Czytaj książkę: «La desheredada», strona 11

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—II—

La marquesa, que no había dejado de mirar el rostro de su hija hasta que las lágrimas echaron un velo sobre sus ojos, volvió a rezar, y mientras pronunciaba una oración especialmente consagrada a las ánimas, pensaba así:

«Dios te habrá perdonado, pobre alma querida, como te perdoné yo».

Y empezó a traer a la memoria recuerdos mil, algunos tristes como reflejo del cariño herido, otros punzantes y terribles como la imagen del honor vulnerado. Recordó que si las faltas de la hija habían sido de estas que en los términos sociales no tienen excusa, la severidad de la madre había sido implacable. Con estas lastimosas memorias, la marquesa sintió algo que podría llamarse el remordimiento del deber. ¿Había sido cruel con su hija? El descubrimiento de liviandades que pronto se hicieron públicas, puso a la señora a punto de morir de indignación y vergüenza. ¡Qué bien recordaba esto, y cómo se renovaban su iras con las memorias, enardeciéndole la sangre! Ella entonces encerró a su hija, con todo el rigor que la palabra indica. Habíala recluido en aquella habitación, de donde no salía nunca, ni tenía comunicación alguna con el exterior. Vivió como emparedada seis meses. ¿De que murió? No se sabía bien. Murió de encierro, y fue víctima de la inquisición del honor.

¡Oh rigor extremo! La marquesa era una mujer de otras edades. Estaba forjada en el yunque Calderoniano con el martillo de la dignidad social, por las manos duras de la religión. No cabían en ella las viles condescendencias que son el fruto amargo de una de las maneras de la civilización. Mientras su hija estuvo prisionera, se le permitía engalanarse, pero no salir del cuarto. La marquesa no hablaba con ella más que lo preciso, sin usar jamás frase cariñosa ni vocablo atento. La buena señora recordaba, como se recuerda la impresión de una quemadura, estas palabras de fuego dichas por su hija el día antes de caer enferma: «Mamá, mátame con cuchillo; no me mates con tus miradas».

De súbito la enfermedad, incubada perezosamente, estalló, desarrollándose con rapidez en seis días. Desde el primero anunciose un fin desgraciado. Todo el rigor de la madre cedió al instante, como el hielo que se funde. ¡Qué bien recordaba, al cabo de nueve años, la expresión de la cara del médico, las medicinas, los antojillos de la enferma, nacidos de terribles aberraciones nerviosas! Ya pedía flores, ya helados que no había de tomar. De pronto pedía todos los libretos de ópera que se pudieran adquirir. Otra vez hizo llevar a su casa gran parte del almacén de música de Romero. «Pájaros, pájaros…». Le llevaron media plaza de Santa Ana. «¡Oh! ¡Tengo que contestar tantas cartas…!» Y se ponía a escribir. De estos deseos locos, ansiosos, que eran como los tirones que daba la muerte para arrancarla más pronto de raíz, se alimentaba su fiebre galopante.

«Moriste como una pobre mártir—pensó la marquesa, rezando otra vez—. Moriste reconciliada con Dios, recitando oraciones y besando la santa imagen de Nuestro Redentor».

Oyose otra vez la voz del clave, con triste elocuencia de salmodia. La frase tenía un segundo miembro. Bien podría creerse que un alma dolorida preguntaba por su destino desde el hueco de una tumba, y que una voz celestial contestaba desde las nubes con acentos de paz y esperanza. Descansaba el motivo sobre blandos acordes, y este fondo armónico tenía cierta elasticidad vaga que sopesaba muellemente la frase melódica. A esta seguían remedos, ahora pálidos, ahora vivos, sombras diferentes que iban proyectando la idea por todos lados en su grave desarrollo. Las sabias formas laberínticas del canon sucedieron a la sencillez soberana, de donde resultó que la hermosa idea se multiplicaba, y que de tantos ejemplares de una misma cosa formábase un bello trenzado de peregrino efecto, por hablar mucho al sentimiento y un poco al raciocinio, juntando los encantos de la mística pura a los retruécanos de la erudición teológica. Bruscamente, una modulación semejante a un hachazo variaba, con el tono, el número, el lenguaje, el sentido. Estrofa amorosa, impregnada de candor pastoril, aparecía luego, y después el festivo rondó, erizado de dificultades, con extravagancias de juglar y esfuerzos de gimnasta. Enmascarándose festivamente, agitaba cascabeles. Se subía, con gestos risibles, a las más agudas notas de la escala, como sube el mono por una percha; descendía de un brinco al pozo de los acordes graves, donde simulaba refunfuños de viejo y groserías de fraile. Se arrastraba doliente en los medios imitando los gemidos burlescos del muchacho herido, y saltaba de súbito pregonando el placer, el baile, la embriaguez y el olvido de penas y trabajos.

Abriendo el pupitre de un escritorio de ébano, la marquesa revolvía papeles, cartas, objetos diversos. Sus ojos deseaban y temían encontrar las cosas; fijáronse en un paquete de cartas, recorrieron con sobresalto algunos renglones, y se apartaron con horror como de un espectáculo de oprobio. «Se quemará todo esto»—dijo poniendo a un lado el paquete execrable. Después halló un pliego en que estaba empezada una carta. La enferma había tenido delirio de escribir cartas; pero apenas comenzadas, las dejaba. En algunas sólo se veían deformes garabatos, hechos al rasguear de la pluma temblorosa; en otras las letras claras manifestaban ideas sueltas, palabras tiernas agrupadas sin sentido alguno. En algún papel la melancolía había repetido muchas veces una misma palabra, trazándola primero con grandes letras, que luego iban disminuyendo hasta ser como puntos.

«Se quemará todo»—volvió a decir la marquesa, haciendo un montón de lo que se destinaba a la hoguera.

Revolviendo más, encontró un retrato. La señora puso muy mala cara al verlo. Le causaba horror; mas por lo mismo volvió a mirar la aborrecida imagen, porque el odio tiene también sus embebecimientos. No bastaba destinar al fuego la cartulina. Era preciso descuartizar primero al reo. La marquesa rompió en menudos pedazos el retrato.

¡Cómo se reía entonces Beethoven! Su alegría era como la de Mephisto disfrazado de estudiante. Luego entonaba graciosa serenata, compuesta de lágrimas de cocodrilo y arrullos de paloma. Pero la marquesa no ponía atención y seguía rebuscando.

«¿Qué será esto?»—pensó al tomar un paquetito atado con cinta de color de rosa.

Desdobló el paquete y vio un collar de perlitas, con un papel que decía: «Para mi hija. Le suplico que sea buena y rece por mí».

La marquesa lloraba de nuevo. Su mano halló al instante un paquete más chico. Abriolo. Dentro vio una sortija pequeña, con un papel que decía: «Para mi niño, que hoy cumple cinco años. 12 de abril de 1863. Deseo que sea bueno y piense en mí».

La marquesa lloraba ya con ruidosos gemidos. Acudió el perro negro y puso su hermosa cabeza sobre las rodillas de la dama, mirándola de hito en hito con sus ojos negros y cariñosos, a cuya dulzura nada podía compararse. Dejó de oírse la voz inefable del piano, y Beethoven, con su mundo de sentimientos y de formas, desapareció en el silencio como una viva luz tragada por las tinieblas. Acudió el niño músico, y asustado de ver a la señora tan afligida, le preguntó la causa de su duelo. La marquesa le besó en la frente, le tomó después la mano, buscó en ella un dedo…

«¿Es para mí esa sortija?—preguntó el muchacho.

–Para ti. Quizás sea demasiado pequeña… Pero en el meñique bien puede entrar. Ya está. No la pierdas.

–¿Es regalo tuyo?

–Sí».

Y poco después se volvía a cerrar la triste alcoba, y retirándose personas y luces, todo quedaba en silencio y soledad tristísima. Y al día siguiente se hizo una mediana hoguera en la chimenea, donde ardieron con chisporroteo, que parecía una protesta contra la Inquisición, papeles varios, recuerdos, flores, mechones de cabello, cartulinas. Majestuosamente sentado sobre sus cuatro remos, el perrazo negro presenciaba con atención solemne aquel acto, retratando en sus pupilas de endrina la llama movible que se comía, sin hartarse, las páginas del ignorado drama. Cuando la llama se extinguía, lamiendo las últimas cenizas, Saúl bostezó con soberano fastidio.

Y no hubo más. El piano sonó también casi todo aquel día, y al siguiente la señora marquesa, acompañada del caballero cacoquimio, del niño músico, de las dos criadas extranjeras y del perro, partió para Córdoba; y el caserón de Aransis se quedó otra vez solo, frío, obscuro, mudo, como inagotable arca de tristezas que, después de saqueada, conserva aún tristezas sin número.

Capítulo X
Sigue Beethoven

El caserón, no obstante, tenía su alegre nota. Como la voz del grillo en una grieta del sepulcro, así era la voz del conserje Alonso, cantando peteneras en su habitación cercana al portal y en el patio. Era un hombre casi viejo, de buena pasta, honrado y comedido. Vivía allí con su mujer enferma, de la cual no tenía hijos, y la mitad del día se la pasaba trabajando en carpintería, por pura afición, bien haciendo marcos de láminas, para lo que tenía especiales aptitudes, bien arreglando muebles antiguos para venderlos a los aficionados. No se sabe qué funciones había desempeñado en la casa en su juventud. Creemos que fue montero, porque siempre acompañaba al marqués de Aransis en sus excursiones venatorias. Lo cierto es que en una de estas tuvo Alonso la desgracia de perder una pierna, de lo que le vino aquel destino sedentario. A pesar de ser hombre acomodado (pues a sus gajes y ahorros añadía una regular herencia), nunca quiso abandonar el puesto humilde de conserje. Era natural del Toboso, y algo pariente de los Miquis. Manejaba los capitalitos de algunos manchegos que querían colocar su dinero en fondos públicos. Y ved aquí un banquero que pasaba horas largas limpiando metales, quitando el polvo, haciendo recorrer tejados y chimeneas, y cobrando, por ayudar al administrador, los recibos de inquilinato de las muchas casas que el marquesado de Aransis posee en Madrid.

Estaba una mañana el buen hombre en el patio, cuando se abrió la puerta y aparecieron tres personas. Una de ellas saludó con mucha afabilidad a Alonso, el cual dijo así:

«¡Dichosos los ojos que te ven, Augusto, cabeza sin tornillos…! Ayer tuve carta de tu padre. Dice que le escribes poco y que andas distraidillo.

–¡Pobre viejo!… Si le escribo todas las semanas… ¿Y cómo está Rafaela?¿Qué tal va con las píldoras?

–Pues no va mal. Hoy, como está el día tan bueno, le dije: «Anda, mujer, anda a que te dé un poco el aire». Y con efecto, ha salido. Ya sabes que un hermano suyo ha venido a establecerse en Madrid. Hará dinero, porque estos catalanes saben ganarlo. ¿No le has oído nombrar? Juan Bou, litógrafo. Está viudo; necesita quien le ayude a arreglar su casa…, y con efecto, Rafaela ha ido allá… Es calle de Juanelo. Yo debía haber ido también, y con efecto…

–Con efecto—dijo Miquis repitiendo el estribillo de su amigo—, veníamos… Ya me parece que hablé a usted de ello la semana pasada. Estos dos amigos, esta señorita y este caballero, desean ver el palacio de Aransis. Cuentan que es tan hermoso…».

Alonso era complaciente. Entró en su vivienda, sacó un manojo de llaves, y señalando la escalera, dijo con formas respetuosas:

«Pasen los señores. Verán lo que hay».

Miquis, presentando a los que le acompañaban, no pudo reprimir sus instintos de malignidad zumbona, y habló así con afectada finura:

«El Sr. D. José de Relimpio y Sastre, ¡consejero de Estado!».

Don José se inclinó turbado, sin atreverse a contestar.

«Y su sobrina, la señorita de Rufete, que acaba de llegar de París…».

Isidora miró a Miquis con tan indignados ojos, que el estudiante no se atrevió a seguir. El conserje echó una mirada a la poco flamante levita de D. José y al traje sencillamente decoroso de Isidora, sin hallarse completa armonía entre el vestido y las personas. O quizás, hecho a las burlas de Miquis, no quiso llevar adelante sus investigaciones. Subieron.

«Esto es del género Luis XV—dijo con ínfulas de cicerone instruido, enseñándoles la primera sala—. La decoró el señor marqués viejo. Aquí todo es antiguo».

Como en nuestra moderna edad, tan pronto demasiado enfatuada como descontenta de sí misma, se ha convenido en que sólo lo antiguo es bueno, Miquis, que hacía el papel de artista magistralmente, empezó a manifestar esa admiración lela de viajero entusiasta, y a lanzar exclamaciones, y a torcerse el pescuezo para mirar el techo, quedándose una buena pieza de tiempo con la boca abierta.

«Esto es maravilloso—decía—. Vaya con las patitas de las consolas… ¡Qué elegancia de curvas! ¿Y esas cortinas con amorcillos y guirnaldas?… ¡Pero dónde llega el techo…! ¡María Santísima! Yo me estaría toda la vida mirando esas pastoras que dan brincos y esos niños que cabalgan en un cisne. Ha de convenir usted conmigo, Sr. D. José, en que hoy por hoy no se hacen más que mamarrachos. Aquí tenemos un salón que usted debía tomar por modelo para el palacio que está usted construyendo en la Castellana. Verdad que no tiene usted allí una pieza tan grande; pero mucho se puede hacer todavía mandando tirar algún tabique».

Don José le daba con disimulo codazos y más codazos para que cesara en sus burlas. También Relimpio creía de su deber honrar la casa que visitaban, embobándose de admiración y lanzando interjecciones cada vez que el bueno de Alonso señalaba un espejo, un cuadrito o el biombo de cinco hojas, tan lleno de pastores que ni la misma Mesta se le igualara.

«Y a ti, Isidora, ¿qué te parecen estas maravillas?—prosiguió Augusto, cuando pasaban a otra sala—. Probablemente no te llamarán mucho la atención, porque vienes del centro mismo de la elegancia y del lujo, de aquel París… Mira, mira estos retratos de caballeros y señoras de los siglos XVI y XVII… ¡Qué nobles fisonomías! Aquel que empuña un canuto, semejante a los de los licenciados del ejército, debe de ser algún guerrero ilustre. ¡Vaya unos nenes! Aquella señora de empolvado pelo, ¡cuán hermosa es y qué bien está dentro de su tonelete! ¿Y aquella monja?…

–Es el retrato de sor Teodora de Aransis—indicó Alonso con respeto—, superiora del convento de San Salomó, donde murió ya muy anciana y en olor de santidad hace diez años.

–¡Guapa monja! ¿Qué tal, D. José?».

Don José dijo al oído de Miquis:

«¡Si pestañeara!…».

Pasaron de sala en sala, cada vez más admirados; Miquis, enfático y grandilocuente; D. José, repitiendo como un eco las exclamaciones de su amigo; Isidora, muda, absorta, abrumada de sentimientos extraños a las emociones del arte; mirándolo todo con cierta ansiedad mezclada de respeto, que más bien parecía el devoto arrobamiento que inspiran las reliquias sagradas.

Llegaron al gabinete donde estaba el piano. Dejando que marcharan delante Alonso e Isidora, D. José se llegó a Miquis y en voz baja le dijo:

«Oiga usted lo que pienso, amigo D. Augusto: ¡Lo que es el mundo!… ¡Que unos tengan tanto y otros tan poco!… Es un insulto a la humanidad que haya estos palacios tan ricos, y que tantos pobres tengan que dormir en las calles… Vamos, le digo a usted que tiene que venir una revolución grande, atroz.

–Eso digo yo, Sr. D. José. ¿Por qué todo esto no ha de ser nuestro? A ver, ¿qué razón hay? ¿Qué pecado hemos cometido usted y yo para no vivir aquí?

–Justamente: ese es mi tema.

–Hay que decir las cosas muy claritas.

–Que venga esa revolución, que venga. ¿Somos iguales, sí o no?

–Sí—afirmó Miquis con acento de Mirabeau.

–Así es que yo no me explico…».

La mente de D. José caía en un mar de confusiones, hundiéndose más a medida que veía más objetos, ya de lujo, ya de comodidad. Iba a seguir emitiendo juicios muy filosóficos sobre aquella revolución próxima, cuando Miquis acertó a ver el piano. Verlo, correr hacia él, abrirlo, hojear los papeles de música, y dar con su dura mano un acorde en la octava central, fue cosa de un instante.

Beethoven estaba en aquel ingente librote, que por lo grande, lo revuelto, lo obscuro, tenía algo de mar; allí estaba su turbulento genio escondido debajo de mil líneas, puntos, rasgos, tildes y garabatos que parecen oscilar, encresparse y confundirse con la rítmica hinchazón de las olas. En la superficie alborotada de un libro de sonatas difíciles, sólo es dado navegar al músico experto. También estaba allí la nave, admirable construcción de Erard. No faltaba más que el piloto, el músico, el intérprete, bastante hábil para lanzarse al abismo con ánimo valeroso y manos seguras. Miquis sentía la inspiración en su mente; pero sus dedos, tan adiestrados en la cirugía, apenas acertaban a manejar torpemente algunas teclas, esto es, que no sabían apartarse de la orilla.

Pero tocó. Apenas podía leer la enmarañada escritura del autor de Prometeo. Los sonidos equivocados, que eran los más, le desgarraban los oídos. El tono era difícil, y anunciaba sus asperezas una sarta de infames bemoles, colgados junto a las dos claves, como espantajo para alejar a los profanos. No obstante, ayudado de su voluntad firme, de su anhelo, de su furor músico, Miquis tocaba. Pero ¡qué sonidos roncos, qué acordes sesquipedales, qué frases truncadas, qué lentitud, qué tanteos! Resultaba lastimosa caricatura, cual si la poesía sublime fuera rebajada a pueril aleluya.

En tanto, Alonso abría la puerta de la alcoba, y sin traspasar el umbral de ella, en voz baja y con respetuoso acento, hablaba de una persona muerta allí nueve años antes, de la puerta cerrada, del retrato, de la quema de papeles, de la piedad de la señora marquesa…

«Y con efecto—añadió tocándose la punta de la nariz con la ídem del dedo índice—; dicen, y yo estoy en que será verdad, que para el año que viene se hará aquí una capilla… ¡Qué guapa era la señorita! ¿No es verdad?».

Los tres contemplaron en silencio el retrato: Alonso, con lástima; Relimpio, con la curiosidad mundana del que se cree experto en cosas femeninas; Isidora, con doloroso pasmo en toda su alma, el cual crecía, dándole tantas congojas, que retiró su vista del cuadro y se apartó de allí para no dar a conocer lo que sentía.

Ninguno de los presentes conocía el secreto de su vida. No quería confiarlo a D. José, por ser demasiado sencillo, ni a Miquis, por excesivamente malicioso. En la semana anterior fue grande su disgusto al saber, por Saldeoro, que la marquesa de Aransis había estado en Madrid tres días y que ella, por ignorarlo, no se había presentado a la noble señora. ¡Qué contrariedad tan penosa! Pasados algunos días, como sintiese cada vez más vivo el deseo de ver el palacio de Aransis, no quiso dejar de satisfacer prontamente aquel antojo y se valió de Miquis, cuya amistad con el guardián de la casa le era conocida. ¡Qué día aquel! Todo cuanto allí vio le había causado profundísimas emociones; pero el retrato, ¡cielos piadosos!, habíala dejado muerta de asombro y amor.

«¡Si pestañeara!—dijo para sí aquel calaverón incorregible de D. José Relimpio—. Yo he visto esa cara en alguna parte; esa fisonomía no me es desconocida».

Alonso seguía dando noticias discretas y mostrando algunas preciosidades, a lo que atendía con mucha urbanidad el padrino de Isidora. Pero esta no veía ni oía nada. Se había quedado de color de cera, y temblaba de frío. Por un instante sintiose a punto de perder el conocimiento, y a su turbación uníase, para hacerla más honda, el miedo de darla a conocer ridículamente. Se sentó; hizo firme propósito de serenarse. La endemoniada, balbuciente y atroz música de Augusto le rompía el cerebro. No era aquello el canto numeroso ni el expresivo lloro de las Musas, sino el berraquear insoportable de un chico mimoso y recién castigado.

«Música alemana, ¿eh?—indicó Relimpio con airecillo de suficiencia—. Señor de Miquis, si eso parece un solo de zambomba…

–¡Pobre Beethoven mío!—exclamó el estudiante dejando de tocar y haciendo un gesto de desesperación—. ¡Qué lejos estabas de caer entre mis dedos!

–Me parece que debemos marcharnos—dijo el tenedor de libros ofreciendo un pitillo a Alonso, que respondió: «No lo gasto»—. ¿Nos vamos, Augusto?

–A escape. Ya no me acordaba de que tienen ustedes que ir a comer a la embajada inglesa…».

Salieron, desandando las habitaciones, no sin volver a contemplar de paso lo que ya detenidamente habían admirado. Isidora se quedó atrás. ¡Qué ansiosas miradas! Sin duda querían recoger y guardar en sí las preciosidades y esplendores del palacio… Cuando llegó a la última sala se oprimió el corazón, dilatado por furioso anhelo, y no con palabras, sino con la voz honda, tumultuosa de su delirante ambición, exclamó: «¡Todo es mío!».