Czytaj książkę: «Gracias enemigo»

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© Carolina Ríos García

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ISBN: 978-84-18512-68-1

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Gracias, tía Mary, por ayudarme tanto en este proyecto.

Con amor, a toda mi familia.

LOS HILOS

Saúl y Pablo nacieron en un barrio decrépito del municipio de Finisterre.

Desde pequeños se acostumbraron a contar los barcos que entraban y salían del puerto atestados de cajas y hacían apuestas a ver quién acertaba el número de ellos que atracaría durante las horas siguientes.

Saúl tenía una mirada curiosa y los ojos azul oscuro, como el mar al llegar la tarde.

Le gustaba subir hasta el faro para contemplar la línea perfecta que formaba el agua, y sobre ella, las pinceladas de algodón del cielo que rompían el azul dominante del Atlántico.

Pablo, mucho más activo que su amigo, le reprendía por meditar tanto, y le animaba, con un guiño travieso, a robar con él algo de marisco o unas gafas de sol de los puestos del mercadillo.

Algunos días echaban carreras por las calles del arrabal.

Pablo cambiaba a cada poco la meta según le convenía y, al final, Saúl le dejaba ganar con tal de parar un rato. Aprovechaba entonces para mirar de nuevo los barcos, tratando de calcular a qué velocidad irían mientras Pablo se miraba en el reflejo de algún escaparate.

Se sabía guapo; las niñas se pirraban por él y los niños le envidiaban por su picardía y atractivo. Solo él sabía cómo pedir a las muchachas que le contaran las pecas que tenía bajo los ojillos celestes y, al menor descuido, les plantaba un beso y salía corriendo a carcajada limpia.

El día que Saúl cumplió trece años, Pablo le preparó una sorpresa: junto a tres amigos hurtó unas cuantas botellas de Ribeiro, se las entregó a Saúl y brindaron varias veces; tantas, que al final perdieron la cuenta.

En su primera emoción etílica, Saúl sentenció:

—Yo no me voy a ir nunca de Finisterre, necesito esto.

—Pues yo no sé —replicó Pablo—, pero lo que es seguro es que moriré aquí.

—¿Y eso? —Los amigos se burlaron.

Pablo gustaba de aseverar sobre el futuro, y mostraba la misma certeza cuando hablaba del examen que suspendería, que cuando señalaba a la niña que sería su esposa o pronosticaba su futuro como futbolista profesional.

—Lo presiento. Y cuando me muera tiradme al mar.

Las Moiras habían escuchado todo en silencio.

Qué sabrían ellos de su destino si apenas habían comenzado a hilarlo.

Láquesis miró a Pablo con furia. Se sentía molesta con él porque se empeñaba en enredarse de continuo en problemas, provocando un arreglo tras otro en el hilo de su vida, mientras Cloto le disculpaba y deshacía sus nudos con ternura.

Estaban de acuerdo, sin embargo, en preocuparse por Saúl, cuyo hilo había estado a punto de no enhebrarse por un problema en el parto, y arrastraba consigo cierta debilidad.

Átropos no intervenía en las disquisiciones de sus compañeras: cuando llegase el momento, ella lo sabría, y segaría el hilo de sus vidas como había hecho desde el principio de los tiempos con cada ser humano.

Meses después de aquel primer Ribeiro, a comienzos del verano, pasaron por el pueblo representantes de una conocida agencia de modelos que recorría Galicia en busca de chavales para una campaña de publicidad. Faltó tiempo para que los ojeadores se fijaran en Pablo.

Su belleza natural, tan delicada en contraste con su aspecto desaliñado, le hacía parecer un príncipe disfrazado de plebeyo.

Su pelo, aunque descuidado, brillaba como purpurina, y su complexión fuerte, a pesar del rostro inocente, encandilaron al equipo a primera vista.

Un fotógrafo, un peluquero y un maquillador de la agencia se desplazaron hasta su casa para intentar convencer a su familia de la oportunidad que se le presentaba.

Su madre estuvo a punto de acceder a acompañarle a La Coruña para rodar un anuncio después de ver las fotos que le habían hecho, pero el padre se negó en redondo.

Su hijo iba a ser futbolista, qué carayo, y todo eso de las fotos y los peluqueros no eran más que mariconadas, protestó, y con su hijo nada, ¿eh?, nada, así que los despachó en dos minutos a gritos.

Pablo se sintió aliviado. No le había gustado eso de tener que poner caritas para las fotos y dejarse peinar por desconocidos.

Saúl sin embargo sintió algo de pena por su amigo. No comprendía cómo no veía aquella oportunidad.

Lo que habría dado él por ser la mitad de guapo que Pablo y saber que las niñas se agolpaban en el escaparate del estudio de fotografía para verle.

El inicio de Secundaria separó sutilmente los hilos de los muchachos.

Saúl se esforzaba mucho en sus estudios, mientras que Pablo había acabado por repetir segundo a pesar de las amenazas de sus padres a los profesores.

La madre de Saúl, en vista de los derroteros que estaba tomando el amigo de su hijo, decidió cambiarle de instituto.

—¡No me quieres! —Saúl miró con dureza a su madre cuando esta le comunicó su decisión—. ¡Echaste a papá y ahora me separas de mis amigos!

Su madre, dolida en lo más profundo, no le impidió, sin embargo, salir horas más tarde a encontrarse con su amigo. Sabía por experiencia que las rupturas bruscas llevan a cometer locuras. ¿Por qué, si no, escapó ella con el padre de Saúl, arruinándose la vida durante ocho años?

—Eres un «pringao», tío. —Pablo fumaba un canuto apoyado en el faro.

—No puedo hacer nada. Mi madre es como una piedra.

—No quieres hacer nada, carayo, no vayas el primer día y verás. Y al otro y al otro, y así hasta que te echen. Siempre estás a lo que te mandan, joder. Así no te irá bien en la vida.

—Ya.

—Eres como un muñeco, ¿oíste? Te manejan los hilos, Saúl.

—Ya. —No estaba del todo de acuerdo con Pablo, pero no quería discutir con él. Tenía un pronto muy malo y estaba enfadado.

—Tómate uno de estos.

—Que no, que te he dicho que paso de esa mierda.

—Venga, una caladita solo, va. —Y le guiñó un ojo mientras le liaba su primer porro.

A los dieciséis años Pablo fue admitido en un equipo de fútbol de Segunda. En el pueblo le despidieron como a un héroe. Saúl le abrazó con fuerza y sintió una punzada de envidia. Lo que cobraría Pablo en un año era más de lo que cobraba su madre en cuatro. Cómo imaginar dónde llegaría.

A partir de ese momento, Pablo y Saúl redujeron el contacto debido a los frecuentes viajes de Pablo y los exámenes de Saúl, que para entonces ya era un estudiante brillante, pero con excesiva ansiedad.

A punto estuvo de dejar los estudios, tal eran los nervios que sentía antes de cada prueba, y solo la insistencia de su madre logró convencerle para que hiciera los exámenes de acceso a la universidad, que superó con holgura.

Para cuando volvió al pueblo desde La Coruña, donde había finalizado su segundo curso de Ingeniería Naval, hacía cuatro años que Saúl no veía a Pablo. Y es que sus últimos veranos los había repartido entre su madre, que había ido a visitarle a la Coruña, e Inglaterra, donde había marchado a regañadientes para practicar inglés mientras trabajaba en un restaurante.

Nada más llegar, después de saludar a su madre, fue a buscar a Pablo y al resto de sus amigos.

Encontró lo que buscaba junto al faro. Sus antiguos compañeros esbozaron una amplia sonrisa al verle. Pablo le sorprendió por su delgadez.

Tras el abrazo se hizo un silencio; los dos amigos se miraron y cada uno comprobó cuánto había cambiado el otro.

Pablo estaba más moreno que nunca y parecía, por primera vez en su vida, cansado de correr.

Saúl, en cambio, seguía pálido como la luna, había crecido en estatura hasta casi alcanzarle, y su rostro, tan redondo durante el instituto, se había afinado gracias a una perilla cuidada que le hacía parecer mayor de lo que era y le confería un atractivo hasta entonces desconocido.

—Me echaron del equipo. —Pablo había adivinado la pregunta que se hacía Saúl—Era una mierda tanta disciplina, ¿sabes?

—Lo siento mucho.

—Nada, ellos se lo pierden. ¿Hace un pito? —Pablo le guiñó un ojo.

—Qué va. —Y le esquivó el codazo con una carcajada.

—Estoy de albañil, ¿no te lo dijo tu madre?

—No.

—Pues sí. —«Mira que es rara esta tía», pensó—. Con Tino, el de la pulpería, que puso una empresa de construcción, y ahí estamos varios.

—¡Bueno! El de la pulpería, y el bar, y la discoteca… —añadió otro amigo.

—Sí, se está haciendo de oro. A ver si aprendo de él. —Pablo miró a Saúl. «Joder, parece otro el cabrón».

Los años de facultad se sucedieron deprisa y cada vez que Saúl volvía al pueblo encontraba una nueva mejoría en su amigo, que iba recobrando su constitución fuerte y equilibrada.

Tras unos comienzos difíciles, le explicaba Pablo, trabajaba por su cuenta y había construido varias casas tanto para él como para su familia, lo que le había convertido de nuevo en el rey de la casa, tras su fracaso en el fútbol.

Ya como ingeniero, Saúl regresó a Finisterre de la mano de su novia, una muchacha tímida y de belleza serena.

Al presentarles, Saúl sintió una mezcla de vergüenza y rabia, pues su novia no pudo disimular la impresión que le produjo su amigo, dorado como una moneda de oro, y envuelto en un aura de éxito que le hacía multiplicar su carisma.

Pablo poseía esa seguridad y encanto que él no tendría nunca, y ahora a eso se le unía el poder del dinero, las casas, los coches de alta gama y varios empleados a su cargo.

Saúl no se lo explicaba. Pablo era el nuevo Midas. Sus propiedades crecían exponencialmente a igual velocidad que sus ligues.

Su madre escuchaba impertérrita la veneración de su hijo por Pablo, mientras negaba con la cabeza.

—Que no corre, dices.

—Pues claro que no. —Saúl miraba indignado a su madre mientras pensaba en su paupérrima nómina.

—No corre, no; vuela…

Poco después, Saúl siguió el consejo de su madre y de su novia y pidió el traslado a una oficina en Escocia para afianzar su inglés.

Su madre trataba así de alejarle de nuevo de Pablo, que insistía en asociarle en uno de sus negocios.

Su novia procuraba también apartarle de él y apartarse ella misma, asustada del imán de Pablo, tan rudo y a la vez tan sensual, y dotado de tal fuerza de atracción que le hacía dudar de su capacidad para ser fiel a su novio estando Pablo cerca.

En Edimburgo fue donde se enteraron de la redada.

Negocios empañados de droga en Galicia, y Pablo estaba implicado.

La madre de Saúl, normalmente tan parca en palabras, les comunicó la noticia en cuanto lo supo.

Durante meses, Saúl siguió el progreso del juicio, informado de primera mano por otro viejo amigo, ahora comisario de policía en La Coruña.

Y cuando, transcurridos dos años, se dictó sentencia, Saúl fue el primero en celebrar la fortuna de Pablo pues consiguió salir absuelto de todos los cargos, aunque para ello hubiese tenido que malvender una parte considerable de su patrimonio.

Después de esto, los amigos le dijeron que Pablo se había marchado de Galicia y que nadie sabía dónde estaba.

Mientras tanto, la distancia fue cediendo a la desidia hasta que Saúl perdió casi por completo el contacto con Finisterre, salvado solo por su madre, a la que sentía feliz como nunca al teléfono, orgullosa de su hijo y de su casita nueva en lo alto del pueblo, esperanzada ante la llegada de su primera nieta.

«Pablo y Saúl se encuentran ya muy lejos el uno del otro», dijo Cloto, mientras hilaba mirando de reojo a Láquesis.

Coincidiendo con el primer aniversario de su hija, Saúl pidió el traslado a La Coruña.

Se había separado de su mujer, que le había abandonado por un escocés en Edimburgo, y había decidido retomar sus raíces.

Por ello, y para mostrar el rincón de su infancia a la pequeña, decidió volver con ella a Finisterre para pasar las vacaciones. Nada más llegar, fue a visitar a su madre.

Le había costado muchos años comprender la suerte que había tenido al ser ella, y no cualquier otra, su progenitora.

Siempre había considerado a Pablo «el elegido», el tocado por el destino con su varita aleatoria: su inmenso atractivo, su talento para los deportes, su astucia… todo lo que él no tenía.

No se había dado cuenta hasta la desaparición de Pablo de que el afortunado en realidad era él, un barco pequeño cargado solo de entusiasmo y esfuerzo, pero surtido del mejor timón posible.

Porque de entre los destellos que durante años emitió su héroe, solo esa mujer pequeñita y callada, su madre, supo ver la oscuridad real que arrastraba consigo, para alejarlo de él antes de que este lo contaminara.

Ahora veía claro que su hilo y el de Pablo se habían cruzado en algún punto tiempo atrás, donde lo que parecía un buque de guerra que ascendía, en el fondo se iba hundiendo, mientras su humilde barco comenzaba a crecer en madurez y fortaleza.

Probablemente su carácter reservado nunca le permitiera dar las gracias a su madre por haber vigilado su ruta con tan buen tino, y quizá tampoco le pidiera nunca perdón por las palabras hirientes con que vengaba sus horas de estudio y sus marchas forzadas al extranjero, pero de algún modo estaba seguro de que a estas alturas ella ya sabía que él había comprendido el amor que había guiado sus acciones, y en sus abrazos y en sus miradas cómplices podía adivinar su agradecimiento.

Tras dejar a su hija dormida en casa, salió a dar un paseo por el barrio de su niñez, donde encontró enseguida a sus amigos y se unió a ellos, pletórico, para brindar con un Ribeiro por su regreso.

—Vamos al faro —sugirió al atardecer.

En realidad, era una excusa para tratar de ver a Pablo.

Si bien sus mundos ya eran lejanos, la lealtad a su primer amigo le impedía no preocuparse por él. Sabía que había vuelto al pueblo y quería verle, pero se quedó sorprendido al comprobar que no obtenía respuesta alguna a sus preguntas; era como si nadie quisiera hablar de él.

—No es una buena idea a estas horas —respondió el comisario.

Saúl se lo pidió de nuevo con la mirada y juntos se encaminaron hacia allí tras despedir a los demás, que quedaron apurando sus vinos.

No hizo falta llegar al faro. Al pasar por una calleja cercana al puerto lo encontraron. Encorvado y delgadísimo, agitaba nervioso un mechero entre las manos. Saúl le miró sin poder creerse lo que estaba viendo.

Sus ojos azules parecían ríos envenenados de sangre y tenía manchas en el rostro y profundas ojeras.

Pablo se acercó a él, pero Saúl permaneció quieto, paralizado por la impresión de volver a ver al que había sido su mejor amigo en aquel estado.

El comisario tocó suavemente el hombro de Pablo, y policía y delincuente se abrazaron en silencio. Saúl por fin dio el paso y se sumó a ellos.

Hablaron poco rato. Pablo les pidió un cigarro, guiñó un ojo y echó a correr.

—Estuvimos tres años sin saber de él. Su madre decía que estaba trabajando en Madrid. Que si era entrenador de un equipo, que si tenía una discoteca…, ya sabes cómo son en su casa.

Después de vender casi todo lo que tenía para callar chivatos aún le quedaron tres casas en el pueblo que alquilaba su padre, o eso decía. Solo con eso podía haber vivido bien aquí, pero se empeñó en marcharse. ¿Y qué hace un pez fuera del agua?

Volvió hace un mes. Debe de tener algún lío gordo allá, pero no me lo quiere contar. Cuando le pregunto, llora. —El comisario hizo un gesto para dar la vuelta.

Al llegar la noche, de nuevo en el piso de su madre, Saúl cogió a su hija en brazos y subió a la terraza. Desde allí se veía el faro y, al fondo, el mar, dormido en un profundo sueño.

—Tu primer verano en Finisterre, cariño. —La besó.

Y mientras le enseñaba la perfecta línea negra del mar, Láquesis dio otro estirón a los hilos y Átropos cortó el de Pablo en el preciso instante en que este caía rodando junto al faro, con la aguja prendida en su brazo.

EL AMIGO INESPERADO

—No aguanto este colegio, está lleno de fachas. —Removí la leche de mi taza, con desgana.

—El colegio es muy bueno y nos ha costado mucho conseguirte una plaza, así que deja de protestar y acábate la leche de una vez. —Mi madre me miró de reojo.

Era la cuarta o quinta vez que aprovechaba el desayuno para protestar por el cambio de colegio.

Yo sabía que mis padres no iban a dar marcha atrás sobre la decisión tomada, pero verbalizar mi disgusto me hacía sentir mejor. Ya que se habían salido con la suya, por lo menos que aguantaran mis protestas.

Tras la ducha precipitada con agua casi fría, estrené mi camiseta de Judas Priest, y salí de mi nueva casa en el barrio de Aviación, al sur de Madrid, con la absoluta seguridad de que el mundo estaba en mi contra.

¿Por qué había cogido mi padre aquel empleo absurdo como conductor de autobuses militares?, ¿es que no le iba bien con el taxi?

Por su culpa había tenido que mudarme a un barrio viejo con las aceras levantadas, lleno de cagadas de perro, y pintadas a favor de Franco y en contra de la democracia.

¿Qué hacíamos nosotros allí, con un abuelo republicano y unos padres, los míos, que habían corrido delante de los grises?

Mi anterior barrio no era perfecto, no os voy a mentir, pero me gustaba mi colegio, había un parque gigantesco a dos calles de mi casa donde podía presumir de mis dotes con el balón, y tenía un montón de amigos; y hasta una novia, que con el cambio de colegio no tardó en sustituirme por otro.

A los trece años, estaréis de acuerdo conmigo en que uno cree que ya sabe mucho de la vida, y yo no iba a ser una excepción, de modo que tenía muy claro quiénes eran los buenos y quiénes los malos en España, y siguiendo mi elaboradísimo razonamiento, mi compañero de pupitre, Bernardo, tenía que ser malo, como toda su familia.

Y es que se trataba de una familia de tres generaciones de militares camino de la cuarta, pues Bernardo, el benjamín de su casa, se pasaba el día anunciando que iba a ser militar de Aviación como sus ascendientes y su hermano, del que estaba especialmente orgulloso por haber sido seleccionado para formar parte de la misión UNTAG en Namibia.

—Yo no tengo nada que ver contigo —le espeté una tarde tras una discusión por unas témperas, en clase de dibujo.

—Ya salió el civil con su rollo antisistema.

—Mejor lo vuestro, ¿no? Mandar tanques por ahí porque os lo ordenan, sin razonar nada.

—No, es mejor mirar a otro lado si invaden tu país, o negociar con rojos cabrones.

—Si es que sois violentos por naturaleza, ¿eh?, porque a ver, ¿sin guerra para qué estáis?

—¡¿Para quééééé?! Si es que es todo lo contrario. Nosotros estamos para proteger la paz; las guerras las firman los de corbata, que no te enteras.

—Sí, sí, para proteger. Violando a las mujeres de los países donde vais.

En ese instante, Bernardo se abalanzó sobre mí y comenzamos a pegarnos, completamente desaforados, hasta que el profesor alcanzó nuestro pupitre y nos separó.

A continuación, nos sacó de clase a empujones y, ya en el pasillo, yo empecé a temer que había perdido los recreos hasta Navidades, por lo menos.

El profesor, un teniente grandullón y un poco bizco, nos preguntó cuál había sido el motivo de la pelea, y cuando le explicamos que todo había surgido por nuestras diferencias respecto a la paz y la guerra, nos miró con gesto burlón, y nos impuso el peor castigo imaginable: a partir de ese momento deberíamos pasar todo el día juntos.

—Vais a vivir atados, como prisioneros de guerra —dijo—. Salvo para ir al baño, vais a hacer absolutamente todo pegados el uno al otro. Los trabajos que surjan, el recreo, la hora de la biblioteca…, todo.

—Señor, ¿y eso hasta cuándo? —preguntó Bernardo.

—Hasta que acabe la guerra, hijo, así que ya podéis ir buscando la paz. —Y se marchó, con una medio sonrisa la mar de sospechosa.

Mi primer recreo con Bernardo empezó con un intercambio de bocadillos: atún por mortadela.

Aunque estábamos deseosos de tocar balón, no nos decidíamos a jugar con el grupo de íntimos de Bernardo por si reforzábamos la guerra en vez de debilitarla, y yo, que llevaba apenas dos meses en el colegio, solo me relacionaba un poco con dos aficionados al rock con los que intercambiaba cintas, y con los que Bernardo ya había tenido algún enfrentamiento en el pasado, por lo que, siguiendo un acuerdo tácito, comenzamos a pasar los recreos solos, hablando.

He de reconocer que me sorprendí mucho cuando, al cabo de unas semanas, me di cuenta de que estaba cogiendo aprecio a Bernardo, y eso a pesar de que, en nuestras conversaciones sobre autoridad, disciplina, ejército, política o sexo, nuestros puntos de vista no podían ser más diferentes.

Nosotros, como ancianos de largo recorrido, pasábamos el rato desgranando nuestras ideas mientras los demás jugaban al fútbol o tonteaban con las chicas, y así fue como aprendimos a parar a tiempo nuestras discusiones, justo antes de que el desacuerdo nos llevara al insulto.

A la vuelta de Reyes, dejé definitivamente de disimular mi sonrisa cuando me encontraba a Bernardo en la calle, y comenzamos a ser expulsados de las clases por hablar a escondidas durante las explicaciones de los profesores.

Solo se salvaba la clase de inglés, donde manteníamos algo la concentración por el bombonaco gaditano que trajeron para sustituir al padre Gabriel, que ni se le entendía en inglés ni tampoco en español, pero poco nos importaba a nosotros con esas dos razones tan bien puestas y esas piernas.

Poco a poco me fui integrando en el colegio y en mi nuevo barrio.

En parte, gracias a Bernardo, que me presentó a varios de sus amigos. Pero también he de reconocer que me ayudó mucho uno de mis dos compañeros rockeros, que además vivía en la casa de al lado. Gracias a él, accedí, por ejemplo, al club deportivo militar, y descubrí que existían militares de izquierdas.

Una tarde de febrero, nublada y ventosa, salí solo del colegio hacia casa. Bernardo se había tenido que marchar antes porque tenía una cita médica y mi vecino rockero tenía extraescolar de judo.

Detrás de mí marchaban los tres skinheads de la clase de enfrente, uno, por cierto, hijo de mi profesora de historia.

El trío de intelectuales no se llevaba especialmente bien con nadie que no fuera de su clan. En el recreo solían hablar únicamente entre ellos, o como mucho, agruparse con otros skins de nuestro curso.

El asco que nos profesábamos desde mi llegada al colegio era mutuo y evidente, y Bernardo, consciente de ello, me había dicho que procurara evitarles y, sobre todo, no hacer ni decir nada que ellos pudieran considerar ofensivo.

Yo podría escudarme en que la palabra ofensa es muy amplia, y que no había tenido en cuenta todas las posibilidades que la abarcaban, pero sería engañarme y engañaros a vosotros, y no se trata de eso.

La realidad es que unos días antes yo había caído en una trampa que creía tener superada hacía tiempo, y que consistía en dejarme llevar por las provocaciones de los «fachas».

A estos, con sus politos de marca y sus llaveros de Snoopy, les encantaba criticar la democracia delante de mí y culpar de todos los problemas nacionales a los escasos inmigrantes que empezaban a llegar a España.

Como vieran que no reaccionaba según lo previsto, empezaron a buscarme las vueltas sacando a colación la Guerra Civil —esa que ni ellos ni yo vivimos—, y resumiendo el conflicto con que los republicanos habían sido unos cobardes, y que Franco los tendría que haber mandado matar a todos.

Mi abuelo, que había cumplido una condena de dos años de prisión por su condición de republicano a principios de la dictadura, probablemente les habría hecho una pedorreta y habría seguido tan tranquilo su paseo matinal por la calle Toro, en dirección a la plaza Mayor de Salamanca, ciudad donde residía desde su jubilación, pero yo, en plena fiebre de justicia universal, no pude resistir más y grité a todo pulmón, en la mismísima puerta del colegio: «¡Viva la República!».

Recuerdo perfectamente cómo varias madres frenaron en seco el paso para mirarme. Otros tantos profesores enarcaron las cejas, sorprendidos, y unos cuantos skinheads, como los que ahora me seguían, me miraron rabiosos enseñándome los puños.

Bernardo, que estaba hablando con una compañera en el momento preciso de mi enajenación mental, se quedó mudo, y rápidamente, consciente de que el tiempo se había detenido a mi alrededor, pero que en breve retomaría el pulso con consecuencias insospechadas, me dio un empujón tan fuerte que casi me tira al suelo —con eso, debió de calmar las ansias de los skinheads y de algún que otro adulto presto a darme un bofetón—.

En cuanto me rehíce del susto, me miró enfadadísimo.

—Eres subnormal —me dijo, y comenzó a caminar deprisa, mirando hacia atrás e indicándome disimuladamente con el cuello que le siguiera, mientras dejaba a su amiga con la palabra en la boca.

Aceleró el paso; me costaba alcanzarle.

Yo quería pedirle disculpas; no por lo que había dicho —él ya sabía mis ideas— sino por la desfachatez de haberlo gritado precisamente allí.

Cuando llegamos al cruce, únicamente me dijo:

—Una más y te tatúo gilipollas en la frente. —Y salió corriendo en dirección a su casa.

Los tres skins estaban ahora a la distancia de un aliento.

Al pasar al lado del escaparate de la panadería de Merce —qué buena era y qué paciencia tenía con nosotros—, vi que los skins se sacaban algo del bolsillo trasero.

Comencé a correr, ellos también. Empecé a sentir el calor del miedo subiéndome por la cara, aunque intentaba calmarme pensando qué daño podrían hacerme tres chicos, por muy extremistas que fueran, a las cinco y media de la tarde.

—¡Eh! —El más alto tiró de mi abrigo en el primer soportal que había antes de llegar al cruce, y me empotró contra la pared.

Con una barra corta de metal me apretó el cuello y con la otra mano, a puño cerrado, me miró amenazante. Los otros dos nos rodearon para que no se me viera. Algunos chavales que tenían que pasar por debajo del soportal para ir a su casa bajaban la cabeza cuando llegaban a nuestra altura y luego salían disparados.

El de la barra me había metido ya en la boca parte de mi pañuelo «palestino» blanquinegro, cuando apareció San Bernardo.

—¿Y tú qué? —Los skinheads se giraron hacia él al percatarse de que había alguien quieto, detrás de nosotros.

—Suéltale —dijo en un tono que trataba de ser firme.

—¿Defiendes a los no patriotas?

—Si no es comunista, joder; es gilipollas.

—¿Y tú qué sabes?

—¿Porque es mi compañero de clase, a lo mejor?

—Hostia; como se entere tu padre de que te has hecho amigo de este...

—Venga, sácale eso, que se va a ahogar. —Bernardo alzó el brazo izquierdo, mitad ruego, mitad queja. Se cruzaron nuestras miradas.

—Que se joda.

—Que no, coño, que se está ahogando, ¿no lo ves? —Y se acercó hasta mí. Uno de los skins aprovechó para darme un bofetón, mientras el de la barra me sacaba el pañuelo de la boca.

—No te meto otra a ti —dijo a Bernardo— porque tu hermano es de élite. Si no, te reventaba.

Me soltaron. Sentí que me temblaban las piernas.

No sé cómo conseguí mantenerme en pie ni cómo aguanté las lágrimas.

Los skinheads se marcharon, perdiéndose tras el soportal. Sus risas e insultos se escucharon aún durante unos instantes, hasta que la distancia los convirtió en susurros ininteligibles.

—Más tonto y no naces. —Bernardo me sacudió los hombros con una mezcla de fuerza y de cariño hasta entonces desconocidos.

—Gracias.

—¿Todos los rojos sois así de tontos? ¿Sabes lo que es un skin o te lo explico?

—¿De qué le conoces? Nunca te había visto hablar con él.

—Su hermano y el mío son amigos.

—¿Es…?

—¡No! ¡Mi hermano no es skin! —Bernardo me había adivinado el pensamiento.

—Pero tiene amigos skins…

—¿No eres tú rojo? —Sonreí; sonrió. Luego me sacó el dedo corazón—. Voy a la farmacia. Mira que me haces perder el tiempo, capullo.

Me quedé plantado, con ganas de abrazarle.

—Hasta luego —respondí, y volvió a sacarme el dedo corazón sin girarse si quiera.

Llegado el final de curso, yo ya era uno más en la casa de Bernardo, y él en la mía.

La única barrera que no llegué a sobrepasar nunca fue el tema del pendiente.

—Eso sí que no, macho —decía Bernardo en el portal, y no había forma de que abriese la puerta hasta que no me lo quitaba.

Recuerdo que la primera vez que fui a casa de Bernardo, su padre, que había tenido noticia de mi grito republicano, lo mismo que el resto del barrio, me miró de arriba abajo con gesto serio y apenas intercambió conmigo unas palabras para preguntarme por mis notas y mi adaptación al barrio.

Pero después, a medida que se sucedieron las visitas, fue desapareciendo la tensión entre ambos, tornándose en aprecio mutuo; tanto que, al llegar el mes de la Virgen, acabaría siendo el único amigo de Bernardo invitado a la confirmación de su hermana.

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