Czytaj książkę: «Una vida de mentiras»

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UNA VIDA DE MENTIRAS

© Charo Vela

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2020.

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ISBN: 978-84-18230-82-0

Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.

CHARO VELA

UNA VIDA DE MENTIRAS

Índice

1. La triste noticia

2. Quince años antes

3. Volviendo a la dura realidad

4. Siguen las sorpresas

5. Noticias de Cádiz

6. Sentimientos encontrados

7. Un cumple para no olvidar

8. Las cuentas confiesan

9. Noticias impactantes

10. Cara y cruz de la vida

11. Un antes y un después

12. Sorpresa, sorpresa

13. La dura confesión de Emilio

14. La vuelta a casa

15. ¿Felices vacaciones?

16. Hundido en el lodo

17. Un rayo de sol

18. Recorriendo las estrellas

19. La verdad de Emilio

20. Desenlace inesperado

21. Agradecimientos

Dedicado a los hombres que han formado parte de mi vida y me han regalado buenos momentos. A mi padre, hijos, amores, hermanos, sobrinos y amigos. Gracias a todos porque me hab é is aportado muchas vivencias para el recuerdo.

La triste noticia

«Dicen que en la tranquilidad nocturna, mientras un remanso de paz relaja las almas de los durmientes, el diablo deambula a sus anchas haciendo de las suyas».

En el silencio de la noche, el sonido del teléfono retumbó en todo el apartamento, alterando el sueño de los que lo habitaban. Aún no había amanecido. Carolina se despertó sobresaltada y miró el reloj a la par que se levantaba con prisas para atender la llamada. Eran las 5:45. De pronto se le encogió el corazón; nadie llamaba a esa hora para nada bueno. Pensó en su Emilio y, sacudiendo la cabeza para espabilarse, cogió nerviosa el auricular.

—¿Sí? Dígame.

—Buenas noches. ¿Es usted la esposa del señor Emilio Mellán Campoy? —preguntó al otro lado una voz masculina, grave y segura. Esa pregunta la terminó de desestabilizar por completo.

—Sí. ¿Quién es usted?

—Tranquila, señora. Ahora le explico.

—Por favor, ¿qué ocurre? ¿Le ha pasado algo a mi marido? —Su voz suplicante e inquieta instó al hombre a contarle el motivo de la llamada.

—Soy el teniente Ortiz de la Guardia Civil de Cádiz. De la comandancia de Jerez de la Frontera. Su marido ha tenido un accidente y está ingresado en el hospital.

—¡Ay, Dios mío! ¿Qué le ha pasado? —Un temblor recorrió su cuerpo. Notó un ruido a su espalda y vio que su hijo también se había despertado.

—Como le digo, ha tenido un grave accidente y está en cuidados intensivos. ¿Cómo se llama usted?

—Me llamo Carolina Masera. Espere un momento, teniente. ¿Ha dicho Cádiz?

—Sí, señora. En la carretera que viene de Ronda a Jerez. La noche está muy lluviosa, la carretera es muy sinuosa y el vehículo se ha salido en una curva. Debe venir cuanto antes.

—Pero… Entonces es imposible que sea mi Emilio. —De pronto Carolina dio un suspiro de tranquilidad; se le había encogido el corazón—. Mi marido está en Asturias. Me llamó anoche y hablamos un rato. Está en Oviedo y llega mañana por la noche. Teniente, él no puede ser ese hombre.

—Señora, debe de estar confundida. Le aseguro que su marido está aquí, en Cádiz. —Le leyó los datos del DNI y eran correctos. Carolina no entendía nada. De repente todo le pareció una maldita broma pesada. ¿Cómo iba a estar en Cádiz si dormía en Oviedo?

Emilio no había podido cruzar España en solo unas horas. Además, ¿cómo iba a pasar por Madrid y no llegarse a verlos? Recordó la conversación; estaba segura de lo que él le contó la noche anterior: «Carolina, estoy en Asturias. He descargado la mercancía. Hoy duermo en Oviedo; aquí está lloviendo y hace frío. Mañana vuelvo a cargar para dejarla en Segovia y si todo sale bien llegaré a Madrid para cenar con vosotros. Dales besos a los niños. Os quiero». En su mente las ideas y conjeturas aparecían y desaparecían como por arte de magia. Era una locura, un sinsentido. Tenía que haber un error. Era imposible que fuese Emilio.

—Señora, ¿sigue ahí? —Tras un silencio en que la mente de Carolina se disparó, repasando cada palabra de la conversación con su marido, le confirmó que lo escuchaba—. Debe venir pronto, no se demore. No puedo engañarla; su esposo está bastante grave.

Le dio los datos del hospital y un número de teléfono para que cuando llegase a Jerez lo llamase. A continuación colgó, dejándola totalmente aturdida.

—Mamá, ¿qué pasa? —le preguntó Iván, su hijo mayor, que se encontraba a su lado medio dormido. Menos mal que la niña no se había despertado. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para disimular lo que sentía en ese instante.

—Hijo, parece que papá ha tenido una avería con el camión. Voy a tener que ir a ayudarlo. Acuéstate, cariño. Voy a llamar a los abuelos. Os llevarán al colegio y se quedarán con vosotros hasta que papá y yo volvamos.

Cuando su hijo se volvió a acostar, Carolina cogió su móvil y llamó a su marido. El teléfono daba apagado o sin cobertura. Bueno, eso no era raro; él lo apagaba siempre cuando dormía o conducía. No obstante, la palidez de su rostro y el nerviosismo que recorría su cuerpo le hicieron presentir que algo malo le acechaba. Es como si dentro de su ser algún tipo de alarma se hubiese despertado de golpe.

Comenzó a dar vueltas por el salón con las manos en la cabeza, sin saber qué pensar. La verdad era que ella siempre vivía con el alma en vilo, pues su marido estaba día y noche en la carretera y el riesgo estaba ahí, constante. Carolina sabía que el asfalto, a veces, por el mal tiempo, por la oscuridad o por el cansancio, se convertía en un toro de Miura con dos pitones muy afilados, deseoso de cobrarse a su víctima por un simple descuido.

Los nervios no la dejaban llorar. Seguía repitiéndose decenas de veces que no podía ser él y, aunque los datos coincidían, debía de tratarse de un error. Bueno, al menos estaba vivo y si por un remoto caso fuese Emilio debía de haber una explicación convincente y justificada para esta situación. Carolina lo conocía muy bien y no imaginaba qué tendría que hacer allí para ocultárselo y no contarle nada. El teniente con sus palabras le había infundido temor y duda de que en realidad ese hombre sí pudiera ser su marido.

Investigó los horarios de los trenes y comprobó que dos horas más tarde salía uno. Luego llamó a sus padres y les contó lo ocurrido. Ellos vivían a media hora de su piso. Estos, preocupados por la noticia, le comunicaron que llegarían cuanto antes.

Con el alma por los suelos y un nudo en la garganta se dirigió al dormitorio, donde preparó una pequeña maleta. No supo bien qué ropa meter, pues no sabía si volvería ese mismo día al comprobar que no era Emilio o se tendría que quedar algunos días más. Comprobó el tiempo que hacía en Cádiz; pese a ser primeros de octubre, no hacía mucho frío todavía. Metió un par de vaqueros, dos camisas, un jersey, una chaqueta, ropa interior y unos zapatos cómodos. Luego se duchó, se puso un pantalón gris marengo, una camisa celeste y una rebeca azul finita e hizo tiempo para esperar a sus padres.

Un rato más tarde, tras dar una docena de besos a sus hijos, se dirigió hacia la estación de Atocha, donde cogería el tren para Cádiz. Cuando se subió al vagón del AVE sintió un escalofrío. Una inquietud se adueñó de sus entrañas y tuvo el presentimiento de que ya nada sería igual después este viaje.

Nada más comenzar a moverse el tren llamó al colegio donde trabajaba como profesora e informó de que debía ausentarse unos días, pues su marido había tenido un accidente. No dio detalles. No sabía bien qué decir hasta que llegase a Jerez. El director le transmitió mucho ánimo y le dijo que se tomase los días que necesitase.

Apoyada en la ventana, con la mirada perdida en la lejanía, Carolina ordenaba en su mente el puzle con la información que había recibido unas horas antes y del que, por muchas vueltas que le daba, no le encajaban las piezas. Tan solo el murmullo de las voces de algunos viajeros y el ruido del tren en movimiento la distraían de sus pensamientos. Aunque, para ser sincera, lo que le apetecía no era pensar, sino más bien quedarse dormida y despertar de ese maldito sueño.

Hizo grandes esfuerzos por contener el llanto. Se había propuesto mantener cerrado el grifo de las lágrimas, que empujaban por salir sin remisión, al menos hasta que pudiese comprobar con sus propios ojos todo lo que estaba pasando y cerciorarse de que todo era un tremendo error. Siguió llamando al móvil de su marido, pero seguía apagado. Se negaba a llorar por un equívoco o malentendido. Estaba convencida de que su marido estaba en Oviedo. Volvió a consultar el reloj; en dos horas el tren llegaría a Jerez. Aprovechó para llamar a su hermano Lucas y a sus amigas. Tenía que ponerlos al tanto de lo ocurrido. Tras colgar su cuerpo vibró, no supo si de incertidumbre, de tristeza o quizás de temor a descubrir la verdad, esa que ella se negaba a admitir.

Carolina tiene treinta y cinco años. Es una mujer alta, guapa, tiene el pelo claro con media melena rizada, ojos grandes y expresivos. No hace apenas deporte, pero se conserva bien. Le gusta mucho leer, coser y se le da bien la cocina. Le encanta ver pelis románticas y de misterio. Estudió en un colegio religioso que, sumado a la educación conservadora de su madre, ha forjado en ella un carácter tímido y reservado. Ya de la mano de su marido y por su trabajo, a lo largo de los años ha ido perdiendo un poco esa timidez, mostrándose más abierta. Lleva doce años casada con Emilio, que tiene cuarenta. Viven en una barriada a las afueras de Madrid. Es madre de dos hijos: Iván, de once años; y Nerea, de siete. Desde hace nueve años es profesora de EGB en un colegio privado. Lleva una vida monótona pero tranquila. Trabaja en lo que le gusta, adora a sus hijos y con Emilio la convivencia es medianamente buena. Cierto es que con los años el enamoramiento del principio se ha transformado en cariño y respeto. Se llevan bien; no obstante, la distancia por el trabajo de él ha hecho mella en el matrimonio. Emilio lleva ocho años trabajando como camionero. Viaja por toda España transportando mercancías de una importante empresa textil de marca. Casi nunca duerme en su casa y su ausencia, pese a los años transcurridos, Carolina no la lleva bien.

Al principio lo pasaba mal porque, aparte de echarlo de menos, se apenaba de que mientras ella dormía en su cómoda cama, su marido la mitad de las noches solo daba una cabezadita en la cabina del camión. Luego, con el tiempo, se fue a la fuerza acostumbrando a dormir muchas noches sola. No había más remedio; había que pagar el piso, el camión, el colegio de los niños y vivir cómodamente, que no era poco.

El sonido del altavoz, avisando de que estaba llegando a Jerez de la Frontera, apartó a Carolina de sus pensamientos. Sacó el móvil y llamó al teniente Ortiz. Este quedó en recogerla en la estación diez minutos después para acompañarla al hospital, donde supuestamente se hallaba su marido.

—Buenos días, Carolina. Soy el teniente Ortiz. Espero que haya tenido buen viaje dentro de lo que cabe. —El guardia le estrechó la mano. Era un hombre de unos cincuenta años, alto y delgado. Se le notaba educado y bonachón. Su porte transmitía respeto y seguridad.

—Sí, gracias. Por favor, lléveme al hospital. Estoy deseando comprobar si es mi marido o no. Desde que me llamó no he parado de darle vueltas y, aunque pienso que no es posible que sea él, mi mente está a punto de explotar de incertidumbre.

—Comprendo que no se lo crea aún, pero le aseguro que sí lo es. El diagnóstico es bastante grave. No llevaba el cinturón puesto y el impacto ha sido fuerte. El coche ha quedado destrozado. Lo han tenido que sacar los bomberos.

—Perdone. ¿¡Ve como no puede ser!? —exclamó sobresaltada—. Mi marido va en un camión, no en un coche. Debe de ser otro que se llama igual. Sin duda, una triste casualidad, porque mi Emilio está en Oviedo.

—Carolina, ¿ha logrado hablar con él después de recibir mi llamada? —Ella negó con la cabeza.

—Lo tiene apagado o sin cobertura. Claro que eso no es raro. Me ha pasado muchas veces.

—Siento contradecirla. Su marido anoche conducía un Ford Escort con matrícula 8211 BBN. ¿Es suyo ese coche?

—¡Sí, sí, es nuestro! —La voz sonó apagada y temblorosa. Se había puesto blanca como la pared. Se sintió desfallecer y las primeras lágrimas empezaron a rodar por sus pálidas mejillas. No pudo detenerlas por más tiempo y un pellizco se agarró a sus entrañas.

El teniente se apenó al verla tan afectada. La invitó a sentarse en el coche y en silencio la llevó al hospital. Tras hablar con los médicos la dejaron pasar a verlo.

Carolina quiso morirse allí mismo. La llevaron frente a un cristal y… ante ella estaba su Emilio inconsciente, lleno de botes y máquinas a su alrededor. Tuvo que agarrarse fuerte, pues el temblor que la invadió hizo flaquear sus piernas. Estaba herido y muy magullado, pero sin duda alguna era él. ¿Qué había ido a hacer a Cádiz con el coche? ¿Y por qué la había engañado? ¿Por qué se lo había ocultado? El llanto ya no cesaba. Tenía el corazón encogido y su cuerpo había perdido las fuerzas.

El médico le informó de que su marido se estaba debatiendo entre la vida y la muerte. Las cuarenta y ocho horas siguientes eran decisivas. Tenía un traumatismo craneoencefálico, hemorragias internas, múltiples contracturas y huesos rotos, además de varios órganos dañados, debido a la gravedad del impacto. Lo habían operado de tres costillas rotas y habían intentado parar la hemorragia interna. También le habían escayolado el brazo izquierdo. Estaba en coma; no sabían cuándo podría despertar. Por el momento no era aconsejable operarlo de nada más, pues eran muchos los daños interiores y estaba muy débil.

Al salir de verlo se sentó en la sala de espera. Permaneció en silencio y con los ojos anegados en lágrimas. No podía parar de llorar y de su garganta no salían las palabras. El teniente se acercó al verla tan sola y triste. Tras intentar consolarla, le entregó una bolsa con todas las pertenencias de su marido y le informó de que el coche había quedado destrozado. Como fue en plena noche infernal, poco pudieron sacar de él. De todas formas, el automóvil pasaba a disposición de la Guardia Civil para un examen pericial. Él sabía que para ella había sido una gran impresión, pues había confiado ciegamente en su marido y este, por algún motivo, le había mentido. Le aconsejó que llamase a algún familiar para que le hiciese compañía. «Al menos, si llega el fatal desenlace, que no le coja sola», pensó. Antes de marcharse volvió a recordarle que si necesitaba algo no dudase en llamarlo. Tras esto se despidió.

Carolina siguió sentada en la sala de espera de la UCI con la única compañía de su pequeña maleta marrón. Desde ese instante ya el llanto no la abandonó. ¡Qué pena de su marido! Estaba destrozado. Se sentía abrumada, no lograba comprender qué motivo tendría para haberla engañado. Emilio siempre se portó bien con ella y nunca le mintió. Tenía que haber una explicación razonable. Ese hombre era el amor de su vida y el padre de sus hijos. En esos tristes momentos su corazón lo añoraba, su alma estaba triste y sus ojos lo lloraban sin consuelo.

Sin darse apenas cuenta empezó a rezar por él. Más tarde buscó entre las cosas que le había entregado el guardia por si encontraba algo que le aclarase sus dudas. Allí estaba su cartera, donde había trescientos euros y una tarjeta Visa Oro que nunca había visto. También algunas monedas sueltas, un juego de varias llaves que no conocía y su chaqueta. Miró en los bolsillos y no encontró nada, excepto algunos tiques y recibos.

A media tarde llamó a sus padres, a su hermano y a sus amigas. Les confirmó que, efectivamente, era su marido quien estaba en la UCI y con pronóstico muy grave. Su hermano le informó de que al día siguiente viajaría a Cádiz para acompañarla, cosa que alegró a Carolina, que se encontraba muy sola en aquella inhóspita sala. También llamó a la familia de Emilio, que vivía en Valencia. Sus padres le aseguraron que saldrían para Cádiz al amanecer del día siguiente.

Las horas se hacían eternas temiendo el triste desenlace. Intentó distraer su mente recordando cómo se conocieron años atrás. Llevaban ya quince años juntos. Entrecerró los ojos y comenzó a recordar…

Quince años antes

«La memoria es un arma de doble filo, pues se encarga de recordarte lo bueno y lo malo vivido. Y justo por eso es un elemento necesario y vital, aunque a veces doloroso».

Carolina estaba cursando la carrera de Magisterio; solo le quedaban dos cursos. Acababa de cumplir los veintiún años. Era una chica guapa, con buen cuerpo y una larga melena rubia y rizada, ojos marrones claros y labios carnosos; alta, delgada, inteligente y formal; de carácter alegre, aunque tímida y reservada. Siempre andaban revoloteando chicos a su alrededor en busca de una cita con ella. Había tonteado con un par de chicos, pero ninguno que la enamorase locamente ni con el que decidiese perder la virginidad. Su prioridad era sacarse la carrera; ya tendría tiempo de encontrar al príncipe de sus sueños. Era romántica y soñadora.

Carolina tiene un hermano mellizo, Lucas. Este es totalmente distinto en el carácter; no obstante, se complementan muy bien. Lucas es alegre, dinámico y deportista. Él siempre le confía a su hermana: «Carolina, tú en el útero cogiste la sensatez y yo la poca vergüenza. Tú la formalidad y yo el desenfreno. Por eso somos el yin y el yang y por eso te quiero con locura». Carolina se reía, no podía hacer otra cosa. Su hermano era cariñoso y trabajador y le gustaba disfrutar de la vida a tope. No había querido estudiar. Había seguido los pasos de su progenitor y trabajaba en el taller de mecánica que su padre tenía. Ella lo adoraba y protegía. Parecía que fuese su hermana mayor, cuando solo los separaban veinte minutos de vida.

Carolina acudía cada mañana a la cafetería de la facultad a desayunar. Le gustaba tomarse un café caliente y bien cargado que la mantuviese despierta en las clases y una tostada con aceite de oliva y jamón york. Siempre la atendía un chico, Emilio, con una sonrisa y alguna frase graciosa que la hacía reír. Era mayor que ella, tenía veintiséis años. Era moreno, de complexión fuerte y pelo corto. Le gustaban los tatuajes; tenía un par de ellos en los brazos. Él se sentía atraído por Carolina y cada día intentaba atenderla. Le gustaba verla sonreír. Observaba como algunos de sus compañeros de clase se ofrecían a invitarla y querían acomodarse a su lado. Carolina, con sutileza, los esquivaba y se sentaba con sus compañeras o simplemente sola.

Un día, Emilio observó desde la barra que un chico se le estaba poniendo pesado y no la dejaba comer. Notó la cara de disgusto de la chica y decidió espantarle a los babosos que la atosigaban y que iban en busca de una cita con ella. Se acercó a la mesa donde se hallaban y le manifestó al joven con gesto serio:

—Oye, perdona, ¿te importaría dejar a mi novia desayunar tranquila?— Carolina lo miró asombrada.

—Disculpa, tío. No sabía que eras su novio. Ya me marcho —contestó sorprendido a Emilio el chico que la molestaba.

—Ja, ja, ja. Fíjate, ni yo misma sabía que tenía novio —confesó ella cuando el chico se fue con rapidez. Los dos terminaron riendo y él aprovechó para estar un rato a su lado. Carolina le agradeció haberla librado de los moscones y poder desayunar en paz.

La noticia se extendió por la facultad y como Emilio era mayor dejaron de molestarla. Una tarde, cuando ella terminó las clases, Emilio la estaba esperando en la puerta. Le preguntó si podía acompañarla hasta la parada del metro y ella accedió. Así los que los veían juntos podían corroborar que la noticia era cierta y la dejaban tranquila. Carolina no tenía tiempo para perder ni ganas de ligues ni rollos, solo de terminar la carrera. Pero en el corazón no manda la razón y poco a poco, entre paseos y bromas, él la fue conquistando y a los dos meses eran novios de verdad. Emilio tenía mucha labia, era simpático y la hacía reír con facilidad. Sin darse cuenta se fue enamorando. Emilio se sentía afortunado de tener de novia a la chica más guapa de toda la facultad.

Emilio era valenciano. Llevaba dos años trabajando en Madrid. Vivía en un piso de alquiler con dos chicos más. Una tarde, cuando estaban besándose muy acaramelados en un parque, él la invitó a acompañarlo a su piso.

—Emilio, mi amor, todavía no estoy preparada —le explicó al verlo tan excitado y queriendo más de ella—. Eres mi primera relación seria y aún estamos conociéndonos.

—Yo te entiendo, cariño, pero ya somos adultos. Tú me gustas bastante y te deseo con locura. Haría lo que me pidieses por hacerte mía.

—Dame tiempo. Solo hace tres meses que nos conocemos. Yo te quiero, tú lo sabes. Debes tener un poco de paciencia.

Emilio se conformó y le dio tiempo, no le quedaba otra. La mimaba y era muy detallista. Eso hacía que ella cada día estuviese más ilusionada con su enamorado. Un mes después estaban sentados en el coche de él. Este comenzó a besarla y acariciarla. Sus manos recorrían todo su cuerpo, encendiéndola. Carolina también estaba muy excitada y, para sorpresa de él, le pidió que la llevase a su piso. Había decidido entregarse a su novio. Comprendió que lo amaba y decidió perder la virginidad con el chico que había conquistado su corazón.

Ya en su habitación, Emilio la tendió en su cama. Carolina temblaba, nerviosa pero segura del paso que iba a dar. Él, con dulzura, comenzó a besarla y con suaves caricias transitó por todo su cuerpo hasta hacerla vibrar de placer. Saboreó sus pechos como un sabroso manjar, lo que arrancó algún quejido a Carolina. Sus manos navegaron por sus curvas, adentrándose en un mar de deseos que la volvían loca. Sus dedos jugaron con sus partes prohibidas, haciéndola estallar de gozo. Luego, con tranquilidad y a sabiendas de que estaba preparada, la penetró con suavidad. Sabía que iba a ser doloroso para ella, si bien él fue con calma y tras unos minutos su cuerpo se adaptó a su virilidad y gozaron hasta llegar al orgasmo, quedando satisfechos y agotados. Fue el primero de muchos encuentros sexuales.

El noviazgo duró tres años, que para ella fueron maravillosos. Decidieron contraer matrimonio y formar una familia. Buscaron un piso de alquiler y a principios de octubre de 1990 se casaron por el juzgado. Emilio no era muy católico y Carolina respetó sus deseos. Los padres de Carolina le cogieron mucho cariño a su yerno, lo trataban como un hijo más, y para Lucas era su hermano mayor. Al poco tiempo de estar casados decidieron ser padres. Al año de la boda nació su hijo Iván. Dos años más tarde Carolina se presentó a unas oposiciones y consiguió una plaza de profesora en un colegio privado. Así que con veinticinco años estaba felizmente casada con un hombre adorable, era madre de un niño precioso y trabajaba en lo que le gustaba. Se sentía una mujer muy afortunada y viviendo los mejores años de su vida.

Pasaron los años y Emilio seguía trabajando en la cafetería de la facultad. No ganaba mucho y tenía una familia que mantener y unos gastos que afrontar. Al poco tiempo Carolina se quedó embarazada de Nerea. Iban a ser cuatro de familia. En esa época le ofrecieron a Emilio trabajar como camionero. Debía transportar mercancía de una importante marca de ropa textil por toda España. Dejó la cafetería, pues con el camión ganaba casi el doble, aunque también pasaba muchos días fuera. Como los dos trabajaban se compraron un piso más grande, de tres dormitorios. Dos años después Emilio se compró un camión. Siendo de su propiedad ganaba casi el doble de sueldo. No obstante, cuantas más deudas se echaban más debía trabajar y menos tiempo pasaba en casa. Eran una familia bien avenida que vivía cómodamente, aunque se veían poco.

En los últimos años Emilio trabajaba mucho. La empresa para la que transportaba la ropa estaba en pleno auge y el trabajo era incesante. Estos últimos años Carolina lo notaba cansado, más delgado, malhumorado e inquieto. Era el alto precio que tenían que pagar para que no les faltase de nada y los niños estudiasen en colegios privados.

—Emilio, trabajas demasiado. Deberías dejar el camión y buscarte algo por aquí cerca. Así podrías dormir en casa cada noche.

—Carolina, no puedo dejarlo ahora o perdería toda la antigüedad en la empresa. A mi edad tampoco es fácil encontrar un trabajo.

—Es que te pasas muchos días fuera y te noto agotado. Los niños apenas te ven y yo no me acostumbro a dormir sin ti —le sugirió Carolina en varias ocasiones.

—Es solo una etapa más complicada. Pagan poco y hay que trabajar muchas horas. De esta manera tengo la tranquilidad de que no os falta de nada. Ten paciencia, verás como dentro de poco todo cambia.

En otra ocasión Carolina se preocupó al verlo después de varios días.

—Emilio, has perdido peso y te noto tenso. Deberías cogerte unos días y descansar. Yo también estoy cansada de estar siempre sola.

—¡No seas más pesada! ¡Eres insoportable cuando te pones así! Te he dicho que estoy bien y me gusta mi trabajo. ¡Entérate de una vez de que no lo voy a dejar! Para dos días que vengo no me agobies con monsergas. ¿¡Te digo yo algo del tuyo!? No. Pues déjame tranquilo —le gritaba enfadado y con genio—. Tengamos el día en paz. Lo único que vas a conseguir es que me vaya antes.

Carolina le insistía, pero él no cejaba en su empeño. No entendía el mal humor de su marido, pues siempre le aconsejaba por su bien. Al ver como se alteraba, se limitó a callar. De esta manera, la monotonía siguió instalada en sus vidas. Ella se ponía contenta cuando venía, lo mimaba, le hacía sus comidas preferidas, lo seducía y disfrutaba del poco tiempo que pasaban juntos. Algunas noches la llamaba desde la ciudad en la que estuviese y hablaban antes de que ella se acostase. Conversaban de los niños, de la rutina diaria y él le contaba los detalles de sus viajes y de las ciudades que visitaba. Al final se acostumbraron a ese ritmo de vida.

—Emilio, trabajas muchas horas y te pagan poco. Te pasas fuera muchos días. Te echamos de menos —le manifestaba Carolina de nuevo meses después, intentando convencerlo de que dejase la carretera—. Cada vez te vemos menos.

—¿Otra vez con lo mismo? Siempre con la misma canción —le respondía con acritud—. Tú lo has tenido muy fácil. Has tenido la ventura de encontrar trabajo aquí al lado. No todo el mundo tiene tu suerte.

Tras estas disputas Carolina decidió evitar discutir cuando él venía, pues con lo poco que estaba en casa no era plan de estar enfadados. Debido a tanto trabajo y a descansar poco, su carácter bonachón estaba cambiando. Se alteraba fácilmente, gritaba y se estaba volviendo muy reservado. Incluso cuando hacían el amor lo notaba distante y frío.

El tiempo fue pasando y los niños, creciendo. Claro que últimamente Carolina los estaba criando sola. Sin embargo, ella seguía enamorada de su marido y le apenaba que siempre estuviese luchando en esas carreteras. Cuando Emilio venía los agasajaba. Traía regalos para ella y los niños, pasaba un par de días con ellos y volvía a irse una semana o más días, dependiendo de dónde recogía y entregaba la mercancía. En verano cogía unos días de vacaciones y se iban a Valencia a la playa y a visitar a la familia de él.

Carolina en el colegio era feliz. Impartía tercero y cuarto de primaria. Le encantaba enseñar y ver la cara de los alumnos cuando aprendían a multiplicar, a dividir o algo nuevo. Ellos la respetaban y le tenían cariño, pues era amable y paciente con aquellos a los que les costaba más aprender. Con Maribel, otra profesora de primaria, había congeniado desde el principio. Eran buenas amigas y confidentes. Cierto era que Carolina entre el trabajo, los niños y los quehaceres salía poco. Solo tenía amistad con ella y con su vecina Fátima, a la que conocía desde hacía varios años. Exactamente, desde que se fue a vivir al piso que compraron.

Los fines de semana que no estaba Emilio y si el tiempo lo permitía iba al parque con los niños o al cine. Después tomaban alguna pizza o hamburguesa antes de volver a casa. Casi siempre la acompañaban Fátima y Maribel. Cuando Emilio estaba en casa iban de compras, a cenar o salían a pasear por el centro de Madrid, si bien en los últimos meses venía muy cansado y no le apetecía salir.

En el colegio donde Carolina impartía las clases, cada año, a mediados de junio, los alumnos mayores viajaban a Italia. Los acompañaban tres profesores, que iban rotando cada año. En Milán tenían un colegio de la misma compañía y hacían intercambio para conocer el idioma y la ciudad. Carolina no había acudido antes por tener a sus hijos pequeños, pero este año tendría que ir sin falta, pues le tocaba. Se lo comentó a su marido y este la animó: «Tómatelo como unas vacaciones y disfruta del viaje». Ese mes Carolina cumpliría treinta y tres años y la verdad era que apenas salía a ningún lado. Se le habían pasado los años volando casi sin darse cuenta. No obstante, aunque fuese con sus alumnos, la idea de ver mundo le fascinaba. Dejó a sus hijos con sus padres y se marchó ocho días a Milán junto con su compañera Maribel, Alfredo, otro profesor, y treinta alumnos deseosos de conocer Italia.

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