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INTRODUCCIÓN A LA ANTIFILOSOFÍA

Boris Groys

Con Marx y Kierkegaard se produce en el interior de la filosofía lo que Groys denomina “giro antifilosófico”, la antifilosofía ya no opera por medio de la crítica, sino por medio de consignas, órdenes; y lo que se ordena es transformar el mundo en lugar de explicarlo; esto, evidentemente, no estuvo exento de consecuencias. En esta serie de ensayos tan provocativos como novedosos, Groys relee a los principales antifilósofos contemporáneos. Søren Kierkegaard, Martin Heidegger, Walter Benjamin, Jacques Derrida, pero también otros más marginales, como Lev Shestov y Theodor Lessing, o intelectuales de campos heterogéneos, como Marshall McLuhan, son abordados con una actitud que intenta no dar directivas, pero tampoco retornar a la tradición de la crítica antifolosófica.

Y en ese proceso, por supuesto, Groys va dando forma y consistencia a sus propios conceptos y motivos: la distancia insalvable entre el ámbito del pensamiento y el ámbito de la vida y la acción, la dialéctica de repetición y novedad, el concepto del “ready-made” como procedimiento filosófico –o más bien antifilosófico–: la recontextualización de una tesis o argumento filosófico para producir un efecto de extrañamiento u otro tipo de intervención en un determinado ámbito de discusión.

Un abordaje singular de la filosofía y al mismo tiempo un fascinante recorrido por la historia intelectual del último siglo y medio.

BORIS GROYS

Introducción a la antifilosofía

Traducción de Tadeo Lima


Índice

  Cubierta

  Sobre este libro

  Portada

  Introducción

  1. Søren Kierkegaard

  2. Lev Shestov

  3. Martin Heidegger

  4. Jaques Derrida

  5. Walter Benjamin

  6. Theodor Lessing

  7. Ernst Jünger

  8. Alexandre Kojève

  9. Friedrich Nietzsche, Mijaíl Bajtín, Mijaíl Bulgákov

  10. Richard Wagner, Marshall McLuhan

  11. Gotthold Ephraim Lessing, Clement Greenberg, Marshall McLuhan

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INTRODUCCIÓN

La filosofía es entendida en la mayoría de los casos como búsqueda de la verdad. De allí que en nuestro tiempo ya no se la practique muy a menudo, lo cual obedece a dos razones. En primer lugar, al hecho de que a través del estudio de la historia de la filosofía se llega en general a la conclusión de que la verdad es inalcanzable, y de que no tendría entonces mucho sentido ponerse a buscarla. Y, en segundo lugar, porque uno tiene la sensación de que, aun si existiera la verdad, encontrarla sería solo la mitad de la cuestión. Mucho más difícil sería vender esa verdad que se ha encontrado y poder vivir de ello en condiciones materiales relativamente seguras. La experiencia indica que no se puede sortear esa tarea. El actual mercado de verdad parece más que saturado. El consumidor potencial de verdad se ve confrontado con la misma sobreabundancia que en otros segmentos del mercado. Desde todos lados nos vemos realmente atacados por una publicidad de la verdad. En todas partes encontramos verdades, y en todos los medios, ya sean estas verdades científicas, religiosas, políticas o relativas a la vida práctica. El que busca la verdad calcula pues las pocas chances que tendría de dar al público ese tesoro al que quizás encuentre, y abandona su búsqueda a tiempo. En lo que respecta a la verdad, el hombre actual está equipado entonces con dos convicciones fundamentales que coexisten en su interior: que no hay ninguna verdad y que hay demasiada verdad. Estas dos convicciones parecen contradecirse, pero ambas llevan a la misma conclusión: la búsqueda de la verdad no es un buen negocio.

Ahora bien, esta escena descripta aquí como la escena actual de la búsqueda de la verdad es a su vez la escena originaria de la filosofía. En pequeño formato, puede observarse en el ágora griega en la época en que el primer consumidor modélico de verdad, Sócrates, comenzó a someter a prueba la oferta de verdades disponible entonces en el mercado. Los sofistas afirmaban haber encontrado verdades y las habían puesto en venta. Pero Sócrates, como es sabido, no se definía como sofista, sino como filósofo, es decir, como aquel que ama la verdad (la sabiduría, el conocimiento, la sofía), pero que no la posee. O, dicho de otra manera: como aquel que si bien no tiene ninguna verdad a la venta sí está dispuesto de buen grado a adquirir una, siempre y cuando pueda ser convencido de que efectivamente se trata allí de la verdad y no de la mera apariencia de la verdad. El cambio de la posición de sofista a la posición de filósofo es el cambio de la producción de la verdad al consumo de la verdad. El filósofo no es un productor de verdad. Tampoco es un buscador de verdad en el sentido en que hay buscadores de tesoros o de materias primas. El filósofo es el hombre sencillo de la calle que se ha perdido en el supermercado global de verdades. Y ahora está tratando de orientarse allí para encontrar al menos la señal de salida.

A menudo, se lamenta el hecho de que la filosofía no se haya desarrollado en el trascurso de su historia, que no produzca resultados ni exhiba progreso alguno. Pero sería absolutamente catastrófico que la filosofía se desarrollara históricamente, porque, si bien es cierto que la situación del productor de verdad se transforma con el tiempo, la situación del consumidor de verdad permanece siempre igual. Lo que cambia es solo la oferta de verdad, pero no el desconcierto del consumidor ante dicha oferta. Toda “auténtica” filosofía no es más que la articulación lingüística de ese desconcierto. Ahora, ¿por qué debería articularse y formularse ese desconcierto? ¿Por qué no callar, simplemente?

Sócrates ofrece, de hecho, una imagen con la que ya estamos familiarizados: la de ese consumidor receloso, crónicamente insatisfecho, permanentemente malhumorado y discutidor. Cada vez que Sócrates se pone a escuchar los bellos discursos de los sofistas, arruina el buen clima encontrando algún déficit o insuficiencia lógica que de no ser por él no le hubiera interesado ni molestado a nadie. Solemos toparnos con este tipo de figuras en nuestra cotidianeidad, en negocios, hoteles y restaurantes. Están siempre insatisfechos, les gusta discutir con el personal y les ponen los nervios de punta a otros consumidores. Ante estos personajes molestos y enervantes, uno no puede evitar añorar los buenos viejos tiempos en los que se los podía hacer callar rápidamente con ayuda de una copa de cicuta.

Por otro lado, la argumentación crítica en el caso de Sócrates resulta sumamente ambivalente. Cuando uno escucha a Sócrates, no queda del todo claro, en cada caso individual, si interviene como un consumidor concienzudo que critica la oferta de verdad disponible aquí y ahora pero que no renuncia a la esperanza de poder aún ser confrontado en algún momento con la verdadera verdad; o si se opone de un modo fundamental a que la verdad sea tratada como mercancía y lanzada al mercado. Todo indica que la segunda suposición sería más probable. Sócrates es el auténtico inventor de la crítica del mercado. Para Sócrates, el mero hecho de que una determinada oferta de verdad funcione como mercancía en el marco de una economía de mercado es razón suficiente para rechazarla. La exposición de todas las otras insuficiencias y contradicciones que Sócrates descubre por añadidura en cada oferta de verdad individual puede resultar aleccionadora e interesante per se, pero es esencialmente superflua para el gesto general de rechazo. La constatación de que se está comercializando una doctrina de la verdad, la intuición de la forma de mercancía que adopta la verdad en cuestión, el descubrimiento de los intereses económicos que se esconden detrás de la formulación y divulgación de esa doctrina resultan suficientes para rechazar su pretensión de verdad. De Sócrates, pasando por Marx, a la teoría crítica de proveniencia frankfurtiana, rige que la verdad, cuando se presenta como mercancía, deja de ser una verdad. Lo cual significa, en definitiva, que no hay en general ninguna verdad. Porque bajo las condiciones de la economía de mercado ninguna doctrina de la verdad puede sustraerse al estatus de mercancía. Permanece, sin embargo, esa “débil esperanza mesiánica” –tan frecuentemente postulada– en el advenimiento de una verdad más allá de la verdad, de una verdad absolutamente diferente. Esta no se presentaría ya como verdad ni como doctrina, libro, teoría o método; tampoco sería consciente o inconsciente, y se sustraería así de manera fundamental a su posible comercialización. Pero es manifiesto que esa esperanza solo se postula para poder desilusionarse una y otra vez.

Por otra parte, dicha esperanza puede ser diagnosticada ya en Platón. En su alegoría de la caverna describe la figura de un buscador de verdad que ha logrado ver la verdad y regresa a su lugar entre los hombres para informarlos sobre su vivencia. En la alegoría de la caverna no se trata entonces de un filósofo, como a menudo se supone (pues al filósofo le está vedada la contemplación de la verdad), sino de un sofista; pero de un verdadero sofista, cabría decir, un sofista que efectivamente ha visto la verdad. Pero, precisamente porque la ha visto, está hasta tal punto enceguecido y subyugado por la verdad que los discursos típicos de los sofistas –pulidos, minuciosamente elaborados y agradables al oído– se han desgastado para él. Es un sofista inhábil y torpe, precisamente porque es un verdadero sofista. De allí también que los hombres, que esperan de los sofistas una determinada habilidad en el ejercicio de su oficio, terminen por darle muerte. Este sofista torpe provee el modelo no solo para la figura del Hijo de Dios, que termina en la cruz precisamente porque es el verdadero Hijo de Dios, sino también para todos los artistas, poetas y revolucionarios románticos que pretenden pasar por verdaderos artistas, poetas y revolucionarios precisamente porque no son capaces ni de pintar bien, ni de poetizar bien, ni de organizar revoluciones exitosas. Pero hemos aprendido entretanto que también el fracaso calculado puede ser y es una mercancía. Y para no dejar incompleto el diagnóstico crítico: tampoco el presente diagnóstico se sustrae a la forma de mercancía.

La crítica filosófica ha llevado, pues, a la identificación de toda verdad como mercancía y a su consiguiente desacreditación. Este resultado suscita, sin embargo, otra sospecha: ¿no es acaso la filosofía misma la que transforma toda verdad en una mercancía? En efecto, la actitud filosófica es una actitud pasiva, contemplativa, crítica, y por ende en última instancia consumista. Bajo la luz de esta actitud, todo lo existente adopta la apariencia de una oferta de mercancías que uno debe comprobar que sean aptas para eventualmente adquirir. Pero supongamos ahora que el hombre ya no se tomara el tiempo para llevar a cabo ese procedimiento de comprobación, y que en cambio se quedara simplemente con lo que cae en sus manos al azar: conocidos, amores, libros, conversaciones, teorías, religiones, autoridades y verdades. La verdad perdería en ese caso su forma de mercancía: ya no sería sometida a prueba, sino practicada. Así es como uno practica la respiración al inspirar el aire que lo rodea. Hay circunstancias en las que el aire que uno respira puede resultar mortal, pero como sabemos, también es mortal no respirar. En ambos casos, resulta imposible adoptar frente a la respiración una conducta distante, contemplativa, crítica y consumista. Después de todo, uno no deja de respirar mientras compra un nuevo aparato de aire acondicionado.

A partir de esta constatación, surgió una nueva rama de la filosofía, a la que por analogía con el antiarte cabe denominar antifilosofía. Este giro, que comienza con Marx y Kierkegaard, ya no opera por medio de la crítica, sino por medio de órdenes. Se ordena transformar el mundo, en lugar de explicarlo. Se ordena convertirse en animal, en lugar de cavilar. Se ordena prohibir todas las preguntas filosóficas y callar sobre aquello que no se puede decir. Se ordena transformar el propio cuerpo en un cuerpo sin órganos y pensar de un modo rizomático en vez de lógico. Todas estas órdenes fueron impartidas para abolir la filosofía como fuente última de la actitud consumista y crítica, y liberar de ese modo a la verdad de su forma de mercancía. Porque acatar una orden o rehusarse a hacerlo es algo completamente diferente a afirmar o negar una doctrina de la verdad sobre la base de una indagación crítica. En efecto, el supuesto fundamental de esta (anti)filosofía que da órdenes es que la verdad solo se muestra una vez que se ha cumplido la orden. Primero hay que transformar el mundo, y recién entonces el mundo se muestra en su verdad. Primero hay que dar el salto de fe, y recién entonces se manifiesta la verdad de la religión, etc. O bien, para volver sobre Platón: primero hay que salir de la caverna, y recién entonces se ve la verdad. Se trata aquí de una elección previa a la elección, de una decisión en la oscuridad que antecede a cualquier crítica posible, puesto que el objeto de esta crítica se muestra recién a consecuencia de dicha decisión; por cierto: a consecuencia solo de la decisión de acatar la orden. La decisión de no acatar la orden, por el contrario, lo condena a uno a la oscuridad. Y allí no hay lugar ni para ser crítico porque no se sabe qué es lo que habría que criticar. Así, pues, la decisión entre acatar o no la orden se caracteriza tanto por su inevitabilidad como por su perentoriedad: no hay tiempo allí para cultivar una actitud reposada, crítica y consumista. En otras palabras, no se trata aquí de ninguna filosofía pura, sino de una decisión vital que no es posible aplazar porque la vida es demasiado corta para hacerlo.

Este giro antifilosófico al interior de la filosofía misma no ha estado exento de consecuencias. Cualquiera que hoy enseñe o escriba sobre filosofía lo sabe: vivimos en tiempos en los que toda actitud crítica, ya sea en el ámbito de la política, del arte o de la buena alimentación, no hace más que irritar al público: este la rechaza con un acto casi reflejo. La razón para ello, claramente, no radica en que la actitud “afirmativa” frente al mundo, la conformidad interior con el contexto general de ofuscación o la aceptación de las relaciones dominantes hubieran alcanzado súbitamente en el último tiempo una hegemonía incuestionada en la conciencia pública. El lector actual no cree en lo que se dice en un texto, o en cualquier otro medio, ni abriga intenciones de hacerlo. Por eso no tiene tampoco motivo alguno para criticar ese texto o medio. Más bien hace lo que se dice allí, o bien se abstiene justamente de hacerlo. Hoy en día los textos no se analizan, sino que se toman como directivas para la acción que pueden ponerse en práctica si uno así lo decide. Los textos que contienen explícitamente este tipo de directivas son los que se leen con especial predilección: libros de recetas de cocina, o con sugerencias para la jardinería y el bricolage; libros sobre estrategias de marketing, o con instrucciones para combatir el imperialismo norteamericano con ayuda de las “multitudes” o fabricarse la imagen acorde a los tiempos del activista de izquierda o de derecha, etc. Pero también otros libros, que no ofrecen directivas claras de ese tipo, son leídos cada vez más como instrucciones para una determinada conducta. El lector de estos libros que sigue las respectivas instrucciones siente forzosamente que cualquier crítica a dichos libros constituye un ataque personal y rechaza toda actitud crítica frente a estos. También rechaza cualquier crítica a textos que él mismo no sigue. Y lo hace por razones de decencia y de tolerancia, es decir: para no herir innecesariamente a aquellos que sí siguen esos textos. En ambos casos, el público siente que toda crítica a un texto es injusta, porque no da con la cuestión. La cuestión, en efecto, no es el texto mismo, sino lo que el individuo haya hecho o haga en su propia vida a partir de él. Así, pues, hombres diferentes sacan conclusiones diferentes a partir del Corán, y de ese modo hacen innecesaria y en definitiva imposible toda crítica al Corán como texto. O como replican con frecuencia los artistas cuando uno critica una teoría en su presencia: probablemente tengas razón y se trate de una teoría estúpida, pero yo hice cosas buenas después de leerla, así que creo en ella y no tengo por qué seguir escuchando tu crítica. Cuando el texto como tal no es entendido ya como el lugar en el que aparece la verdad para ofrecerse al lector crítico, sino como suma de directivas para un lector al que se llama a actuar en vez de a pensar, lo único relevante pasa a ser la manera en que el lector aplica esas directivas a su régimen de vida. Y esta no puede ser criticada, porque la vida misma comienza allí a oficiar de juez supremo.

El lector de los textos reunidos en este volumen notará que todos los héroes de mis ensayos son autores modernos que dan órdenes. Todos sin excepción son antifilósofos. Los ensayos mismos, sin embargo, no dan ninguna directiva, y a tenor de la posantifilosofía hoy dominante solo pueden resultar decepcionantes. Al mismo tiempo, estos ensayos tampoco efectúan ningún retorno a la tradición de la crítica filosófica. La actitud del autor en este caso es más bien benevolente y descriptiva. Esta actitud tiene sus raíces en la fenomenología de Husserl, que se planteó relativamente temprano la pregunta sobre cómo debía responderse a ese nuevo tono en la filosofía que daba órdenes sin volver a caer en los viejos errores de la filosofía crítica. Husserl dio entonces su propia orden: antes de empezar a pensar hay que llevar a cabo la reducción fenomenológica. La reducción fenomenológica consiste en que el sujeto de esa reducción tome distancia con el pensamiento de sus propios intereses vitales, incluido el interés en su propia supervivencia, y abra de ese modo un horizonte para la contemplación del mundo, que ya no está acotado por las necesidades de su yo empírico. Bajo esta amplia perspectiva fenomenológica, se adquiere la capacidad de tomar por válidas todas las órdenes y se puede empezar a experimentar libremente con el acatamiento y con la inobservancia de estas. El sujeto de la reducción fenomenológica ya no se ve obligado por ello a trasladar esas órdenes a su régimen de vida, o bien, por el contrario, a resistirse a ellas, puesto que el yo fenomenológico piensa como si no viviera. De esta manera, uno erige para su yo fenomenológico un reino del “como sí”: la perspectiva imaginaria de una vida infinita en la que todas las decisiones vitales pierden su perentoriedad, de modo tal que la oposición entre el acatamiento de una orden y su inobservancia se disuelve en el juego infinito de las posibilidades de vida.

1. SØREN KIERKEGAARD

Escribir una introducción al pensamiento de Kierkegaard plantea dificultades de un tipo muy especial. La razón más profunda de estas dificultades ciertamente no radica en que la filosofía de Kierkegaard sea especialmente complicada u oscura, ni tampoco en que su comprensión requiera un entrenamiento filosófico especial, profesional. Muy por el contrario, Kierkegaard insiste constantemente en el carácter privado, diletante y nada pretencioso de su filosofar. Kierkegaard escribe para todos, y el público especializado y erudito tal vez sea al que menos se dirige. Las dificultades surgen más bien del hecho de que la filosofía de Kierkegaard tiene ella misma el carácter de una introducción.

El filosofar de Kierkegaard tiene un carácter introductorio, provisional y preparatorio porque Kierkegaard le deniega a todo texto filosófico, incluidos los suyos propios, el derecho a ser considerado como portador de la verdad. Según su célebre formulación, “la subjetividad, la interioridad es la verdad”.1 Esta no puede ser “expresada”, ni mucho menos impresa como texto filosófico. Se trazan de este modo límites al discurso filosófico, que no puede erigirse ya en portador de la verdad o encarnarla en sí mismo. Un texto se vuelve verdadero solo merced al asentimiento de una subjetividad que dispensa la verdad. Las condiciones, el procedimiento y el carácter de dicho asentimiento, por su parte, solo pueden ser descriptos en un texto filosófico de manera introductoria y provisional. Los textos de Kierkegaard apuntan en definitiva a proveer este tipo de descripción introductoria.

El acto de asentimiento, sin embargo, es para Kierkegaard autónomo y libre, y no puede ser derivado de las descripciones que de este acto se hagan. Un texto filosófico es ante todo una cosa, un objeto entre otros objetos, que en virtud de su objetividad permanece separado por un abismo insalvable de la subjetividad del lector –como también, por lo demás, de la del autor–. El lector tiene que saltar por encima de ese abismo para poder identificarse con el texto, pero nadie ni nada pueden obligarlo a dar ese salto. Este se efectúa en última instancia por la libre voluntad del lector. Es decir que solo una subjetividad viviente, finita, existente, es decir, que se encuentra realmente fuera del texto, es capaz de dar semejante salto; y no la subjetividad abstracta, introducida como mero presupuesto metodológico, que se describe dentro de los textos filosóficos. La filosofía se presenta siempre para la subjetividad viviente y existente como suma de textos, sistemas y métodos que le son externos. Un texto filosófico jamás puede irradiar esa fuerza de verdad inmediatamente convincente, avasallante, con la que soñaron tantos filósofos, y que supuestamente se impondría al lector mediante el mero acto de lectura. Para saltar hacia la identificación con el texto, el lector tiene que llegar a una decisión adecuada, que supone una cierta autosuperación. El acto de lectura está separado del acto de asentimiento por un intervalo temporal de irresolución y de aplazamiento, por más corto que sea. Es en este intervalo que la subjetividad se muestra como existente, ajena al texto, autónomamente decisora, y por eso mismo como algo que no puede ser descripto ni dominado por la filosofía. Esta figura del salto existencial, que se efectúa en el espacio temporal interior de la subjetividad, es central para Kierkegaard. Vale la pena, entonces, demorarse provisoriamente en esta figura.

La principal pregunta que se plantea aquí es por qué Kierkegaard tiene necesidad en general de esta figura del salto existencial. Después de todo, la filosofía anterior se las había arreglado bien sin ella. Para Kierkegaard, la introducción del salto existencial tiene también el significado de un salto fuera de la tradición milenaria de la filosofía occidental. Es también por eso que el tono de sus escritos resulta a veces tan inquieto y tensionado.

Desde sus inicios, la figura fundamental de la tradición filosófica europea fue la confianza en la evidencia inmediata, incluida la evidencia de la palabra verdaderamente filosófica. A partir de Sócrates, la filosofía desconfía de todos los mitos, relatos, autoridades, opiniones tradicionales y revelaciones recibidas; pero tanto más está dispuesto el verdadero filósofo a confiar de un modo incondicional en lo que se le muestra con completa evidencia. Fue así como Platón confió en las Ideas, las cuales se presentaban a su visión interior en una evidencia plena, después de haber rechazado como no evidentes todas las opiniones sobre las cosas del mundo exterior. Descartes, que en los inicios de la modernidad renovó con una radicalidad hasta entonces desconocida la tradición del escepticismo filosófico, sometiendo a una duda radical tanto al conjunto de las opiniones recibidas como a la totalidad de los datos sensoriales originados en la realidad exterior, puso en cambio su confianza en la evidencia interior del cogito ergo sum. Esta confianza en la evidencia, o dicho de otra manera, en la razón, fue celebrada en la tradición filosófica como la libertad suprema del individuo. En la medida en que el hombre obedece a su propia razón, es decir, en la medida en que confía en la evidencia, se libera del poder exterior de la autoridad, la tradición y las instituciones sociales, y gana una verdadera soberanía interior.

Es precisamente esta superstición filosófica la que Kierkegaard somete a una duda nueva y más radical. Pues la liberación de las coacciones y necesidades exteriores solo sirve en la tradición filosófica para someterse de manera incondicional a la necesidad interior, la evidencia interior y la lógica interior de la propia razón, que es tomada erróneamente como expresión auténtica de la propia subjetividad. En realidad, uno se somete allí a una coacción lógica aún más exterior, porque confía en la evidencia de una demostración racional que está construida como un sistema de conclusiones lógicas “objetivas”. La verdadera libertad sería la liberación no solo de las coacciones externas, sino también de las coacciones internas, lógicas, de la razón. Pero para ello es necesario que la evidencia pierda su encanto milenario. Tenemos que aprender a desconfiar también de lo que se nos presenta con completa evidencia. Ahora, para una desconfianza tal no puede aducirse ya ningún fundamento racional, puesto que si aducimos un fundamento de este tipo estamos declarando con ello la confianza en la fuerza evidente de este fundamento aducido. Y quedamos de ese modo nuevamente a merced del poder de la evidencia lógica. Debemos aprender entonces a desconfiar sin fundamento, a reservarnos nuestra libre decisión y diferir el acto de asentimiento también cuando nos sentimos incondicionalmente enamorados de la evidencia lógica de la Idea. De allí resulta la necesidad del salto existencial, que representa un efecto de esa dilación, de ese aplazamiento, y que Kierkegaard quiere enseñarnos porque nos libera de la servidumbre interior bajo el dominio de la evidencia. Es que el salto existencial es necesario cuando la evidencia inmediata ha perdido su poder pero resulta no obstante inevitable adoptar una posición en relación con la realidad.

Indudablemente, no es casualidad que este proyecto kierkegaardiano haya surgido en un tiempo histórico determinado. Por entonces la filosofía hegeliana ejercía en Europa un dominio intelectual casi ilimitado. Y la filosofía hegeliana no es otra cosa que una máquina, de una eficiencia descomunal, para la conversión de las coacciones externas en coacciones internas, lógicas. El lector de la filosofía hegeliana llegaría a entender con total evidencia que todo lo que lo oprime desde fuera es una forma objetivada de la necesidad interna, lógica y racional, a la que el lector –si quiere ser un buen filósofo– no le es lícito oponerse. La narrativa filosófica hegeliana avanza de una superación a otra, es decir, de una evidencia clausurante a otra, hasta que se produce la última evidencia, que clausura toda esa narrativa así como la totalidad de la historia humana que tiene que ser abarcada por ella. Para el hombre que tiene que seguir viviendo en la posthistoria, después de esta evidencia que clausura todo, la realidad exterior en su conjunto se presenta como la viva imagen de la necesidad interna lógicamente evidente. Es posible en ello la victoria final de la filosofía. Pero también es posible en ello una parodia de la filosofía, que traiciona de manera definitiva su aspiración originaria a la soberanía.

La filosofía estaba predestinada desde sus orígenes a semejante traición, ya que en todo momento estuvo preparada para renunciar a su duda en aras de una intelección evidente. La subjetividad libre y soberana se constituye sin embargo mediante la duda. Uno es subjetivo en tanto que duda. En cuanto renuncia a la duda, uno pierde su subjetividad, incluso si el fundamento para ese abandono es interno y subjetivo. Por eso la duda cartesiana resulta siempre insuficiente. Es cierto que fue esa duda la que constituyó la subjetividad de la modernidad, al liberarla de las coacciones externas del pensamiento. Pero Descartes debilitó al mismo tiempo esta subjetividad, condenándola al fracaso, porque introdujo la duda como finita, provisoria y metodológica: esta duda debía en virtud de su propia lógica desembocar en una evidencia. El sistema hegeliano fue solo la consecuencia más radical de esta estrategia autodenegatoria de la subjetividad moderna. De este modo, cuando Kierkegaard quiso sustraerse a las coacciones exteriores de su existencia luego de su interiorización en el sistema hegeliano, se encontró frente a la tarea de inventar una duda nueva, infinita, que se mantuviese inmune contra toda evidencia, tanto lógica como no lógica, y fuese capaz de fundar una subjetividad nueva, infinita, invencible. La duda cartesiana era una introducción a la evidencia infinita. Kierkegaard, por el contrario, busca escribir una introducción concluyente a la duda infinita.

Toda evidencia produce un efecto no solo fascinante, sino también desengañante, racionalizante, trivializante. La comprensión filosófica, en el fondo, es esta fascinación por medio del desengaño. El trabajo de la Ilustración filosófica consistió, como es sabido, en reducir todo lo maravilloso, profundo y extraordinario a lo banal y manifiesto. Allí donde se logró dicha reducción, la Ilustración se consideró exitosa y suspendió cualquier empeño ulterior. Lo banal, lo trivial, lo ya esclarecido y transparentado fue admitido entonces sin ninguna duda adicional tal como se mostraba con evidencia.2 Este es precisamente el lugar en el Kierkegaard aplica ahora su duda radicalizada. Pues lo banal puede ocultar detrás de sí a lo extraordinario de la misma manera como lo extraordinario oculta detrás de sí a lo banal. Con esta suposición se abre el camino a una duda infinita, absoluta, que ya no tiene más límites. Kierkegaard explora con virtuosismo en sus textos las posibilidades de esta duda radicalizada. Cada vez que habla sobre algo que en algún ámbito de la vida reivindica para sí una importancia extraordinaria, Kierkegaard procede como un típico ilustrado, poniendo en duda y riéndose de dicha reivindicación. Pero cuando se trata de algo completamente banal y manifiesto, Kierkegaard sostiene que detrás de ello se oculta lo radicalmente otro, y llama a dar un salto de fe a través de la superficie de las cosas. La subjetividad del autor se vuelve así infinita, porque se mueve en una duda permanente e insuperable.

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