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Czytaj książkę: «La Biblia en España, Tomo II (de 3)», strona 10

Czcionka:

CAPÍTULO XXX

Mañana de otoño. – El fin del mundo. – Corcubión. – Duyo. – El cabo. – Una ballena. – La bahía exterior. – La detención. – El pescador alcalde. – Calros Rey. – Un incrédulo. – ¿Dónde está el pasaporte? – La playa. – Un liberal influyente. – La criada. – El gran «Baintham». – Un libro sin par. – Hospitalidad.

Hacía una hermosa mañana de otoño cuando salimos de la choza y proseguimos el viaje a Corcubión. Gratifiqué al huésped con un par de pesetas, y me pidió por favor que si regresábamos por el mismo camino, y la noche nos sorprendía, no dejáramos de buscar albergue bajo su techo. Así se lo prometí, al mismo tiempo que formaba el propósito de hacer todo lo posible para evitar tal contingencia, porque dormir en el desván de una choza gallega no es muy apetecible, aunque no tan malo como pasar la noche en un descampado o en un monte.

Emprendimos, pues, la marcha a paso vivo por ásperos caminos de herradura y veredas, rodeados de brezos y jaras. Al cabo de una hora llegamos a la vista del mar, y, dirigidos por un muchacho que encontramos en el despoblado guardando unas pocas y míseras ovejas, torcimos hacia el Noroeste y alcanzamos, por último, la cima de una montaña, donde nos detuvimos un poco a contemplar el panorama que se ofrecía ante nosotros.

No sin razón los latinos dieron a aquellos parajes el nombre de Finis terræ. Nos encontrábamos en un sitio exactamente igual a como en mi infancia había yo imaginado la conclusión del mundo, más allá de la que sólo había un mar borrascoso, o el abismo, o el caos. Tenía ante mis ojos un Océano inmenso, y a mis pies la dilatada e irregular línea de la costa, alta y escarpada. Con seguridad no hay en todo el mundo costa más abrupta que la costa gallega, desde la desembocadura del Miño hasta el Cabo Finisterre. Es una barrera de montañas de granito muy agrestes, dentelladas casi todas en la cima, y cortadas a veces por radas y bahías, como las de Vigo y Pontevedra, que penetran profundamente en tierra. Esas ensenadas y rías son todas de inmensa hondura, y de capacidad sobrada para abrigar las escuadras de las más soberbias naciones marítimas del mundo.

La grandeza severa y agreste de aquellos parajes, subyuga la imaginación. Esa costa salvaje, lo primero que percibe de España el viajero procedente del Norte o el que surca el ancho Océano, responde muy bien, por su apariencia, a la idea que de antemano se tiene de tan singular país. «Sí – exclama el viajero – ; esta es España, sin duda alguna; la inexorable, la rígida España; esta tierra es un emblema de los espíritus que en ella han visto la luz. ¿De qué otra tierra podían salir aquellos seres prodigiosos que aterraron al Viejo Mundo, y llenaron el Nuevo de sangre y horror? ¡Alba y Felipe, Cortés y Pizarro, severos y colosales espectros que surgen entre las sombras de la edad pasada, como esas montañas de granito surgen de la niebla ante los ojos del navegante! ¡Sí; esta es España, sin duda: la inexorable, la indomable España; tierra emblemática de sus hijos!»

En cuanto a mí, al contemplar el ancho mar y la costa tan salvaje, exclamé: «¡Oh imagen de nuestra sepultura y de los temerosos caminos que a ella llevan! Esos desiertos y páramos por donde he pasado son como las ásperas y tristes jornadas de nuestra vida. Alentados por la esperanza, luchamos con todos los obstáculos, con la montaña, la ciénaga y el yermo, para llegar ¿a qué? a la tumba y a sus bordes pavorosos. ¡Oh! ¡Que no me abandone en la hora postrera la esperanza en el Redentor y en Dios!»

Descendimos del cerro, y de nuevo perdimos de vista el mar, metiéndonos por barrancos y cañadas, donde había, de vez en cuando, manchas de pinos. Continuando el descenso, acabamos por llegar a la terminación de una larga y angosta ría, donde se alzaba una aldea; a corta distancia, en la margen occidental de la ría, veíase una población bastante mayor, que casi tenía derecho al nombre de ciudad. Esta última era Corcubión; la primera, si no recuerdo mal, se llamaba Ría de Silla. Nos apresuramos a llegar a Corcubión, y mandé al guía que preguntase por el camino de Finisterre. Entró en una taberna, de donde salía mucho bullicio, y a poco volvió diciéndome que el pueblo de Finisterre distaba una legua y media de allí. Un hombre, en manifiesto estado de embriaguez, apareció en la puerta, detrás de mi guía.

– ¿Van ustedes a Finisterre, cavalheiros? – exclamó.

– Sí, amigo mío – respondí – . ¡Allá vamos!

– Entonces van ustedes a un fato de borrachos– replicó – . Tengan cuidado no les hagan alguna mala partida.

Seguimos adelante, y, luego de atravesar una península arenosa, a la espalda de la ciudad, llegamos a la costa de una inmensa bahía, cuya extremidad Noroeste la formaba el renombrado Cabo de Finisterre, que se extendía ante nuestra vista mar adentro.

Por una playa de arena de blancura deslumbradora avanzamos hacia el Cabo, meta de nuestro viaje. El sol brillaba resplandeciente, y sus rayos iluminaban todas las cosas. Delante de nosotros, el mar parecía un espejo, y las olas que rompían en la costa eran tan débiles que apenas levantaban un murmullo. Avivamos el paso, siguiendo el profundo contorno de la bahía, dominada por montañas gigantescas. Singulares recuerdos comenzaron a invadir mi espíritu: en aquella playa, según la tradición de toda la antigua cristiandad, Santiago, el Santo patrono de España, predicó el Evangelio a los idólatras españoles. En aquella playa se alzaba en otro tiempo una ciudad comercial inmensa, la más orgullosa de España. En la bahía, hoy desierta, resonaban entonces millares y millares de voces, cuando las naves y el comercio de todo lo descubierto de la tierra se concentraban en Duyo.

– ¿Cómo se llama este pueblo? – pregunté a una mujer, al pasar por cinco o seis casas ruinosas en el recodo de la bahía, antes de entrar en la península de Finisterre.

– Esto no es un pueblo – dijo la gallega – . Esto no es un pueblo, señor caballero; es una ciudad, es Duyo.

¡Tales son las glorias del mundo! ¡Aquellas chozas eran todo lo que el rugiente mar y la garra del tiempo habían dejado de Duyo, la gran ciudad! Y ahora, derechos a Finisterre.

Al mediodía llegamos al pueblo de ese nombre, compuesto de un centenar de casas y construído en el lado Sur de la península, precisamente en el paraje donde el terreno se levanta para formar la enorme y escarpada cabeza del Cabo. En vano buscamos una posada o venta donde encerrar el caballo; por un momento creímos haber encontrado lo que buscábamos, y hasta llegamos a atar el caballo al pesebre. Pero en cuanto salimos lo desataron, echándolo a la calle. La poca gente que vimos nos observaba de un modo extraño. No hicimos gran caso de estos detalles y continuamos calle arriba, hasta que nos admitieron en casa de un comerciante castellano, a quien su suerte había llevado a aquel rincón de Galicia, al fin del mundo. Lo primero que hicimos fué echar un pienso al caballo, que ya daba señales de estar muy cansado. Pedimos luego para nosotros algo de comer: como una hora más tarde nos sirvieron un pescado de unas tres libras, regularmente sabroso, muy fresco, condimentado para nosotros por una vieja que desempeñaba las funciones de ama de gobierno. Terminada la comida, salí con mi grotesco guía y me dispuse a subir a la montaña.

Nos detuvimos a examinar un reducto o batería abandonada que mira a la bahía, y, mientras estábamos en esto, reparé más de una vez que también nosotros éramos objeto de curiosidad y acecho; en efecto, a nuestro paso vislumbré más de una cara que nos atisbaba por los huecos y hendiduras de las tapias. Comenzamos luego a subir al Finisterre, trazando en sus vertientes graníticas numerosos y largos detours. El sol estaba en lo más alto de su carrera, y sus ardentísimos y furiosos rayos caían a plomo y nos asaeteaban. En la subida se me destrozó el calzado y me corté los pies; el calor me hacía sudar a chorros. Para mi guía, en cambio, la subida no era, al parecer, fatigosa ni difícil. No le asustaba el calor del día, ni una gota de sudor surcaba su curtido semblante, ni le faltaba el resuello; brincaba de roca en roca con la irritante agilidad de una cabra montés. Antes de llegar a la mitad de la subida me encontré rendido por completo. Comencé a rilar y a tambalearme.

– ¡No tenga miedo! – dijo el guía – . Ahí se ve una cerca; échese un poco a la sombra.

Me pasó uno de sus largos y robustos brazos por la cintura, y, aunque comparado conmigo parecía un enano, me sostuvo como a un chico hasta llegar a una tosca valla que atravesaba la mayor parte de la montaña y servía, probablemente, de lindero. Difícil fué encontrar una sombra: descubrimos, por último, una pequeña hendidura, abierta quizás por algún pastor para dormir en ella la siesta. Allí me tendió el guía con mucho tiento, y, quitándose el enorme sombrero, comenzó a abanicarme sin descanso. Fuí reviviendo por momentos, y, después de descansar un rato muy largo, emprendí de nuevo la subida; por fin llegué a la cumbre con ayuda del guía.

Nos encontramos a gran altura entre dos bahías, con la vasta soledad del mar delante de nosotros. De los diez mil barcos que anualmente surcan aquellas aguas a la vista del Cabo, no se descubría entonces ni uno solo. Era el mar un desierto azul brillante, del que, a intervalos, emergía la negra cabeza de un cachalote arrojando dos delgados chorros de agua. La bahía de Finisterre, la más grande de las dos, resplandecía hasta su entrada con los bellos tornasoles de un inmenso banco de sardinhas, en cuyos bordes estaba probablemente el cachalote dándose un festín. Al otro lado del Cabo veíamos a nuestros pies una bahía más pequeña, bordeada de rocas de formas extrañas, que dominan la costa; esta bahía se llama en el lenguaje del país Praia do mar de fora, y es lugar temible en días de borrasca, cuando el oleaje del Atlántico penetra en ella y rompe contra las rocas sumergidas que allí abundan. Aun en días de calma resuena en aquella bahía un fragor cavernoso que llena el corazón de inquietud.

Descubríase por doquiera un panorama grandioso, sublime. Después de contemplarlo desde la cima cerca de una hora, descendimos.

Al llegar a la casa donde teníamos nuestro pasajero albergue, hallamos ocupado el portal por unos cuantos hombres, echados algunos en el suelo y bebiendo vino en unas pequeñas vasijas de barro muy usadas en aquella parte de Galicia. Les saludé cortésmente al pasar y subí al aposento donde comimos. En un tosco y sucio lecho que allí había me arrojé rendido de cansancio. Resolví reposar un poco, y por la noche reunir a la gente del pueblo y leerles unos capítulos de la Escritura y dirigirles una ligera exhortación cristiana. Me dormí pronto; pero mi sueño fué muy intranquilo. Veíame rodeado de dificultades múltiples, entre peñascos y barrancos, luchando en vano por libertarme. Rostros muy extraños se asomaban entre los árboles o salían de las cavernas y sacaban una lengua bífida y arrojaban gritos de cólera. Miré en torno buscando a mi guía, pero no le hallé; me pareció, sin embargo, oír en lo hondo de un barranco una voz que hablaba de mí. No sé cuánto hubieran durado estas pesadillas; pero, de súbito, sentí que me agarraban con violencia por un hombro, y de un tirón casi me arrastraron fuera de la cama. Desperté con gran sorpresa, y a la luz del sol poniente vi inclinada sobre mí una figura extraña y desconocida: era la de un hombre ya de edad, de gigantesca talla, muy barbudo, con cejas grandes y frondosas, vestido a lo pescador y con un fusil mohoso en la mano.

Yo. – ¿Quién es usted, qué desea?

El hombre. – Poco importa quién soy yo. Levántese y venga conmigo; le necesito.

Yo. – ¿Con qué autoridad se atreve usted a venir a molestarme?

El hombre. – Con la autoridad de la justicia de Finisterre. Sígame sin resistencia, Calros, o será peor.

– ¿Calros? – dije yo – . ¿Qué significa esto?

Me pareció, sin embargo, lo más prudente obedecer, y bajé la escalera detrás de mi hombre. La tienda y el portal hallábanse atestados de vecinos de Finisterre: hombres, mujeres y chicos; estos últimos desnudos casi todos, chorreando agua, como si los hubieran llamado a toda prisa de sus juegos en la orilla del mar. A través de aquella multitud, el hombre que he tratado de describir se abrió paso con ademán autoritario.

Al llegar a la calle, posó sin violencia una de sus pesadas manos en mi brazo.

– ¡Es Calros, es Calros! – gritó un centenar de voces – . Acaba de llegar a Finisterre y la justicia le ha prendido.

Sin saber lo que todo aquello podía significar, seguí calle abajo en compañía de mi singular conductor. La multitud que nos seguía vociferando era cada vez más numerosa. Hasta sacaron los enfermos a las puertas para que viesen lo que ocurría y echaran un vistazo al temible Calros. Me admiró, sobre todo, el ardimiento de que dió muestras un tullido, quien, a despecho de los ruegos de su mujer, se mezcló con las turbas, y, aunque perdió la muleta, siguió adelante, brincando con una sola pierna, mientras decía:

¡Carracho! ¡También voy yo!

Por fin llegamos a una casa un poco mayor que las demás; el guía me introdujo en una sala baja, me colocó en el centro y volvió corriendo a la puerta con ánimo de impedir el paso a la gente que pugnaba por entrar con nosotros. No sin trabajo consiguió su propósito; una o dos veces se vió en el caso de rechazar a culatazos a los intrusos. Me puse entonces a examinar el aposento. Todo el mobiliario consistía en unos cuantos toneles; había además en el suelo el mástil de una lancha y una o dos velas. Sentados en los toneles estaban tres o cuatro hombres, con toscos trajes de pescadores o de carpinteros de ribera. El personaje principal era un individuo de unos treinta y cinco años, de gesto avinagrado, alcalde de Finisterre, según averigüé después, y dueño de la casa en que nos encontrábamos. En un rincón descubrí a mi guía; evidentemente estaba preso: dos robustos pescadores, armado el uno con un fusil y el otro con un bichero, le guardaban. Un minuto duró mi examen; el alcalde, atusándose las patillas, me interrogó así:

– ¿Quién es usted, dónde está su pasaporte y a qué ha venido a Finisterre?

Yo. – Soy un inglés, mi pasaporte es éste y he venido a ver Finisterre.

Mi respuesta los desconcertó, al parecer, por breves momentos. Miráronse unos a otros, y miraron mi pasaporte. Al cabo, el alcalde, golpeándolo con un dedo, vociferó:

– Este pasaporte no es español; parece que está escrito en francés.

Yo. – Ya le he dicho a usted que soy extranjero. Por eso traigo, como es natural, pasaporte extranjero.

El alcalde. – Entonces quiere usted hacernos creer que no es Calros rey.

Yo. – Nunca he oído hablar de ese rey ni he oído tal nombre.

El alcalde. – ¡Miren qué sujeto! Se atreve a decir que no ha oído hablar nunca de Calros el pretendiente, que se titula rey.

Yo. – Si ese Calros es el pretendiente don Carlos, todo lo que puedo contestar es que no creo que hable usted en serio. Lo mismo podía usted decir que ese pobre hombre, mi guía, a quien por lo visto han hecho ustedes prisionero, es su sobrino, el infante don Sebastián.

El alcalde. – ¡Ah! Usted mismo se ha vendido; en efecto, por tal le tenemos.

Yo. – Es verdad que los dos son jorobados; pero ¿en qué me parezco yo a don Carlos? No tengo tipo español, y al pretendiente le llevo lo menos la cabeza.

El alcalde. – Eso no le hace. Ya se sabe que usted lleva varios chalecos consigo, y con ellos se disfraza, pareciendo más alto o más bajo, según le acomoda.

Esta razón era tan concluyente, que no supe contestar. El alcalde echó una mirada de triunfo en torno suyo, como si hubiese hecho un gran descubrimiento.

– Sí; ¡es Calros, es Calros! – decía la turba, agolpada en la puerta.

– No estaría mal fusilar a estos dos hombres ahora mismo – continuó el alcalde– ; porque si no son los dos pretendientes, es seguro que los dos son facciosos.

– No estoy yo muy seguro de que sean ni una cosa ni otra – dijo una voz bronca.

La justicia de Finisterre volvió los ojos hacia donde había sonado la voz, y lo mismo hice yo. Nuestras miradas se posaron en el individuo que guardaba la puerta; había plantado el cañón de la escopeta en el suelo y apoyaba la barba en la culata.

– No estoy muy seguro de que sean una cosa ni otra – repitió avanzando – . He examinado a este hombre – dijo, señalándome – y escuchado su modo de hablar, y me parece que es inglés; su cara y su voz lo dicen. ¿Quién conoce a los ingleses mejor que Antonio de la Trava? ¿Quién tiene más motivos para conocerlos? ¿No ha tripulado sus barcos, no ha comido su galleta, y no estaba junto a Nelson cuando le mataron de un tiro?

Al oírle, el alcalde se enfureció.

– Es tan inglés como tú – exclamó – . Si fuese inglés no habría venido a escondidas ni por tierra; habría venido embarcado y con recomendaciones para alguno de nosotros o para los catalanes; habría venido a comprar o a vender; pero en Finisterre no le conoce nadie ni conoce a nadie; además, lo primero que ha hecho al llegar aquí ha sido inspeccionar el fuerte y subir a la montaña a trazar un campamento, estoy seguro. ¿A qué iba a venir a Finisterre si no es Calros ni un bribón de faccioso?

Comprendí que había gran parte de justicia en alguna de estas observaciones, y por vez primera me di cuenta de la gran imprudencia que había cometido metiéndome por parajes tan incultos y entre gentes tan bárbaras, sin llevar pretexto alguno que pudiera justificar a sus ojos mi viaje. Traté de convencer al alcalde de que mi expedición por aquel país no tenía otro fin que el de conocer las muchas cosas notables que encierra y recoger noticias acerca del carácter y condición de los habitantes. Pero estos motivos eran incomprensibles para él.

– ¿A qué ha subido usted a la montaña? ¡Para ver el paisaje! ¡Disparate! Hace cuarenta años que vivo en Finisterre y no he subido nunca, ni subiría en un día como el de hoy aunque me diesen dos onzas de oro. Ha venido usted a medir la altura y a replantear un campamento.

Encontré, sin embargo, un amigo resuelto en Antonio, el viejo, quien insistió, fundándose en su conocimiento de los ingleses, en que muy bien podía ser cierto cuanto yo decía.

– Los ingleses – decía – no saben qué hacer con tanto dinero como tienen, y andan de aquí para allá por todo el mundo, y a lo mejor pagan carísimo lo que para la demás gente no vale un cuarto.

Comenzó entonces, a pesar del enojo del alcalde, a examinarme de inglés. Todos sus conocimientos en esta lengua se reducían a dos palabras: knife y fork, las cuales traduje a sus equivalentes en español; el viejo me declaró inglés al instante, y blandiendo su escopeta exclamó:

– Este hombre no es Calros; es inglés, como tiene dicho, y el que trate de molestarle se las entenderá con Antonio de la Trava, el valiente de Finisterre.

Nadie trató de impugnar ese fallo, y al fin resolvieron enviarme a Corcubión para que me interrogara el alcalde mayor del distrito.

– Pero ¿qué hacemos con este otro individuo? – preguntó el alcalde de Finisterre – . Este, al menos, no es inglés. Tráele para acá y oigamos lo que dice en su defensa. Vamos, hombre, ¿quién eres y quién es tu amo?

El guía. – Soy Sebastianillo, un pobre marinero licenciado de Padrón, y mi amo, a la hora presente, es este caballero que está aquí, el inglés más valiente y de más dinero del mundo. Tiene en Vigo dos barcos cargados de riquezas. Ya se lo dije a ustedes antes, cuando me prendieron en la posada.

El alcalde. – ¿Y tu pasaporte?

El guía. – Yo no tengo pasaporte. ¿Quién piensa en traer pasaporte a un sitio como éste, donde no habrá dos personas que sepan leer? Yo no tengo pasaporte; el de mi amo sirve también para mí.

El alcalde. – No tal; y puesto que no tienes pasaporte y confiesas que te llamas Sebastián, vamos a fusilarte. Antonio de la Trava, tú y los escopeteros os lleváis de aquí a este Sebastianillo y le fusiláis delante de la puerta.

Antonio de la Trava. – Con mucho gusto, señor alcalde, puesto que usted lo manda. No tengo por qué tomarme ningún trabajo en favor de este individuo. Es seguro que no es inglés; más trazas tiene de brujo o de nuveiro, uno de esos demonios que levantan las tormentas y hunden las lanchas. Además, dice que es de Padrón, y todos los de ese pueblo son ladrones y borrachos. Una vez me jugaron una mala partida, y no me disgustaría fusilar a todo el pueblo.

Intervine yo entonces, y dije que si fusilaban al guía debían fusilarme a mí también; ponderé la crueldad y barbarie de quitar la vida a un pobre desdichado que, como se adivinaba al primer golpe de vista, era medio tonto; añadí que si alguien tenía culpa en aquel caso era yo, porque el otro no era más que un criado sometido a mis órdenes.

– Después de todo – dijo el alcalde – , me parece que lo mejor es enviar a los dos presos a Corcubión para que el alcalde mayor haga de vosotros lo que le parezca. Pero tenéis que pagar la escolta; no vayáis a figuraros que los vecinos de Finisterre no tienen cosa mejor que hacer que ir de una parte a otra con cada individuo que se le ocurra venir a esta ciudad.

– De eso me encargo yo – dijo Antonio – . Soy el valiente de Finisterre y no me asusto de dos hombres. Además, estoy seguro de que el capitán, aquí presente, me pagará lo que sea razonable, o dejaría de ser inglés. Conque no perdamos tiempo, y en marcha para Corcubión, que se hace tarde. Sin embargo, capitán, lo primero de todo es registrarle a usted, y luego registraré el equipaje. Supongo que no llevará usted armas; pero lo mejor es cerciorarse.

Mucho antes de cerrar la noche, montado de nuevo en la jaca y acompañado por el guía, emprendí a través de la playa el regreso a Corcubión. Delante iba Antonio de la Trava, escopeta al hombro, andando pesadamente.

Yo. – ¿No le da a usted miedo, Antonio, ir solo con dos presos, uno de ellos a caballo? Si quisiéramos, creo que podríamos más que usted.

Antonio de la Trava. – Soy el valiente de Finisterre y no me asusto por eso.

Yo. – ¿Por qué le llaman a usted el valiente de Finisterre?

Antonio de la Trava. – En todo el distrito se me conoce por ese nombre. Cuando los franceses vinieron a Finisterre y destruyeron el fuerte, tres murieron a mis manos. Yo estaba en lo alto de la montaña, adonde ha subido usted hoy; desde allí hacía fuego sobre el enemigo, hasta que tres soldados se lanzaron en mi persecución. ¡Qué locos! A dos de ellos los eché a rodar entre las peñas con dos tiros de este fusil, y al tercero le rompí la cabeza de un culatazo. Por esto me llaman el valiente de Finisterre.

Yo. – ¿Y cómo fué usted a parar de marinero en la escuadra inglesa? Me parece haberle oído decir que presenció usted la muerte de Nelson.

Antonio de la Trava. – Sus compatriotas de usted me apresaron, capitán; y como soy marinero desde la niñez, se mostraron muy satisfechos de mis servicios. Nueve meses pasé con ellos, y estuve en Trafalgar. Vi morir al almirante inglés. Usted se le parece algo en la cara, y cuando le oigo a usted hablar me parece oír la voz del almirante. Tengo cariño a los ingleses, y por eso le he salvado a usted. No crea usted que me iba yo a cansar andando por estos arenales si fuese usted un compatriota. Ya estamos en Duyo, capitán. ¿Tomamos un reparillo?

Así lo hicimos, o, mejor dicho, Antonio de la Trava se reparó trasegando vaso tras vaso de vino con una sed, al parecer, inextinguible.

– El hombre que nos dijo que los borrachos de Finisterre nos harían una mala partida era más brujo que yo – murmuró Sebastián, mi guía.

Por fin, el veterano héroe del Cabo se levantó despacio y dijo que debíamos darnos prisa para llegar a Corcubión antes de cerrar la noche.

– ¿Qué clase de persona es el alcalde a quien me lleva usted? – dije.

– ¡Oh! Es muy diferente del de Finisterre. Es un señorito joven llegado hace poco de Madrid. Ni siquiera es gallego. Es muy liberal, y a órdenes suyas se debe principalmente que andemos por aquí tan sobre aviso. Se dice que los carlistas piensan hacer un desembarco en esta parte de la costa de Galicia. Que vengan siquiera a Finisterre; allí somos todos liberales sin excepción, y el valiente, aunque ya es viejo, está dispuesto a repetir lo que hizo en tiempo de los franceses. Pues, como iba diciendo antes, el alcalde a quien vamos a ver es un joven muy instruído, y si quiere, puede hablar con usted en inglés mejor aún que yo, eso que fuí amigo de Nelson y peleé a su lado en Trafalgar.

La noche cerró antes de llegar a Corcubión. Antonio se detuvo de nuevo en una taberna y después nos condujo a casa del alcalde. Su andar era ya muy poco seguro; al llegar a la puerta de la casa tropezó en el umbral y se cayó al suelo. Se puso en pie, lanzando un juramento, y al instante comenzó a aporrear la puerta con la culata del fusil. «¿Quién es?» – preguntó al fin en gallego una suave voz de mujer – . «El valiente de Finisterre» – respondió Antonio – . Se abrió la puerta y vimos ante nosotros una mujer bastante linda con una luz en la mano.

– ¿Qué le trae por aquí tan tarde, Antonio? – preguntó.

– Traigo dos prisioneros, mi pulida– respondió.

¡Ave María!– exclamó – . Supongo que no correremos peligro.

– De uno respondo – replicó el viejo – ; pero el otro es un nuveiro y ha hundido más barcas que todos sus hermanos de Galicia. Pero no te asustes, preciosa – añadió al ver santiguarse a la mujer – ; cierra primero la puerta y llévame luego a donde esté el alcalde; tengo mucho que contarle.

Cerróse la puerta, y Antonio, después de ordenarnos permanecer en el patio, subió, precedido de la muchacha, una escalera de piedra, dejándonos en profundas tinieblas.

Pasó un cuarto de hora; de nuevo vimos el fulgor de la luz en la escalera, y la muchacha reapareció. Vino hacia mí y aproximándome al rostro la luz, me miró con atención. Después de un minucioso examen, se acercó a mi guía y le contempló con mayor detenimiento aún; volvióse al fin a mí y dijo en el mejor español que pudo: «Señor caballero, le felicito a usted por tener un criado como éste. Es el mozo mejor parecido de toda Galicia. ¡Vaya! Con sólo que llevara algo más de ropa y no fuese descalzo como va, ahora mismo le admitía de novio; pero, desgraciadamente, he hecho voto de no casarme nunca con un pobre, y sí sólo con quien tenga la bolsa bien repleta de dinero y pueda comprarme buenos trajes. ¿De manera que son ustedes carlistas? ¡Vaya! No crean que por eso voy a quererles mal; pero, siendo carlistas, ¿por qué han ido ustedes a Finisterre, si allí son todos cristinos y negros? ¿Por qué no han ido ustedes a mi pueblo? Allí nadie se hubiese metido con ustedes. Los de mi pueblo no se parecen a esos borrachos de Finisterre. En mi pueblo no molesta nadie a la gente de bien. ¡Vaya! No saben ustedes el odio que le tengo a ese borracho de Finisterre que les ha traído. ¡Es tan viejo y tan feo! Si no fuera por la ley que le tengo al señor alcalde, abriría la puerta y le pondría en la calle a usted y a su criado, el buen mozo

En esto, bajó Antonio. «Sígame – dijo – ; su merced el alcalde está dispuesto a recibirle al momento.» Sebastián y yo le seguimos escaleras arriba, y entramos en un aposento, donde, sentado detrás de una mesa, vimos a un joven de corta estatura, pero guapo de cara y vestido a la última moda. Estaba escribiendo una carta, y cuando terminó se la entregó a un secretario para copiarla. Entonces me miró un instante fijamente y tuvimos la siguiente conversación:

El alcalde. – Ya veo que es usted inglés; aquí mi amigo Antonio me ha dicho que le han detenido a usted en Finisterre.

Yo. – Le han dicho a usted la verdad; a no ser por él, creo que hubiera perecido a manos de aquellos salvajes pescadores.

El alcalde. – Los habitantes de Finisterre son buena gente y muy liberales todos. ¿Me permite usted ver el pasaporte? Sí; está en regla. Es verdaderamente ridículo que le hayan detenido a usted tomándole por carlista.

Yo. – No sólo por carlista, sino por don Carlos en persona.

El alcalde. – ¡Oh!, es de lo más ridículo; ¡confundir a un compatriota del gran Baintham con un bárbaro como ése!

Yo. – Dispense usted, señor: ¿de quien ha dicho usted?

El alcalde. – Del gran Baintham; el que ha inventado leyes para el mundo entero. Espero verlas adoptadas dentro de poco en este desgraciado país.

Yo. – ¡Oh! Quiere usted decir Jeremías Bentham. Sí: un hombre muy notable en su línea.

El alcalde. – ¡En su línea! ¡En todas las líneas! Es el genio más universal que ha producido el mundo: es un Solón, un Platón y un Lope de Vega.

Yo. – No he leído sus obras; pero no dudo que sea un Solón, y hasta un Platón, como usted dice. Lo que no podía figurarme es que se le clasificara como poeta con Lope de Vega.

El alcalde. – ¡Es asombroso! Por lo que veo, no ha leído usted nada de él; en cambio, aquí estoy yo, un pobre alcalde de Galicia, que tiene todos los escritos de Baintham en ese estante y los estudia día y noche.

Yo. – Conocerá usted el inglés, sin duda alguna.

El alcalde. – Sí tal; quiero decir, el inglés contenido en las obras de Baintham. Celebro muchísimo ver a un compatriota suyo por estos parajes tan bárbaros. Comprendo y aprecio los motivos que le han traído a usted por aquí; disimule las groserías e insolencias que haya sufrido. Ahora trataremos de repararlas en lo posible. Está usted en libertad; pero como es tarde, le buscaré a usted alojamiento para esta noche. Aquí al lado hay uno muy a propósito. Vamos allá ahora mismo. Espere: ¿lleva usted un libro en la mano?

Yo. – El Nuevo Testamento.

El alcalde. – ¿Qué libro es ése?

Yo. – Una parte de las Sagradas Escrituras, de la Biblia.

El alcalde. – ¿Para qué lleva usted consigo ese libro?

Yo. – Uno de los motivos principales de mi visita a Finisterre era llevar este libro a un sitio tan inculto.

El alcalde. – ¡Ja, ja! ¡Qué rareza! Sí; ya caigo. He oído decir que los ingleses aprecian mucho ese libro estrafalario. Es muy raro que los contemporáneos del gran Baintham den valor alguno a ese librote frailesco.

Era ya muy entrada la noche; mi nuevo amigo me acompañó al alojamiento que me había destinado, en casa de una anciana respetable, donde hallé una habitación cómoda y limpia. Por el camino deslicé en la mano de Antonio una propina, y al llegar a la casa le regalé con toda solemnidad, y en presencia del alcalde, el Testamento, rogándole que lo llevase a Finisterre y lo conservase como recuerdo del inglés a quien había protegido con tanta eficacia.

Ograniczenie wiekowe:
12+
Data wydania na Litres:
05 lipca 2017
Objętość:
230 str. 1 ilustracja
Właściciel praw:
Public Domain