Czytaj książkę: «El hombre de cristal»

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Carlos Bernatek

El hombre de cristal

Novela finalista del premio Medifé-Filba 2019-2020



Bernatek, CarlosEl hombre de cristal / Carlos Bernatek.- 1a ed.Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2020Libro digital, EPUB - (la lengua / novela) Archivo digital: descargaISBN 978-987-8388-06-91. Narrativa Argentina. 2. Narrativa Erótica. 3. Novelas de Misterio. I. Título. CDD A863

la lengua / novela

Editor: Fabián Lebenglik

Diseño: Gabriela Di Giuseppe

Producción: Mariana Lerner

1a edición

© Carlos Bernatek, 2020

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2020

www.adrianahidalgo.com

ISBN: 978-987-8388-06-9

Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito

de la editorial. Todos los derechos reservados.

Índice

Portadilla

Legales

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A la memoria de mi amigo, Luis Yiyo Novara

Oh, that magic feeling

Nowhere to go

“You never give me your money”

John Lennon-Paul McCartney

1

Abrió un ojo, el que no cubrían las sábanas. Todo lo de afuera, aquello que discurría más allá del interior tibio de la cama, parecía amenaza, parte de un territorio agresivo e inestable, el tembladeral que se extendía fuera del capullo acogedor que lo protegía como a una oruga que nunca sería mariposa. Llovía. Era una de esas tormentas fugaces que caen con intensidad y se evaporan muy pronto al calor del fin del verano santafesino, lluvias casi inútiles que, en lugar de bajar la temperatura, suman pesadumbre a la atmósfera, un aire opresivo que tiende a aplastar aquello que se mueva. Pero pese al ambiente cálido de la habitación, se mantuvo tapado hasta la cabeza, agusanado en su lecho. Así cubierto, como si se tratara del más feroz invierno, comenzó a desperezarse, a estirar las piernas y los brazos amodorrados, a poner en funcionamiento los músculos laxos por el descanso y conectar lentamente con el mundo exterior. Lo primero que vio a través del vidrio, que parecía astillado por las gotas, fue una paloma gorda como una gallina, refugiada en el marco de la ventana, zureando, ese sonido que le resultaba lúgubre y, a la vez, amenazante, tanto que si ese pájaro –(las palomas, pensó, ¿son en rigor pájaros?, ¿no tienen algo de roedor, de animal carroñero, de mutación genética?)–, si esa torcaza tuviera la fuerza de un puma, por mencionar algo contundente, podría romper el vidrio y tirársele a la yugular hasta desangrarlo, justo a él, tan débil, todavía convaleciente, casi impedido de valerse por sus medios, que si no fuera por la enfermera, Mona Mancuello, la señora o señorita Mancuello, vaya a saberse, pequeña y compacta en su guardapolvo impoluto y sus mocasines blancos; si no fuera por Mona, con su aspecto tan de película de Hitchcock pero buenaza como el pan, de no mediar su intervención, habría muerto de inanición o por la septicemia que provoca la mugre, ya que Mona también lo bañaba, mantenía la higiene básica del hogar y hasta impartía a dos manos su pedagogía hospitalaria sobre la recuperación de pacientes posquirúrgicos, que si no fuera por Mona Mancuello, decía, hubiese cabido la posibilidad de que sus familiares –los pocos, muy lejanos que le quedaban– fueran denunciados por abandono de persona. Pero ¿qué familiares?, se preguntó, si ya no recordaba siquiera el nombre de alguno de ellos, tíos segundos, primos terceros, desconocidos a los que apenas había visto en algún remoto velorio de infancia.

La paloma picoteó el vidrio con un chirrido aún más desagradable que el zureo, quizá intentando algún tipo de danza de apareamiento, aunque no se veía a otro bicho equivalente cerca, ni siquiera de otra especie de bípedo alado que despertara la sensualidad de la paloma. Tampoco podría darse cuenta si la paloma era hembra, macho, o existía acaso alguna posibilidad de hermafroditismo en ese tipo de aves. Se dio cuenta de lo poco que sabía tanto de fauna como de flora, por eso se le secaba cada planta que instalaba en la casa, aunque la regara, le removiera la tierra, le pusiera un cacho de hierro oxidado, fertilizantes y hasta le hablara, todo lo opuesto a lo que le ocurría a Marijú, que apenas les daba importancia y siempre le florecían, le echaban follaje enloquecidamente y jamás se le secaban. Porque Marijú –se le ocurrió pensar– era tan vitalista en sus modos que le transmitía esa cuestión a todo lo vivo que la rodeaba, salvo a él, claro. Cuando Jota tenía que explicarle a alguien por qué se habían separado, jamás lo decía, emprendía circunloquios que alejaran el foco del tema, pero era obvio que ella quería tener hijos –más de uno–, y él no. Jota también se negaba a tener perros, gatos o siquiera un canario. “La casa”, decía, “no hay que llenarla con mandatos sociales. Es apenas un alojamiento. La tenés que cerrar con llave el día que se te antoje, irte por una semana o por un año, y no por eso tiene que morir alguien. Ni un cactus”. Durante mucho tiempo –y en demasiadas oportunidades–, había repetido esa declaración de principios primitiva que le producía una fuerte satisfacción íntima como si se tratara de su frase más feliz, quizá la única, convertida en principio teórico innegociable. Por eso, agotadas las posibilidades, Marijú había armado su valija, la misma que había traído, y después de cuatro años de convivencia, se había ido una mañana en que Jota se hallaba en el trabajo. No fue una sorpresa para él, todo parecía haberse tensado hasta tal punto entre ambos que sólo faltaba la decisión de ella, ponerle una fecha y una hora a su partida, para que el hecho ocurriera. Jota recordaba perfectamente la sensación del regreso a una casa en la cual, a partir de esa noche, volvió a dormir solo, dejó de tener con quién hablar y comenzó a alterarse todo ritmo, toda negociación y toda lógica a los que obliga la convivencia. Lo evocaba a menudo con cierto dolor, pero no dolor de pérdida, era algo distinto al efecto del desamor lo que le producía esa evocación, más bien se trataba de una especie de angustia por la ruptura de cierto orden, angustia por el desequilibrio estructural que hasta entonces los contenía que, pese a lo maltrecho, ahora mostraba en sus fisuras lo inestable de sus pequeños universos. A Jota le gustaba imaginar un mapa estelar en el cual, la desaparición de un planeta, o un astro rutilante, provocaba un breve –o prolongado– caos hasta tanto regresara la armonía de los cuerpos celestes. Sin ningún fundamento, confiaba casi supersticiosamente en esa clase de recuperación del equilibrio.

2

A Marijú, cuando la extrañaba, prefería asignarle el rol de astro rutilante, pero cuando recordaba con odio su actitud de haber movido la bóveda estelar con el poder de una cabrona diosa griega, la degradaba a cometa errático, de esos que aparecen cada tanto, crean temores entre los mitómanos y se disuelven sin consecuencias.

Marijú siempre le reprochó haberle hecho “perder el tiempo”, tal vez porque los hombres no terminan de entender que la fertilidad de las mujeres tiene un plazo. Por su parte, Jota, le recordó que nunca había prometido nada al respecto, muy por el contrario, siempre le había dejado en claro que no deseaba chicos, ni ser padre de nadie, con la crueldad que estos términos implican, nunca tan definitorios como para arredrar a una mujer que apuesta a revertir esas opiniones con un trabajo constante, sutil, una orfebrería de arañita hacendosa que apunta silente a convertir a un adolescente eterno, o a un solterón incombustible en un hombre común, sensible a la sonrisa de un bebé más que a sus llantos nocturnos y a sus pañales cagados. Mujeres como Marijú diagnostican en los hombres –con bastante fundamento– una larga infancia obstinada que desaparece, únicamente, en el momento que alzan a su bebé en brazos. Y hombres como Jota, conociendo esa inferencia femenina, insisten deliberadamente, hasta donde pueden, con permanecer en esa eterna puerilidad. Por una cosa o por la otra, Marijú había puesto un término a su tolerancia, le había comunicado su decisión –no la fecha puntual en que “ese algo” iba a ocurrir–, y con lo que le quedaba de dignidad, no sin dolor ni decepción, había dejado las llaves sobre la mesa y cerrado definitivamente la puerta de Jota con un portazo sin siquiera darle a Jota el argumento tonto de escuchar de sus labios, los de ella, un previsible “andá a la puta que te parió”. De todos modos, cuando se hicieron las once de la noche de aquel día, Jota la llamó al celular sabiendo qué era lo que había ocurrido, pero mintiendo mal, de modo muy poco creíble, con la excusa de que temía que le hubiera pasado algo. Sabía perfectamente que ella se había marchado, lo había sospechado en las últimas semanas cuando, al intentar tocarla, extender una caricia sobre su piel, Marijú lo rechazaba como si ese contacto le transmitiese una descarga eléctrica, una súbita eczema insoportable, no la inducción placentera de dos cuerpos que se atraen y se repelen sino la falta total de magnetismo, el empiojado relampagueo de un cometa menor que va saliendo de un campo gravitatorio, en este caso acotado, del modesto departamento de Jota.

–Si miraras el placar te darías cuenta... así que te pido que no me llames más. Ni siquiera si llegaras a leer en el diario que tuve un accidente y necesitara sangre... ni se te ocurra. Y te quiero aclarar algo, por las dudas: yo a vos, en mi agenda, siempre te tuve anotado con lápiz... ahora te borro. –Y le cortó.

3

De este modo comenzó, en realidad recomenzó, la vida de soltero sempiterno de Jota, en una ciudad chica como Santa Fe, donde todo se sabe, al menos en los lugares en que se supone que debe saberse, circuitos de radios cortos, ámbitos de pertenencia que jalonan el itinerario de las personas un poco más acá o más allá del río Salado, del riacho Santa Fe o de la laguna Setúbal, o definitivamente lejos de esos periplos que describe el agua en una ciudad que es, en la práctica, una península baja, estrecha y húmeda, hundida en el sistema litoral; circuitos que podrían ser de afinidad amistosa o de una asfixia pregnante hasta la angustia, según la ocasión, el tono, el tempo de esos vínculos que los años esmerilan volviendo romos los dientes de sus engranajes.

El caso es que Jota, convaleciente de una operación de cierta importancia, está en la cama doble, la que fuera matrimonial y ya no, amenazado por una paloma que, aunque no puede hacerle nada, cuestiona desde su actitud agresiva algo que no le gusta de él. Piensa en un momento Jota que podría congraciarse con el ave, tirarle unas migas para que picotee, pero su estado no da para ese tipo de esfuerzos: a duras penas puede llegar con el andador que le trajo Mona Mancuello hasta el baño a hacer sus necesidades más urgentes, lo que el médico ha considerado una franca evolución, sin que eso le quite a Jota la sensación íntima de humillación que le sobreviene al hacer fuerza, la impresión de que se le van a saltar todos los puntos de la sutura, como si se tratara de una camisa apenas hilvanada.

Maneja con el control remoto el televisor, pero se cansa pronto de lo que ve y apaga. Lee dos libros a la vez: los ha elegido bien distintos uno del otro. Once de Patricia Highsmith, y Mon dernier soupir, la biografía de Buñuel en edición francesa que compró hace tiempo en una librería de usados, más por curiosidad que por interés. ¿Quién podría tener ese libro en Santa Fe, existiendo una edición española, y para colmo venderla, descartarla, cuando debe ser el único ejemplar de la provincia? Para colmo, hay un ex libris de sello pretencioso, con guirnaldas y corolas de flores que subrayan el nombre de su anterior propietaria: Norma Tiva, alguien que no conoce ni jamás oyó nombrar, y hasta parece un seudónimo, alguien muy apegado a las reglas, una abogada quizá en una ciudad tapizada de abogados dedicados por ese mismo exceso a las más variadas tareas ajenas al derecho. Conoció a un abogado vendedor de lotería, otro mecánico y, en el paroxismo del oficio, uno dedicado a la cetrería en el aeropuerto de Sauce Viejo, para evitar que las palomas se metan en las turbinas de los aviones, cada vez más escasos, que llegaban a la ciudad cordial.

Pero todo eso es historia antigua, el presente de Jota es la convalecencia y el dolor, la inutilidad para valerse solo, sobre todo esto que lo deposita en un lugar para él desconocido, el de la dependencia, cuando toda su vida anterior estuvo basada en la autonomía. Por eso también cree haber superado la separación de Marijú, porque no la necesitaba para vivir, para resolver cuestiones básicas. Sí la necesitaba para otras cosas, sobre todo para conversar, o discutir; ese era su combustible para todo lo otro: desvestirla, rozarla con las yemas de los dedos, o subir el tono en los disensos hasta llegar al silencio, a transitar la casa como dos extraños que se evitan, se están midiendo todo el tiempo, pero no se hablan, como el castigo que cada uno le inflige al otro, un modo de decirle “no te merecés siquiera una pelea”. De esos pequeños gestos, muchas veces circunstanciales, Jota piensa que se fue construyendo la partida final, ya que nada, ningún detalle de esa persistente construcción destructiva se olvida del todo, y queda como recidiva fermentando en algún lugar de la cabeza para que un día cualquiera, sumado a otros enconos, a cosas tal vez más graves, o insignificantes, estalle, se derrame y precipite, aunque entre ellos no haya sucedido ni tenga posibilidad alguna de ocurrir en algún improbable futuro.

No quiere pensar en Marijú ahora; se alegra en cierto modo de que no haya tenido que ser precisamente ella su enfermera. Es más prudente y menos oneroso pagarle a Mona Mancuello, piensa. Pero en el mismo momento que lo piensa, salta la analogía con la prostitución: hay hombres que prefieren pagarle a una puta, y no sólo para tener relaciones sexuales, también para hablarles, para contarles sus desdichas. Al menos es lo que dice la mayoría de las prostitutas, que presumen de psicoanalistas de hombres frustrados. Jota se arrepiente de la comparación: él nunca equipararía a Marijú con una puta, y tampoco conoce nada de ese mundo porque nunca frecuentó algo semejante. A lo sumo, una noche que caminaba cerca de la Terminal de colectivos, se le ofreció una mujer enorme que seguramente era un travestido por el tamaño llamativo de sus manos y sus zapatos. Le dio miedo y apuró el paso sin responder; aquel era un sitio con leyes que ignoraba. ¿Qué hace un travesti, una travesti, de día? Se los/las imaginaba como murciélagos, una especie de hábitos exclusivamente nocturnos. ¿Y qué se hace con un travesti, o una travesti? ¿Se supone que los tipos que buscan eso quieren ser penetrados, o al menos manosear a otro hombre con pechos y verga, pero con aspecto de mujer? No lo sabe ni lo quiere saber; no entra en la caravana recurrente de sus fantasías, sino más bien en las de su rechazo. Nunca degradaría a Marijú asimilándola a una prostituta, pero ser prostituta, ¿es siempre degradante o esos son los prejuicios de su clase y su educación? Tampoco lo sabe, a excepción de los casos de flagrante necesidad. De pronto recuerda una película antigua, en la que llevan a un joven a debutar a la isla Maciel, cerca de la cancha de San Telmo, cerca del Riachuelo. Recuerda perfectamente la escena en la que la mujer hace entrar al pibe a la casilla, y está su marido presente, que toma el asunto con naturalidad y resignación. Nunca se le borró la escena.

Trata de acordarse del título de la película, era de un Cedrón. La vereda de enfrente, se llamaba, de los sesenta. La vio en alguna función del antiguo cineclub. La mayor parte de las películas de esa época, del cine argentino que imitaba a la nouvelle vague francesa, las ha olvidado, pero esa no, quizá porque tenía algo de documental, o porque nunca había visto imágenes de la isla Maciel, aunque conocía su fama, eso de las putas esperando en las puertas de las casillas a la salida de la cancha de San Telmo.

Mucho menos puede asimilar a Mona Mancuello al rol de prostituta por pagarle sus servicios; se le ocurre imaginar que Mona Mancuello es un ser asexuado, con cierta leve apariencia de mujer por razones sociales, pero definitivamente alejada de cualquier pulsión sexual, como si Mona, por el profesionalismo y seriedad con que asume su función, fuese alguien consagrada al servicio al prójimo, y eso para ella fuese muchísimo más importante que andar cediendo a calenturas pedestres. Una oficiante, una sacerdotisa de la salud y el cuidado, que cada mañana se encarga de subir las marmitas de aluminio en que le dejan la comida los de la rotisería vecina.

4

En uno de los parsimoniosos viajes al baño, se detiene a observar por la ventana: hay una casilla rodante medio precaria, instalada en la vereda de enfrente, a la altura de la casa del contador Palma. El hombre, que quedó viudo hace unos años, pareciera haber llegado a algún tipo de acuerdo con quien habita la casilla: un cable grueso sale de su casa, pende por sobre la vereda, y lleva electricidad a la rodante. Por fuera, la casilla luce deteriorada por el óxido que aflora en los ángulos despintados del catafalco, lo que lleva a Jota a suponer que el interior debe ser igual o peor. La ventana que da a la calle, similar a esas corredizas de los colectivos, la que alcanza a ver Jota, deja entrever una luz intensa. Aguzando la vista, Jota descubre una manguera de riego que sale del jardín del contador Palma y –supone Jota– alimenta de agua la casilla. Toda esa infraestructura medio enclenque le resulta llamativa. Palma es un tipo de costumbres muy recoletas; Jota no recuerda haber visto jamás a nadie de visita. Cuando se mudó al barrio, Palma ya era viudo. Piensa de pronto que el habitante de la casilla podría ser un pariente pobre, quizá un indigente, alguien que haya conmovido a Palma por su necesidad apremiante, pero observando los detalles, no parece el lugar de un menesteroso: pese al estado de la casilla, hay cierta dignidad en los elementos, en el orden, que no le parecen corresponder a gente abandonada. No hay objetos en la vereda o en derredor a la casilla, excepto una garrafa de gas, en su correspondiente soporte, colgada en la culata del catafalco. Lo que no hay es toldería, ropa flameando, nada de lo que Jota identifica como pobrerío elocuente. Sigue mirando, pero no advierte movimientos, ni en la casa ni en la casilla. Raro todo, piensa.

5

Cuando apenas empieza a recuperar la libertad de movimientos, sin llegar a la recuperación plena, comienza a deambular por la casa. Al principio todo es dificultoso, los esfuerzos que normalmente responden a un movimiento automático ahora requieren una suerte de reflexión previa: el cuerpo de Jota va reaprendiendo con lentitud. Alguna vez lo habrá hecho como todo niño, piensa, en tanto ahora puede analizarlos conscientemente. Suspende la vianda: ya puede hacerse un té, un bife, las cosas que Mona Mancuello se encarga de comprarle. Ha perdido peso, cosa que no le sienta mal, pero está débil. Le hace caso al médico: toma las cosas con parsimonia, dándose su tiempo. En comparación con una semana atrás, ha progresado. Hace calor; transita por la casa con un pantalón corto de sus tiempos de fútbol y una remera de Colón. Afuera, barrio Roma duerme una siesta interminable mientras cantan las chicharras. Jota se asoma por la ventana del comedor y mira el cielo: antes de que caiga la noche, seguramente va a llover. Va a tener que volver a la oficina pronto.

Suena el teléfono: es una voz de mujer. “¿El señor J...?”.

Jota duda, supone que es del trabajo, que lo están controlando. Asiente sin mucho convencimiento. “Usted no me conoce, soy Analía P. y necesitaría hablar personalmente.” Jota supone que le quieren vender algo, una tarjeta de crédito, un tiempo compartido, medicina privada, cosas que no le interesan, pero el tono de la mujer, que supone de unos cuarenta o cincuenta y tantos, no pareciera apuntar a esa complicidad forzada, a la falsa simpatía de los jóvenes vendedores telefónicos. “Es una cuestión particular, pero supongo que puede interesarle. Para mí, le aclaro, es muy importante.” Todo suena misterioso. “¿Cómo me ubicó?”, pregunta inquieto, como si empezara a perder la amabilidad. “Preferiría explicárselo personalmente... pero cuando usted pueda, no tengo apuro.” Jota no menciona su convalecencia: “Discúlpeme, pero momentáneamente no puedo. Si me deja un teléfono puedo llamarla”.

Analía P. acepta, pero antes de cortar le dice: “Le voy a hacer una propuesta que, estimo, vale la pena al menos escuchar. No vendo nada, mi interés no es económico, pero usted puede recibir un beneficio, algo significativo que voy a ofrecerle”.

Lo abruma esa voz, sobre todo porque la mujer sabe algo de él y él ni siquiera la conoce. Tiene su teléfono, seguramente ha ubicado su dirección y, supone Jota, debe conocer detalles que no menciona. Porque nadie hace una propuesta de ese tenor al voleo sin saber con quién habla.

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190 str. 1 ilustracja
ISBN:
9789878388069
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