claro.

–No es que tengamos mucho –dijo–. Pero, aun así.

La mano de Eileen apartó lentamente un pliegue de la colcha.

–¿Pasó algo?

Le tomó un momento contestar.

–El chico de Mick Sinnott volvió a salir hoy al camino, a buscar maderitas.

–Supongo que te habrás detenido.

–Llovía a cántaros. Me detuve, le ofrecí llevarlo y le di el poco cambio que tenía en el bolsillo.

–Sí, claro.

–No vayas a pensar que le di un billete de cien libras.

–¿Sabes que hay quienes se buscan los problemas solos?

–Seguramente, no es el caso del chico.

–El martes, Sinnott estaba achispado en el teléfono público.

–Pobre hombre –dijo Furlong–, sea lo que sea que le pase.

–La bebida es lo que le pasa. Si tuviera algún respeto por sus hijos, no andaría así. Tendría que enderezarse.

–En una de esas, no puede.

–Supongo –dijo y se estiró y apagó la luz–. Siempre hay alguien a quien le toca sacar la paja corta.

Algunas noches, Furlong yacía allí con Eileen, conversando sobre cosas pequeñas como esas. Otras veces, después de un día de levantar objetos pesados o de retrasarse por una pinchadura y empaparse en la carretera, volvía a casa, comía hasta quedar satisfecho y se acostaba temprano, luego se despertaba en medio de la noche para encontrar a Eileen profundamente dormida a su lado, y allí se quedaba con la mente dándole vueltas en círculos, inquieto, antes de que finalmente tuviera que bajar y poner el agua para el té. Se paraba entonces, con la taza, junto a la ventana, mirando las calles y lo que podía ver del río, las pequeñas escenas de lo que sucedía: perros callejeros buscando sobras en los contenedores; bolsas de fritanga y latas vacías que el viento y la lluvia hacían rodar bruscamente; los rezagados de los pubs, que volvían tambaleando a sus casas. A veces, esos hombres tambaleantes cantaban un poco. Otras veces, Furlong escuchaba un silbido agudo y picante, y una risa que lo ponía tenso. Se imaginaba a sus hijas haciéndose grandes y madurando, y entrando en ese mundo de hombres. Ya había notado que los hombres seguían a sus hijas con la mirada, y una parte de su mente a menudo se crispaba por eso; no sabía decir por qué.

Furlong era consciente de lo fácil que era perderlo todo. Aunque no se había aventurado lejos, se desplazaba con frecuencia, y había visto a muchos desafortunados en el pueblo y en los caminos rurales. Las colas de los desempleados se estaban haciendo cada vez más largas y había hombres que no podían pagar sus facturas de electricidad, que vivían en casas tan frías como bunkers, que dormían con sus abrigos puestos. Las mujeres, el primer viernes de cada mes, hacían fila contra la pared de la oficina de correos con las bolsas de los mandados, esperando para cobrar las asignaciones por hijos. Y más allá, en los campos, había sabido que las vacas se quedaban berreando para ser ordeñadas porque el hombre que las cuidaba se había ido repentinamente y había tomado el barco a Inglaterra. Una vez, recogió y llevó al pueblo a un hombre de St. Mullins que tenía que pagar una factura y él le dijo que habían tenido que vender el automóvil porque no podían dormir sabiendo lo que debían, y que el banco les estaba cayendo encima. Y una mañana temprano, Furlong había visto a un chico en uniforme escolar tomándose la leche del cuenco del gato, detrás de la casa del cura.

Mientras hacía sus recorridas, Furlong no solía escuchar la radio, pero a veces la sintonizaba y se enteraba de las noticias. Era 1985, y los jóvenes estaban emigrando a Londres, Boston y Nueva York. Acababa de inaugurarse un nuevo aeropuerto en Knock; Haughey3 había ido para cortar la cinta. El Taoiseach había firmado un acuerdo con Thatcher sobre el norte, y la gente de Belfast marchaba en protesta batiendo tambores porque Dublín se metía en sus asuntos.4 Las multitudes en Cork y Kerry habían mermado, pero algunos todavía se reunían en los altares, con la esperanza de que una de las estatuas se volviera a mover.5

En New Ross, había cerrado el astillero y Albatros, la gran fábrica de fertilizantes del otro lado del río, había despedido mucha gente. Bennett’s, a once empleados, y Graves & Co., donde había trabajado Eileen, y que había estado allí desde que él tenía memoria, había cerrado sus puertas. El subastador dijo que el negocio estaba frío como el hielo, que bien podría estar tratando de vender nieve a los esquimales. Y Miss Kenny, la florista, cuyo puesto estaba cerca del depósito de carbón, había cerrado su ventana con tablas; una noche, le había pedido a uno de los hombres de Furlong que sujetara la madera contrachapada con firmeza mientras ella ponía los clavos.

Los tiempos eran duros, pero eso hacía que Furlong estuviera aún más determinado a seguir adelante, a mantener la cabeza baja y permanecer del lado correcto, y a seguir manteniendo a sus hijas, verlas progresar y completar su educación en St. Margaret’s, la única buena escuela para niñas en el pueblo.

1 En muchos países del hemisferio norte, el 1° de abril –también denominado April Fool’s Day (literalmente, “Día del tonto de abril”)– es el equivalente al 28 de diciembre, Día de los Inocentes, del mundo hispánico. Es costumbre que en ambos días se hagan bromas y se les tome el pelo a los desprevenidos. [N. del T.]

2 El nombre William, en Irlanda, está asociado a los reyes ingleses y, por lo tanto, a los protestantes. [N. del T.]

3 Charlie Haughey (1925-2006) fue un político irlandés que ejerció el cargo de Taoiseach (“Primer Ministro”) durante cuatro mandatos diferentes, en una carrera prolífica en escándalos políticos. [N. del T.]

4 La autora se refiere al Tratado anglo-irlandés firmado por la primera ministra Margaret Thatcher y el primer ministro irlandés Garret FitzGerald el 15 de noviembre de 1985. Entre otras razones de descontento, autorizaba a que la República de Irlanda tuviera injerencia en los asuntos de Irlanda del Norte, lo que planteaba un antecedente para una futura reunificación de ambos países. [N. del T.]

5 A finales de julio y agosto de 1985, más de cien mil personas habían descendido al pueblito de Ballinspittle, en el Condado de Cork, para asistir al “milagro” de la estatua que se movía al borde de la carretera. De hecho, en Irlanda, 1985 fue conocido como el “año de las estatuas móviles”. [N. del T.]

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