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Chris J. Biker

El viaje del destino

Traducido por Andrea Pérez García

Editor: Tektime

Copyright @ 2019 - Chris J. Biker

La imagen de la cubierta es obra del artista Emiliano Movio. La conversión en archivo ha sido realizada por el diseñador gráfico Pierluigi Paron para Print Service

Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de esta publicación pueden reproducirse en ninguna forma, ni por ningún medio, sea electrónico o mecánico, sin el permiso previo por escrito del editor, a excepción de pasajes breves que pueden citarse para reseñas.

Índice

  Prefacio

  Dedicatoria

  Capítulo 1

  Capítulo 2

  Capítulo 3

  Capítulo 4

  Capítulo 5

  Capítulo 6

  Capítulo 7

  Capítulo 8

  Capítulo 9

  Capítulo 10

  Capítulo 11

  Capítulo 12

  Capítulo 13

  Capítulo 14

  Capítulo 15

  Capítulo 16

  Capítulo 17

  Capítulo 18

  Capítulo 19

  Capítulo 20

  Capítulo 21

  Capítulo 22

  Capítulo 23

  Capítulo 24

  Capítulo 25

  AGRADECIMIENTOS

  Note

  [←2 ] Nota de la traductora: Tela de lana gruesa y densa, generalmente sin teñir.

  [←3 ] Nota de la traductora: término con el que se conocía a las herrerías.

  [←4 ] Nota de la traductora: masa de carne seca, bayas desecadas y grasas.

  [←5 ] Nota de la traductora: estructura en forma de marco realizada con palos cruzados utilizada por los pueblos indígenas para transportar cargas pesadas.

Prefacio

Queridos lectores, me gustaría aclarar una incongruencia histórica que encontraréis leyendo esta novela, ambientada alrededor del 900 d. C., época en la que los nativos americanos no poseían aún caballos, porque llegaron a sus vida medio siglo después. Pero, decidme: ¿no es verdad que cuando pensamos en los nativos nos viene a la cabeza la imagen de jinetes emplumados sobre corceles que cabalgan libres sobre sus tierras? No podía renunciar a esta maravillosa visión.

Dedicatoria

A mis hijas, Sara y Janis, que día a día embellecen mi vida con el don más grande, de un valor incalculable: el amor puro

Capítulo 1

Durante la gran época de los vikingos, en la aldea de Gokstad, en Noruega, nacía Ulfr, el primogénito del rey vikingo Olaf.

Olaf se despertó al alba a causa de un extraño gemido, miró a su lado y vio que su mujer, Herja, no estaba. Se incorporó mirando a su alrededor y la vislumbró de pie, cerca de la pared, tenuemente iluminada por las primeras luces del día que entraban por una grieta de la pared, con el torso ligeramente inclinado hacia delante y una mano aferrada al tapiz colgado, mientras que con la otra se sostenía la barriga.

—Trae a la comadrona —las palabras le salieron a regañadientes.

Olaf se puso en pie de golpe y cruzó la habitación a grandes zancadas. Salió por la puerta llamando a gritos a las sirvientas.

—¡Deprisa! ¡Deprisa! —tronó en medio del silencio.

En cuestión de segundos, la casa recobró vida. Las mujeres corrían de aquí para allá mientras Olaf seguía repitiendo alborotado: «¡Deprisa! ¡Deprisa!», delante de la puerta para no perder de vista a su mujer.

Dos mujeres entraron a toda velocidad en la habitación, escurriéndose entre el umbral de la puerta y los costados del hombre. Rápidamente encendieron pequeños fuegos con aceite de pescado almacenado en algunos recipientes de hierro semiesféricos que, esparcidos por las paredes, se usaban como lámparas.

—¡Apartaos de ahí! —ordenó la voz de una mujer que sostenía entre sus manos un recipiente humeante envuelto en paños.

Era la vieja Sigrún, la comadrona, la única mujer que podía hablarle así. Nadie conocía su edad, pero debía ser muy vieja, suficiente para ganarse el apodo de Sigrún «La inmortal», ya que había asistido el parto de todos en aquella aldea y gozaba de un respeto indiscutible.

—¡Sois tan grande como la puerta! —añadió cuando pasaba por su lado seguida de una mujer que la cerró a sus espaldas.

Olaf permaneció inmóvil durante unos instantes observando los decorados tallados en la madera, al mismo tiempo que confiaba sus plegarias a Frey y Freya, los dioses de la fertilidad. Se dirigía a ellos para garantizar el nacimiento de un varón sano y fuerte.

Su mujer ya se encontraba en buenas manos, las de la vieja Sigrún, considerada la Sacerdotisa de las sagradas Runas, que tenía incisiones en la palma de las manos, sus profecías jamás se subestimaban...

La habitación se llenó de un aroma parecido al limón, emitido por una infusión de verbena o, mejor dicho, de garras de dragón, como la llamaba la anciana. Vertió un poco en una taza y se acercó a Herja, que tenía dificultad para respirar y ojos de susto por los fuertes espasmos.

—Bébetelo, te aliviará el dolor —le instó.

Herja no necesitó que se lo repitiera. Se habría tragado cualquier cosa con tal de calmar los espasmos y, además, el aroma de la infusión era fresco y tentador.

La futura madre, asistida por la comadrona y otras mujeres, estaba exhausta por las horas de parto. Cuando llegó el momento, hicieron que se inclinara sobre los codos y la animaron a empujar.

La vieja Sigrún recitó una cantilena de palabras incomprensibles mientras ponía sus huesudas manos sobre el cuerpo de la joven, presionando y masajeándole el vientre.

La respiración de Herja se volvió entrecortada y sus gritos de dolor aceleraron aún más el paso de Olaf, que caminaba con nerviosismo, hacia delante y hacia atrás, frente a la puerta.

El último grito de la mujer bloqueó su caminar y le cortó la respiración hasta el momento del nacimiento, cuando el primer llanto de su hijo se vio acompañado de un coro de cantos mágicos.

La vieja Sigrún, tras cortar el cordón umbilical, lavó el pequeño cuerpo con agua, lo secó y le aplicó un ungüento de trébol que protegía contra la mala suerte y aportaba conocimiento y sabiduría y, elevándolo al cielo, lo encomendó a las fuerzas de la naturaleza y al dios Odín.

Finalmente, la puerta se abrió.

—Podéis entrar —anunció la comadrona cuando se disponía a salir con las otras mujeres que la seguían.

Olaf se acercó a su esposa, quien sostenía en sus brazos a su primogénito.

—¡Es un varón! —dijo sonriendo mientras le colocaba al pequeño entre sus fuertes brazos.

Olaf le devolvió la sonrisa y mirando a su hijo con orgullo dijo:

—Debemos ponerle un nombre que sea digno de su estirpe.

Pero, desde hace meses, él ya pensaba en aquel nombre, con la esperanza de que fuera un varón.

—Estoy segura de que ya has escogido el nombre perfecto para él —añadió Herja con la mirada cómplice de quien ha entendido todo.

Olaf le dirigió una mirada coqueta y emitió una sonora carcajada. Con el pequeño entre sus grandes manos, alzó los brazos al cielo y con voz solemne pronunció su nombre.

—Ulfr, ¡que los dioses te concedan una vida gloriosa como la que vivió tu abuelo!

La elección del nombre era algo muy importante para los vikingos, pues creían que influenciaba su carácter y destino: por este motivo le otorgaron el nombre de su abuelo paterno, amado rey, valeroso líder y comerciante de primera clase, que pasó gran parte de su vida al frente de su knorr, un espléndido barco vikingo, en cuya proa habían tallado magistralmente la cabeza de un feroz animal, cubierto de oro y plata, y que se trataba de un lobo, porque Ulfr significa «lobo»...

Capítulo 2

En esos mismos instantes, en las llanuras de Norteamérica, en la tribu del Gran Cielo, nacía Halcón Dorado, primogénita de Gran Águila, jefe de la tribu.

Las primeras luces del alba aparecían con el nuevo día.

A Flores del Bosque la despertó un dolor punzante. Se incorporó con la respiración entrecortada y en la penumbra buscó el rostro de su marido, que yacía a su lado. Gran Águila no se había dado cuenta de nada y decidió no despertarlo.

Lentamente se levantó y salió, tratando de no hacer ruido. El aire era fresco y ligero, respiró profundamente y, poco a poco, se dirigió al tipi de su madre.

A gatas apartó el trozo de piel de la entrada.

—Mamá… —la llamó con voz sumisa para no despertar a su padre, Tres Alces.

—¿Es la hora? —preguntó Rocío de la Mañana incorporándose.

—Sí —respondió la joven tensando el rostro, mientras apretaba con fuerza el trozo de piel.

—¡Espera aquí! Voy a llamar a la tía —le dijo antes de alejarse corriendo hacia el tipi de su hermana.

Flores del Bosque asintió con la cabeza, aunque sin escuchar las palabras de su madre, y se dirigió, despacio, hacia la cabaña donde daban a luz las mujeres de la tribu.

Otra punzada llegó de repente y la dobló del dolor: las dos mujeres corrieron para alcanzarla y, ofreciéndole un apoyo, la acompañaron al interior de la cabaña.

Su tía, Estrella Azul, se apresuró hacia el río para coger agua, mientras su madre le preparaba un mullido lecho, sobre el que la acomodó, a la espera del parto.

Prepararon una infusión con hojas de frambuesa.

—Bebe, te ayudará a acortar el parto —le explicó Rocío de la Mañana.

Sin embargo, las contracciones todavía estaban demasiado separadas la una de la otra. Aquella infusión siempre había funcionado a la parturientas de su tribu, pero parecía no surtir efecto alguno en ella.

—¿Te sientes bien para caminar? —le preguntó su madre.

—Sí… sí —respondió poco convencida.

—Debes caminar, así el parto será más rápido —le aclaró.

Mientras Rocío de la Mañana y Estrella Azul preparaban todo lo necesario, Flores del Bosque, entre punzada y punzada, caminaba en el exterior de la cabaña mientras el sol se alzaba por completo.

Gran Águila se despertó y, al darse cuenta de que su mujer no estaba, salió a toda prisa del tipi. La vio caminar despacio, para después detenerse de golpe con el torso inclinado hacia delante, gimiendo de dolor.

—¡Flores del Bosque! —la llamó mientras corría hacia ella.

Le rodeó la espalda con un abrazo para sostenerla y le ofreció el otro como apoyo.

—Debo caminar —dijo en cuanto recobró el aliento.

—Está bien, lo haremos juntos —ofreció un considerado Gran Águila.

Caminaron durante más de una hora. Las contracciones eran más y más frecuentes, cada vez que se sufría una, le habría gustado gritar, pero se contenía y solo emitía un gemido ahogado para no asustar a su marido. Sin embargo, él notaba cuánto sufría ella, pues su mano le apretaba el brazo con gran ímpetu. La fuerza que le hacía era igual al dolor que le provocaban las punzadas. Hasta que el agarre fue ininterrumpido.

—Ya está, acompáñame —dijo con dificultad para respirar.

Gran Águila la dejó en la manos expertas de la suegra y la tía. La acomodaron sobre el mullido lecho, mientras su madre le explicaba cómo respirar para aliviar un poco el dolor, pero este era cada vez más intenso y punzante, y su respiración, más entrecortada. Las dos mujeres la ayudaron a ponerse de rodillas, estaba empapada en sudor y, en el momento culminante, arqueó la espalda y emitió un grito que se oyó en todo el campamento. Después, todo pasó en un instante: había nacido.

Cuando vio a su bebé, el parto le pareció un recuerdo lejano, ya había olvidado todo el dolor. Tras cortar el cordón umbilical, le dieron otra infusión a base de raíces, llamada por los nativos «raíz del nacimiento» porque detenía la hemorragia causada por el parto. Mientras Flores del Bosque se la bebía a pequeños sorbos, las dos mujeres se ocuparon de la recién nacida.

Lavaron a la pequeña y le frotaron el cuerpecito con hierbas aromáticas y un unto con una mezcla de grasa y arcilla roja. La enrollaron en suaves pieles y la depositaron en la cuna. Confiaron el cordón umbilical a la abuela, quien lo envolvió en hojas de salvia, lo colocó con cuidado en una bolsita de piel decorada con pigmentos naturales que colgó en el exterior de la cuna. Este amuleto la acompañaría toda la vida y más allá...

En el momento de su nacimiento, el vuelo de un halcón que, besado por el sol parecía dorado, atravesó el campamento al mismo tiempo que al primer llanto del bebé se unía un largo y fuerte aullido procedente de la Rocas Sagradas que se erigían, no muy lejos, a sus espaldas. Gran Águila, así como el resto de la tribu, siguieron con la mirada su vuelo, directo hacia otra figura que estaba inmóvil y miraba en su dirección: era un lobo. Cuando el halcón lo alcanzó, ambos desaparecieron entre las rocas.

El chamán profetizó:

—El vuelo de este halcón ha llegado más allá de los confines de nuestras montañas, hacia aquel lobo, el pionero, el espíritu libre de la naturaleza intacta e indómita… —el hombre se interrumpió, Rocío de la Mañana salió para comunicar el nacimiento.

—¡Puedes entrar a conocer a tu hija! —anunció la mujer.

Gran Águila entró en la cabaña. Estaba emocionado, y la imagen de aquella pequeña criatura llenó su corazón de una alegría tan grande que también caía por sus ojos. Aguardó a que las mujeres salieran y después cogió a la pequeña entre sus brazos y le contó a su mujer el vuelo del halcón en el momento de su nacimiento.

—Creo que el Gran Espíritu te ha sugerido su nombre. Halcón Dorado es perfecto para la hija de un gran jefe —Flores del Bosque dio su consentimiento.

—¡Hágase la voluntad del Gran Espíritu! —afirmó satisfecho.

Se arrodilló al lado de su mujer y le tendió a la pequeña para que pudiera darle de mamar. Permaneció allí observando la primera comida de su hija, y pensó que no podría existir nada más maravilloso que la visión de una madre amamantando a un hijo.

Cuatro días después del nacimiento de Halcón Dorado celebraron la ceremonia de asignación del nombre, que ninguno de los nativos conocía todavía. Flores del Bosque le pintó el rostro con la harina de maíz sagrada. Después, la envolvió en una preciosa manta y, junto a Gran Águila, la sacaron por primera vez al exterior, para presentársela al sol naciente y a toda la tribu.

El nacimiento de un bebé era acogido con gran alegría, como el más preciado de los dones. Un bebé no pertenecía solo a su familia, sino a toda la tribu.

Aquella mañana al alba, Gran Águila habló:

—El Gran Espíritu ha enviado a su mensajero, que ha atravesado nuestro campamento con su vuelo. —Cogió a la pequeña entre sus manos y la elevó al cielo proclamando su nombre—: Halcón Dorado es su nombre. El Gran Espíritu confiere a esta hija las cualidades del halcón para que sea valiente y fuerte, generosa y altruista.

Los golpes de los tambores resonaban en el aire. El chamán entonó un canto sagrado al que se unieron las voces de toda la tribu, y la danza sagrada acompañó la letra.

Capítulo 3

Ocho inviernos después del nacimiento de Ulfr, al margen de su hermana de sangre Isgred, se añadía un nuevo miembro a la familia: Thorald, de su misma edad, hijo de Harald, conde de la aldea vecina de Oseberg.

Entre los dos clanes existía, desde hacía varias generaciones, un vínculo fortísimo.

Harald, tras la muerte de su mujer Sigrid, quien falleció junto a su segunda hija al dar a luz, era un hombre roto. Durante varios años, decidió encomendar la instrucción y educación de su único hijo a la familia de su gran amigo, el rey Olaf, y de su mujer, Herja.

Ambos miraban a su amigo con preocupación. Harald era un atractivo hombre de 30 años, pero el dolor por la grave pérdida podía vislumbrarse en su rostro, harto y exhausto, que le hacía parecer mucho mayor.

Olaf apoyó la mano en la espalda del hombre.

—¡Arriba ese ánimo, amigo amigo! No te preocupes por Thorald, aquí estará bien, nosotros nos encargaremos de todo —trató de animarlo.

—Estoy convencido —afirmó el hombre, usando un tono de voz que no conseguía disimular la desolación que, por el contrario, lo afligía.

Harald volvió la mirada hacia el hijo, sentado a su lado, con la cabeza gacha y los ojos fijos en sus pequeñas manos. El corazón le dio un vuelco y le acarició la cabeza. El niño levantó la cabeza para mirar al padre, apretando los jóvenes labios para no llorar.

Herja cogió dos recipientes, realizados con cuernos naturales de vaca y decorados con grabados y monedas de oro, los llenó de hidromiel y se los tendió a los dos hombres. A continuación, se dirigió a Thorald:

—¡Ven! —le instó con la dulzura de una madre mientras le tendía la mano—. Ulfr te está esperando.

El pequeño se giró hacia su padre, que asintió con la cabeza.

—Todo irá bien —lo tranquilizó, tratando de parecer sereno.

Thorald agarró la mano de Herja y juntos atravesaron la habitación, pero antes de salir, el niño volvió a girarse hacia su padre y le sonrió, como para tranquilizarlo a su vez.

Olaf esperó a que salieran y después alzó el cuerno, seguido por Harald.

—¡Bebamos! En memoria de Sigrid y de todos nuestros antepasados —propuso el amigo.

—¡Drekka Minni! —brindaron al unísono, y vaciaron el cuerno de una sola vez.

Olaf se pasó el dorso de la mano por los bigotes.

—Ahora tienes que centrarte en superar este duro golpe, podrías emprender un largo viaje —le sugirió.

—Lo he pensado, si Thorald fuese más grande, le llevaría conmigo.

—Podemos hacerlo así: viajarás y comerciarás también por mí, mientras yo me encargo de instruirlo y de criarlo sano y fuerte —ofreció Olaf.

—Amigo mío, ¡jamás me has decepcionado! —declaró Harald.

Los dos hombres intercambiaron una mirada cargada de un profundo afecto y respeto recíproco.

—¡Estoy seguro de que tú harías lo mismo por mí! —afirmó Olaf sin la menor duda, mientras le ofrecía la palma de la mano derecha, gesto que su amigo le devolvió.

Harald viajó durante muchos años, muchos de los cuales pasó el invierno lejos de casa.

Pronto comenzó la instrucción y educación de los dos niños. Recibieron instrucción en leyes, historia, trabajo de la madera y del hierro, y aprendieron todos los secretos de la metalurgia. Se familiarizaron con las armas practicando varias disciplinas a diario.

En las largas noches del invierno noruego, toda la familia se reunía alrededor de la calidez de la chimenea. Mientras las mujeres tejían, los hombres tallaban la madera. A los niños se les transmitía, mediante los relatos de los ancianos, el conocimiento del pasado de la familia y del clan, junto a los principios, los valores y el código de honor que todo buen vikingo jamás debía infringir.

Ulfr y Thorald crecían sanos y fuertes, estudiaban y entrenaban juntos; entre ambos se creó un vínculo de afecto muy fuerte. Al igual que sus padres antes que ellos, se convirtieron en Hermanos de Juramento mediante un antiguo rito mágico...

El invierno pasó, los barcos vikingos surcaban las aguas escandinavas y los vikingos que habían pasado el invierno lejos de casa, al fin, regresaban con sus familias. También Harald, para gran sorpresa de todos, regresó aquella primavera.

Era el noveno misseri1 de verano para los dos pequeños vikingos, a mediados de abril, cuando consagraron su fraternidad.

Aquel día, era su primer entrenamiento con el arco, y todo se instaló en el exterior, en la parte trasera de la casa, donde se ampliaban las vistas de toda la propiedad.

—Poned delante la pierna izquierda, os ayudará a tener mejor puntería y potencia —les aconsejó Bjorn, el mejor arquero del clan—. Apuntad…

Los niños se colocaron como les habían recomendado, empuñando el arco con la flecha cargada, y tensaron la cuerda con todas sus fuerzas, entrecerrando los ojos para concentrarse en el objetivo al que debían dar. Dos sacos rellenos de paja hacían las veces de títeres, con el blanco pintado a la altura del corazón.

—¡Ya! —ordenó Bjorn.

Los pequeños arqueros dispararon su primera flecha y una expresión de decepción se dibujó en sus rostros al seguir el vuelo, muy alejado del blanco.

—¡Por el ojo bueno de Odín! —maldijo la voz de un hombre.

Todas las miradas apuntaron en aquella dirección, mientras Leif, un hombre de cabello pelirrojo, surgía de entre la hierba con una cabra muerta, atravesada por las flechas.

Bjorn miró a Olaf y Harald con estupefacción.

—¡Se la han cargado al primer tiro! —dijo incrédulo.

La expresión de orgullo y satisfacción de ambos muchachos suscitó simpatía y gracia entre los hombres.

—¿Qué hacía la cabra fuera del establo? —inquirió Olaf mientras extraía la flecha del pobre animal.

—Se había escapado y estaba intentando llevarla con las otras —explicó el hombre.

—Has tenido suerte, podrías haber ocupado el lugar de la cabra —constató Harald.

—¡Sí! —exclamó Leif abriendo los grises ojos—. Las flechas le dieron mientras la estaba cogiendo —añadió mientras dirigía la mirada a los chicos, que esbozaron una tímida sonrisa de perdón—. ¡He sobrevivido a mil batallas en mi juventud y no quiero alcanzar el Valhalla por culpa de dos muchachos! —exclamó en tono irónico—. Y estoy seguro de que las Valquirias me habrían dejado pasar… ¡Muerto persiguiendo una cabra! —concluyó jocoso, y desató la risa de los allí presentes.

—Amigo mío, cuando hagas tu entrada en el Valhalla, seguro que será digna del gran vikingo que has sido. Ahora, llévasela a la cocinera, que la haga para la cena —dispuso Olaf entre risas.

Leif asintió agachando la cabeza en señal de respeto, antes de dirigirse hacia la cocina.

—Ahora, centraos en el blanco… —el arquero llamó la atención de los niños—, porque cuando lucháis contra el enemigo, no le venceréis abatiendo al ganado.

—Debes admitir que la primera flecha de sus vidas es un buen presagio para el futuro —afirmó Harald, con un tono a caballo entre la satisfacción y la diversión.

—Eso parece… —contestó Bjorn—. Ahora tienen que esforzarse para demostrar que merecen tal presagio —añadió dirigiéndose a los pequeños arqueros, que ya estaban preparados a la espera de la orden.

Un ruido a sus espaldas atrajo la atención de Olaf y Harald. Las puertas del establo se abrieron y, tras seis meses, una multitud de animales se dirigió al exterior, mientras algunos hombres del clan, entre mugidos, gruñidos y balidos, trataban de mantener el orden para conducir a las más de 500 cabezas de ganado a los terrenos donde las dejarían pastar libres.

—¡Llévate al ganado lejos de aquí, o estos causarán estragos! —exclamó Olaf en tono burlón.

En medio de aquel revuelo apareció Leif que, con paso veloz, se dirigía en su dirección y parecía ansioso por comunicarles algo.

—La vieja Sigrún ha visto la cabra y os comunica que os espera a los cuatro en el Claro Sagrado —les informó el hombre en cuanto se encontró frente a ellos.

—De acuerdo —comentó Olaf intercambiando una mirada cómplice con Harald—. Retomareis el entrenamiento a nuestro regreso —le comunicó a Bjorn.

—Os esperaré aquí —respondió el arquero.

Los cuatro emprendieron su camino y dejaron la aldea detrás de sí. La tierra se había liberado del hielo y, con los primeros calores, regalados por el sol, todo había vuelto a cobrar vida en la aldea de Gokstad. La propiedad de Olaf era notoria, de vastas dimensiones: se extendía a lo largo de la costa y hacia el interior, kilómetros y kilómetros, y él se enorgullecía de ello.

Los campos se encontraban divididos por un bajo muro de piedra que los cercaban; algunos granjeros estaban ocupados arando la tierra, mientras que otros se encargaban de las diversas semillas: el centeno, la valiosa cebada, todas las hortalizas y la avena. Esta última estaba destinada a convertirse también en forraje para el gran número de cabezas de ganado en el invierno venidero.

Las primeras flores salpicaban los prados de trébol, sembrados de plantas de bayas, moras y frambuesas, y se extendían hasta donde la tierra se alzaba en paredes rocosas y colinas, que alcanzaban los confines con los terrenos de Harald. Con el deshielo, la cascada de agua había vuelto a deslizarse por las rocas, cubiertas de líquenes, y hacía crecer el torrente que atravesaba el bosque y el Claro Sagrado.

La dirección que recorrían estaba flanqueada por hileras de manzanos y espino blanco, que habían germinado y que comenzaban a brotar las primeras flores blancas. Prosiguieron en silencio, entre los ruidos de la naturaleza que se había despertado y los rayos de sol que se filtraban entre los árboles. Se vislumbraban los primeros nidos hechos por los pájaros, y de algunas ramas colgaban cestas de paja en espiral, donde las abejas habían empezado a construir sus colmenas; para finales de verano, se habrían llenado de miel, con la que los vikingos producirían un hidromiel de primera.

Alcanzaron el Claro Sagrado donde la vieja Sigrún les esperaba.

Se acercaron a la mujer que, de pie al lado de un roble, estaba envuelta de la cabeza a los pies en su manto negro. De la capucha a los costados colgaban dos trenzas blancas, y sus ojos destacaban como dos aguamarinas. Dos cuervos, criaturas vinculadas al culto del dios Odín, permanecían inmóviles sobre sus hombros. La vieja extendió los brazos al cielo y los dos pájaros emprendieron el vuelo graznando sobre sus cabezas, antes de desaparecer entre la espesura de los árboles.

—Este roble lo plantaron vuestros padres cuando tenían aproximadamente vuestra edad, y ha crecido sano y fuerte como su amistad —declaró con un tono de orgullo en la voz. Después, se agachó para recoger un brote nacido de las raíces del árbol y lo elevó al cielo—. Hoy, los dioses han expresado su voluntad a través de vuestras flechas, y el árbol de Thor ha creado una nueva vida… ¡Estáis preparados para vuestro juramento! —profirió la vieja Sigrún mientras ofrecía el germen a los dos muchachos.

Los pequeños vikingos escogieron un punto, un poco lejos de aquel roble, y revolvieron un trozo de hierba sobre el que se hicieron un corte en la palma de la mano derecha. Seguidamente, estrecharon las manos, mezclaron su sangre y se juraron lealtad mutua. Con ello fertilizaron la tierra que usaron para cubrir el brote que habían plantado; sellaron así un pacto de hermandad para toda la vida...

Isgred, además de la educación reservada a los hijos de una estirpe noble, debía aprender a regentar la casa, sobre todo cuando el marido se marchara de expedición. Un día, ella también debería, al igual que hizo su madre, dirigir la granja, educar a los hijos y administrar los negocios de su marido. Un día, ella también llevaría colgado a la cintura el manojo de llaves de la casa, símbolo de la autoridad y el respeto que disfrutaba una mujer de la familia.

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