Czytaj książkę: «Jalisco 1910-2010»

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Javier Espinoza de los Monteros Cárdenas

Dirección de la Editorial Universitaria

Jalisco 1910-2010 : anecdotario / Marco Aurelio Larios coord. : Carmina Nahuatlato… [et al.] – 1a ed. -- Editorial Universitaria: Red Universidad de Guadalajara, 2011.

Con semblanzas de jaliscienses ilustres.

Incluye referencias bibliográficas.

ISBN 978 607 450 453 8

1. Jalisco-Historia-1910-2010 2. Jalisco-Anécdotas I. Larios López, Marco Aurelio, coord.

II. Nahuatlato Frías, Carmina.

972.35 .J26 2010 DD21

F1296 .J26 2010 LC

Primera edición electrónica, 2011

Coordinador

Marco Aurelio Larios López

Autores

Marco Aurelio Larios López, Carmina Nahuatlato Frías, Carolina Laura Aranda Araiza, Luis Martín Ulloa, Gabriel Guillermo Gómez López, Ulises Bonifacio Zarazúa Villaseñor, Juan Manuel Sánchez Ocampo, María Guadalupe Refugio Ángeles Huizard, Ricardo Sigala Gómez, Ramón Gil Olivo, Francisco Javier Ramírez González, Gerardo Esparza Rivas

Investigación documental

Ana Zambrano Meza

Fotografía

Sara Nohemí Covarrubias Larios

Ilustración

José Luis García Valadez, “Josel”

Premio Nacional de Periodismo 2009

Caricatura

Jorge Javier Salazar Zepeda, “Jors”

Coordinación editorial

Sayri Karp Mitastein

Producción

Jorge Orendáin Caldera

Coordinación de diseño

Edgardo Flavio López Martínez

Diseño de forros e interiores

Sol Ortega Ruelas

Imagen de portada

Fragmento del mural Zapatistas (1931), de José Clemente Orozco

D.R. © 2011, Universidad de Guadalajara


Editorial Universitaria

José Bonifacio Andrada 2679

Colonia Lomas de Guevara

44657 Guadalajara, Jalisco

www.editorial.udg.mx

01 800 UDG LIBRO

ISBN 978 607 450 453 8

Conversión

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proyectos.mexico@hipertexto.com.co

+52 (55) 7827 7068

Diseño epub:

Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Índice

Las cinco y cuarto de la tarde

Marco Aurelio Larios

Bendita revuelta

Carmina Nahuatlato

Trayecto al olvido

Carolina Aranda

Agua que fluye entre piedras

Luis Martín Ulloa

Las llaves del secreto

Gabriel Gómez López

La ciudad y su cruz

Ulises Zarazúa

Confabulados

Juan Manuel Sánchez Ocampo

Lucía

Guadalupe Ángeles

La ilusión

Ricardo Sigala

Libertad condicionada

Ramón Gil Olivo

El barco borracho que murió en tierra ajena

Javier Ramírez

24 de mayo

Gerardo Esparza

Presentación

alisco 1910-2010 completa el proyecto editorial de conmemoraciones del Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución Mexicana, en fechas coincidentes de dos siglos del México moderno. Esta obra recrea acontecimientos curiosos, célebres, inusitados o inéditos, para quienes vivieron parte del pasado siglo XX, o para los más jóvenes jaliscienses que solamente escucharon historias de padres y abuelos, increíbles por tan lejanas, por tan desconocidas, además de que muchas de estas anécdotas históricas aún no son del dominio de la nueva cultura del saber global que es el internet.

El subtítulo resulta revelador: anecdotario circunstancial de la historia matria. Estas últimas palabras son un término feliz del gran historiador jalisciense Luis González, quien escribió la historia universal de su pueblo San José de Gracia, situado entre Mazamitla y Jiquilpan, Michoacán, usando como técnica la microhistoria: la pequeña historia debe revelar la gran historia. Todos los textos buscan ese objetivo sin declararlo.

Aparte del diálogo que se propone, como en el anterior volumen sobre el siglo XIX, este Jalisco 1910-2010 rinde homenaje básicamente a prohombres de la cultura artística y científica jalisciense, incluye a los escritores destacables a nivel regional del pasado siglo y a los nuevos escritores vivos de Jalisco y, de alguna manera, recupera lo que de pronto la moda cancela o pone en el olvido.

Estamos conscientes de que el siglo XX —a diferencia del XIX, del que no poseemos muchas imágenes ni muchos testimonios escritos—, está debidamente registrado por investigadores, periodistas, escritores, profesores, testimonios personales de la gente común, con un sinnúmero de fotografías, documentales, libros, notas de periódicos, saberes orales y familiares, que constituyen un tumulto de conocimientos sobre nuestro pasado inmediato. Este libro no subsana faltas de ninguna índole en el saber de nuestra región. Más bien debe verse como una selección de gusto, casi aleatoria, de lo que podría decirse de una centuria tan rica en constancias visuales y escriturales. Por eso el subtítulo predice al lector lo que hallará en el contenido: un anecdotario circunstancial, al que el buen lector le añadirá en voz personal lo que hiciere falta.

Esta edición constituye una opción, entre muchas otras maneras, de conmemorar el Centenario de la Revolución Mexicana, no en el sentido de una concelebración sino más bien de una recordación de nuestro pasado inmediato.

Nos congratulamos de realizar esta conmemoración de manera conjunta con toda la Red Universitaria, a través de la publicación de este libro.

Javier Espinoza de los Monteros Cárdenas Director Editorial Universitaria

1

unca fui a la escuela, y si ahora conozco el silabario es por querer leer lo que otros escribían en lugar de hablar, pues resulta otra manera de que te escuchen los que no están cuando hablas sobre cosas interesantes. Me entretenía en leer todo lo que cayera en mis manos.

Era mandadero en casas ricas, por allí, alrededor de Nuestra Señora del Carmen. Unas casonas de estilo francés, de puertas abiertas en los zaguanes y de cancel forjado para que el desconocido solamente admirara sus patios centrales, llenos de macetas y jaulas de jilgueros. Tocaba primero la aldaba de la puerta y luego la campanilla del cancel. Entonces me encargaban mandados hacia el mercado Corona o el Alcalde. Y se enojaban si tardaba mucho, pues mucho dependían de mí los guisos de las comidas.

Yo nomás iba de aquí para allá para juntar la oreja en los corrillos de la esquinas. Y todo era de alarmarse pues la revolución, que bien lejos se oía como si ocurriese a otros y no a nosotros, parecía por fin presentarse en la ciudad. Los tapatíos, que fuimos porfiristas (yo no), que fuimos reyistas (yo no), que fuimos del partido católico (yo no), esperábamos a que la venia de Dios nos salvase de los desmanes y de los muchos muertos y entuertos que consigo traía la mentada revolufia. “La revolución es un asunto de campesinos y no de comerciantes”, me decía el panadero del barrio de la Parroquia de Jesús María.

Pero el asunto crecía en el miedo de la gente. Qué ya derrotaron a Julián Medina, Pedro Zamora o Roberto Moreno, alegaban afuera del templo de Santa Mónica Bendita, sin ponerse de acuerdo si este o ese o aquel fueron muertos. “¡Vienen los carranclanes con el general Diéguez!”, gritaba una señora en los portales, greñuda, sucia, descalza, y más enloquecida por sus gestos de desesperación. Se le afiguraba que venía el fin del mundo. Y cómo no, si en verdad como dijo un señor en una conversación en “La Catedral” —una cantina que era pura burla del dueño al obispo, quien en contra esquina oficiaba misa— Diéguez llevaba un mes arrastrando doscientos carros y dos mil mulas para traer el equipo de guerra a lo largo de más de doscientos kilómetros entre Ixtlán, Nayarit, y Guadalajara por terrenos montañosos.

Llegaron el ocho de julio para proclamar el triunfo absoluto de la revolución. ¿Cuál revolución dijimos los presentes frente a Palacio de Gobierno, si no ha habido batalla, balazos, muertos ni heridos; si ni conocemos el olor de la pólvora fuera de los diablitos y cohetes en las fiestas barriales? En fin, Manuel M. Diéguez se convirtió en gobernador y comandante militar del estado de Jalisco. Sí, señor. Y yo con la panela en el morral y los birotes en las manos para la señora Olga Diaque, que seguramente no me perdonaría la tardanza.

2

Pues resultó que la Convención se hizo en Aguascalientes y no en Ciudad de México, nomás porque Pancho Villa no quiso ir. Porque estando acá y no allá, el Centauro del Norte se jugó todas las cartas. Habló de que la Patria estaba salvada, y luego de muchos aplausos, dice El Correo de Jalisco, uno de nuestros periódicos más verdadero, miró al general Obregón y le dijo: “La historia sabrá decir cuáles son sus verdaderos hijos”. “Exactamente, señor —repuso el general Obregón”. Como si anticipadamente supiera el resultado del futuro, platicaba Don Cosme, el de la cremería Tepatitlán del mercado Corona mientras pesaba panelas y chorizos de puerco, los más ricos de aquella región. “Para ser héroe hay que anticiparse a la historia a sabiendas”.

Locadio, el peluquero de la calle Santa Mónica Bendita, tenía una opinión no muy distinta pero sí dispareja cuando se refería a las palabras que el general Diéguez había dicho ayer a todos en la plaza sobre que era mejor evacuar la ciudad porque se acercaba Pancho Villa a Guadalajara y no quería verla rendida al enemigo.

—Tiene la táctica de Kutúzov. Deja que Napoleón llegue hasta Moscú, pero los moscovitas han abandonado la ciudad y la han incendiado para que nadie pueda vivir en ella pues ya nada hay —me hablaba el peluquero de una historia que yo no había escuchado ni leído.

—¿Y usted se va ir, don Locadio?

—¿Yo? No, muchacho. Como bien dice mi nombre: estoy Locadio y espero otra revolución.

Y en unos cuanto días después, el general Francisco Villa, al frente de sus “Dorados”, entró a Guadalajara la tarde del 17 de diciembre de 1914, un día después de mi cumpleaños. Venían con él los ejércitos de Pedro Zamora, Roberto Moreno, el padre Corona, Lucio Blanco y Julián Medina quien le allanó la entrada por el pueblo de Tonalá y la villa alfarera de Tlaquepaque; eran tres o cuatro veces superiores a las fuerzas constitucionalistas del general Diéguez.

La ovación fue realmente sonora, pintoresca, grande. Yo me encontraban un poco lejos, en el escalón más alto de la entrada lateral del templo de El Sagrario, a un costado de Catedral. Las mujeres hermosas agitaron sus pañuelos. Los gomosos, pintadas de carmín sus mejillas, saludaron con sus sombreros. Los monaguillos de todas las iglesias enronquecieron en un ban-zai de ensordecedores chillidos. Hurras y vítores. Las campanas se echaron a vuelo. Los próceres de las sacristías y del agio fueron reverentes al postrarse ante el Caudillo de la Revolución. ¡Qué mirada, qué oído! ¡Qué privilegio ver a los patrones rendidos ante ese hombre inculto (él lo dijo así de sí mismo en la Convención de Aguascalientes) que mueve la historia hacia los lados de quienes no quieren que se mueva nunca!

Salió al balcón central del Palacio de Gobierno para dirigirnos la palabra con un altavoz como cucurucho para agrandar su voz. Un Pancho Villa bigotón, cejijunto, con un contrastable sombrero de charro que se puso para la ocasión, nos gritó que de ahora en adelante el gobernador de Jalisco era Julián Medina. Y nos habló de su gran consejero el doctor Mariano Azuela, desde ahora Director de Instrucción Pública. “Porque hay mentes que clarifican con su consejo a los que nacimos para otros entendimientos que no sea la justicia y la igualdad entre los hombres”. Y se puso a tirar balazos al aire. Y toda la gente le aplaudía entre gritos de ¡vivas! y ¡hurras! Yo entonces alcancé a oler, por primera vez, el olor de la pólvora que despide una pistola cuando se dispara.

3

Guadalajara, poco después, comenzó a odiar a Pancho Villa. Y no por lo que decían los catrines cuando Julián Medina les pidió juntar un millón de pesos a los ricos de la ciudad. “Haiga como sea —les dijo a todos los citados en el patio de Palacio— pero mañana quiero ese dinero”. Y todos, o casi todos, o todos menos uno que otro, o todos a la vez, salieron mentándole la madre, y otras tantas para el coronel José Zertuche, comandante militar de la ciudad, quien se apresuró a sacar la pistola y a tirar de balazos con los ojos para matarlos pero sin herir a nadie, porque la vista como dice un corrido “es muy natural”, sea amable o maliciosa.

No, no fue por eso, parece, que los habitantes de esta noble y leal ciudad se enojaron con el general Francisco Villa, sino porque el caudillo revolucionario andaba en su tren particular, un pullman de lujo donde vivía y dormía, yendo y viniendo por El Bajío, bien acompañado de una señorita de “buena sociedad” de Guadalajara. Las mujeres tapatías la hacían comidilla en las tardes de bordado y canasta. La mala reputación de ella afrentaba a todas. No era natural brincar de casta y recatada a puta descarada. Bueno, así se lo oí a Doña Hortensia Farías y Álvarez del Castillo e igual lo repitió la señorita solterona Navarro Velarde, justo cuando le avisé que ya estaba su pedido anticipado de tamales de la Capilla de Jesús para el día de la Candelaria.

Se rumoraba por esos días que el carrancista Manuel M. Diéguez regresaba con sus tropas; venía tan molesto que estaba dispuesto a castigar a la veleidosa Guadalajara, que como a la Helena de Troya, ultrajada pero seducida (¿no perdona lo primero a lo segundo o al revés?) Quiso lo que no quería tener pero al tenerlo, quiso todo. Volvió a la misma vaina: reduciría a cenizas la ciudad y todas las vírgenes tapatías serían violadas al igual que todos los efebos, y todos los mochos, con sus propios blasones religiosos, serían ahorcados. Hasta entonces, tuve un miedo de a deveras (si lo tuve realmente).

Fue entonces que Julián Medina, organizando la resistencia en las afueras de la ciudad, volvió a Palacio, pero una multitud ya lo esperaba y le impedía el paso para entrar. La gente le gritaba que cuándo volvería Villa para defender la ciudad y acabar de una vez con Diéguez y no ver cumplido su deseo de destrucción. Y lo empujaban los varones con el hombro, pero las mujeres lo llevaban a empellones hasta el quiosco francés de la Plaza de Armas, con sus vientres y sus pechos. Y el coronel Julián Medina, seguido del doctor Mariano Azuela, se dejaba arrempujar. Y no teniendo más aislamiento que el quiosco, se encaramó en él. Había algunos guardias con sus rifles apuntando a la multitud.

Julián Medina, solo, en el centro del sitio, alzó las manos para que la gritería se acallara. Yo, ese día, no había hecho mandados; tenía miedo de la revolución, del incendio y de las violaciones a tanta jovencita que me enamoraba todos los días. Pero estaba justito frente al gobernador, a unos cuantos escalones de la plataforma del quiosco. Se hizo silencio con chis de boca callando unos a otros para escuchar lo que pudiera decir Don Julián Medina. Finalmente sólo el resoplido de los caballos se escuchaba al estornudar.

—¿Cuándo va a venir el general Pancho Villa a la ciudad para defendernos? —gritó una voz dura, sin quebrantar, de macho entrón.

—Vendrá en dos días, el 17 de enero, en su Pullman —respondió sereno Julián Medina.

—¿Y a qué horas exactamente? —le grité casi en son de burla sabiendo que la exactitud del tiempo no importaba mucho entre nosotros.

Y eso enojó al coronel gobernador Julián Medina.

Le arrebató el fusil a uno de sus guardias, apuntó hacia el reloj de Palacio de Gobierno y le hizo un hoyo, justo en el V de su numeración. Luego desenfundó su colt revólver y marcó otro orificio más pequeño en el III del reloj. Con gran entereza, luego gritó:

—A las cinco y cuarto de la tarde. Para que no lo olviden jamás, cabrones.

4

Pancho Villa no llegó y la batalla se inició, según me lo dijo un moribundo, desde las seis de la mañana, nomás despuntando el sol por el lado de Tonalá. Venía la gente de Diéguez desde los cerros del Gachupín pero el encuentro con las tropas de Julián Medina se dio en las faldas del Cerro del Cuatro. Era la mañana del 17 de enero y no terminó hasta que pardeó la tarde y todas las cosas y las gentes vivas y muertas se hicieron un bulto oscuro en las laderas del monte. Fueron los villistas quienes abandonaron sus posiciones (sabrá Dios quién dio la orden de retirada). Por mandato de Don Manuel M. Diéguez, el general Murguía se dirigió al centro de Guadalajara para tomar posesión de la ciudad, entre la oscuridad de la noche, las velas incandescentes de los vecinos, y el parpadear de la luz eléctrica que no quería alumbrar a los nuevos vencedores.

Yo me acerqué al lugar de la batalla en ese atardecer, como un Thénardier de Víctor Hugo en la batalla de Waterloo, para recoger despojos de los muertos.

Fue así como poseo esta gran chaqueta de militar revolucionario y puedo contar a propios y extraños que yo fui general de la Revolución.

No me lo creen del todo pero hoy vago por toda la ciudad, pacífica ahora de aquella revolución y de otros cristeros que la enardecieron, para contarles toda clase de aventuras que viví en la Revolución.


Enrique González Martínez (Guadalajara, 1871-Ciudad de México, 1952). Trabajó como médico rural en Sinaloa. Será recordado como el último poeta modernista de México. Su obra poética fue abundante y muchos lo recuerdan por algunos de sus poemas más recitativos: “Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje”, “Busca en todas las cosas un alma y un sentido”. Estuvo nominado al Premio Nobel de Literatura en 1949.

Mariano Azuela (Lagos de Moreno, 1873-Ciudad de México, 1952). Es considerado el más importante novelista de la Revolución Mexicana por su obra Los de abajo, publicada en el diario El Paso del Norte en Texas a fines de 1915. En 1924, el crítico Francisco Monterde la descubre para la literatura mexicana y desde entonces es una de las novelas más leídas.

Francisco Rojas González (Guadalajara, 1903-1951). Escritor clasificado como indigenista por su conocida colección de cuentos El diosero que se publicó luego de su muerte, fue en realidad un escritor costumbrista. Su novela La negra Angustias, sobre una mujer revolucionaria, fue adaptada al cine y filmada por Matilde Landeta, la primera directora de cine profesional.

Francisco González León

POETA

Nació en Lagos de Moreno, el 10 de septiembre de 1862. Fue profesor de farmacia y dueño de una botica. En 1903, obtuvo la Flor Natural en los Juegos Florales pero decidió salir del pueblo, para evitar la ceremonia de premiación, por su excesiva modestia y nula ambición de reconocimiento. Contrariamente a su amigo Mariano Azuela, nunca dejó su lugar de origen para probar suerte en Ciudad de México. Ramón López Velarde, poeta zacatecano, le dio el sobrenombre de “El ermitaño de Lagos”. Es considerada su mejor obra Campanas de la tarde (1922). Falleció el 9 de marzo de 1945.