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Crónica del retorno
Carlos Alberto Martínez
Comité Editorial - Facultad de Ciencias
Sociales, Humanidades y Arte
Nina Alejandra Cabra Ayala
César Báez Quintero
Manuel Roberto Escobar
Nancy Malaver Cruz
Claudia Carrión
Héctor Sanabria Rivera
Ruth Nélida Pinilla
Yairsiño Oviedo Correa
Rector
Rafael Santos Calderón
Vicerrector académico
Óscar Leonardo Herrera Sandoval
Vicerrector administrativo y financiero
Nelson Gnecco Iglesias
Esta es una publicación del Departamento de Creación Literaria, Facultad de Ciencias Sociales, Humanidades y Arte.
Nina Alejandra Cabra Ayala
Decana
Roberto Burgos Cantor
Director del Departamento de Creación Literaria
Adriana Rodríguez Peña
Coordinadora académica de Creación Literaria
ISBN (ePub): 978-958-26-0380-9
Primera edición: 2017
© Autor: Carlos Alberto Martínez
© Ediciones Universidad Central
Calle 21 n.º 5-84 (4.º piso). Bogotá, D. C., Colombia
PBX: 323 98 68, ext. 1556
editorial@ucentral.edu.co
Preparación editorial
Coordinación Editorial
Dirección: Héctor Sanabria Rivera
Coordinación: Jorge Enrique Beltrán
Diseño de cubierta: Mónica Cabiativa Daza
Preparación digital: Mónica Cabiativa Daza y Diego Andrés Gil Rincón
Corrección de textos: Deixa Moreno Castro
Editado en Colombia - Published in Colombia
Prohibida la reproducción o transformación total o parcial de este material por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.
Catalogación en la Publicación Universidad Central
Martínez, Carlos Alberto,
Crónica del retorno / Carlos Alberto Martínez ; dirección editorial Héctor Sanabria Rivera ; coordinación editorial Jorge Enrique Beltrán.
--Bogotá : Ediciones Universidad Central, 2017.
190 páginas ; 22 cm
ISBN (ePub): 978-958-26-0380-9
1. Migración interna – Relatos personales – colombia 2. Población desplazada – Relatos personales – Colombia 3. Problemas sociales – Relatos personales – Colombia
I. Sanabria Rivera, Héctor, director editorial II. Beltrán, Jorge Enrique, coordinador editorial III. Universidad Central. Departamento de Ceación Literaria. Facultad de Ciencias Sociales, Humanidades y Arte.
– 920 dc23 PTBUC / 15-12-2017
Prólogo
Crónica del retorno y el retorno a la crónica
A buena hora el Departamento de Creación Literaria de la Universidad Central propone y organiza el Concurso Nacional de Crónica y Testimonio, porque con esta convocatoria se promueve un género que recuerda esa imagen que hizo Alfonso Reyes del ensayo, cuando lo compara con un centauro: parte fuerza, parte pensamiento. En este caso, la crónica sería una sirena, por estar entre el relato periodístico y la literatura, y por tener la mitad del cuerpo lleno de escamas que resisten las fuerzas del mar, mientras que la otra mitad ilumina con la belleza de una mujer que canta.
Escribir crónica es caminar sobre la cuerda floja como lo hace el malabarista: sin exagerar las inclinaciones. Las exageraciones llevan a la caída, a dejar de ser para convertirse en otra cosa.
Escribir muchas crónicas, muchos testimonios, debería ser la tarea para traer de nuevo a un primer plano la memoria de los pueblos. La historia, en su escritura, se comporta a veces, por su rigidez, como un trasatlántico de pedal, al que muy pocos lectores se le miden a mover, a darle pedalazos en su lectura. El cronista tiene el olfato de conquistar al lector, de ser el rescatador de los temas menudos que muchas veces la historia pasa desapercibidos.
La Antigüedad clásica conocía de la crónica. Los cuatro evangelistas concibieron, en línea de cronos, a Cristo desde su nacimiento en Belén hasta su segunda venida. Europa ejercía la crónica desde antes de la llegada del navegante genovés al Caribe y a América. Ya en el Nuevo Mundo la primera crónica tiene fecha: la noche del 11 de octubre, cuando Cristóbal Colón en su Diario describe las llamas de una hoguera sobre la oscuridad de una isla a la que arriba por primera vez. Los cronistas posteriores redactaron como niños sorprendidos lo que veían. Américo Vespucio relataba que los indígenas tenían la costumbre de no comer tres veces al día, sino cuando tenían hambre. Otros cronistas, los llegados a las grandes cuencas de los ríos, veían mujeres pez como las describió Homero en la Odisea, pero acá, esos seres fantásticos le daban de mamar a sus hijos y, en la visión nueva americana, se registraba como un hecho real que no era más que una hembra manatí que alimentaba a su cría.
Para la época no había periódico ni periodistas, pero Cristóbal Colón, con sus Diarios de abordo; fray Bartolomé de Las Casas, con Brevísima relación de la destrucción de las Indias; Hernán Cortés, con Cartas de relación, y cientos de cronistas más parecían estar escribiendo para las páginas de El País de España, es decir, con la puntualidad de hacer conocer a unos supuestos suscriptores el acontecer de los días.
La crónica en la nación llamada hoy Colombia ha tenido sus cronistas, desde Gonzalo Jiménez de Quesada hasta Alberto Salcedo Ramos, y, en medio de esos dos extremos, el chisme brillante, el señalamiento voraz con Cordovez Moure, Rodríguez Freyle, Osorio Lizarazo, Alberto Lleras Camargo, Daniel Samper Pizano y Gabriel García Márquez.
En Crónica del retorno, de Carlos Alberto Martínez, ganador del Concurso Nacional de Crónica y Testimonio 2016 de la Universidad Central, el lector se halla ante un equilibrista de la cuerda floja que, en su andar narrativo, tiene un punto equidistante entre el relato periodístico y la literatura.
En los Montes de María, Bolívar, está el eje de la memoria a rescatar. Es una crónica que vibra con el lenguaje para que nada se olvide. Cada palabra es nueva, una epifanía del Caribe reencontrado. Un mundo en su inmensidad aparece con términos como aguaitar, añingotado, hamaca enrollada o sombrero vueltiao, y todo ello en los años de la guerra de guerrillas. Describe él al Partido Comunista (ml) del epl, de línea de la China de Mao Tse-Tung, en lo que fue una extraña combinación del bollo de yuca, las carimañolas, el suero atollado, el tabaco con hojas de jamicha, capote y capa, mezclado todo ello con los lejanos cerezos en flor, con el aroma del té.
Crónica del retorno nos vuelve ahora un oriente en nuestro lado: ese sorprendente trasplante de China acompasado con cumbias, porros y vallenatos, con las letras de las canciones de Leonardo Favio, Leo Dan, Sandro de América, Palito Ortega, Piero, Julio Iglesias y Paloma San Basilio; para que los pueblos de San Jacinto, Ovejas, El Carmen, San Cayetano, San Juan de Nepomuceno y sus gentes renazcan en la crónica, en los detalles de una escritura que ve con microscopio unos años de esperanza, violencia y deseos de libertad que terminaron por desvanecerse con la hecatombe de unos jóvenes que militaron hasta morir. Porque, como dice Carlos Alberto Martínez, “a fuerza de enfrentar el mal, nos volvimos malos, a fuerza de acercarnos al abismo, terminamos por convertirnos en el abismo”.
álvaro miranda
Poeta, novelista, historiador, ensayista,
editor y director de revistas.
Agradecimientos
Esta crónica de un retorno conjetural al mundo de mi infancia y adolescencia no hubiese sido posible sin la solidaridad incondicional de la familia Bejarano-Alméciga, mujeres y hombres, y sus hijos e hijas respectivos, quienes constituyen una urdimbre de afectos y certidumbres para quien esto escribe. Son ellos y ellas: Marina (†), Lilí, Mimí, Mery, Ángel, Rafael y la menor, Sonia, mi compañera de estos veintidós años de causas y azares. Sobre ellos y ellas gravita la sombra protectora de don Ángel María, el patriarca ya fallecido. Por fortuna para todos, aún gozamos de la presencia discreta de doña Oliva, la damita de La Hoya (La Calera). Asimismo, debo agradecer infinitamente a mis hijos Nicolás, Juanita Gabriela y Carlos Gabriel, alias Tito Luvín, quienes, gracias a sus rabietas y grescas continuas, han tejido el panel sobre el cual se proyecta, línea a línea, esta obra.
Especial mención merece mi compañera Sonia Bejarano, su mirada verde cantárida y su incansable esfuerzo por dar de comer a la boca y al misterio.
Gracias infinitas a mi hermano Manuel Martínez Mendoza (†), a mis hermanas María Regina, Graciela Isabel y Ana Dionisia, a mis padres Juanita Isabel y Nicolás Antonio, a quienes, en tanto no vi morir, permanecen tal cual los dejé ese año de gracia de 1976, preocupados, porque sospechaban que mi huida sería definitiva.
Gracias a mis amigos y compañeros de ruta de esos días solares y lunares: Freddy Chamorro Tovar, José Joaquín Pereira, Joche Tapias, Luis Ortiz, Rafael y Adela Acosta; a las hermanas Anillo (Adelfa, Gloria y Marcela), a los hermanos Castellar Velásquez; a Carlos Federico Estrada; a mi padrino de confirmación, asesinado por los paramilitares, Juan Ramírez Herrera; a Guillermo Quiroz Tietjen y sus hermanos, asesinados en diversos momentos, en esos días aciagos que como un manto denso de horror eclipsaron al San Jacinto feliz de mi memoria. A Jorge Quiroz Tietjen, ánima insomne del Museo de Montes de María y a una lista larga de artesanas, labriegos y amigos de juegos y travesuras de ese tiempo de la cometa y el trompo.
A la sombra venerable de Blas Panza, el artista del guayacán y el cedro, el nogal y el roble; al maestro Romeo, empastador de libros; al anciano trotamundos de nombre Pertulito; a mi profesor Carlos Rafael Estrada Pacheco; a Jorge Luis Ortega, asesinado en el barrio Calvo Sur, muy cerca de donde estoy escribiendo esta nota agradecida.
Agradezco, finalmente, a mi memoria aún sana y minuciosa, y a esa “placenta social” llamada San Jacinto por haberme suministrado los motivos y las nostalgias necesarios para escribir estas páginas.
Bogotá, D. C., marzo 2 de 2017
Crónica del retorno
[…] el 21 de febrero de 1971 una gran mayoría de los campesinos colombianos toma la decisión de comenzar a ejecutar su auténtica reforma agraria: se toman las tierras con la consigna de no pagarlas; posteriormente se aprueban la Plataforma Ideológica y el Mandato Campesino como programas agrarios por realizar en forma inmediata bajo la consigna de la tierra es para el que la trabaja. El conocimiento adquirido en estas luchas y acciones, contando la última realizada a finales del mes de agosto, que consistió en el desplazamiento de campesinos de los cuatro lados del país hacia la capital y exigía mejor trato de la fuerza pública, que no cesa en la violencia, son grandes aportes de esta gran organización al desarrollo del movimiento campesino, nuevamente amenazado con divisiones y venta por parte de los herederos del zángano Berbeo. Estar alerta debe ser nuestro mejor aporte para el bien de nuestros hijos.
Comité Ejecutivo Anuc, febrero de 1974
Primera parte
En el umbral: año 2016
No fue fácil decidirme. Lo pensé y planeé durante cuarenta años, desde esa misma mañana que emprendí viaje hacia un corregimiento de nombre extraño: Tacasaluma. Año 1976. Bien sabía que por esas ciénagas sin límites había navegado en canoa el caballero de Palencia don Antonio de la Torre y Miranda: fundador y refundador de pueblos, hombre culto y fino, amigo cordial de don José Celestino Mutis, el sacerdote, médico y sabio gaditano. Y ahora, salvando cuatro décadas erizadas, me hallaba, como si nada, recogiendo los pasos. El pueblo estaba envuelto en una ligera niebla que bajaba del cerro de Maco. En las cocinas de algunas casas techadas de zinc corrugado no había bombillos encendidos, pero se podía presentir el ruido de calderetas y el zumbido del agua dormida en los tinajones de arcilla. Era mi pueblo, era mi gente; había sido mi pueblo, había sido mi gente. Mísero vagabundo sin equipaje era yo, con solo un atadillo de dos camisas a cuadros y un pantalón de terlenka, extraño e incómodo supérstite de mis días de estudiante en la Escuela Vocacional Agrícola, cuando me afanaba por ser la cabeza y el corazón de los campos colombianos. No cabía en él, pero lo llevaba conmigo como única prueba de mi oscura y casi despojada pertenencia a una comunidad de hombres y mujeres hechos ex profeso para la chanza y la fiesta. Dejé el pueblo una tarde de agosto del año 1976. El picó de Licho Lora asperjaba las duras canciones que Villa y Zapata y sus tropas de guerrilleros solían escuchar en los vagones de viejos trenes sonámbulos, desde Cuernavaca a Ciudad Juárez. Ahora, en esta madrugada fresca, todo estaba en silencio. Ni un quiquiriquí de gallo, ni un ladrido de perro, ni un rebuzno de burro ni un relincho de caballo. Las gentes dormían y las calles estaban en penumbras, con escasas bombillas asediadas por polillas y zancudos. Había viajado en flota, desde Latacunga, al pie del Cotopaxi, y me había bajado frente a un puesto de artesanías. Un quiosco estaba despierto, pero su propietario dormía sentado en una mariapalito. En el sueño y desde el sueño parecía inofensivo, inocente. Le moví las rodillas y emergió del sueño como quien bracea desde lo profundo de un pozo. Era viejo, de piel arrugada y ojos turbios, pero seguía siendo, casi despierto, un hombre bueno, desaprensivo. Le pedí un café negro y una carimañola, y él me sirvió el café negro y calentó la carimañola en un viejo horno microondas. “Es domingo ya”, me dijo, y entonces caí en la cuenta de que un domingo había salido del pueblo, sin despedirme, sin dar visaje, como un ladrón. Sabía bien el café negro, quizá del viejo Almendra Tropical de mis tiempos de lugareño; sabía bien la carimañola recalentada, grasosa, de buena yuca harinosa, como un pan, como solía decir mi abuela Dionisia, la de los ojos azul de metileno, la misma que estrechara la mano huesuda del general Rafael Uribe Uribe, por allá en Jesús del Río, antes de que buscara acomodo en los rasgos del coronel Aureliano Buendía y se instalara en los predios del mito. Pagué con un billete reluciente, una provocación a esa hora de la madrugada y en ese quiosco de latas herrumbrosas y techo cónico que imitaba los tipis de los siux. Resolví hacerle compañía al viejo. El tiempo parecía girar en redondo.
Recogiendo los pasos: 1968-1976
Creo que me quedé dormido y entonces empezó a desenrollarse mi pasado. Volví a la carretera, di un rodeo y me adentré por una calle empedrada con esmero. Era un viaje al pasado, a mi pasado, y sin querer estaba ahora en la vieja y entrañable calle de las Flores rumbo al camellón de piedras pulidas, como recién sacadas del río, y los vecinos, mis vecinos remotos, los Quiroz Castellar, los Estrada Castellar, los Caro Matera, los Ramírez Herrera, los Contreras Zabala, los Anillo, los Castellar Velásquez, los Caro, habían imbricado sobre el barro aún fresco, tal cual se imbrican las escamas de un enorme pez marino. Siempre se le dijo el camellón y, ahora, sobre las guijas filosas y pulidas por los peatones y los cascos de las bestias de carga, no sabía si eran las mismas de mi infancia o un espejismo de la nostalgia. Sentí su dureza bajo mis zapatos de hevea y me sentí, después de cuarenta años de azares, pisando tierra firme. La niebla se había disipado y los gallos empezaron a cantar aún soñolientos, y los perros ensayaban extraños ladridos lobunos. Desde ese promontorio de piedras finamente sembradas en el centro de la calle, vi la casa de bahareque, techada con palmas amargas: mi casa sin ventanas, con su enorme portón de madera pintada de verde que giraba morosa y mañosa sobre sus goznes. Presentí la sala de piso de tierra apisonada, la lámpara a querosene y sus escupitajos de luz rojiza, los taburetes de vaqueta y un par de mariapalitos siempre meciéndose en vecindades de las paredes encaladas. Supe que el espectro de la abuela seguía allí, con su calilla y la candela hacia adentro, con el dorso de su lengua prieta y sus encías sin dientes, mirando sin ver un punto en el horizonte, quizá un recuerdo de su infancia de bollos limpios, sopas de candia, motes de guandúes y sancochos de carne salada. Presentí a mi madre lavando el arroz en una artesa de madera de guayacán y vi la pequeña cascada, blancuzca y fresca, empozarse en la batea. Pude ver o entrever las hamacas guindadas en los horcones de la cocina. Una de esas hamacas de cinco libras, tejidas hilo a hilo por mi hermana menor, tenía mi nombre en letras góticas, y yo sentí la urdimbre y la trama bajo mi peso. Era domingo ya, y los domingos se desayunaba con riñones guisados, café con leche y yuca cocida atollada en suero salado. Tuve la precaución de alejarme del camellón de piedras y traspasar el puente de madera que se extendía intacto y firme, con su techo de zinc de dos aguas, sobre un caño de aguas color café con leche que a esa hora transportaban palitroques y muñecas evisceradas, basura y algunos muebles inservibles. Sentí bajo mis pies el zumbido de las aguas. Supe que caería una llovizna dominguera, y así fue. Bajo la llovizna casi tibia seguí hacia la plaza principal. Frente a la iglesia en forma de caney, busqué una banca y me senté. Me dolían no los pies, sino los zapatos. En su suela de hevea habían quedado las marcas de las piedras del camellón y el olor a tierra recién mojada. Ya había feligreses frente a la iglesia y a lo lejos avisté al sacerdote español Javier Ciriaco Cirujano Arjona, con sus cabellos canos, menudo y enérgico, invitando a la misa en el puro frente del busto de Simón Bolívar, su enemigo mortal.
En pocos días yo cumpliría doce años y tendría que confirmar mi fe católica. Ya estaba decidido que mi padrino de confirmación sería Juan Ramírez Herrera, vecino de toda la vida, próspero comerciante de mantequilla, irascible como un tití, servicial y rebelde. Desvié la entrada de la iglesia y caminé por una calle cubierta de fina arena. Olía a pan fresco, era el pan recién horneado de la panadería de don Lilo. Frente al portón, abierto, estaba don Benedicto Barraza Herrera, don Bene, con su sombrero fino, de ala recogida, sus gafas oscuras, de corbatín y vestido de paño, la encarnación de la rectitud moral y el patriotismo en este pueblo de infieles y sarracenos encubiertos. Cursaba mi penúltimo año en el Instituto Rodríguez, regentado por el profesor José Domingo Rodríguez Bustillo, hijo y heredero de don Pepe, José Domingo Rodríguez Castañeda, muerto el año anterior. José Domingo hijo era un hombre menudo y recio, puro pelo y pellejo, como él mismo solía decir, y al día siguiente, un lunes, tendría que leer en voz alta y para el colegio en pleno, reunido en el aula múltiple, “De los Apeninos a los Andes”, del libro Corazón, de Edmundo de Amicis. Sabía casi de memoria pasajes extensos del cuento y debía prepararme para no llorar a moco y baba frente a mis condiscípulos y el cortejo de profesores y profesoras, sentados en semicírculo frente a la masa estudiantil, hecha un ovillo de miedos y risas ahogadas.
Años atrás habría estado allí entre los profesores don Adolfo Pacheco Anillo y el mismísimo don Pepe, viejo normalista, severo, de labios siempre salpicados de nicotina y con una sentencia a lo Catón entre dientes. Reparé en mi atuendo: vestía de pantalones cortos, de caqui, con un delgado cinturón de cuero de hebilla de plata, abarcas tejidas y una camisita a rayas verticales con dos bolsillos en su parte superior, atezada de almidón y olorosa a jabón de pino. Peluqueado al rape, “rambao”, en la peluquería de Manuel Trujillo, de ojos rapés y mirada esquiva (así me veo captado por la cámara de Miguel Manrique), recitaba para mí pasajes del cuento y me sentía feliz bajo la llovizna teñida de sol. El trompo me molestaba en el bolsillo trasero del pantalón. Había gutes o gallinazos en lo alto del cielo, fijos como acentos circunflejos, y resolví dar un paseo por el frente de mi colegio y el almacén de Genaro Lentino. Al filo del mediodía la plaza principal estaba animada, con sus quioscos atestados de gentes comilonas. Había sorbetes de frutas, raspaos y artesas, poncheras llenas de carimañolas y buñuelos, patacones y chicharrones floreados como girasoles. A las tres de la tarde, en esta plaza amplia, flanqueada por las casas de dos y tres plantas de los principales del pueblo, llegaría una delegación del Movimiento Revolucionario Liberal y allí estarían mi hermano mayor, mi próximo padrino de confirmación Juancho Ramírez, el profesor José Domingo, Miguel Simón Ortega, Blas Panza, Pedro Navarro, el doctor Barrios, Alberto Carmona, Miguel Buelvas, Julio Lora y campesinos que estaban despabilándose y descubriendo la cara oculta de las cosas.
Es un patio amplio, limitado por una cerca de alambre de púas clavado sobre estacas de cardón. Del corazón de esa tuna se extrae el corazón de más adentro, duro, de color blanco ceniciento, que sirve para hacer las gaitas. Desde siempre he escuchado el festivo y endiablado sonido de las gaitas, tocadas por los mejores gaiteros del mundo. Asimismo, me he dormido escuchando el sonido triste del acordeón, de la guacharaca y la caja de cuero de chivo, bien templado, con su caja de resonancia y cuñas de fina madera. Tengo la música en el estómago, que tiene, de casualidad, la forma de una gaita de otras latitudes, una gaita gallega, como solía explicarnos don Pepe, mientras el salón de clase se llenaba del canto de los gallos de pelea y el humo de sus puros recién llegados de La Habana o Santiago. “Iré a Santiago…”. En el centro del patio está plantado un tamarindo; en duermevela permanece, prodigando su cosecha de vainas marrones, agridulces, más agrias que dulces por la lenta y persistente asimilación de los orines del burro que está sogueado a su sombra, meditabundo, a veces con ínfulas de garañón, con los lomos llenos de mataduras, triste solípedo abandonado a su suerte de asno en uso de mal retiro. El abuelo Nicolás plantó el árbol, mi padre Nicolás compró el burro y lo vio envejecer bajo la sombra del tamarindo. Mi hermano mayor le pica caña de azúcar y se la riega con miel de purgas; a veces le desgrana una docena de mazorcas secas y lo ve comer como comen los ancianos desdentados, con cautela, moliendo con parsimonia. Es un burro culto, un auténtico proletario, que, a veces, a altas horas de la noche, rebuzna para sí mismo (tiene sigilo de cuadrúpedo conspirativo) La internacional o El turbión, con música de El pirata que navega en los mares. Es un burro bueno, paciente. Mi hermano le lee, a la prima noche, cuando el pueblo se recoge sobre sí mismo y las gallinas buscan las ramas de los guácimos y los matarratones, las citas de el Libro rojo de Mao, y el burro parece asentir con la cabeza. Los rebuznos del burro y el cacareo y el quiquiriquí de las gallinas y los gallos de mi casa son verdaderas arengas. Algo han aprendido en estos años convulsos.
Hay buganvilias y astromelias, begonias y matitas de té, paico y yerbabuena. Mi madre prepara infusiones de fruta de pava, toronjil, verbena y anís estrellado para la tos; veo la espalda de mi padre y la luz de la lámpara que culebrea por su piel blanca; mi madre le coloca las ventosas y él se siente aliviado de sus malos aires. Estirado sobre la lona de una cama de tijeras, con manchas de sangre de pulgas y chinches, mi hermano lee aprovechando los últimos espasmos de luz solar que se cuelan por las hendijas de la puerta falsa. Son las cinco de la tarde y los campesinos empiezan a llegar de sus parcelas, sobre sus asnos y mulos cargados de yucas y ñames y leña y mazos de hierba guinea. En un rincón de la alcoba principal, la única, está un baúl de fina madera de caoba; en él descubro una fotografía oval, en sepia, de mi abuela Dionisia; también está su cédula de ciudadanía: parece muerta, de ojos cuajados, pelo arisco y abundante, grave, como tiene que ser; parece una ahogada perpleja, casi asustada. Hay relicarios y la concha de un caracol marino que conserva en sus vericuetos la música de los cinco mares. Me gustan sus pizcas de oro pálido, sus estrías, y sobre todo el ruido del mar, como un temporal, íntimo, que se acercara hasta mi oído. Hay billetes de baja denominación: en uno de ellos, está Simón Bolívar y, en otro, el general José María Córdoba; hay monedas antiguas, de níquel o cobre, o de plata desvaída; dedales, ovillos de lana verde y fucsia; escarabajos disecados y unos cascabeles de un viejo crótalo diamantino que le regalara a mi abuela el curandero del pueblo, de apellido Olivera. Solo faltan el Santo Grial y la Clavícula de Salomón. En un cajón de pino guardo las Cien lecciones de historia sagrada, de Juan Scavia, el Manual de urbanidad de Carreño, el venezolano, el mismísimo padre de Teresita Carreño, y el Catecismo del padre Gaspar Astete, en preguntas y respuestas. Fueron mis lecturas de niñez, pero ahora, en estos precisos momentos, han cedido su puesto al Libro rojo y a las obras escogidas en cuatro tomos, de Mao, y a Así se templó el acero, de Nikolai Ostrovski.
En un rincón del patio de Juana Herrera de Ramírez se yergue un mamoncillo, árbol generoso y fecundo. Hasta mi patio llegan sus ramas cargadas de frutos de piel dura, de un verde de mamoncillo y carne color carne, de semillas blancas y grandes. No es mucho lo que se come, pero se come con deleite. El caño de aguas negras —el cañito, dicho familiarmente— ha excavado las raíces del viejo mamoncillo y ha formado una acogedora caverna. Allí suelo refugiarme para leer los libros prohibidos. Por esta parte del pueblo cunden las ideas subversivas. Se respiran conspiración y utopía. La mitad del pueblo, bautizado en honor al padre de don Antonio de la Torre y Miranda, don Jacinto, es una especie de zona roja, casi liberada, una base de apoyo de las mismas que fundara, en el norte de la inmensa China continental, el Ejército Popular de Liberación por allá en los treinta del siglo xx. Antes de la idea maoísta, un par de artesanos, Blas Panza y, otro, Elías, italiano el primero, montemariano el segundo; carpintero y ebanista el primero, zapatero remendón el segundo, inculcaron en mi hermano mayor las ideas anarquistas y socialistas. Después llegaron los emisarios del “compañero” López Michelsen, y casi enseguida los adelantados del recién creado Partido Comunista (marxista-leninista-maoísta). Recuerdo bien al doctor Roberto Púa Fernández y a un joven jipato de ademanes sobrios y finos como de director de orquesta o intérprete del chelo, de nombre Bernardo Ferreira Grandet, alto, patón, que llevaba consigo, como una cruz, un teodolito. Un poco después llegó Leopoldo Herrera, ya hecho un experto en armas; había pagado el servicio militar en pueblos del interior del país y se le pegó un risible acento cachaco o paisa, que hacía las delicias de los niños como yo.
Leopo llegó al pueblo y desde su arribo, al tocar en el portón de zinc de su casa del barrio Pénjamo, fue una risotada continua.
—¿Quién anda? —Se escuchó la voz de su madre.
—Un verraco… —él contestó.
—Tírenle unas tusas o algo de lavaza —respondió la madre.
En el pueblo, “verraco” no era más que un cerdo, cochino o marrano, puerco por su afición a los excrementos o al fango. Leopoldo Herrera era un verraco: había sido amigo del doctor Tulio Bayer y estuvo enrolado en la aventura del Vichada y detenido unas semanas en la base militar de Apiay al lado de Bayer y Tanque, su compañera. Llegó a San Jacinto con una navaja suiza, cortesía del médico manizalita que, a esas mismas horas, estaría aterrizando en Bruselas, en calidad de asilado político. En el mismo macuto que perteneciera a Bayer, Leopoldo encaletó años después Carta abierta a un analfabeto político y San Bar: vestal y contratista, ambas de Ediciones Hombre Nuevo.
Blas Panza tocaba la guitarra y entonaba las canciones de Pedro Infante y Jorge Negrete, con su acento gutural calabrés. Tenía libros y los prestaba sin usura. Era amigo del maestro Romeo, empastador de libros y por ello sus libros estaban finamente empastados. En la sala de su casa había un retrato al carboncillo de Giuseppe Garibaldi y una fotografía de Antonio Gramsci. Leía un viejo tratado de Eliseo Reclus y un libro de pasta dorada de Erricco Malatesta. Después de terminar mis estudios en el Instituto Rodríguez e ingresar a la Escuela Vocacional Agrícola (eva), dejé Corazón, de De Amicis, y me convertí en aplicado lector de Malatesta. Don Blas Panza me regaló El extravío de la razón, de Charles Fourier, y a mi hermano le hizo entrega, en mi presencia, de Ibis y Flor de fango, de don José María Vargas Vila. Nuestro destino, sobre todo el mío, empezó a joderse sin remedio.
Mi padre sembraba tabaco. Mi familia cosechaba al final del año tabaco en rama que solo servía para pagarles las deudas a los corredores y a los tenderos. Mi hermano jornaleaba, pero sus sesos estaban día y noche en la revolución. Sus ojos permanecían catorce o más horas diarias sobre las líneas de los textos de Mao y uno que otro folleto de Marx o Lenin, de los cuales recuerdo El manifiesto comunista y A los pobres del campo, del renano y del joven de Simbirsk respectivamente. Un normalista, devenido en filósofo y estratega, y dos abogados, también devenidos en filósofos y teóricos, fueron nuestros maestros lejanos. Porque teníamos un maestro cercano, a la mano, de uso doméstico: el profesor Carlos Rafael Estrada Pacheco, llamado Rafa Pacheco, sin más, o el profe Rafa. Jocoso y dicharachero, fiestero, de baja estatura y largos alcances, fornido, nos inició en la lectura de El Capital, de Marx, en una bella edición de Editorial Progreso (Moscú) de pasta dura. Solo recuerdo el olor a pitahaya y a piñuelas maduras, el calor entre los trupillos, las zarzas y los aromos, y la voz pausada del profe Rafa explicándonos el primer capítulo del primer tomo, del cual no pudimos pasar en todo un año de lectura aplicada. Cuando terminaba Pacheco su explicación, comenzaba la suya Adalberto Chamorro Tovar, otro profesor, y esta vez se trataba de Pedagogía del oprimido, del nordestino Paulo Freire.