Czytaj książkę: «El medallón misterioso», strona 2

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Poco podía hacer ya Miles, con su espada, para contenerlos. El combate estaba perdido y las damas no se levantaban.

Así que el guerrero agarró rudamente a Javier por la capucha de la sudadera y tiró de él con fuerza, arrastrándolo río abajo, lejos de la contienda. El muchacho quiso zafarse, pero no le sirvió de nada.

—¿Qué haces? No podemos abandonarlas así… ¡Tenemos que salvarlas! —gritó, exasperado. No es que quisiera luchar con aquellos monstruos. ¡Esa idea le aterraba! Pero se resistía a abandonar a las únicas personas amigas que conocía en ese mundo, las únicas con las que podía tener un objetivo en común, salir de allí.

—¡Es inútil! —sentenció el errante tirando con más energías de él.

Llevaba al chico a rastras mientras huía, con el agua ya por la cintura. Sus músculos y tendones de atleta acusaban el esfuerzo y se le marcaban claramente, lo mismo que las venas del cuello.

Lograron ganar unos metros preciosos hacia la libertad porque sus perseguidores no se atrevían a entrar en esa parte estrecha del río, donde la corriente era ya demasiado rápida y las paredes de roca, demasiado altas.

Javier volvió a forcejear con el errante para intentar liberarse. Estaba furioso, creía que solo buscaba salvar su culo.

—¡Ahora, no! —contestó Miles con apremio. Había arrojado la capa contra la cara de uno de los perseguidores para cegarlo momentáneamente y quitarse un peso de encima. También había envainado su espada mientras corría. Con la otra mano aferraba al chico y lo empujaba, obligándolo a caminar torrente abajo, quisiera o no. Para el niño esa huida era una traición.

—Pero, pero… ¡las matarán! —gritó desesperado.

—No. Ya lo has oído. ¡Las necesitan vivas! —Y añadió—: ¡No podremos salvarlas si nos hacen también prisioneros!

El muchacho pareció comprender al fin, porque la expresión de su cara cambió.

—Y ahora, si quieres salir de esta… ¡nada! —recomendó el guerrero lanzándole a lo más hondo del río de un empujón. Después se echó él mismo al agua, aferró el escudo de madera que flotaba sobre las olas y se dejó llevar por la corriente detrás del muchacho.

Desde ahí, el río se precipitaba por un cauce encajonado entre dos escarpaduras. Solo había una vía de escape, el mismo camino peligroso que seguía el agua.

El muchacho apenas podría recordar después los detalles del accidentado descenso por los rápidos y nunca se explicaría cómo había logrado salir vivo de aquel cañón. Pues la fuerza del agua lo arrastraba y más de una vez creyó que iba a morir estrellado contra una roca o ahogado en el torrente.

Un torbellino de olas y espuma arrastró consigo, impetuoso, a los dos fugitivos. Ellos solo podían luchar para mantenerse a flote. Atrás quedaron sus perseguidores.

Dos enanos montados en aquellas mantis negras les habían seguido tenazmente por la parte alta del acantilado, pero tuvieron que frenar la carrera al llegar al borde de una cortadura. Ahora contemplaban coléricos cómo el río les arrebataba a unas presas que ya consideraban suyas.

Viendo el giro que tomaba aquella fuga, los endiablados jinetes consideraron más prudente desistir de su empeño. Si no se ahogaban en esas aguas revueltas, tarde o temprano los humanos tendrían que regresar a tierra firme —eso lo sabían sus perseguidores— y entonces los cazarían; les harían pagar cara su huida, sobre todo a aquel tipo de la ballesta; harían que los insectos se comieran sus ojos para torturarlo. Eso mascullaban, furiosos.

Lo último que vieron los perseguidores fueron dos cabezas, una rubia y otra morena, flotando junto a un tronco a la deriva, mientras se alejaban barranco abajo a lomos de la tempestuosa corriente. Poco después, el tronco desapareció también de la vista de los cazadores en la lejanía.


UN MALDESPERTAR

Mientras Javier y Miles todavía luchaban por salir del río, Nika había despertado con un fuerte dolor de cabeza. Se encontró tirada sobre unas piedras y rodeada por los rostros más feroces y horripilantes que había visto en su vida. Unos rostros escamosos y lampiños de pez abisal, con barbillas salientes, pómulos marcados y frentes en retroceso. Sus ojillos eran pequeños como botones de camisa, con pupilas verticales de serpiente, y sus bocas sin labios eran por el contrario enormes, abiertas de lado a lado de la cara. Unas bocas que dejaban al aire dos filas de dientes de aguja, largos y curvos, con colmillos sobresalientes que al juntarse producían un chasquido siniestro. En cambio, no tenían narices ni orejas, al menos visibles, solo se veían dos pequeños orificios sobre la boca para respirar y unas ranuras oblicuas a los lados de la cabeza protegidas por una especie de aleta de pez y por un pliegue móvil de la piel. Una cresta aserrada y cartilaginosa, que recordaba a la aleta dorsal de algunos reptiles, les recorría el cráneo desde mitad de la frente hasta la nuca. Estaban cubiertos de escamas y tenían dedos largos de lagarto, aunque caminaban erguidos y mostraban la inteligencia de un ser humano primitivo.

Parecían el producto de una mente calenturienta. Un cruce imposible entre hombre, pez abisal y reptil.

Al principio no se dieron cuenta de que la prisionera había despertado.

Espiando a través de las pestañas, Nika contó hasta cuatro de aquellos lagartos duendes. Se golpeaban furiosos las corazas que les cubrían, hechas con cuero y pieles de animales, y esgrimían unas armas toscas. Parloteaban agriamente entre sí, enseñando los dientes, y parecían enzarzados en una disputa. Hablaban con sonidos guturales primitivos, chasquidos de lengua y cloqueos, más que con palabras articuladas. Les faltaba poco para llegar a las manos. Por lo visto, no estaban contentos con los resultados de la caza.

De los seis que habían formado inicialmente la partida, dos pigmeos yacían en el barro, muertos, y los cadáveres de tres mantis gigantes vertían un líquido negruzco en las aguas del torrente.

Estaban acostumbrados a sembrar el terror sin esfuerzo y, cuando salían a cazar humanos, los capturaban sin demasiada resistencia como a conejos asustados. Pero aquel guerrero les había plantado cara con una eficacia y unos reflejos demoledores, sin demostrar miedo. Para colmo, conocía bien el terreno que pisaba y había sabido aprovecharlo huyendo por el único elemento en el que las skrugs se desenvolvían con dificultad y donde más fácil se podía perder el rastro.

Ahora, los pigmeos supervivientes estaban reunidos en corro y reñían entre ellos, dándose empujones y puñetazos violentos. O bien se echaban las culpas los unos a los otros por los errores cometidos o no se ponían de acuerdo sobre el plan de acción que debían seguir.

Apeados de sus monturas parecían más pequeños e insignificantes, pensó Nika. Se desplazaban a saltitos, flexionando las rodillas. Sus brazos flacos tenían una largura desproporcionada y sus manos eran nerviosas y huesudas con unos dedos de reptil y unas uñas negras en punta, tan afiladas como los dientes. Daban grima.

La chica desvió la vista con cuidado de no delatarse para explorar los alrededores. Observó que seguían al fondo del mismo barranco donde la habían capturado. No se habían movido del sitio.

Al mirar a su derecha, tropezó con unas patas aserradas descomunales de cangrejo que se clavaban en la tierra delante de sus narices. Cuando levantó la vista, con un escalofrío, descubrió a su lado a una de aquellas horribles mantis. Estaba alimentándose con los restos de uno de sus congéneres caídos, tan cerca que la chica podía contar cada pelo filoso que salía de su abdomen. Con las pinzas delanteras sujetaba la pieza y al mascar con el pico producía unos crujidos de cáscaras rotas que se mezclaban con el sonido repulsivo que hacía al sorber el contenido.

Mientras ella la espiaba, la cabeza triangular de la skrug giró 180 grados sobre la base del cuello hasta volverse completamente. Nika no pudo evitarlo. Se le escapó un grito de miedo cuando los ojos saltones, globosos y fríos del insecto se clavaron en ella.

Al instante siguiente, uno de los pigmeos se inclinó sobre la muchacha con los dientes puntiagudos de aguja tan pegados a su cara que pudo sentir la humedad de su saliva en la mejilla. Sus ojos amarillos la recorrían con malignidad.

Aturdida y horrorizada por esa visión, Nika hizo un brusco movimiento de retroceso hasta tropezar con otro cuerpo que se interpuso en su camino y la detuvo. Intentó apretar la pulsera para huir, pero entonces se dio cuenta de que tenía los brazos maniatados a un palo e inmovilizados de tal modo que no podía juntar las manos ni llegar con los dedos a la muñeca. No pudo ver qué obstáculo había detrás porque se encontró bajo las fauces de otro pigmeo. Ella cerró los ojos con verdadero terror y se quedó quieta, rogando mentalmente para que alguien la librase de aquella pesadilla.

Solo oyó un grito agrio, mezcla de cacareo y chasquido. Después de eso, los salvajes se apartaron y la dejaron en paz. Volvían a hablar entre sí con aquel lenguaje altisonante, áspero y grosero.

Al cabo de un rato, la muchacha se atrevió a abrir de nuevo los ojos con disimulo. Los pigmeos formaban un corro en cuclillas, a unos metros escasos. Se volvió con precaución para buscar a sus amigos. Las patas de la skrug seguían estando muy cerca, pero se esforzó por ignorarlas. Giró el cuello sin hacer ruido y descubrió que justo detrás se encontraba Finisterre, muy pálida y despierta, empapada también. Era el cuerpo con el que había ido a chocar de espaldas.

La pelirroja le parpadeó un mensaje de ánimo en silencio. Tenía las manos atadas, igual que la niña, y un chichón sangrante en la esquina de la frente. Aparte de eso, no parecía estar herida.

De Javier y Miles no había rastro. Ignoraban que sus amigos habían escapado, porque se habían desmayado antes, y la incertidumbre sobre su suerte las corroía.

Por fin, el que parecía su jefe lanzó un grito, que sonó como un cloqueo, y todos callaron. A una nueva orden, los salvajes se levantaron bruscamente y se pusieron en movimiento a la vez.

Uno de los duendes bajó a la orilla del río y regresó arrastrando consigo la capa y la ballesta del errante, que arrojó delante del hocico de una de las skrugs vivas y dejó que los olfateara. Después las apartó y se montó de un brinco sobre la bestia.

Un temor más grande se apoderó de las prisioneras al ver las posesiones de Miles en manos de aquel duende. ¿Estarían muertos sus compañeros de aventura?

«Que no les haya ocurrido nada malo, por favor...», rogaron, angustiadas.

Dos de los pigmeos las obligaron a levantarse a puntapiés. Agarraron el extremo de la soga con que las tenían maniatadas, tiraron de ellas y les hicieron caminar penosamente montaña arriba tras las patas zancudas de una de las mantis. Uno de los pigmeos iba montado delante en su cabalgadura y el otro detrás, vigilándolas estrechamente.

En cambio, los otros dos pigmeos y la tercera skrug tomaron una ruta distinta, barranco abajo, siguiendo el curso del río. Buscaban algo. ¡O a alguien! A Miles y a Javier, no podían ser otros, se dijeron. Y eso despertó una leve esperanza en el corazón de Nika y Finis.

Ya no pudieron ver más. Habían emprendido un camino distinto junto a sus carceleros, remontando penosamente la cuesta que antes habían descendido a trompicones.

Mientras se alejaban por el bosque, las dos se preguntaban aterradas qué pretendían hacer esas bestias con ellas y adónde las llevarían. ¿Por qué las habían hecho prisioneras? ¿Encontrarían de nuevo a sus amigos, vivos? Pero, sobre todo, ¿volverían algún día a casa?


LA HUIDA

En cuestión de minutos, una corriente de aguas turbulentas que bajaba de las montañas arrastró a los dos perseguidos muy lejos de los duendes con piel de lagarto y de sus endiabladas monturas, a una velocidad de vértigo. Para Javier Goñi, aquel descenso a tumba abierta por las aguas bravas de un río perdido en la frontera de Aerne-Gorothia sería una travesía de infarto que jamás olvidaría.

Las aguas se precipitaban tumultuosas por una escala natural de piedra. La fuerza del oleaje les sumergía a Miles y a él dejándoles casi sin respiración. Les zarandeaba como si fueran muñecos y les arrastraba barranco abajo. Ellos braceaban desesperados entre olas rugientes de espuma. Pero todos sus esfuerzos por mantenerse a flote resultaban pequeños ante la fuerza elemental de aquel torrente.

Miles tropezó en su accidentada travesía con un tronco que navegaba a la deriva y se aferró a él. Lanzó un grito de aviso a su compañero, pero el fragor de la corriente ahogaba su voz. Así que, aprovechando un golpe de ola, el guerrero Ad-whar pataleó, estiró el brazo todo cuanto pudo y consiguió enganchar al muchacho por la ropa, luego lo atrajo de un tirón hacia él. «¡Agárrate!», chilló. Para Javier fue un alivio encontrarse con aquel inesperado salvavidas, porque estaba a punto de sucumbir.

El tronco les sirvió de ariete y de flotador a la vez durante el descenso, y salvó sus vidas. A cada choque con las rocas saltaba una lluvia de astillas y toda la madera temblaba, pero el tronco seguía adelante sorteando los escollos y cabalgaba sobre las olas salvajes con los dos fugitivos aferrados a su cintura.

Por fin las paredes de la montaña se abrieron. Parecía que su azaroso descenso iba a acabar. Sin embargo, al final del barranco les esperaba un último salto, el más peligroso, una caída hasta un remolino donde el torrente se reunía con su hermano mayor, un río caudaloso de montaña que bajaba crecido por la tormenta del día anterior.

Los dos se zambulleron a la vez en la poza. La fuerza del remolino tiraba de ellos violentamente hacia abajo en medio de un hervidero de burbujas que les impedía respirar. Por suerte, su milagroso salvavidas de madera logró salir a la superficie arrastrando a los dos náufragos consigo.

Sacaron la cabeza con ansia buscando el aire que les faltaba, patalearon y se aferraron con más fuerza al madero que, tras unas vacilaciones, continuó su camino corriente abajo por el cauce de un río ancho y profundo. Y ellos nadaron agarrados al tronco.

Un kilómetro y medio más abajo, aproximadamente, el terreno se allanaba y las aguas dejaron de rugir. La furia del río se fue aquietando. Ellos probaron a dirigir el tronco hacia remansos más tranquilos. Pataleando y remando con un brazo, llegaron hasta una zona donde las aguas se desbordaban mansamente inundando la ribera. Solo entonces, al hacer pie, los dos fugitivos se atrevieron a abandonar su salvavidas y caminaron juntos hasta la orilla más cercana.

Primero Javier y detrás suyo el hombre, los dos salieron del río con pasos tambaleantes, chorreando, tosiendo y vomitando un agua turbia con sabor a barro.

El chico se dejó caer aturdido sobre un trozo de terreno seco nada más pisar la orilla, con respiración jadeante. A sus catorce años, era la primera vez que vivía una situación así, tan al límite, y en ese momento no deseaba protagonizar otra aventura semejante nunca más.

Confuso y mareado, no quería pensar en sus dos compañeras perdidas, en Mónica y Finisterre. No quería pensar en nada. Las sensaciones vividas en el accidentado descenso por aquel torrente embrutecido ocupaban toda su mente. Le dolían las piernas, los brazos, todo el cuerpo. Temblaba.

La ropa chirriada le pesaba tanto que enseguida se sacó a tirones el jersey y la camiseta y los arrojó sobre las piedras. Luego se tumbó boca arriba completamente agotado, sin fuerzas, vacío de todo.

Al contrario que él, Miles se quedó de pie con las piernas medio flexionadas, la cabeza hundida entre los hombros y las manos apoyadas sobre las rodillas. Inspiraba y expiraba el aire con repetida fruición, tan honda y profundamente como se lo permitían sus pulmones. Intentaba recuperar las fuerzas sin rendirse a la tentación fácil de tumbarse en la hierba.

Pronto se dejaron de escuchar sus toses y jadeos. En cuanto pudo respirar con normalidad, el guerrero Ad-whar se irguió en toda su estatura y procedió a examinar los alrededores con su vista aguda. Luego repasó las pertenencias que le quedaban. Había perdido parte de sus posesiones durante la lucha y en la huida posterior; le faltaban el escudo y la ballesta, también la capa. Pero aún tenía el hacha y el cuchillo de monte, y la daga a salvo dentro de su bota. Por supuesto conservaba la espada, jamás se separaba de ella. La desenvainó y examinó la rectitud de la hoja. Pasó el dedo con suavidad por el filo y comprobó, satisfecho, que ningún golpe la había mellado; luego batió el aire con su hoja para pulsar su equilibrio antes de devolverla a la funda y depositarla cuidadosamente sobre la hierba.

Sus movimientos hicieron que Javier despertara de su letargo y abriera los ojos.

—¿Qué… qué eran esas ‘cosas’? —preguntó con un escalofrío aterrorizado. No hacía falta que describiera a las mantis gigantes para que el guerrero supiese de qué hablaba.

—Skrugs. ¡Los caballos del diablo! Son bestias de la Región de Penumbra. Unas depredadoras implacables.

—¿De la Región de Penumbra? —repitió el chico a lo tonto. Ignoraba qué lugar sería aquel—. ¿Y esos enanos horribles?

—¡Ellos son el diablo! —declaró el guerrero sin vacilar—. Reptilianos. Seres oscuros. ¡Darkos!, así los llaman. Una raza subhumana de caníbales y cazadores de cabezas.

El niño tragó saliva mientras el guerrero dirigía sus ojos pensativos hacia la montaña, aguas arriba.

—Es raro verlos por aquí. Muy raro… —Hablaba para sí mismo.

Conforme volvía a recuperar las fuerzas y también a recobrar la memoria de todo lo que había pasado, Javier sintió que una garra helada le apretaba el corazón. Cinco días atrás, él estaba tranquilamente de vacaciones en un campamento de verano en la Montaña Alavesa con pantalón corto, zapatillas deportivas y camiseta. Habían ido de excursión por la tarde al despoblado de Ochate incitados por uno de sus monitores, Mikel, que era un friki de Cuarto Milenio y un cazador de misterios, como a él le gustaba decir. Habían ido hasta el pueblo maldito de Ochate, que en la lengua vasca significaba «puerta del frío», por la fama que tenía de avistamientos de ovnis. Y he aquí que de pronto se había formado aquella niebla extraña, cuando regresaban al autobús, y una columna de energía había caído sobre él cuando caminaba por el descampado con Mónica Ramos, esa bocazas, y con Finisterre, la mejor de las monitoras.

Por más vueltas que daba al asunto, no podía entenderlo. Cómo ellos tres habían podido ser abducidos por aquel flujo de energía, y habían aparecido de pronto en una plataforma del espacio delante de una máquina en forma de rueda giratoria que, en realidad, era una puerta interdimensional que conducía a otros universos paralelos, planetas y mundos.

Y ahora estaban allí, en esa tierra desconocida y salvaje, en un reino feudal donde la gente se vestía y actuaba como si hubieran regresado a la Edad Media, rodeado de bárbaros y de bestias peligrosas que les acechaban. Un puñado de esas bestias les había perseguido a través de la montaña, para cazarlos como si fueran animales; habían capturado con redes a sus amigas Nika y Finisterre y él había tenido que escapar a nado por el río de aguas bravas en compañía de aquel sujeto moreno de ojos penetrantes, un guerrero Ad-whar con cara de malas pulgas y peor genio. Algo muy excitante para vivirlo a través de un videojuego, pero nada divertido, más bien angustioso, cuando uno se veía obligado a sufrirlo de verdad en sus carnes con todas las consecuencias.

Se tocó torpemente con los dedos un chichón que le había salido en la cabeza.

—¿Qué va a pasar con ellas, con Finis y Nika? ¿Qué crees que les harán esas cosas y... los darkos? —se atrevió a preguntar al fin, temiendo escuchar la respuesta.

—No las matarán, tranquilo. Tienen que entregarlas vivas a quienquiera que les haya pagado por cazarlas o no cobrarán la recompensa... Aun así, no las tratarán muy bien…

—Pero… pero… ¿por qué nos persiguen a nosotros?

El ceño de Miles se acentuó aún más. Por su frente cruzó una sombra.

—Eso me gustaría saber a mí también —murmuró pensativo. Después bajó la cabeza, miró de frente al muchacho y aclaró—: Ya os dije que soy un proscrito. Mi cabeza tiene un precio en Arn-Goroth que el rey pagará con gusto a cualquiera que se presente con esa cabeza en un saco. Os lo advertí. Pero además… ¡hay un hombre que me busca para matarme!... Alguien que con el tiempo se ha vuelto muy poderoso… con mercenarios a su servicio… ¡Yo también le persigo a él!, por eso he vuelto… Para cobrarle una deuda de sangre que tenemos pendiente, él y yo…

Hablaba entre jadeos, mientras se recuperaba del esfuerzo casi sobrehumano de aquella accidentada huida. Se paró unos segundos más para tomar aire, apoyado sobre las rodillas, y esperó a que su corazón dejara de latir a mil.

Luego reflexionó y dijo para sí:

—Pero es raro… —Él ya esperaba un ataque, sabía que sus enemigos intentarían interceptarlo a toda costa, tenderle una trampa. Lo esperaba, pero no tan pronto ni con esa clase de mercenarios—. Estamos en la frontera… No pueden haber enviado tan rápido, tan lejos a sus sicarios contra mí… Y esos darkos venían de las Tierras Ásperas…

De nuevo clavó sus pupilas aceradas en el chico extranjero con el que había compartido la ruta y al que había tenido que proteger durante los dos últimos días, desde que se habían tropezado con el broncotauro que él pretendía cazar en el Middle Umbra o Bosque Umbrío.

—Venían a por nosotros, por los cuatro… No solo me buscaban a mí… —razonó.

Alrededor de las botas del Ad-whar se había formado un gran charco y seguía chorreando agua, aunque a él eso parecía no importarle. Un poco más calmado y habiendo recuperado el resuello, por fin se puso en acción. Se despojó del peto de cuero y de la camisa, empapada, y examinó un tajo que le sangraba en el antebrazo izquierdo. Tenía un aspecto feo.

—¿¡Estás herido!? —exclamó entonces el chico, alarmado, sentándose de golpe.

—No es nada —le informó el hombre con indiferencia. Se enjugó la sangre, cogió un pellizco de barro fresco y unas hojas verdes cercanas, y se los aplicó sobre la herida. Luego se ató una pequeña venda alrededor del corte con un pedazo de tela arrancado de su propia camisa, para impedir que siguiera sangrando—. ¿Y tú? ¿Estás herido?

El muchacho se repasó bien; tenía moratones por todo el cuerpo e incluso los pantalones desgarrados, pero todos los huesos seguían en su sitio. Lo único digno de resaltar era el corte abultado en la frente que goteaba sangre sobre la ceja izquierda. Había tenido mucha suerte, sí. Su compañero le recomendó que se pusiera barro como había hecho él. En cuanto lo hizo, Miles apretó sin miramientos con el pulgar sobre la herida para cortar la hemorragia.

—Ay —se quejó el chico—, ¡ten más cuidado!

El guerrero no le hizo el menor caso. Rasgó otra tira de la tela de su camisa y se la tendió diciendo:

—¡Tápalo con esto! Las skrugs tienen un olfato del demonio. Pueden oler la sangre a distancia. Y si olfatearan la nuestra, estaríamos perdidos.

Miles volvió a ponerse el peto de cuero directamente sobre la piel, sin las mangas. Rasgó una parte de la camisa rota y se la guardó en el saco, luego hizo una bola con los restos manchados de sangre y la lanzó al río. Contempló cómo flotaba la tela sobre la corriente y, al alejarse, se hundía.

No solo el olfato, las skrugs también tenían el oído fino y sus ojos compuestos eran capaces de distinguir los objetos incluso en la oscuridad de la noche. Así que el guerrero siguió tomando sus precauciones. Esa orilla del río debía ser un abrevadero de animales porque se veían rastros de excrementos por doquier y Miles se restregó a conciencia los pantalones con un puñado de boñigas frescas que encontró.

—¿Nunca has visto a un animal revolcarse en los excrementos de otro para camuflarse y disfrazar su olor? ¿A un perro, a un zorro? —preguntó ante la cara de extrañeza del chico.

—Yo no tengo perro.

El Ad-whar movió la cabeza de un lado a otro con incredulidad, una vez más. Después amasó fango y algas de la orilla, y se cubrió con esa masa los brazos, la piel del rostro y los cabellos. Era un camuflaje perfecto para fundirse con el entorno. Hecho esto levantó de nuevo la cara manchada de barro hacia la montaña y estudió el terreno por el que habían venido. Durante unos segundos permaneció inmóvil escuchando, olfateando el aire como un animal.

Luego se volvió hacia el muchacho y clavó los ojos en él. Más que una mirada, era una orden muda. Por su actitud, Javier comprendió al fin que el guerrero se había preparado para volver a la lucha. Y que esperaba que el chico hiciera lo mismo.

Eso le hizo acordarse de sus compañeras de aventura. Tenían que rescatarlas. Debían encontrar a esos pigmeos, si querían salvar a las chicas. Según dijo Miles, no podían demorarse mucho o perderían sus oportunidades; cada segundo resultaba crucial.

No es que quisiera convertirse en un héroe por culpa de la Bocazas, precisamente. Habría preferido salir corriendo en dirección contraria. Pero aún le atraía menos la idea de quedarse solo en ese mundo extraño.

Así que se incorporó y, sin decir palabra, se cubrió él también el rostro y el cuerpo con barro. Con la banda de tela en la frente y el barro, ahora parecía un indio del salvaje oeste antes de una escaramuza. Torció el gesto y vaciló ante el montón de boñigas frescas; la idea de rebozarse en ellas no le seducía en absoluto; pero ante la orden categórica del errante —«¡hazlo!»— no tuvo elección. ¿Qué sería peor, revolcarse en mierda o terminar devorado por una de aquellas mantis gigantes? La mierda al menos se la podría quitar después con una buena ducha, se dijo para consolarse. Pinchó resignadamente un par de pegotes, lo más pequeños posibles, con la punta de un palo y se los aplicó con muchos escrúpulos en los bajos de la capa y en el pantalón. Tan lejos de su nariz como pudo.

Por fin procedió a revisar lo que llevaba encima, igual que había hecho Miles. Había logrado a duras penas conservar la espada con su funda y ahora se alegró por ello, pero decidió no ponerse el jersey mojado ni tampoco la camiseta, le estorbaban más que otra cosa. Enroscó juntas las dos prendas y se las colgó de la cintura anudándolas por las mangas del jersey. Solo tardó un minuto.

El guerrero aprobó el camuflaje de Javier con un asentimiento de cabeza y, clavando la vista río arriba, exclamó en tono duro y resuelto:

—¡Es hora de salir de caza! Y desde ahora te digo que ¡no habrá tregua! ¡No, hasta que las encontremos a ellas! ¡No, hasta que la última de esas bestias caiga!

Las dos cosas parecían ir unidas en sus pensamientos.

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