La tiranía del clic

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La tiranía del clic

TURNER MINOR

La tiranía del clic

BERNARDO MARÍN GARCÍA


Título:

La tiranía del clic

© Bernardo Marín García, 2019

De esta edición:

© Turner Publicaciones, SL , 2019

Diego de León, 30

28006 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: octubre de 2019

Ilustración de cubierta:

Diseño TURNER

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total o parcial de esta obra, ni su tratamiento o trasmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.

ISBN: 978-84-17141-93-6

eISBN: 978-84-17866-37-2

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

turner@turnerlibros.com

A mis chicas:

Irene, Rebeca y Leire

ÍNDICE

Introducción

ILa invención del ‘pincha-pincha’

IIGoogle y Facebook: ni contigo ni sin ti

III49 ‘trapalladas’ que no te dejarán indiferente

IVEl precio de un clic

VLa lucha por una atención distraída

VILas estadísticas: el invento del diablo

VIIEl poder del lector

Agradecimientos

INTRODUCCIÓN

Este libro podría haberse titulado No podrás dejar de leer cuando descubras qué hacen algunos periódicos para conseguir tráfico o 23 motivos para arquear una ceja cuando uno encuentra titulares como este o bien Un periodista trató de aumentar el tráfico sin importarle cómo y no te puedes imaginar lo que pasó. Si el lector es aficionado a picotear información en internet le sonarán este tipo de encabezamientos y seguramente habrá hecho clic en alguno similar. Es probable, asimismo, que tras leer la noticia se haya arrepentido de dicho clic; puede que incluso se haya enfadado porque le han hecho perder unos minutos irrecuperables en algo carente de interés. Si finalmente este libro se titula La tiranía del clic es porque entraña una crítica a esas estrategias del clickbait (‘cebo de clics’ o ‘titulares anzuelo’) y pretende demostrar que se puede atraer al lector sin caer en el engaño. Si tiene este ejemplar en sus manos, puede que la demostración ya esté funcionando.

Esta historia empieza con una idea básica que no quiero obviar: todo el mundo quiere tener la máxima audiencia. Los artistas, los políticos, los predicadores religiosos, los vendedores de cualquier producto… y, por supuesto, todos los medios de comunicación, que tienen la lícita aspiración de llegar a un público lo más amplio posible.

En periodismo, lograr que las historias tengan una gran repercusión no es solo una cuestión de influencia u orgullo personal. Cuantos más ejemplares venda un periódico o más publicidad o suscriptores consiga para su edición digital, mayores ingresos obtendrá y mejor pertrechado se hallará para defender su independencia. Sin querer restar importancia a la libertad de información, una mayor o menor audiencia también supone para los periodistas más o menos dinero. Sí, eso que se intercambia por comida, ropa y un techo bajo el que descansar, y que hasta Kapuściński necesitaba.

Antes los medios dependían sobre todo de la venta en los kioscos y de los anuncios impresos, pero las reglas del juego han cambiado mucho en las últimas dos décadas. Por un lado, las empresas quieren anunciarse lógicamente en los sitios donde se congreguen más lectores o espectadores y, cada vez más, en aquellos que conozcan a su público con la mayor precisión. Por otro lado, los periódicos tradicionales han desarrollado tal dependencia de los ingresos publicitarios digitales –aunque nunca han igualado a los obtenidos por las ediciones impresas antes de la llegada de internet– que se ven inmersos en una feroz batalla por atraer visitantes, en la que rivalizan con los medios nativos digitales y, desde una posición de enorme inferioridad, con todopoderosas plataformas tecnológicas especializadas en atraer la atención de los internautas hasta convertirlos en verdaderos adictos.

Esa relación directa entre audiencia, publicidad e ingresos no tendría que ser perjudicial en sí misma. Sin embargo, mal entendida supone una seria amenaza para el periodismo. La posibilidad de aumentar con facilidad el número de visitas en internet, creando noticias escandalosas y titulares engañosos para lograr un éxito inmediato, se ha convertido en una tentación cotidiana. Casi todos los medios, incluso algunos de los considerados serios, han caído alguna vez en ella. Escribo sobre la tiranía del clic para aquellos a los que les preocupa esta estrategia miope, que conlleva el deterioro del periodismo y la pérdida de confianza de la ciudadanía. La cuestión no es menor. Es probable que la supervivencia de este oficio, entendido como la elaboración del relato más honesto posible de unos hechos, se juegue en este campo de batalla más que en ningún otro.

Este libro está escrito para quienes no entienden por qué de un tiempo a esta parte encuentran noticias tan banales o sensacionalistas incluso en medios pretendidamente serios. O para quienes se sienten estafados porque los titulares que antes informaban honestamente del contenido del artículo se convierten muchas veces en una especie de acertijo, que crea unas expectativas no siempre satisfechas en el interior del texto.

El objetivo no es dar clases de periodismo a nadie. Quien quiera recibir lecciones gratuitas y no solicitadas puede obtenerlas con facilidad en Twitter. Esta es más bien la reflexión de un profesional que lleva veintiún años trabajando en un periódico, fundamentalmente en su soporte digital. Si este libro cae en manos de un periodista, espero que no lo malinterprete. No quiere trasmitir derrotismo, sino animarle a seducir con honestidad a tantos lectores, oyentes o espectadores como pueda con historias en las que de verdad crea. También intenta ofrecer pistas sobre cómo lograrlo con la ayuda de las sensacionales herramientas que ha puesto en nuestras manos la revolución tecnológica. Y, ante todo, pretende lanzar un alegato contra algunas prácticas extendidas que amenazan con liquidar este oficio.

Todos los que hemos trabajado en un medio online hemos oído alguna vez los cantos de sirena del clickbait y del pincha-pincha sin fundamento. La tentación es fuerte, y a veces la línea que separa la legítima búsqueda de la máxima audiencia y el fraude al lector es muy fina, aunque todos sabemos cuándo la hemos cruzado (o, al menos, lo intuimos). Como también sospechamos, y me dispongo a aportar algunos argumentos para sustentar esta sospecha, que a medio y largo plazo la estrategia de buscar el tráfico por el tráfico, sin considerar la calidad de los contenidos, es una carrera que conduce irremediablemente hacia el abismo.

I
LA INVENCIÓN DEL ‘PINCHA-PINCHA

Desde la Edad Media los charlatanes de feria han sabido qué ofrecer al público para captarlo, y su anzuelo ha tomado las formas más variopintas, desde el crecepelo hasta los afrodisíacos. Ejercían aquel oficio tipos espabilados que recorrían pueblos y ciudades vendiendo todo tipo de artilugios y remedios. Su habilidad fundamental, de la que dependía su éxito y su sustento, era la de saber escoger exactamente las palabras que moverían a su incauto público a adquirir sus pócimas y cachivaches. Quizá algún lector los recuerde aún en su versión tradicional. Pero seguro que casi todos los conocen en las múltiples versiones, actualizadas y digitalizadas, con las que se camuflan aún en nuestros días.

Para el charlatán los productos eran lo de menos. De hecho, a menudo eran un fraude. Lo que importaba era venderlos. Convencido el comprador, el negocio estaba hecho. Bastaba con que este no detectara inmediatamente el defecto de la mercancía. Al día siguiente el charlatán probablemente ya se habría marchado a otro pueblo y toda reclamación resultaría imposible.

Ese espíritu nómada era fundamental para la supervivencia del oficio. Las expectativas de los compradores, hinchadas por el parloteo de los charlatanes, no se correspondían casi nunca con la calidad de lo vendido. Y convenía por ello poner tierra de por medio cuanto antes.

Para un tendero establecido en una ciudad, en cambio, este modelo de venta con cebos envenenados resulta contraproducente. Puede y debe, naturalmente, ponderar sus productos ante el comprador, pero hasta cierto límite. Si eleva mucho sus expectativas y estas se ven luego frustradas, el cliente sabe dónde reclamar y, sin duda, dónde no volver a comprar.

El ecosistema de los medios de comunicación se parecía, antes de la irrupción de internet, a una ciudad con un mercado en el que convivían varios establecimientos. Aunque algunos periódicos eran más exagerados y vociferantes en la venta de sus productos, si traspasaban cierto límite se arriesgaban a perder su parroquia en beneficio de los demás. A largo plazo, la mejor estrategia era ganarse la confianza de los lectores y convertirlos en clientes habituales. Muchos de ellos leían un periódico concreto por una cuestión afectiva, como un hábito en ocasiones heredado.

 

La revolución digital hizo tambalearse la relación existente entre los medios y los lectores. Ya no hacía falta tener una enorme imprenta para producir un periódico. Cualquiera podía crear algo parecido desde su casa. La oferta informativa aumentó exponencialmente y el todo gratis se convirtió en el mantra de los nuevos tiempos. Como resultado de ese enorme volumen de noticias a disposición de todo el mundo, la fidelidad a las marcas se diluyó y se disparó el número de lectores promiscuos que picoteaban aquí y allá, en ocasiones sin saber siquiera qué página estaban consultando. Los periódicos estaban desconcertados mientras su modelo de negocio saltaba por los aires. La que se vio como la única salida posible fue la de aumentar la audiencia al máximo para incrementar los ingresos publicitarios.

Una tentación se apoderó entonces de los medios, incluso de los que hasta ese momento habían actuado como honestos tenderos: adoptar las tácticas del charlatán. En vez de esforzarse por construir una clientela fiel, de preocuparse por ofrecer un buen producto, pusieron el foco en vender su mercancía a cualquier precio, sin preocuparse por las posibles reclamaciones. No era el momento de calibrar las consecuencias de esta decisión a largo plazo: la cuestión era salvar el pellejo.

Fue entonces cuando se empezaron a vociferar titulares altisonantes, con una estructura retorcida que nunca antes se había utilizado, diseñados expresamente para intentar pescar al mayor número de incautos: “¡No imaginas lo que hizo un hombre en medio de la calle y nadie trató de impedirlo!”, “¡20 tips para ser feliz instantáneamente!”, “¡Estas raras quintillizas nacieron en 1934. Lo que hicieron después conmocionó a miles de personas!”.

Estos pocos ejemplos –hay millones de ellos en internet– corresponden a noticias reales y no siguen las pautas de los encabezamientos periodísticos. Empecemos por el principio: el titular. Dicen las normas del oficio que es un elemento básico de la noticia, un gancho que atrae al lector y lo invita a profundizar en el texto, y que a la vez sintetiza lo fundamental de la información. Estos reclamos quizá cumplan la primera función. De hecho, están construidos específicamente para captar la atención. Pero, desde luego, no sintetizan nada, sino todo lo contrario: ocultan deliberadamente aspectos importantes de la información o los muestran a medias para “dar misterio” e incitar a los lectores a clicar y descubrirlo.

El genio de la redacción y del marketing Joseph Sugar aseguraba que el propósito fundamental de un titular (aunque él se refería más bien a los anuncios, su razonamiento es plenamente válido para las noticias) es conseguir que la gente lea la primera frase. Y el propósito de la primera frase es que la gente lea la segunda frase. Y el propósito de la segunda frase es que la gente lea la tercera… En estos ejemplos, en cambio, importan poco las frases que vaya a leer el lector: la única pretensión es conseguir el clic.

Quizá el lector no se sienta defraudado con el contenido, pero puede acabar hastiado de tener que clicar una y otra vez para conocer detalles que deberían estar ya en el titular según las reglas del periodismo. Otras veces, los titulares son directamente una estafa: reclamos engañosos que conducen a la decepción o al enfado (¡cómo no va a hacerlo un artículo que promete la felicidad en cinco minutos!).

Estos titulares cebo lograrán pinchazos, un tráfico a corto plazo que sería el resultado ideal para el charlatán, despreocupado de construir una clientela fija porque mañana se largará a otro pueblo. Sin embargo, con total seguridad, la estrategia no resultará rentable a largo plazo para un periódico que aspire a la respetabilidad, pues erosionará su imagen y, lejos de propiciar la confianza del lector, jugará con sus expectativas, lo que no contribuye en ningún caso a la construcción de una audiencia sólida.

La estrategia acaba resultando tan ridícula para los lectores que no es de extrañar que en las redes se rían de ella. En octubre de 2018, bajo el hashtag #click baitvintage, decenas de tuiteros pusieron titulares a grandes momentos de la historia, de la televisión o de la cultura usando estas técnicas del cebo en el anzuelo. “Fue en busca de una nueva ruta para las Indias, pero lo que encontró no estaba en sus planes”, escribió @REAL_SOULMAN sobre un retrato de Colón. “Ulises/Odiseo volvía a casa tras luchar 10 años en la Guerra de Troya. No vas a creer lo que le pasó durante el viaje”, publicó @carmen_caesaris. También en clave mitológica aseguraba @garretus: “Si a tu ciudad le han regalado un caballo de madera tienes que leer esto”.

¿Por qué se ha extendido tanto esta práctica? El motivo fundamental, como veremos con detalle más adelante, es una interpretación cortoplacista del modelo de negocio basado en la publicidad. Evaporada buena parte de los ingresos tradicionales con la irrupción de internet, muchos periódicos se encomendaron a una economía basada en el número de clics. Cada pinchazo suponía dinero de la publicidad. Y como el tráfico de cada noticia podía medirse en tiempo real, las redacciones se convirtieron en máquinas de conseguir audiencia. Naturalmente, se puede y se debe buscar todo el tráfico posible para las informaciones en las que un medio cree, accionando las palancas de distribución que nos ofrecen las nuevas tecnologías, manteniendo el rigor y el respeto por las normas del oficio. El problema es cuando se dinamitan ese rigor y esas normas porque se prima el tráfico por encima cualquier otra consideración. Es decir, cuando nos rendimos a la tiranía del clic.

¿Por qué tanta fijación con los titulares? Si el encabezamiento de una información siempre ha sido muy importante, ahora se ha vuelto crucial. El lector que hojea un periódico de papel se va encontrando, página tras página, con titulares de noticias siempre acompañados de otros elementos que, de un vistazo, pueden ayudarle a decidir si quiere o no detenerse en esa información. Por ejemplo, puede apreciar la extensión del artículo, cómo ha sido valorado (si se sitúa arriba, abajo, en página par o impar) o si lleva una foto o una infografía. También puede, con un mínimo movimiento ocular, consultar el subtítulo, si lo tiene, la firma y el arranque del texto. Digamos que, al margen del titular, la noticia dispone de otros recursos para atraer la atención del lector y decirle: “¡Eh, detente y léeme!”.

En internet la selección de lo que se lee y lo que no es mucho más dramática. El lector de la página principal de un medio digital se enfrenta a menudo a una sopa de decenas de titulares, acompañados como mucho de una foto, firma y, a veces (aunque no siempre), de un mínimo texto. Las distintas informaciones aparecen unas por encima de otras, aunque la jerarquía es mucho más difusa, y más aún en las redes sociales. De un vistazo no puede recabar tantas pistas sobre lo que va a encontrar dentro de la noticia: si quiere saberlo debe pinchar en el enlace, un esfuerzo desmesuradamente mayor que hacer un leve movimiento con los ojos delante de la página impresa. Como resultado, la competencia de los titulares por atraer la atención de ese lector –habitualmente mucho más distraído que el de papel– se convierte en una disputa feroz.

Esa lucha darwinista entre las noticias ha sido un terreno fértil para la proliferación de los titulares cebo. Pero al mismo tiempo supone un desafío apasionante para el reportero riguroso. El periodista del siglo XXI que quiere que todo el mundo lea sus estupendas historias debe dedicar una buena parte de su esfuerzo a buscar un titular atractivo. En realidad, varios titulares. Uno para el artículo en sí –en el que, como veremos, Google tiene algo que decir–, otro para las puertas de entrada a la información (normalmente la portada del medio) y quizá otros reclamos específicos para las distintas redes sociales.

En muchas ocasiones, el periodista estará completamente seguro de cuál es el mejor titular, ese que, según decía el maestro Miguel Ángel Bastenier, es siempre el mejor anzuelo. Pero en otras quizá necesite pedir un poco de ayuda para decidirse; a fin de cuentas, se escribe para los demás. Un titular que le parezca maravilloso al autor de una noticia pero resulte incomprensible para sus compañeros de sección no puede ser bueno. En Verne, la sección de temas virales de El País, los redactores comparten en un chat colectivo varios posibles encabezamientos para sus piezas periodísticas, y sus compañeros debaten cuál les parece más sugerente.

En los últimos tiempos el desarrollo informático se ha permitido dar consejos sobre el asunto, para quien quiera escucharlos. Muchos programas de edición web –programas que se usan para elaborar los periódicos digitales– incluyen la posibilidad de hacer test de titulares (y también, por cierto, de fotos). El redactor que duda entre dos encabezamientos para su texto en la portada de la web puede directamente poner ambos: la mitad de los lectores verán uno y la otra mitad, el otro. Al cabo de unos minutos, el programa le dirá cuál de los dos ha resultado más atractivo, en cuál ha clicado un porcentaje mayor de lectores. En ocasiones los resultados son contraintuitivos. Otras veces sorprende la enorme cantidad de tráfico que puede ganarse o perderse por usar un titular u otro.

Hay quien considera herético usar esta herramienta. Pero no parece que haya problema mientras ambos encabezamientos sean honestos y obviamente se ajusten al contenido de la noticia. De todas formas, siempre queda la opción de no hacer caso a los datos. Aunque uno resulte más atractivo que el otro para los lectores, nada obliga al periodista a decantarse por él. La tecnología debe ser una ayuda, una orientación, y no un corsé opresivo.

Igual que la tecnología puede ayudar al periodista a encontrar un buen titular, las redes sociales han contribuido a través de una serie de movimientos a combatir los malos. Dispuestos a sabotear a los promotores del clickbait, cuentas como @SavedYouAClick o @ahorrounclick, entre otras decenas, dan la respuesta al supuesto misterio antes de que el lector clique, para ahorrarle el esfuerzo y reventar la estrategia del cazador de tráfico. “Menos de dos años duró la tienda que montaron las esposas de Messi y Luis Suárez. ¿Por qué fracasó el negocio?”, se pregunta un medio uruguayo en Twitter. Y la cuenta @ahorrounclick responde: “Porque no vendía lo suficiente y perdía plata (y miren que leímos toda la nota y dice esa obviedad nomás)”. “Hay algo que muchos seguidores de Juego de Tronos están lamentando en este momento”, anuncia un conocido medio digital en sus redes sociales. Y los responsables de @SavedYouAClick contestan (¡Cuidado, spoiler!): “Poner a sus hijas el nombre de Daenerys”.

Hasta ahora hemos hablado de los titulares que se ponen en las puertas de entrada de las distintas informaciones (portadas, posts en redes sociales, boletines de noticias) para invitar a los lectores, por las buenas o con malas artes, a hacer clic en un enlace. Sin embargo, hay otros lectores insensibles a esos anzuelos, que se fijan directamente en los encabezamientos del interior de las noticias y que se ven atraídos por otro tipo de cebos. Son los buscadores y, guste o no, de ellos depende en gran medida el éxito de audiencia de los artículos.

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