Czytaj książkę: «La desheredada», strona 28

Czcionka:

—III—

Tres días después volvió Mariano solo. Parecía más ágil, más despabilado, más dueño de su pensamiento y de su palabra.

«¿Vienes solo?—le preguntó Isidora, asombrada de que no le acompañara su tía.

–Solito.

–¿Y tu tía Encarnación?

–¿La vieja? En su casa. Yo soy hombre… De consiguiente, no necesito que me lleven y me traigan.

–¿Has ido al trabajo?

–Sí.

–¡Mentiroso!

–Mira—dijo Pecado abriendo su mano y mostrando algunas pesetas.

–¿Quién te ha dado eso?

Gaitica.

–¿Gai…?

–Tica, tica. ¿No lo conoces? Es un caballero, un amigo mío.

–¿Y por qué te ha dado ese dinero?

–Porque me lo gané.

–¿Cómo?».

Mariano guardó las monedas para dejar desembarazada la mano, metió esta luego por una abertura de su pantalón y…

«¿Aquí no nos ve nadie?…—preguntó receloso mirando a las paredes y a la puerta.

–Nadie.

–Porque si me guipan…».

Y sacó del bolsillo un objeto cilíndrico, largo, como de media tercia, de dos pulgadas de diámetro. Era un canuto fuertemente liado con bramante.

«¿Qué es eso?

–Un petardo.

–¡Ah!, ¿eso que estalla?—exclamó Isidora con espanto—. ¡Y va a estallar aquí!…

–Burra… no estalla mientras no se le enciende la mecha. Este es para esta noche. Anoche puse uno en la puerta de la casa del duque, y cuando reventó cayeron todos los cristales de dos casas.

–¿Y te ocupas en eso? ¡Bárbaro!… No lo digo porque me importe nada que el palacio del duque salte en cuatrocientos mil pedazos. Yo pondría, si pudiera, un petardo tan grande, que levantara hasta el cielo todos los palacios de esa gente egoísta que nos quita lo nuestro.

–Lo pondremos—replicó Mariano, haciendo de la malignidad y de la estupidez una sola expresión.

–Pero eso es juego de chicos… Es como armar guerra con cohetes en vez de hacerla con cañones. ¿Qué resulta? Que suena mucho, que se asustan los que pasan, que se rompen dos cristales, que se caen algunas personas, y nada más. ¡Simplezas y pamplinas!

–Pondremos uno de este tamaño—dijo Pecado, expresando con la distancia de una mano a otra la grandeza de sus planes de petardista—. Hay en Madrid mucho pillo. Ellos guardan todo el dinero que debía ser para nosotros, ¿eh?

–Lo de menos es que guarden el dinero. Lo peor es que nos quitan nuestro nombre, nuestra representación social; nos meten en calabozos inmundos, nos martirizan, y entretanto ellos gozan y se divierten con lo que roban. El mundo está perdido. Si no sale alguien que le vuelva del revés y ponga lo de arriba abajo y lo de abajo arriba…

–Lo de abajo arriba y lo de arriba abajo—repitió Mariano con el gozo de quien ha encontrado la fórmula de un pensamiento que no ha sabido expresar—. ¿Sabes?… ¡Cosas que pasan! Ayer he visto al señorito Melchor en coche de dos caballos. Iba con dos señoras, dos tías, ¿eh?, y un caballero. Parecía un marqués.

–No le nombres delante de mí—dijo Isidora cerrando los ojos.

–¡Cuánto ha robado!—exclamó el muchacho con cierta efusión—. ¡Y nosotros tan pobres…, porque somos buenos, porque no robamos!

–¡Oh!—exclamó Isidora sintiendo un nudo en la garganta—. Dios nos protegerá. Las persecuciones, los martirios, son nuestras coronas por ahora…; pero esto ha de cambiar. ¿Quién sabe lo que pasará el mejor día? Yo he leído que los soberbios serán humillados y los humildes ensalzados».

Interpretación tan singular del texto evangélico cayó en el cerebro de Mariano como semilla en tierra fecunda, y bien pronto nacieron y fructificaron en él las ideas más extrañas.

«Ellos nos han quitado lo que es nuestro, ¿verdad, hermana?».

Isidora rompió a llorar.

«Sí, sí, sí—dijo entre lágrimas y sollozos—. Picardía tras picardía, nos han quitado nuestro derecho, es decir, nos lo han negado… ¿Cómo? Inventando mentiras, comprando la ley. La ley se vende, hijo. Tú y yo tenemos derecho a una casa y a una herencia. Pues bien: nos la han quitado. Mira lo que han hecho conmigo; meterme en una cárcel. Pues contigo harán lo mismo, y nos ahorcarán, si pueden».

Oía Mariano absorto, y ella sacaba de su despecho admirables rasgos de elocuencia.

«Un marquesado, una fortuna de millones es lo que nos pertenecía. Pues ya ves: cárcel, infamia, pobreza. Tú y yo seremos mendigos o Dios sabe qué. ¡Y Dios permite esto, y el cielo no se hunde, y todo sigue lo mismo! Y clamamos a gritos, sin que nadie nos oiga. Al contrario, a nuestros clamores responden con sus carcajadas, y nos llaman pordioseros, envidiosos, y nos desprecian, nos injurian. De nada nos vale invocar la ley. La ley es suya, porque teniendo ellos el dinero, tienen la conciencia de los jueces… Que me den a mí el dinero, aunque sólo sea por ocho días, y verán lo que soy. Pero estamos sin armas, y ya ves, nos abrasan, nos matan. ¿Qué es la ley? Una engañifa, una farsa. Los que la representan, ¿qué son sino ladrones? La autoridad…, ¡ah!, ¡qué gracia me hace a mí la autoridad! Es la comedia de las comedias, mal representada para engañarnos, para explotarnos.

–Les pondremos un petardo, ¿eh?

–¿Uno? ¡Cuatro mil; un millón!… Tú eres un infeliz, chico, y no sabes lo mala que es esa gente».

Siguieron hablando de esto, y al día siguiente hablaron de lo mismo, porque Isidora, cuando tomaba en su boca este asunto, no lo soltaba fácilmente. A medida que sus ilusiones decaían, determinábase en su alma un cambio de sentimientos; simpatizaba más con el pueblo, a quien creía oprimido, y le entraba un vivo aborrecimiento de la gente grande. Lo más extraño era que, sin ceder en su vanidad ni en lo que pudiéramos llamar coquetería de la desgracia, seguía encariñada con el bonito papel de María Antonieta en la Conserjería. Pero en aquel caso la buena reina estaba martirizada por la cruel y egoísta aristocracia, de donde venía que simpatizase en principio con el vulgo, con el populacho, con los descamisados; y decimos en principio, porque ninguna idea del mundo, unida a todo el despecho de su corazón, le hubiera hecho tolerar la grosería y suciedad de las personas bajas. Pensando en esto, ella daba vida en su mente a una gallarda utopía, es decir, a la existencia posible de un populacho fino o de una plebe elegante y bien vestida. Pero esto, ¿no era una atrevida excursión al porvenir? Algo de genial había en ella, porque, confundida y mareada de tanto pensar, solía poner fin a sus cavilaciones sobre la plebe fina, diciendo: «¡Qué talento tengo y qué cosas me ocurren!».

Capítulo XIV
De aquellas cosas que pasan…

—I—

Desde que Mariano empezó a entonarse, su tía Encarnación no podía hacer carrera de él. Halagos y amenazas, blanduras y rigores, eran igualmente ineficaces contra él. Más le habría gustado a la buena mujer verle travieso, enredador e indomable como en su niñez, que observar aquella indolencia taciturna, aquella tétrica quietud, semejante al acecho de las bestias carnívoras, en las cuales la paciencia es precursora de la ferocidad.

«¿En qué piensas, animal?—le decía bruscamente—. ¿Vas a inventar la pólvora o qué? Eres un talego. ¿Por qué te estás dos horas mirando al suelo? Mira siquiera al cielo estrellado, y aprende para zaragozano, ¡puñales! ¿Vas a hacer el Almanaque del empedrado? ¡Qué poste! Tu hermana, de tanto mirar arriba, se ha perdido. Tú llevas otro camino, pero llegarás al mismo fin. ¿Por qué no trabajas?

–Porque no me da la gana…, hala…—respondía Mariano saliendo de su somnolencia intelectual por la virtud de un pellizco.

–Pues ve a que te mantenga el obispo.

–No necesito que usted me mantenga. Tengo de acá.

–¡Anda, anda, chaval desorejado!… ¡Y con qué tipos te ajuntarás tú para allegar eso! ¿Qué diabluras haces? ¿En qué te ocupas por las noches? ¿Qué llevas aquí debajo de la blusa?

–El copón.

–¡Jo… sús! ¡Qué blasfemias dices! Mira, mira, tú y yo haremos malas migas. Si sigues así, desocupa, hijo, desocupa y deja la casa. El día en que te den garrote iré a verte.

¡Aur!…»—murmuró Pecado con gutural sonido.

Y se marchó despacio, las manos en los bolsillos, la gorra encasquetada, la mirada vagabunda y sin fijeza, como su andar y pensamiento. Algunos días, dando a su teórico paseo una dirección determinada, íbase a casa de Juan Bou, no a pedir trabajo, sino a charlar un poco con el maestro, por quien conservaba ligera inclinación, parecida al afecto. Llegó al taller un día (enero del 77) y encontró al buen catalán festivo y engolfado en el trabajo, como en sus buenos tiempos.

«Hola, tagarote, ¿qué buscas por aquí?—le dijo, tocado de aquella verbosidad que fuera indeterminable si no le entrecortara la tos—. Siéntate. Pues todavía mejoras poco. Hombre, a ver si echas de una vez ese pelo. Tienes la cabeza como la de un ratón acabado de nacer… Te digo que te sientes y que te pongas la gorra. Aquí no se gastan cumplidos. Conque cuéntame: ¿trabajas o no?».

Mariano quiso contestar que no trabajaría más a jornal; pero Bou tenía tantas ganas de decir algo, que le cortó la palabra con la suya inagotable, diciéndole así:

«Aprovecho esta ocasión para decirte que tu hermana es una loca, una mal agradecida, una mujer ligera, una tonta, una disipadora, una cabeza destornillada. Yo la quise como yo sé querer, y me hubiera casado con ella. ¡Voto va Deu, de buena me he librado! Porque tu hermana es una calamidad. Ahí la tienes en la cárcel por terca, porque se ha empeñado en que es marquesa. Tan marquesa es ella como yo subdiácono. En fin, ella lo quiere, con su pan se lo coma. Bien se ha comido el mío; y no creas lo que dicen por ahí, no; no es cierto que yo me gastara con ella lo que me saqué a la lotería y la herencia de mi tío. En total, no me pellizcó arriba de dos mil duros, porque como la Justicia me la quitó de entre las manos cuando menos lo pensaba… Digan lo que quieran, chico, hay Providencia. Mi dinero se salvó en un papel, el auto de prisión; porque trapitos por aquí, trapitos por allá, el caprichito A, la chuchería B, ello es que se me evaporaron diez o doce mil reales en una mañana. Tu hermana es una liquidadora como no se ha visto. En su corazón, lleno de apetitos, está escrito con letras de oro «¡abajo los ricos!». Buena pieza, sí. Es un tigre para el bolsillo ajeno. Quien ve aquella cara, ¿cómo ha de sospechar lo que hay dentro? Quien ve aquellos ojos divinos, donde tienen su madriguera los ángeles, ¡cómo ha de pensar que estos ángeles son una cuadrilla de secuestradores!… Yo estaba ciego, yo estaba tonto. Cuando me mandó la primera carta con su padrino, pidiéndome socorros, me pareció que se me abrían las puertas del cielo. Esta es la mía, dije, y con dos o tres cartas, yo proponiendo, ella aceptando, nos arreglamos. La puse en una fonda mientras arreglábamos una casita; yo estaba embobado; quería probar las delicias del mundo, cuando la Justicia…, ya sabes… Este animal de Bou se quedó con la copa en los labios… Ahora me alegro. Con los pocos tragos que gusté, tengo lo bastante para poder decir: conozco el mundo, señores, conozco sus delicias mentirosas, sus dulzuras y sus quebrantos; sé lo que cuestan los goces. Desde la sobriedad del pobre a la disipación inmoral de los ricos, todo lo conozco, todo es canalla, canalla arriba, canalla abajo. ¿Se hace el bien?, pues nadie lo agradece. ¿Se hace el mal?, pues nadie lo censura. Mal y bien todo es igual. Si amas te desprecian; si eres rico te adulan; si eres pobre te escupen. O si no, observa lo que ha hecho tu hermana conmigo. La saqué de la miseria, la vestí, la calcé, le di regalo, comodidades, cuanto pudiera apetecer. Ella abría la boca y yo abría el bolsillo, y palante siempre. Pues mira el pago. Dice que soy un bruto, que le repugno, que le doy asco. Le mando un ramo de flores y lo pisotea. Le escribo cartas y no me contesta. Voy a verla y me recibe con un gesto… En fin, la he mandado a paseo. Te digo estas cosas para que se lo cuentes a ella. Anda, anda, dile todo; no me importa. Veremos lo que hace cuando se le acabe el dinero y no tenga con qué pagar el cuarto en la cárcel. La pondrán en aquellas grandiosas salas, donde podrá pasearse y comer y dormir con aquellas lindas duquesas y baronesas que están allá por hurtos, lesiones y otras gracias. Bien merecido. Ella no te preguntará por mí. Si te pregunta, le dices que el señor Ipecacuana (así me llama) está contento de haberla perdido de vista, que ha hecho las paces con su bolsillo y con el sentido común, y que le va tan lindamente. Dile que trabajo como antes, que buscaré una mujer de bien con quien casarme; que, como hijo del pueblo, me río de su aristocracia estúpida, y que me alegraría de que todos los aristócratas y chupadores juntos no tuvieran más que un solo pescuezo para ahorcarlos a todos de una vez».

Más hubiera dicho, pero la tos, que por lo homérica, tenía cierta semejanza con la risa de los dioses, le invadió de súbito y allí fue Troya. Concluido el acceso, el ojo rotatorio derramó abundante lloro, mientras el otro, más cerrado que arca de avaro, no daba señales de existencia.

«Y ahora—continuó Bou, gozoso del mutismo de Mariano—, si quieres que te dé consejos, te los daré. Porque tú tan callado, tú tan sombrío, no vienes a que te dé trabajo, ni dinero, sino un buen consejo, que valga millones. Oye bien. Si quieres trabajar, trabaja; si no quieres trabajar, no trabajes. En este mundo, el que más trabaja tiene probabilidades de morirse de hambre, si no viene en su ayuda la lotería o alguna herencia. Tú eres listo; busca un negocio atrevido, emprende algo, especula con la candidez de los demás. Yo he visto mucho mundo, y sé que los más pillos son los que tienen más dinero. Cuando tú lo tengas, gástalo, que hay tontos que al verte tirar tu dinero te darán el suyo; así es el mundo. Haz cosas atrevidas, date a conocer, aunque sea con un gran escándalo; procura que tu nombre suene, aunque sea para decir: «¡Qué bárbaro es!». Aquí hay dos papeles, el de víctima o el de verdugo. ¿Cuál vale más? El de verdugo. Chupar y chupar todo lo que se pueda. El pueblo está sacrificado. Los grandes se comen todo lo que hay en la nación. No hay más que dos caminos: o acabar de una vez con todos los grandes, lo cual no es fácil, o meterse entre ellos y aprender sus marrullerías y latrocinios. Escoge, toma tus medidas y echa a andar palantito.

–Yo—dijo Mariano con súbita animación—quiero que se hable de mí.

–¡Que hablen de ti!…, pues mete ruido.

–Lo que es ruido…, ya lo meto—replicó Mariano.

–¿Cómo? ¿Con un cencerro?

–Con esto—dijo Mariano mostrando un canuto.

–¡Ah! ¡Tunante!…—exclamó Bou muy asombrado de ver el instrumento músico que el chico mostraba—. Conque tú te ocupas… Pues mira: desde hoy perdemos las amistades, porque con esa clase de armas no se defiende al pueblo. ¡Petardos, arma traidora de los perdidos, truhanes, jugadores y demás escoria! Oye tú, mírame a la cara. ¿Me ves bien? Pues este que aquí ves, este nieto de mi abuela, cuando quiere significar su desprecio al Poder público; cuando quiere dar una bofetada a cualquiera que represente la autoridad usurpada y la ley tiránica, lo hace cara a cara, a pecho descubierto, poniéndose entre el peligro y la inmortalidad, entre el verdugo y la gloria. ¡Pero disparar cohetes en la sombra, asustar a las mujeres y desesperar a los de Orden público!… Reflexiona, hijo mío—añadió, después de una pausa, con tonillo de propaganda evangélica que sabía adoptar en ciertos casos—; reflexiona en que si quieres educar tus virtudes cívicas, y llegar al grado de estimación pública a que hemos llegado los que estamos llenos de heridas, los que hemos ido de calabozo en calabozo, los que hemos comido ratas…».

Dios sabe a dónde habría llegado por este brillante camino, si Mariano no se hubiese levantado, anheloso de marcharse. En el singular estado fisiológico en que se encontraba, su lúgubre atonía se interrumpió bruscamente por impaciencias inexplicables. Con un poquillo de ironía dio las gracias al maestro por sus consejos, y se fue a escape, como alma que lleva el diablo.

«Este chico tiene algo»—dijo Bou para sí.

Olvidándose luego del muchacho, siguió pausadamente los pasos contados de su metódica vida; paseó un poco por la tarde, comió después, fue al café, regresó a su casa, y cuando se estaba acostando, ¡ay Dios!, oyose un estrépito tal, que no parecía sino que reventaba una mina junto a la casa y que esta se venía abajo de golpe. El estremecimiento y el ruido dejaron a Bou parado y sin aliento, los vidrios estallaron en pedazos mil, la puerta de la casa saltó del quicio, y el vecindario, alarmadísimo, salía gritando a la calle con pánico horrible…

¡Ah pillete aristócrata!—dijo Bou serenándose al comprender lo que era—. ¡Si te cojo!…».

—II—

Y algunos días después de esto, Mariano estaba en la encrucijada que llaman las Cuatro Calles, mirando indeciso las vías que allí concurren, sin saber cuál escoger para entrar por ella. Oigámosle:

«¿Iré a casa de mi tía? No, que llama a los de Orden público y me cogen. ¿Iré a ver a mi hermana? No, que estará allí Gaitica. ¿A dónde iré?… Dejémonos ir. Por aquí, por la Carrera abajo, veré la gente que va a paseo, veré los coches, subiré al Retiro, y me estaré allí toda la tarde… Hace buen tiempo, tengo dos duros y no se me da cuidado de nada… Ya empieza a pasar la pillería. Allá va un coche…, y otro y otro. Toma, aquel es de ministro. Chupa—gente, ¿sabe el coche? Oigasté, ¿y si le dijeran: «Suelte lo que no es suyo?…». Ahí va otro. ¡Cuánto habrá robado ese hombre para llevar cocheros con tanto galón!… Anda, anda, y allí va un cochero montado en el caballo de la derecha, con su gorrete azul y charretera… ¡Eh!, y en el coche van dos señoras… ¡Vaya unas tías, y cómo se revuelcan en los cojines! Oigan ustés, ¿de dónde han sacado tanto encaje? Y qué abrigaditas con sus pieles… Pues yo tuve anoche mucho frío, y ando con los zapatos rotos. Paren, paren el coche, que voy a subir un ratito. Estoy cansado. ¡Valientes tías!… Subiré por el Dos de Mayo. Por aquí va mucha gente a pie.

»Este Retiro es bonito; sólo que…, de aquellas cosas que pasan, habiendo tantos que tienen frío, el pueblo debía venir aquí a cortar leña… Entro por este paseo de los muñecos de piedra con las manos y las narices rotas. ¡Qué feos son!… Hola, hola, ¿niñitos con guantes? ¡Y cuántos perifollos gasta esta familia! Con lo que lleva encima la criada había para vestir a cuatro mil pobres… El papá debe de haber robado mucho. Está gordo como un lechón… De consiguiente, que lo abran en canal… Tomemos por aquí a la derecha, para ir a la Casa de Fieras… Pero no entraré; estoy cansado de verlas. ¡Puño, cuánto coche! Allá va D. Melchor acompañando a dos niñas. Sí, para ti estaban, bruto. Son las niñas de Pez. Y el Sr. Pez va también con la gran tripa llena de billetes de Banco, que ha tragado… Más coches, más coches, más. Bien dice el maestro que lo bueno sería que toda esta gente no tuviera más que un solo pescuezo para ahorcarla toda de una vez… De consiguiente, todos viviríamos al pelo… Pero ¿qué es aquello que viene allí? ¡Ah!, ya sé. Primero un batidor a caballo. Después el gran coche con seis caballos… Puño, y toda esa gente de galones, ¿para qué sirve? Miale, miale, cómo saluda a todo el mundo, sombrero en mano; y ella también saluda, moviendo la cabeza. Descuidar, que alguno habrá que vus arregle. Yo lo que digo es que muerto el perro se acabó la rabia, y que muerta la cabeza, manos y pies se mueren… Miales, miales; dan vueltas para que les vean mejor. Ahora vuelven para acá; ya vus hemos visto bien.

»¡Valientes perdularios! Si hubiera un hombre de corazón, ¿a dónde iríais a parar todos? Todos os pasaríais al partido de los pobres. ¡Vivan los pobres! digo yo, y caiga el que caiga. ¡Abajo los ladrones!… Puño, vienen más coches, todos con tías brujas o con mozas guapas muy tiesas. Ya, ya; ¿sombrillita para que el sol no les queme las caras? Pues yo, tías brujas, ando al sol y al aire, con los zapatos rotos, y la blusa rota, muerto de frío; con que… ¡Eh!… ¿Quién es aquel que va a caballo? ¿No es Gaitica? El mismo, un chulo vestido de persona decente. Y saluda a dos que van en un coche. Todo porque estos días ha ganado al juego muchos miles. Ladrón, ruletero, chulapo, ordinario, canalla. Apuesto a que pasa por junto a mí y no me saluda; ¿apostamos? Aquí viene; me acercaré para que me vea. Le hablaré en flamenco. «Buenas tardes, zeñó Zurupa».

Esto decía Mariano acercándose a un jinete que avanzaba por la orilla del paseo, montado en un caballo español puro, de cuello corvo y movimientos tan gallardos como pesados. El jinete vio al chico, y entre bromas y veras, sacudió el siniestro brazo, y con el látigo, quizás sin pensarlo, le cruzó la cara, diciéndole: «Granujilla…».